La película de Clooney Desde que George Clooney abandonó la serie ER para convertirse una de las mayores estrellas del cine de los últimos años, muchas veces discutimos con otros colegas que más allá del encanto y de los aciertos en la elección de varios papeles que demostraron su capacidad como actor, Clooney todavía no había hecho una “gran película”, esas que quedan en la historia y se identifican con el protagonista, a la manera de los films del Hollywood clásico. Amor sin escalas es esa película. A pesar de que coquetea con en indie y es una producción de mediano presupuesto, la película de Jason Reitman (director de La joven vida de Juno , guionista de Gracias por fumar) es la favorita de los premios Oscar de este año (un dato de la industria que por supuesto no habla de la calidad del film) y aún así sigue siendo un gran relato. Ryan Bingham (George Clooney) se dedica a dejar sin trabajo a mucha, muchísima gente. Así de simple. Un hijo de puta eficiente que sabe hacer su trabajo y que tiene como horizonte… seguir despidiendo empleados. Cualquier día del año encuentra a Bingham en alguna ciudad del país para racionalizar la plantilla de la empresa en cuestión. No es que disfrute de la faena pero tampoco le quita el sueño. Tantea a las personas que va a despedir, las estudia y después lanza la fatídica frase: “La empresa va a tener que dejarlo ir”. Pero la sofisticación de Amor sin escalas (en el horrible título local) proviene del trasfondo social y político de la actualidad de Estados Unidos, atravesado por la recesión y el capitalismo más salvaje, y la puesta en escena y la dirección de actores. Entre otros, muchos aciertos, la película de de Reitman construye lo excepcional a partir de objetos cotidianos que en el mundo de Bingham adquieren una importancia extraordinaria, como las tarjetas. Están en los embarques, como posibilidad de crédito, son las llaves de las habitaciones impersonales de los cientos de hoteles que visita el protagonista, se exhiben con orgullo como “viajero frecuente”. Y para el killer laboral, esa condición se constituye en su única aspiración, esto es, alcanzar las 10 millones de millas arriba en el aire y lograr la tarjeta vip, que solo otras siete personas poseen en el mundo. Porque Bingham no siente nada. Trata de mantener lo más lejos posible a la familia, el concepto de hogar le es completamente ajeno, al igual que tener pareja y formar una familia. Hasta que claro, se cruza en un el anónimo bar de un hotel cualquiera (de una ciudad cualquiera) a una par, Alex Goran (Vera Farmiga), otra ejecutiva en tránsito permanente. Hay piel sin compromiso y allá va el muchachote, siempre seductor (pero muy contenido en su charme por Reitman), agradecido por las oportunidades que le da la vida y su trabajo. En paralelo, el sistema del que forma parte, que no cuestiona y que ayuda a mantener, da un paso más y presenta de la mano de una jovencísima colega Natalie Keener (Anna Kendrick), la novedad de que no hace falta desplazarse para despedir a un pobre diablo, con una videoconferencia alcanza. Entonces el hijo de puta mayor y el pichón a su cargo inician un periplo para que la pequeña asesina de empleos se convenza de las bondades de despedir gente cara a cara. “El trato humano”. Reitman maneja el relato cáusticamente, manejando los tiempos y situaciones de tal manera de que el protagonista termine siendo adorable para el espectador, a pesar de ser, repito, un flor de hijo de puta. No hay redención en Amor sin escalas, apenas un cruce entre el mundo corporativo plagado de no lugares como los aeropuertos con el otro mundo, el masivo, y la intersección se da de la mano de una posibilidad de amor, solo un amague que queda en el aire, por la propia lógica de los protagonistas. Solo la chica se sale del juego, tal vez porque por su edad pertenece a la esperanzada era Obama. Ryan Bingham y Alex Goran no, seguramente porque se formaron en los despiadados ’80 y consolidaron sus carreras en el renacimiento del liberalismo más despiadado de los ’90. Gran película de Jason Reitman, que demuestra lo que se puede hacer con el Cary Grant de nuestra época cuando hay un guión inteligente, profundo, ácido y encantador.
Los días felices aquí y ahora Cuando los años pasan y la adolescencia queda definitivamente atrás, cuando los problemas de la adultez se convierten en la cuestión central y cotidiana de cualquiera, rápidamente, casi sin aviso, muchas relaciones centrales de la juventud son un recuerdo brumoso que no merece atención. Pues bien, Ezequiel Acuña, un director que viene explorando su propio universo de crecimiento (Como un avión estrellado, Nadar solo), toma la cuestión de la amistad temprana, el reencuentro 10 años después – con los personajes del corto Rocío –, y hace una lectura de la amistad que alguno podría confundir con una mirada naif, pero que sin embargo es una visión conmovedora, delicada y cariñosa sobre la amistad, en una película tierna y esperanzadora. Excursiones, que fue uno de los hitos del Bafici 2009, habla de la relación de Marcos (Matías Castelli) y Martín (Alberto Rojas Apel). El primero trabaja en una fábrica de golosinas y decide retomar una obra de teatro de la secundaria y le pide ayuda a Martín, actual guionista. A partir de allí, la obra, que funciona casi como un único nexo para el reencuentro, pasa a un segundo plano en una amistad con que vuelve con reproches, roces, nostalgia y la constatación de que a pesar de los años, de la muerte de otro amigo, sigue ahí, indestructible. Lo cierto es que a pesar de la melancolía que atraviesa el relato, que es además una especie de mapa generacional, Excursiones es un recorrido divertido y amable sobre los protagonistas –y del resto de los personajes, como el aquí extraordinario Santiago Pedrero como un director teatral atormentado, Martín Piroyansky, como un actor que funciona como “consultor” de la obra en progreso-, definidos en profundidad y con un hondo cariño. Para decirlo sin vueltas: Acuña logra crear una galería de personajes inolvidables del cine argentino. Lo cierto es que Excursiones es una de las películas más importantes de 2010, aunque falte recorrerlo casi en su totalidad. Cualquiera que le guste el cine tiene que ver la película de Acuña y empezar el año de la mejor manera.
La Tierra que te da la vida Apenas cuatro minutos después del comienzo de 2012, las noticias que vienen de la pantalla no pueden ser más desalentadoras: el comienzo del fin está en marcha. En algo así como un repaso de la física elemental para espectadores del cine-catástrofe, la película muestra una inestabilidad excepcional en el Sol que afecta el núcleo de la Tierra con un bombardeo masivo de las partículas subatómicas, lo que produce desplazamientos de la masa del planeta, erupción de gigantescos volcanes, y tsunamis, que decretan la fecha de vencimiento de la humanidad. Sin embargo, y en pos de la simplificación, el film abandona rápidamente cualquier aspiración educativa y atribuye el cataclismo a las profecías mayas (¿?), que determinan el fin de los tiempos para el 21 de diciembre de 2012. Establecido el sombrío diagnóstico, “2012” toma velocidad y presenta a los extras, porque el verdadero protagonista del relato es la vieja y querida Tierra, que el desastrólogo Roland Emmerich ya martirizó y desguazó a conciencia en Día de la independencia, Godzilla, y sobre todo en El día después de mañana. Así, después de dar un breve pantallazo a la vida de Jackson Curtis (John Cusack), el héroe del relato junto a Adrian Helmsley (Chiwetel Ejiofor), casi toda la película es una divertida actualización de las posibilidades del género ci-fi en plan apocalíptico. Por aquello de los hombres ordinarios metidos en situaciones que lo exceden, Curtis es un chofer de limusinas, convenientemente perdedor, divorciado, padre más o menos ausente y escritor de un libro tremendista sobre el the end del planeta que casi nadie leyó (“Adiós Atlantis”). Por otro lado está Helmsley, el científico que da el alerta sobre el desastre. Y que sí leyó el libro del chofer. El cast se completa con Kate (Amanda Peet), la ex esposa de Curtis y por ahí anda Charlie Frost (Woody Harrelson), interpretando a una especie de hippie-visionario-loco y periodista freelance, algo así como la versión actualizada del lúcido y a la vez desquiciado fotógrafo que componía Dennis Hopper en Apocalypse Now, que sabe lo que va a pasar y al que por supuesto nadie le da presta atención. Lo que sigue es el desarrollo de un guión endeble pero que sirve para sostener la verdadera estrella del relato: un parque de diversiones visual en donde el espectáculo se organiza con algunas, pocas, puntadas de argumento para mostrar la lucha desesperada de Curtis por salvar a su familia cuando literalmente el mundo se derrumba, mientras los líderes mundiales organizan media docena de gigantescas arcas de Noe, que suponen, van a servir para preservar, algo, de la especie. Y ahí si, la frase que no por transitada se la iban a perder: “El mundo tal como lo hemos conocido se terminó”, dicha en tono grave por el presidente de los Estados Unidos (Danny Glover), mientras las grietas cortan en dos a un supermercado, los edificios se empiezan a derrumbar como si estuvieran hechos de gelatina, las olas alcanzan varios cientos de metros, y los volcanes aparecen en los lugares más inesperados. El alemán Roland Emmerich hace rato que está radicado en Hollywood, que no es lo mismo que los Estados Unidos, y si bien en El día después de mañana había mostrado un trato especial por el desarrollo de la historia, cuidando de que cada personaje tuviera un perfil definido, en 2012 este aspecto está menos presente, con un humor mucho más obvio y la espectacularidad de los FX en primer plano. Sin embargo, la película sí tiene una clara y pesimista visión cínica, en donde más allá de algunas, poquísimas excepciones, el futuro del planeta y de supervivencia humana está en manos de los políticos y sobre todo de poderosos, los únicos que a mil millones de dólares por cabeza pueden comprar el ticket que los habilita para salvarse arriba de una de las arcas que se supone, resistirán el cataclismo. En una película donde la verosimilitud se pone a prueba una y otra vez por la pirotecnia visual, la amarga visión de Emerich es la columna del relato, aún cuando por supuesto, una leve veta progresista se cuele a último momento y salve de la canallada a toda la mezquina humanidad, con un nuevo comienzo en… África.