Un porteño que mira hacia el interior Rodada una en Entre Ríos y la otra en Catamarca, El amarillo, de factura muy casera, es oscura, primaria y rústica, mientras que Gallero, el opus 2 de Mazza, ofrece un excesivo pulido técnico y fotográfico que no necesariamente la beneficia. ¿Quién es Sergio Mazza? El estreno conjunto de El amarillo y Gallero permite empezar a contestar una pregunta que en los últimos años circuló en ámbitos muy reducidos. El de los festivales, concretamente. Opera prima de Mazza, El amarillo resultó, tres años atrás, uno de los descubrimientos de la 21ª edición del Festival de Mar del Plata. De allí pasó al Bafici y llegó más tarde a Venecia, Viena y Locarno. Fue nuevamente en Mar del Plata, a fines del año pasado, donde Mazza (recibido en la carrera de Diseño de Imagen y Sonido y con formación en Artes Plásticas) presentó su opus 2, Gallero. Es una muy buena iniciativa, por parte del Malba y Arte Cinema, estrenar ambas películas en forma coordinada, ya que ello permite hacer foco en lo que constituye, hasta la fecha, la obra “completa” de un cineasta en pleno desarrollo. Siendo Mazza porteño, su cine se localiza, hasta ahora al menos, en el interior. El pueblito de La Paz, Entre Ríos, en el caso de El amarillo, y varias localidades catamarqueñas, en el de Gallero. Ambas se inscriben resueltamente en lo que podría denominarse “minimalismo rural”. De factura netamente casera, El amarillo es oscura, primaria y rústica, mientras que Gallero ofrece un pulido técnico y fotográfico que no necesariamente la beneficia. En ambas hay, antes que historias propiamente dichas, embriones de historias posibles o tal vez ni siquiera eso. Hay el encuentro entre un hombre y una mujer. Encuentro que en El amarillo aparece marcado por una tensión sexual que la atraviesa de punta a punta y que en Gallero adquiere el carácter de una lenta e indefectible inminencia. La tensión de El amarillo –que no es sólo sexual, sino también cinematográfica– reconoce una fuente notoria, que lleva el nombre y apellido de Gabriela Moyano. Actriz, cantante, compositora y letrista, esta huesuda morocha constituye uno de los grandes hallazgos no sólo de Mazza, sino del reciente cine argentino en su conjunto. Dueña de una sexualidad hipnótica pero desganada, de un timbre cavernoso y de un hablar raspado, Moyano –ganadora de una Mención Especial en el 8º Bafici– parece, en El amarillo, una femme fatale de cine negro de los ’40, extraviada en un bolichón rasposo del Litoral. Le basta sacarse un zapato, perezosamente, al costado de un plano general, en medio de una cocinita de tres por cuatro, para que la mirada del espectador se clave, a la distancia, en su pie izquierdo. Ni qué decir de cuando agarra la guitarra y, sentada sobre un tablón, con un montón de botellas de gaseosa tamaño familiar por único atrezzo, frasea unas milongas tristonas y unos boleros melanco, cuyas herméticas letras parecen como de otro planeta. De otro planeta es también la tensión que esa presencia genera, en un entorno que, de no ser por ella, sería rotundamente mustio. La cámara, como contagiada de la pereza siestera del lugar, toma ese entorno tal como es, sin hacerse preguntas. De los personajes se sabe poco, casi nada. Del forastero, que viene “de Olivos” y llegó allí en bote. De Amanda, que está ahí desde hace unos meses. De “El Amarillo” (nombre del boliche), que en él, por las noches, los parroquianos bailan chamamés con las chicas. O contratan, si prefieren, “servicio completo”. “¿Tené un cigarrillo, vó?”, pide Amanda, como los presos de la cárcel. “¿Va’ queré algo má, vó?”, pregunta después. Mazza no filma el paisaje: lo da por supuesto. No sucede lo mismo en Gallero. Filmada en un digital de alta definición sumamente pulido, en Gallero se siente la mirada del forastero, no ajena a cierta voluntad de embellecimiento. Una voluntad que choca con la aridez del paisaje y de la gente. El del título es Mario, trabajador golondrina parco y solitario, dedicado casi exclusivamente a sus gallos de riña. Julia le lleva unos treinta años, alguna vez perdió a toda su familia en un accidente y tampoco es de hablarse todo. La cámara observa a distancia un acercamiento que de tan lento se hace casi imperceptible, acoplándose a esos tiempos. Circunstancialmente Mazza da entrada, mediante inserts, a breves –tal vez inadecuados– sueños y fantasías de los personajes, así como a ciertas fotos posadas que recuerdan el pop pobre del fotógrafo Marcos López. Un colega definió a Gallero como un posible cruce entre El romance del Aniceto y la Francisca y Japón (por la relación, eventualmente sexual, entre el cuarentón y la septuagenaria) y está claro que dio en el clavo. No sólo por la justeza de las referencias, sino por el propio hecho de que la segunda película de Mazza parecería recorrer caminos cinematográficos menos singulares que la primera.
Ruidosa caída digital del mundo 2012 representa la consumación de todo aquello a lo que siempre aspiró el alemán Roland Emmerich, realizador de Día de la Independencia, Godzilla y El día después de mañana. Descendiente distante de Nerón, a Emmerich le gusta poner el mundo en llamas para sentarse a contemplar el incendio, y la tecnología digital hace cada vez más posible esa artesanía de maqueta destrozada. A diferencia de su gozoso antecesor lejano, a Emmerich su deseo infantil parecería darle culpa, por lo cual necesita disfrazarlo de algo presuntamente maduro y universalizable: el drama humano. Ahí, el edificio entero se le viene abajo: para Emmerich, el drama humano es tan irrepresentable como un pobre para Mauricio Macri. Asistir a 2012 es como ir un sábado a la tarde a casa de nuestro amiguito rico, para que nos muestre –durante casi tres horas, en la que nos tendrá amarrados a una butaca– cómo destruye el carísimo Rasti que los papás acaban de regalarle. Materialización en bruto de la sensación de apocalypse now que recorre el mundo, en 2012 las manchas solares se ponen hiperactivas, los neutrinos se sacan, las placas tectónicas se corren de lugar y de pronto ese centro del universo que es la ciudad de Los Angeles aparece atravesado de rajaduras del tamaño del Kodak Theatre. De ahí en más, los rascacielos se caen unos contra otros, las autopistas se arquean como serpientes jorobadas, ciudades desaparecen de la faz de la tierra, hay diluvios universales y desfile de tsunamis, las olas arrastran al Air Force One como si fuera una plancha de telgopor, el portaaviones USS John F. Kennedy cae sobre las costas de los Estados Unidos y un reducidísimo grupo de sobrevivientes busca refugio en siete arcas, construidas para la ocasión por el G-8. Más allá de un azoramiento poco duradero, esta ruidosa caída digital del mundo tal como lo conocimos importaría, siempre y cuando la sufrieran esos alter egos del espectador a los que suele darse el nombre de personajes. En 2012, su lugar ha sido tomado por unos muñecos inanimados que llevan los rostros de John Cusack, Amanda Peet, Chiwetel Ejiofor y varios más, en los papeles de un escritor de best-sellers que terminará salvando al mundo, su ex esposa (que vuelve a él, al verlo convertido en megahéroe universal), un geólogo, el presidente afroamericano de los Estados Unidos y así. De todos ellos, el único con una personalidad es, como suele suceder, el villano, un asesor presidencial dispuesto a que el resto del mundo se hunda, siempre que se salven él, unos jeques árabes y otros doscientos privilegiados. En la única elección afortunada de cast, Oliver Platt está, como siempre, perfecto. En 2012 el sol se enfurece como un Dios indignado. Un lama tibetano se hace amigo de un soldado chino. Un niño se llama Noé, un predicador callejero lleva un cartel que dice “Arrepiéntanse”, un barco tiene el nombre de Génesis, la humanidad se salva a bordo de siete arcas y, al final, un sol providencial vuelve a brillar. Podría considerarse a Roland Emmerich inventor del género “superproducción de catástrofe bíblica”, si Cecil B. De Mille no lo hubiera hecho más de medio siglo atrás.
El juego del miedo, en Argentina Coproducción mayoritariamente española, filmada dos años atrás en Argentina con nombres locales en el elenco, Aparecidos se cierra con una imagen icónica y políticamente poderosa. En una Buenos Aires contemporánea, los fantasmas de los desaparecidos deambulan, como almas en pena, siendo vistos sólo por aquéllos dispuestos a hacerlo. Si se piensa un poco se advertirá, sin embargo, que su unidireccionalidad de sentido le da a esa imagen una impronta más publicitaria que cinematográfica. Una música ostentosa termina de arruinar el poderío potencial de ese plano, aun así lo más logrado de una coproducción que no duda en mezclar desaparecidos con terror de segunda categoría. “Una historia de fantasmas basada en hechos reales”, dice la frase de prensa. Hay dos problemas. Por un lado, esos hechos –la represión militar y los 30.000 desaparecidos– son heridas todavía abiertas. Por otro, el realizador Paco Cabezas pretende conciliar cine de evasión, golpes bajos, shocks dramáticos y una presunta conciencia política y social, que no va más allá del oportunismo y la declamación. En el presente, dos chicos españoles (Ruth Díaz y Javier Pereira) llegan a la Argentina para asistir a las últimas horas de su padre, médico septuagenario, que alguna vez vivió en el sur junto a su familia y ahora agoniza en una cama de hospital. El viaje a los orígenes, atravesando la Patagonia en un viejo Falcon de la época, terminará resultando para ellos un viaje a lo siniestro. Dicho esto tanto en sentido histórico y político como familiar. La referencia a los desaparecidos, volcada en cierto diario personal de los ’70 y recortes de periódicos de la época, tropieza con un cuento de aparecidos, a partir del momento en que el pasado, representado por una pareja de militantes perseguidos y torturados (Leonora Balcarce y Luciano Cáceres), comienza a ser presenciado “en vivo” por ambos hermanos. Ambos espacios disímiles se fusionan, haciendo todo el ruido posible, cuando cierto médico torturador de los ’70, reencarnado, amenaza con picanear a su propia hija, practicándole el submarino en la bañadera familiar, mientras despotrica contra “zurdos” y “bolches”. Es como querer cruzar Recuerdo de la muerte y la historia del doctor Bergés con copias de segunda de The Ring y El juego del miedo, entre hermosas postales patagónicas de exportación.
Una amistad sin fronteras La patrona es italiana y su empleada doméstica, rumana. ¿Pueden hacerse amigas estas dos mujeres? Deberán, un poco porque el guión lo impone y otro poco porque una de ellas es bastante más imprevisible de lo que a primera vista parece. Metáfora transparente del reconocimiento del otro, no es difícil entender que en tiempos de migraciones masivas, segmentación social y corrección política, a lo largo del último par de décadas el cine haya recurrido, con creciente insistencia, al motivo de la amistad entre opuestos. Ese leitmotiv puede aparecer tanto en un western (Danza con lobos) como en una comedia (Mejor imposible), pero tiende a ser, sobre todo, material de dramas de los considerados “serios”, desde Gran Torino hasta Las flores del cerezo, pasando por Estación central, Visita inesperada o Contra la pared. Reaparece ahora en Mar Negro, ópera prima del florentino Federico Bondi, en la que una vecchia signora algo venida a menos y su doméstica, emigrada rumana, terminarán haciendo un largo viaje juntas. El viaje: he aquí otra figura sumamente frecuentada por el cine contemporáneo, a la hora de darles a los opuestos una meta compartida. Con serios problemas de salud y movilidad, la septuagenaria Gemma, recién enviudada (Ilaria Occhini), necesita de una chica en casa, que la ayude a resolver lo que ella ya no puede. Claro que necesitarla es una cosa y aceptar que la necesita, otra. Tal vez por eso, desde el momento mismo en que conoce a Angela (la actriz rumana Doroteea Petre, a quien pudo verse en el film de ese origen Cómo celebré el fin del mundo), la señora arrugue la cara, proteste cuando la otra va al baño, se queje de su pronunciación y se empeñe en llamarla con el nombre de la doméstica anterior. Viendo los caprichos de Gemma, sus arrebatos de irritabilidad y su maltrato a toda orquesta, no es difícil comprender que la antecesora de Angela se haya mandado a mudar. Recién llegada a Italia, junto al Danubio Angela dejó un marido, trabajador en una fábrica de porcelana. Además de eso, el evatest acaba de darle positivo. Resignación y valor para Angela, entonces: no hay nada que necesite tanto como algunos euros. Aun así, cuando no soporte más a la tirana, estallará. ¿Pueden hacerse amigas estas dos mujeres? Deberán, un poco porque el guión lo impone y otro poco porque Gemma es bastante más imprevisible de lo que a primera vista parece. No porque se vaya sensibilizando de a poco, como suele ser regla en esta clase de películas, sino por su bipolaridad, que la lleva a amenazar con el bastón a la pobre empleada por cualquier estupidez y un rato más tarde ponerse a charlar con ella como si fueran viejas amigas. No es tan raro, entonces (aunque sí un poco improbable), que cuando se entera de que Angela debe volver a su país porque el marido está desaparecido, primero le recrimine, con todo el egoísmo del mundo, y poco más tarde esté haciendo las valijas para acompañarla. ¿Tal vez sea que, como el personaje de Clint Eastwood en Gran Torino o el protagonista de Las flores del cerezo, la señora descubre que quiere más a la extraña que a sus propios e ingratísimos hijos? Por suerte, Mar Negro evita ese otro lugar común: el hijo de Gemma se porta con su madre mejor incluso de lo que lo haría el espectador. Producida por la nativa de Milán Marina Spada (realizadora de Como la sombra, premiada en Mar del Plata y estrenada aquí el año pasado), el problema principal de Mar Negro es que, en su corrección sin sobresaltos ni accidentes, su única pretensión parecería ser la de cumplir con aquello que se espera de ella, confundiendo narración con la lisa exposición de un asunto. A quien esto le baste sabrá apreciar el contraste de estilos entre Doroteea Petre –sobria, mínima, delicada– y su oponente Ilaria Occhini, de expresividad visible y operística, debida seguramente a su formación teatral.
Malevaje extrañado en el siglo XXI Sólo en términos técnicos podría decirse que Fantasma de Buenos Aires, sexta producción de la Universidad del Cine, está a la altura del lugar central que esa casa de estudios viene ocupando, desde hace un par de décadas, en relación con el cine argentino contemporáneo. Bastaría nombrar a unos pocos graduados de la FUC –Pablo Trapero, la dupla Matías Piñeyro/ Alejo Moguillanski, Damián Szifron, Celina Murga, Ana Katz y Mariano Llinás– para aquilatar la sostenida calidad y variedad del aporte que la universidad que dirige Manuel Antín ha hecho al cine argentino desde el momento de su fundación. Por algún extraño motivo, sin embargo, algunas de las producciones propias de la FUC parecerían provenir de un planeta distinto. Un planeta menos inteligente, menos estimulante, más banal. Es el caso de Fantasma de Buenos Aires, ópera prima de Guillermo Grillo, a quien, con 39 años, podría considerarse un graduado veterano. La idea de Fantasma de Buenos Aires está entre el spot publicitario, el viejo programa de televisión Yo soy porteño y alguna de esas parodias o banalizaciones del terror contemporáneo, al estilo Scary Movie. Tres chicos aburridos se ponen a jugar al jueguito de la copa en casa de uno de ellos, advirtiendo que si la copa se rompe, el espíritu invocado se quedará para siempre en la casa. La copa se rompe –obvio– y el fantasma que se les aparece (mediante la tabla ouija primero, en cuerpo y alma más tarde) es el de un guapo, muerto en duelo a cuchillo a comienzos del siglo XX. El compadrito “tomará el cuerpo” de uno de los chicos, que de allí en más adopta posturas, actitudes, mentalidad y voz del otro, a la manera de lo que sucedía con Steve Martin en Hay una chica en mi cuerpo o Ellen Barkin en Una rubia caída del cielo. La escrita y dirigida por Guillermo Grillo es una comedia livianísima, con cierta pretensión de comentario de actualidad, que surge de hacer chocar al orillero con la, se supone, modernísima Buenos Aires siglo XXI. El desfase permite confrontar lo contemporáneo-light con el culto reo por la guapeza, las biabas y las muñecas bravas, y hasta deshacerle algunos entuertos amorosos al joven protagonista. Actuada con soltura y con rubros técnicos bien cubiertos (un clásico de la FUC), Fantasma de Buenos Aires queda como una suerte de broma menor, sólo esporádicamente graciosa, más propia de un ejercicio curricular de fin de año que de un largometraje de exhibición pública.
Un clon rendido a la corrección política El film de animación fue creado y producido en España, pero con voces de actores norteamericanos. Es la historia de un planeta de alienígenas al que llega un astronauta de la NASA muy parecido a Buzz Lightyear y con un robot a la Wall-E. Creada y producida en España, escrita por un guionista de Hollywood y con actores estadounidenses poniendo la voz (en la versión original; en Argentina se estrena en copias dobladas al castellano neutro), Planet 51 es, seguramente, la primera producción de la historia del cine sin marcas de identidad. A diferencia de lo que sucedía en los años ’60 con las copias europeas de géneros prototípicamente sajones (los westerns, las de terror, las de acción), que pretendían igualarse a ellos sin lograrlo, Planet 51 no muestra la hilacha. Todo en ella –la técnica, el doblaje, los temas y el enfoque– la convierte en clon de una de Hollywood. Esa condición clonada, esa media de corrección estándar es, justamente, lo que la hace menos interesante que sus tías lejanas, que no podían disimular el acento aunque quisieran. La idea original es buena, aunque no del todo rigurosa. Por más que sus habitantes parezcan moluscos verdes y el calendario marque el año 19 mil y pico, el planeta del título (que ya en el original viene en inglés) vive en el equivalente de los ’50 de la Tierra. O de Estados Unidos, que viene a ser lo mismo. El pueblito se parece al de las películas de ciencia ficción de aquella época, la banda de sonido es puro Elvis, en los jardines se preparan barbacoas, los chicos leen comics y los cines proyectan películas de invasores espaciales. Con una pequeña diferencia: los alienígenas de esas películas son... los terráqueos. Si las necesidades del comic relief aconsejan meter un cantautor hipón, de temas de protesta típicos de los ’60, se lo mete, aunque esté desfasado una década. O encajar un perrito que es como el alien de la película de Ridley Scott. A ese planeta amable y paranoide va a parar el alienígena tan temido: un astronauta de la NASA, proveniente del presente terráqueo. Es sospechosamente parecido a Buzz Lightyear y viene acompañado de un robotito que parece Wall-E, pero con el aspecto de su novia Eve. La respuesta frente a semejante “amenaza” será la que las películas enseñaron a los nativos del planeta 51: envío del ejército, de tanques, de armas. Y de un científico nazi, con acento alemán y todo. Con las voces de Dwayne “The Rock” Johnson, Jessica Biel, Gary Oldman y John Cleese (ninguna de las cuales se oirá por aquí) y guión a cargo de uno de los miembros del equipo de Shrek, la trama de Planet 51 también cuenta con un precedente. Se trata de El gigante de hierro (1979), inédita por aquí, en la que, en tiempos de Guerra Fría, un chico terráqueo se hacía amigo de un temido robot extraterrestre, oponiéndose juntos a las fuerzas de la reacción terrestre. Con un general ultrabelicista por némesis, el astronauta de Planet 51 –fanfarrón, bravucón, con pinta de marine– representa el único asomo de comentario más o menos crítico sobre la cultura yanqui. Hasta que se convierte en héroe de western, se pudre todo y sólo queda la corrección política, a la que se rinden nueve de cada diez películas de animación de hoy en día. Ideada, producida y realizada por creadores de videojuegos, hecha con un presupuesto enorme (alrededor de 100 millones de dólares), lanzada en miles de salas estadounidenses y llena de la clase de citas y referencias pop-cinematográficas que podían esperarse de un guionista de Shrek, Planet 51 cumple con su objetivo, consistente en parecerse a una producción media de animación digital de Hollywood. Es como si un empresario español pusiera una cadena de hamburguesas, igualita a McDonalds: el estándar del estándar.
Nuevos efectos, la misma moraleja El teórico francés Noël Burch postuló alguna vez una paradoja muy propia del cine: la coexistencia entre un atraso narrativo-representativo que hundía sus raíces en la novela decimonónica y la innovación tecnológica y de lenguaje, propia de los albores del siglo XX. Ninguna película parecería representar más literalmente esa paradoja que Los fantasmas de Scrooge, que aplica sobre el Cuento de Navidad de Charles Dickens una multitecnología de punta, hecha de digitalización, motion capture y 3-D. Nada de eso sirve para alivianar la moraleja del cuento sino para hacerla, por el contrario, más machacona que nunca. En su carácter de adelantado de todas las técnicas mencionadas, Los fantasmas de Scrooge representa, para su realizador y guionista Robert Zemeckis, un evidente punto de llegada. Desde fines de los ’80, en películas como ¿Quién engañó a Roger Rabbitt?, La muerte le sienta bien y Forrest Gump, Zemeckis venía aplicando efectos especiales de avanzada, y a mediados de esta década fue el primero en utilizar, en El expreso polar, la técnica conocida como motion capture. En la siguiente Beowulf, a la motion capture –que permite reproducir, por animación, rostros, gestos y movimientos de actores de carne y hueso– le sumó la tridimensionalidad digital, aunque de modo algo primario por el desarrollo aún embrionario de esa técnica. Ahora, finalmente, Zemeckis logra aplicar el state of the art de todas esas tecnologías sumadas. Pero sólo para demostrar que existen pocas herramientas más rudimentarias que la motion capture. Consecuencia de una técnica que –por el momento, al menos– convierte seres humanos en muñecos, ver Los fantasmas de Scrooge es como asistir a la versión Thunderbirds de Cuento de Navidad. Era lógico que quien mejor se adaptara a ella fuera un títere articulado llamado Jim Carrey, que digitalmente enmascarado, y en furor multiplicatorio digno de Buster Keaton, compone nada menos que a ocho personajes, empezando por el protagonista y siguiendo por los tres fantasmas que se le presentan: el Espíritu de la Navidad Pasada, el de la Navidad Presente y el de la Futura. Signado el primer episodio por la melancolía, el segundo por la más pesada culpa y el último por la redención, lo mejor de Los fantasmas de Scrooge es sin duda la larga introducción de la película. En esos primeros 15 o 20 minutos, la suma de detallismo reconstructivo en 3-D (de la Londres del siglo XIX) y el creciente, atmosférico clima de terror (uno de los fuertes de Zemeckis) permiten hacer la vista gorda ante el muñequismo de todos los “actores” secundarios, caracterizados por una alarmante mirada muerta. De allí en más, la cosa se pone progresivamente aparatosa (uno de los grandes vicios del realizador), además de viscosamente moralista. Por la combinación de efectos visuales de montaña rusa con fábula moral, Los fantasmas de Scrooge termina pareciendo un cruce de Disneylandia con Pinocho. No por nada la produce Disney.
El enamoramiento como simulacro Puede ser entendida como la película que inaugura un nuevo estado de ánimo, una comedia que no es romántica ni comedia: con buenas actuaciones de Joseph Gordon-Levitt y –sobre todo– de Zooey Deschanel, el film repasa con acidez ese “amor” de 500 días. (500) días con ella tal vez sea la fundadora de un nuevo estado de ánimo, el cool resentido. Tal como avisa la dedicatoria inicial, la película está hecha en contra de una chica, a la que se nombra con nombre y apellido. Lo que no se sabe es quién es el autor de la dedicatoria. Difícilmente se trate del director, el debutante Marc Webb, que no escribió el guión. Los guionistas son dos, con lo cual es imposible saber a cuál de los dos dejó varado la chica de la dedicatoria, y el protagonista es un personaje de ficción, que no lleva el nombre ni ejerce la profesión de ninguno de ellos. Confesión sin sujeto o falsa confesión, de esa condición parece devenir el carácter cool, distanciado y ligeramente dandy de (500) días con ella. Un cool que funciona como máscara, desviando, disimulando, haciendo olvidar esa dedicatoria del comienzo. El resultado, paradoja mayúscula, es una diatriba indirecta y despersonalizada. El propio título original, (500) Days of Summer, es una canchereada a todas luces: no es que la historia transcurra en verano, sino que la chica se llama Summer. “Es una historia de chico conoce chica, pero no es una historia de amor”, advierte de entrada el relato off, en la voz de un locutor no identificado, de fraseo neutro y “profesional”. Una de las tantas herramientas de mediación a las que, a lo largo de la película, recurren los guionistas, Scott Neustadter y Michael H. Weber. Otra, fundamental, es la fragmentación del hilo temporal, disgregado en escenas discontinuas, todas ellas numeradas de acuerdo con el día de la relación al que corresponden. Del día 400 y pico se puede pasar al día 1, de allí saltar al 100, después al día 7 y así sucesivamente. En el día 1, Tom Hansen (Joseph Gordon-Levitt) conoce a Summer Finn (Zooey Deschanel). “Tom era la clase de persona que espera la aparición de la chica indicada, y cuando vio a Summer supo que esa chica era ella”, dice el locutor. En otras palabras, la Summer que Tom cree ver es la que quiere ver. Eso explica que (500) días con ella no sea una historia de amor: es la de un enamoramiento. De allí que nunca se sepa quién es Summer en verdad. Todo lo que se sabe es que entró a la oficina donde trabaja Tom (una editora de tarjetas de felicitación, donde él se desempeña como “creativo”) como secretaria personal del jefe. Y que no cree en el amor. Y que se ve a sí misma como Sid de la Nancy que sería Tom: transparente anticipo del puñal que va a clavarle. De Tom se saben más cosas. Sobre todo, que es arquitecto y le encantaría trabajar en lo suyo, pero se conforma con ese purgatorio de segunda clase que para él (o cualquiera) representan las fórmulas de felicidad de las tarjetas, posible referencia en clave al género “comedia romántica”. Se sabe también que Tom tiene dos amigos, que no llegan a cumplir el papel de confrontación o complementación que en una comedia les cabe a los amigos. En el caso de Summer, no es que su papel esté subdesarrollado, porque no se trata de un personaje, sino de una infatuación romántica, una distorsión del punto de vista. Si Joseph Gordon-Levitt está justo, la de Zooey Deschanel es una elección clave. Irresistible ya en Casi famosos, All The Real Girls, Elf y El mundo mágico de Terabithia, la chica cumple aquí su destino, el de versión indie de Anna Karina, ejerciendo tanta fascinación sobre el espectador como sobre el protagonista. De hecho, la canción que susurra en un karaoke es el equivalente perfecto del hipnótico baile de Vivir su vida. Tampoco parece casual que en una suerte de noticiero en blanco y negro se la vea pedaleando una bici, como lo hacía en Los mocosos, de Truffaut, la igualmente magnética Bernadette Lafont. Pero las primeras películas de Godard y Truffaut eran románticas, y (500) días con ella apunta, por el contrario, a desmontar esa ilusión. El enamoramiento como simulacro: así lo muestra la escena en la que Tom y Summer se fingen marido y mujer, en el falso hogar de una sucursal de Ikea. Casi más un objeto teórico que una película, la ópera prima de Marc Webb tal vez sea la única comedia romántica posible, en tiempos desromantizados. Una comedia que no es romántica ni comedia: el veneno del tango releva aquí las mieles del comienzo. De allí la entera parodia genérica en la que, tras la primera noche de amor, el estado de felicidad del protagonista se ve coreografiado por la falsa alegría de un número musical.
Decadencia de la patria chupasangre Novio vampiro la deja y ella se enamora de hombre lobo. La posible placa de Crónica TV hubiera sido infinitamente más divertida que las dos horas diez de Luna nueva, nueva entrega de la saga Crepúsculo, que la película homónima inauguró (en cine) el año pasado. Lo que anuncia la placa es lo que sucede en este segundo episodio de la saga creada por la escribidora Stephenie Meyer, haciendo presumir que en las próximas entregas la heroína podría llegar a curtir con un zombie y un fantasma. No, perdón, curtir no: ya se sabe que hasta los piquitos se entregan con cuentagotas en esta saga exangüe. Saga ultrapuritana, a la medida de la religión mormona que practica Mrs. Meyer. “Condenada a no apretar”, sería otra posible placa de Crónica, teniendo en cuenta el sudor y las lágrimas (sangre no, ya se sabe) que esos pocos piquitos le cuestan a la pobre Belle (Kristen Stewart), tironeada esta vez entre el vampiro Edward (Robert Pattinson) y el hombre lobo Jake (Taylor Lautner). Que es como decir, también, entre la melanco palidez new romantic de uno y los schwarzeneggerianos músculos del otro. En el momento más involuntariamente gracioso de una de las películas menos graciosas vistas en bastante tiempo, suena un teléfono justo en el momento en que los labios de Belle y Jake se hallan, finalmente, a unas pulgadas de distancia. Luna nueva es, como el resto de la saga, un canto a la represión y la abstinencia sexual. No sólo los vampiros vienen sin colmillos (lo cual es como una película cómica protagonizada por Santo Biasatti), sino que también se cuidan de dejarse arrastrar por el deseo, sabedores de que si lo hacen se convertirán en bestias sedientas de sangre. Otro tanto sucede con los hombres-lobo-patovica, que para alegría de la afición adolescente andan por el bosque luciendo sus bíceps (cuando no se convierten en lobos digitales y mal articulados, claro). Las teenagers son, como se sabe, el target principal de este aséptico producto, en el que todo se dirime, como en la tele, a pura charla. Melodrama romántico con amantes condenados a no poder amarse (él, porque es vampiro; ella, porque no lo es; el otro, para no dejarla hecha un estropajo si se calienta demasiado), entre otras herejías a la mitología fantástica Luna nueva incluye una familia de vampiros (con papá vampiro, mamá vampira y su cría), oferta de matrimonio de un vampiro a una posible conversa... y hasta vampiros demócratas, que plebiscitan educadamente la incorporación de un nuevo miembro. En otras palabras, la corrección política arrasando uno de los últimos bastiones de rebeldía, el de la patria chupasangre.
Un policía “bueno” de gatillo fácil Ex oficial de policía, se supone que el actor, guionista y realizador Olivier Marchal conoce de primera mano aquello de lo que habla. En El muelle, película de bastante éxito en Buenos Aires unos años atrás, el tema era la guerra interna entre un oficial “bueno” (Daniel Auteuil) y uno “malo” (Gérard Depardieu). Pequeño detalle, el “bueno” era un cana de gatillo fácil. Pero, claro, conviene no olvidar que el director de la película alguna vez fue policía. Ahora, en MR 73 (modelo de pistola reglamentaria que usa la policía francesa), Daniel Auteuil vuelve a ser el héroe, haciendo de maldito policía. Y otra vez la película, narrada desde su punto de vista, justifica que el tipo, desesperado, termine matando gente por izquierda. Verdadero “cine policial” el de Monsieur Marchal. Como el personaje de Harvey Keitel en la película de Abel Ferrara, el teniente Schneider es un torturado, un alcohólico, un tipo que llegó hasta el sótano de sí mismo y siguió de largo. Tiene sus motivos, o eso es lo que la película quiere hacer pensar: flashbacks en blanco y negro informan de cómo el paraíso conyugal de Schneider se volvió infierno, unos años atrás, cuando un demonio asesinó a su mujer e hija. Ahora, Schneider anda con la barba crecida, no se saca los anteojos ahumados, toma de la botella de JB como si fuera Perrier y es capaz de secuestrar un ómnibus urbano a punta de pistola, porque el chofer no lo quiere llevar a la casa. La suya es sólo una de las tres historias que narra MR 73. Historias que terminarán encontrándose de modo tan fatal como el clima de la película, más pesado que denso. Por un lado, la Justicia (esa puerca) pone en libertad, por buena conducta, a un monstruo humano (Philippe Nahon, recordado protagonista de Solo contra todos) que décadas atrás violó, torturó y asesinó a los padres de una chica. Al enterarse, la chica (la linda Olivier Bonamy) prepara su venganza: ésa es la tercera línea del relato. Si algo no le sobra al cine policial de Marchal es sutileza. Para expresar el estado en que está, Auteuil se ve obligado a retorcerse, tropezarse, gritar y gesticular, en una sobreactuación infrecuente en él. Se connota negrura mediante una fotografía llena de contrastes y claroscuros. Desesperación, con tormentas apocalípticas, que muestran cuánto le gustó Se7en a Marchal. El incidente del ómnibus, casi doméstico, es narrado como si se tratara de una escena culminante, con aceleraciones, choques, frenadas y la llegada de un escuadrón SWAT entero. Todo eso, para detener a un simple borrachín armado. En ocasiones, la falta de sutileza resulta involuntariamente graciosa. Como cuando a Schneider, en un caso en el que todas las víctimas tenían un cachorro en casa, se le prende la lamparita y declara, como el eureka de Arquímedes: “Los perros y los gatos son la clave”. Podría pasar por una escena de El superagente 86, si no fuera por el aire de gravedad que pesa sobre toda la película, y que es sólo comparable con los melodramas luctuosos del mexicano Guillermo Arriaga.