Superhéroes en la era de la decepción Para los que aún no tenían en claro cuál era el principal sacrificio de los superhéroes, El hombre araña, versión Sam Raimi lo dejó en claro, cuando fotograma a fotograma avanzaba sobre la idea de que estos personajes fuera de lo común no podían permitirse el lujo del amor, en tanto los convertía en vulnerables ante sus numerosos enemigos. Y bien, Kick-Ass toma esta cuestión y se pregunta sobre por qué nadie quiere convertirse en guardianes de la justicia, como pasaba en Batman inicia de Christopher Nolan –aunque un personaje reflexiona que sí hay muchos que quieren ser como Paris Hilton–, y se abre un poco más para incluir el infierno de la escuela secundaria para perdedores natos, al estilo de la recordada Supercool, de Greg Mottola. Con un guión que cambia varias veces de registro, el director británico Matthew Vaughn comienza con un tono ligero, centrado en un Dave, un adolescente como tantos, pegado a la computadora (un geek), consumidor de cómics, que de pronto decide que él bien puede ser Kick-Ass, un enmascarado que luche contra el delito y de paso, logre algo de respeto y por qué no, tal vez consiga seducir a la chica de sus sueños. Pero en el medio de la trasformación y de la película) irrumpen otros superhéroes: el ex policía Big Daddy (brillante Nicolas Cage), padre de Hit Girl (Cloé Moretz), criada con un biberón al lado de una pistola automática. Ambos en busca de venganza contra un mafioso. Y Red Mist, el hijo del gángster que busca su reconocimiento. Pero el tono liviano pronto comienza a ser intervenido por una violencia feroz, al mismo tiempo que el romance en progreso gira a una comedia de enredos gay, el aprendizaje como superhéroe a mano limpia (otra vez El hombre araña) se ve interrumpido por la eficacia de las armas automáticas, y la razón de ser Big Daddy y Hit Girl se explica a partir de una tragedia original, Kick-Ass podría haber tomado el camino más cómodo de una ironía sobre el universo geek o una revisión de las historietas llevadas al cine, pero con una complejidad inusitada, reflexiona sobre la venganza, el poder pueril de los medios y la justicia por mano propia.
Latinoamérica para principiantes Un poco por ignorancia, otro poco por la falta de información y mucho por los intereses del cine hegemónico, para el gran público de los países desarrollados el papel de Latinoamérica se reduce a proveer de imágenes que tienen que ver con la miseria y el exotismo, tal vez porque el puzzle del continente resiste las lecturas apresuradas y las conclusiones simplificadoras. Al sur de la frontera parece ser una caso paradigmático de las buenas intenciones para revelar los siempre incomprensibles -para allá- procesos político-sociales de América del Sur, esta vez a cargo de Oliver Stone, un director enamorado de su propio progresismo, que desde Comandante (2003) y Looking for Fidel (2004), centró su mirada en esta parte del mundo y “descubrió” a un puñado de líderes de la región con un discurso y un accionar común. La intención de Stone de encontrar humanidad en personajes controvertidos funcionó bien con George W. Bush (W, 2008), o Richard Nixon (Nixon, 1995), y aquí aplica el mismo esquema, aunque el resultado es bien diferente. El realizador neoyorquino recurre a las imágenes de noticieros norteamericanos para mostrar su hipocresía, cuando hablan de Hugo Chávez como un dictador o se refieren a Evo Morales como un consumidor de coca –de la droga, no sobre la hoja–. Y bien, una vez que el punto queda lo bastante aclarado, el director, en plan periodístico, pasa a las entrevistas con los presidentes: se fascina por el histrionismo de Chávez (a quien dedica más de la mitad de la película), mastica coca y juega al fútbol con Morales, escucha la exigencia de Lula para que las relaciones con los Estados Unidos se den en un plano de igualdad, y asiente comprensivo cuando Cristina de Kirchner analiza que “por primera vez en la historia los presidentes de la región se parecen a su pueblo” pero no puede evitar preguntarle cuántos pares de zapatos tiene. Es probable que Al sur de la frontera funcione para un tipo de espectador desprevenido, pero lo cierto es que en el proceso de denuncia contra la superficialidad de los medios de su país, Stone devela su propia liviandad para abordar un tema tan complejo
Sobre la representación La última película de Piñeyro no las trae fácil. El director de Whisky Romeo Zulu se propone filmar los últimos días de la fotógrafa y escritora Gabriela Liffschitz, enferma de cáncer, que murió en 2004. Y los problemas que plantea el film para el espectador y la crítica son múltiples. En principio del por qué de la película, que puede caer fácilmente de la auto conmiseración en el mejor de los casos, y en el peor, en una especie de show sobre la muerte. Sin embargo Piñeyro elude los escollos obvios, transita con elegancia otros que no están en la superficie y hace un retrato profundo, sensible y con necesarios toques de humor de una tragedia. Gabriela Liffschitz murió al otro día de finalizado el rodaje y con los materiales que tiene, Bye Bye Life construye y destruye la línea documental esperable y amaga con la ficción pero no la explicita, indaga sobre el paso del tiempo para un personaje que no lo tiene, muestra los escudos que la protagonista tiene para enfrentarse a lo inevitable, pone en pantalla y resuelve los síntomas de la enfermedad (hay una escena con fundido a negro que puede ser esperable pero que con el sonido afirma categóricamente que el cáncer está presente) y por sobre todas las cosas, habla de cine, al poner todo el tiempo en crisis los problemas de la representación.
Noticias de un mundo agotado A fines de la Segunda Guerra Mundial el escritor británico Evelyn Waugh publicó la novela más exitosa de su carrera, Brideshead Revisted, casi un estudio dramático sobre las costumbres de la aristocracia –bastante alejada del tono zumbón y humorístico del resto de su obra– que comenzaba un acelerado declive en la primera mitad del siglo XX. Y si primero fue el libro, luego una recordada miniserie de 1981 protagonizada por Jeremy Irons y hasta generó una divertida parodia en el Show de los Muppets, finalmente el libro llegó al cine de la mano de Julian Jarrold. El director es un especialista en ambientaciones de época, tanto en la televisión como en el cine (La joven Jane Austen, 2007) y en Retorno… se mueve a sus anchas en el ambiente asfixiante de la Inglaterra de entreguerras, mostrando la opulencia decadente de la alta sociedad y con la religión como el elemento disciplinador de una clase en decadencia. Sin embargo, para contar la historia de un triángulo amoroso entre Charles Ryder (Matthew Goode) artista en progreso, pobre pero ambicioso, Sebastian Flyte (Ben Whishaw), indolente, rico y gay, y su inestable hermana Julia Flyte (Hayley Atwell), más el ahogo materno de la implacable Lady Marchmain (Emma Thompson), Jarrold recurre a un relato moroso, con una puesta fascinada por los escenarios, la autoconciencia de tener frente a cámara varios temas importantes –¿la opresión del catolicismo?, ¿los mandatos familiares?, ¿la homosexualidad?, ¿el fin de una época? –, sin decidirse por ninguno en particular en un intento ambicioso, y fallido, por contenerlos a todos.
Tierra de policías Casi una década después de la exitosa Día de entrenamiento, el director Antoine Fuqua vuelve al género policial con una película que explora los límites, compromisos y lealtades de un grupo de oficiales con el horizonte cero como común denominador. Durante poco más de dos horas, Los mejores de Brooklyn se encarga de mostrar el estado de las cosas en la vida de tres policías: Eddie (Richard Gere), de vuelta de todo, alcohólico y a punto de jubilarse, Sal (Ethan Hawke), en caída libre luego de asesinar a un traficante por unos miles de dólares, y Tango (Don Cheadle), un oficial encubierto al que cada vez le cuesta más distinguir de qué lado está. La película se asienta en la cuestión moral que tensiona las decisiones cotidianas de los protagonistas. Se adivina un desencanto prematuro de Eddie que peina canas, con la esperanza de ser detective irremediablemente perdida, sin ningún interés por entrenar a un novato y que mira para otro lado cuando asiste al secuestro de una chica en su barrio. O Sal, desesperado por conseguir dinero para comprar una casa más amplia que albergue a su familia que no para de crecer mientras que ahí afuera, en su trabajo, el efectivo de las drogas circula a montones. Y Tango (¿?), tal vez el personaje más complejo de Los mejores…, infiltrado hace demasiado tiempo, demasiado solo, con la brújula de las lealtades definitivamente rota, aferrado a la amistad con Caz (Wesley Snipes), un gangster de la vieja guardia, sin dudas mucho más cercano que sus jefes blancos y burócratas. Con una estructura coral que preanuncia la tragedia final y se hace más densa a medida que pasan los minutos, y un elenco eficaz –aunque Gere no termina de acomodarse en el rol de policía quemado que busca la redención sobre el final–, Faqua se las arregla para llevar con dignidad un thriller correcto, aunque sobrecargado de clichés, que no aporta nada nuevo al género pero al menos se puede ver. Bastante más que las decenas de policiales que se amontonan cada
Riesgo y acierto Instalado desde hace tiempo por la crítica y el público como el gran actor nacional, un mérito que Ricardo Darín se ganó a fuerza de talento en los muchos personajes que le tocó dar vida en los últimos años, en este momento ocupa una posición que le permite elegir los proyectos que mejor le sienten a su perfil. Sin embargo, a los 53 años, el actor asume riesgos que otros colegas no tomarían, como trabajar en un policial negro como Carancho con un director como Pablo Trapero (Leonera, El bonaerense, Mundo grúa), uno de los prestigiosos realizadores emergentes del llamado Nuevo Cine Argentino que nunca tuvo en sus películas a una figura de la talla de Darín. Y la apuesta sigue con Sosa, un abogado que perdió su licencia –el film nunca aclara el por qué- y ahora se dedica a “caranchear”, esto es, conseguir clientes rondando las guardias de los hospitales, siguiendo ambulancias, presentándose en los velorios, siempre con la complicidad de la policía, médicos, enfermeras y funcionarios judiciales, un entramado en onde todos colaboran por quedarse con la parte del león que las víctimas cobran como indemnización de las aseguradoras. Es decir, Sosa-Darín, se sumerge en un mundo sórdido (para el personaje y también alejado de la historias que lo involucran como actor), plagado de violencia, despliegue físico y eso sí, en el camino de los anti héroes habituales en la carrera del protagonista de El secreto de sus ojos. Lo cierto es que además de la presencia de Darín, verdadero motor de Carancho, la película cuenta con Martina Guzmán, esposa de Trapero y protagonista exquisita de Leonera, que aquí encarna a Luján, una joven médica del interior del país que pronto comienza a ser parte de un mundo ominoso y corrupto, que primero la llevará a confrontar con Sosa y luego al amor con destino trágico.
No es bueno ser Cotard Charlie Kaufman se convirtió, con razón, en uno de los guionistas más importantes del cine norteamericano con aspiraciones indie, después de firmar los libros de películas como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Michel Gondry), Confesiones de una mente peligrosa (George Clooney), El ladrón de orquídeas (Spike Jonze) y ¿Quieres ser John Malkovich? (Spike Jonze). Y ahora llega a la dirección con un relato que tiene tanto de barroco como los films en donde participó como guionista, con una clara influencia en la puesta de Jonze y Gondry, dos directores que se hicieron conocidos filmando videoclips. Y si bien hay que abandonar cierta idea instalada en la cinefilia dura que los realizadores que trabajan o trabajaron en el formato de tres minutos son descartables, en su ópera prima Kaufman muestra cierta puesta barroca que podría emparentarse con el estilo clipero –aunque hay que aclarar que el género admite infinitas variantes, después de todo ¿cuál la estética en común de un Chemical Brothers, Miranda! o Black Eyed Peas–. Lo cierto es que la larga introducción tiene la intención de allanar el camino a la puerta de entrada a Synecdoche, New York - Todas las vidas, mi vida, una especie de falso biopic en plan lisérgico sobre Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman), dramaturgo de profesión y perdedor nato en el resto de los ítems: inseguro, hipocondríaco y despreciado por Adele (la extraordinaria Catherine Keener, que fue ya trabajó con Hoffman en Capote como la amiga del escritor), su exitosa esposa y artista plástica. Caden transita por la vida como pidiendo disculpas y quejándose de una serie de enfermedades, que nunca queda claro sin son imaginarias o no. Con sus continuos cambios de tono, de género, de registros, todo incluido en una interminable paleta de recursos, la película exige un esfuerzo de percepción de parte del espectador, que necesariamente deberá abandonar las seguridades de un relato más o menos clásico para internarse en la historia de un hombre triste que recibe una oportunidad inesperada para reivindicarse. Claro, el protagonista carga con sus complejidades existenciales y Kaufman lleva a la pantalla esos vaivenes a través de un artificio casi extremo y un guión complejo. La pregunta es si la textura abigarrada del film no resulta en un tamiz demasiado críptico para el espectador.
Reinventándose Ryan (Aaron Eckhart) transmite seguridad y empuje, pero en la mirada se nota que está herido. Eloise (Jennifer Aniston) trabaja, trabaja, y sobrelleva un fracaso amoroso con cierta resignación. Y si, también está herida. Aunque Nuevamente amor esté filmada con los parámetros más desvergonzados de la industria, sin desviarse ni un milímetro del abc de los dramas románticos, incluido un final más o menos feliz, el film tiene lo suyo. Ryan perdió a su esposa en un accidente. Para exorcizar el dolor escribió un libro de autoayuda que lo convierte en un gurú de algo así como aprende+a+vivir+con+el+dolor+para+salir+adelante. Mientras tanto, la buena de Eloise deja de soportar las infidelidades y se queda sola con su negocio de arreglos florales. Pero claro, no por mucho tiempo. Por supuesto, ambos se van a encontrar, van a compartir, van a pelear y al final… Ya se sabe. Lo cierto es que lo más interesante de la película se centra en el médico, que transita el relato entre la delgada línea que separa a alguien que sufrió (y sufre) en serio, pero a pesar de todo se sobrepone a las dificultades, y un canalla que hace negocios con el dolor. En ese mismo camino se inscribe la relación con la florista, que no pone objeciones al trabajo del Burke. El film hace una interesante lectura del amor en el feroz presente, y por caso, recuerda a Tienes un email, que mostraba el romance entre la propietaria de una librería de barrio (Meg Ryan) y el despiadado e inmoral dueño de una cadena de negocios (Tom Hanks), que aplasta el localcito de la chica, que igual se enamora de él. Nuevamente amor no presenta sorpresas, apenas algunos trucos de guión para que todo termine como corresponde, pero es una película romántica que tiene una interesante pareja protagónica (Aniston está bastante bien) y un desarrollo correcto. Mucho más que decenas de títulos que llegan a la cartelera.
Clint a la sombra de Eastwood Cada vez que Clint Eastwood ofrece un nuevo trabajo parece necesario repetir que es el último clásico, que es un autor –aún cuando el término esté un poco fuera de época – y que no, no es reaccionario, por el contrario, con los años su obra no ha hecho más que poner en evidencia un humanismo a prueba de modas y correcciones políticas. Ahora bien, la historia en común que tienen Nelson Mandela, el primer presidente negro de Sudáfrica – que accedió al poder después de estar preso durante 26 años por su lucha contra el apartheid – y el capitán de la selección nacional de rugby, François Pienaar, es una relación interesante para Eastwood, un material que le permite reflexionar sobre el poder, la violencia, los héroes opacos y por supuesto, la cuestión del paso del tiempo y la construcción de una leyenda: la de Mandela y la propia. Pero son demasiados los ítems y el desarrollo del relato, clásico y sin sobresaltos, no consigue profundizar en ninguno. Y es que la astucia de Mandela para que los Springboks sean el equipo de todos los sudafricanos y no solo de la minoría blanca, de cara al mundial de este deporte que se va jugar en el país 1995, encierra una decisión política de fondo que es el perdón. Ese es el principal “tema” de la película (por si no alcanzaran todos los otros), en el contexto de un nuevo país que tiene que reconstruirse en todos los órdenes, principalmente en la cuestión moral de una nación que permitió, promovió y hasta legisló el racismo. Un tema grande, enorme, importante y a la medida de un Eastwood demasiado conciente de su propio legado. Entonces está el rugby como actividad unificadora del ser nacional (sudafricano) y el borrón de las atrocidades boers sobre la población negra desde siempre. Es decir, el perdón para que no se desintegre la nación, según la visión de Mandela. De esta manera la operación del director se limita a construir correctamente la relación entre el estadista (Morgan Freeman) y Pienaar (Matt Damon), el muchachito con padre racista que poco a poco toma conciencia – el padre también – del momento histórico que le toca protagonizar, los flashbacks de la estoica resistencia de Mandela en la cárcel y el partido final del mundial contra Nueva Zelanda (shaka incluido), filmado magistralmente, que gana Sudáfrica y es el arranque del rugby como pasión nacional. Una película correcta, demasiado importante, calculada. Eastwood sigue siendo un gran director pero Invictus está bien lejos de los grandes títulos del director norteamericano ¿hay que recordarlos?: Gran Torino (2008), La conquista del honor (2006), Jinetes del espacio (2000), Crimen verdadero (1999), Poder absoluto (1997), Medianoche en el jardín del bien y del mal (1997), Los puentes de Madison (1995), Los imperdonables (1992).
Cuando Rejtman se asoma Para muchos, la palabra Copacabana remite a extensas playas brasileñas y en algunos casos, a la bohemia de los ’60 y el surgimiento de la bossa nova. Pero también es una ciudad boliviana al borde del lago Titicaca y por sobre todo, en donde se asienta el santuario de la Virgen de Copacabana. Pues bien, hace cinco años Martín Rejman fue convocado por el canal Ciudad Abierta (cuando era una de las señales más interesantes de la televisión, antes del vaciamiento macrista) para que realice un documental. Se le presentaron varias opciones y director de Los guantes mágicos, Silvia Prieto y Rapado eligió a la comunidad boliviana en la Argentina, “porque era un tema muy ajeno a mí”, según reveló en una entrevista. De ahí surge Copacabana, el registro de los preparativos de la fiesta patronal de Nuestra Señora de Copacabana. Pero claro, Rejtman va un poco más allá, bastante más allá. Copacabana comienza con un larguísimo travelling, en donde se ven los preparativos de la fiesta, después, un breve pantallazo a los festejos con la danza de los caporales (su nombre surge de los capataces que manejaban a los esclavos en las haciendas), y de las cholas con sus característicos sombreritos bombín. Y de vuelta a los preparativos, algunas viñetas del trabajo en los talleres de costura, una llamada desde un locutorio (dos minutos de charla que cuentan más que muchos ensayos sobre la realidad socioeconómica de los inmigrantes), las prácticas del baile en galpones y casas, las discusiones de la comisión organizadora; y un extraordinario pasaje, el último, donde la cámara sale de ese mundo boliviano del Bajo Flores (que ni si quiera se asoma al universo porteño) y viaja a la ciudad fronteriza de Villazón, el comienzo de todo. Allí, Rejtman toma el éxodo, el viaje desde Bolivia hacia la promesa argentina, los infinitos bolsos, la aduana, los gendarmes, la máquina de coser embalada, las recomendaciones de la azafata en el ómnibus a Buenos Aires. La tristeza. Si Rejtman construye sus relatos de ficción con un férreo control de los diálogos que en general se dicen sobre el vacío, en Copacabana no abandona la intención, a pesar de que la película se inscribe en el género documental (¿documental?, ¿género?). Así, pasan casi 20 minutos para que se escuche una voz, la única, que acompaña la muestra de fotos de una historia, un monólogo que está perfectamente encerrado en una vida que comprende a otras: nada se derrama del envase diseñado por el director. Y después, y antes, y durante toda la película, la cámara siempre distante, alejada del registro antropológico y con un interés genuino y respetuoso sobre un mundo ajeno. Una mirada que registra la contundente elegancia de los bailes, la belleza de los cuerpos en movimiento, la luminosidad de esos momentos únicos. Porque Copacabana es una película luminosa y feliz sobre un mundo demasiadas veces opaco.