Perturbadora demostración de cómo se arman las causas Con guión y dirección de Marcelo Goyeneche, El largo viaje de Alejandro Bordón propone un recorrido semi documental que expone el armado de causas penales, mecanismo por el cual la Policía inventa delitos. En las causas armadas, la Policía inventa delitos o los atribuye a una persona que no participó en el hecho. Un conjunto de pruebas manipuladas le valieron dos años de cárcel a un hombre inocente, protagonista del documental ficcionado El largo viaje de Alejandro Bordón. La historia arranca en la madrugada del 5 de octubre de 2010, cuando Alejandro Bordón es arrestado por el asesinato de Juan Alberto Núñez. A partir de ese día comienza el calvario de un hombre que lucha por recuperar su libertad. Víctima de una "causa armada" por la policía bonaerense y el Poder Judicial. Bordón inicia el largo viaje para demostrar su inocencia en un crimen que jamás cometió. Contada desde una estructura narrativa creativa aunque poco ágil (los relatos documentales de Bordón y su pareja se entremezclan con la ficción que recrea la violenta historia) el documental escrito y dirigido por Marcelo Goyeneche se sostiene en su totalidad gracias a la fuerte carga de denuncia social. Pieza a pieza, se desnuda el accionar sucio de la Policía y la complicidad de la Justicia, organismo que acepta las pruebas de calidad dudosa sin investigar la causa que dejó a Bordón privado de su libertad. Desde esa perspectiva, se trata de un material valioso. Diego Cremonesi, talentoso actor que siempre suma carisma y matices en series y películas, lleva adelante el protagónico de forma correcta, encarnando la versión teatralizada de Bordón. No sobresale en su interpretación de los hechos, decisión que permite un mayor lucimiento de los testimonios mechados a lo largo de la trama. A nivel técnico, la película sufre de desajustes rítmicos y también parte de una buena idea: en el balance general, El largo viaje de Alejandro Bordón sale ganando. Una historia perturbadora, con final agridulce.
Un drama visceral que conmueve por su autenticidad Joaquin Phoenix y Woody Norman son un tío y su sobrino en la bellísima C'mon C'mon, nuevo trabajo de Mike Millis que ahonda en las relaciones entre adultos y niños. Después de filmar Beginners: así se siente el amor (2010) -película inspirada en su padre- y 20th Century Women (2016) -película inspirada en su madre- Mike Millis crea otra joya fílmica, esta vez más cerca a su experiencia de vida. En C'mon C'mon explora las relaciones entre los adultos y los niños, el pasado y el futuro, de forma conmovedora y con una búsqueda estética de belleza intachable. Johnny (Joaquin Phoenix) y su joven sobrino (Woody Norman) forjan una relación frágil pero transformadora cuando se ven obligados a estar juntos de manera imprevista, porque la madre del niño debe atender los trastornos nerviosos de su pareja. De pronto, la vida de Johnny -un periodista inmerso en una investigación de campo sobre cómo los niños ven el mundo- cambia por la responsabilidad que le fue asignada. El director propone un viaje de aprendizaje mutuo entre las charlas, los viajes, los desencuentros, las risas y las torpezas que transita el vínculo, ahondando en la riqueza y las capas de complejidad que atraviesan las vidas del tío y el sobrino. Son personajes frágiles, perspicaces y con frustraciones. En este último rasgo brilla Joaquin Phoenix, que deja el registro de 'locura total' del Joker para encarnar un personaje deliciosamente sensible, lleno de humanismo. Si las películas anteriores de Millis se inspiraron en sus progenitores, C'mon C'mon funciona como una metáfora para hablar de la relación que tiene con sus hijos. Es una película sencilla que conecta generaciones en una experiencia visual emocionalmente impactante. A su vez, la decisión de que esté rodada en blanco y negro refuerza el compromiso del autor con lograr una producción de máxima autenticidad. Una gema preciosa de las que no abundan con regularidad en la cartelera de estrenos diaria.
Una mirada adulta sobre el fin del amor Las cosas que no te conté, drama de William Nicholson protagonizado por los excelentes Annette Bening y Bill Nighy, propone una mirada adulta y emotiva sobre las separaciones. Si hay algo sobre el amor que es de carácter casi indiscutible es que si no se cultiva entre quienes se aman, muere lentamente. El vínculo muta, pero ya no es amor. Partiendo de la base de una ruptura inesperada, Las cosas que no te conté propone una muestra sobria y elegante del talento que tienen Annette Bening y Bill Nighy. Edward (Bill Nighy) toma la decisión de dejar a su mujer, Grace (Annette Bening), tras 29 años de matrimonio. A partir de este momento, cada uno de ellos, a su manera, buscará la forma de rehacer su vida en un pequeño pueblo costero cerca de los acantilados de Hope Gap. La raíz emotiva de la situación permite que William Nicholson, el director, analice en profundidad las cargas y secretos que subyacen en las relaciones largas, y que son transmitidas de padres a hijos. Los diálogos tienen una carga dramática fuerte y es muy acertada la elección de que sean Bening y Nighy los responsables de expulsar los parlamentos dado el amplio abanico de matices por los que transitan sus composiciones. A la dupla de actores se suma Josh O'Connor (el príncipe Carlos en la serie The Crown) en una muy lograda interpretación de un hijo huidizo que no asume los demonios vinculares que lo persiguen. Bajo una atmósfera escénica calma, Las cosas que no te conté narra duras verdades en forma sensible, humana y despojada de redundancias. Mientras la pareja se desconecta, el efecto de conexión entre espectadores y el melodrama crece, al punto de encontrar puntos de pertenencia en los estados de dolor de Edward y Grace. Las cosas que no te conté puede ser un tanto melodramática pero el peso de las interpretaciones levanta la experiencia.
Crónica necesaria de los senegaleses en Buenos Aires El realizador Andrés Guerberoff propone un recorrido documental íntimo sobre la vida diaria, los sueños y la discriminación que sufren los inmigrantes senegaleses en Buenos Aires. Es común ver por las calles de la Ciudad de Buenos Aires a inmigrantes senegaleses que, en su mayoría, se desempeñan como vendedores ambulantes (también conocidos como "manteros") Diariamente hostigados por la Policía -que los persigue, reprime y les impide trabajar- los senegaleses y su lucha por insertarse en la sociedad son los ejes de enfoque que el realizador Andrés Guerberoff toma en cuenta en Borom Taxi. Mountakha es un inmigrante senegalés recién llegado a Buenos Aires. En Dakar era camionero y mientras intenta conseguir ese empleo en esta nueva ciudad, realiza algunos trabajos temporarios. Mountakha se pregunta si podrá ser un buen vendedor, o si su destino estará ligado a la actuación o a ser chofer. Algunos de sus nuevos amigos tienen un vínculo particular con el cine, como un amigo cercano que participó en la elogiada Zama, de Lucrecia Martel. Pasajes de la cotidianeidad del protagonista sirven para retratar la lucha diaria de los senegaleses por tratar de encajar: desde estudiar un idioma desconocido, a familiarizarse con los códigos urbanos y conseguir mejores oportunidades para progresar, problemáticas recurrentes en los pensamientos de Mountakha. Borom Taxi no está hecha solo de proyecciones, sueños y promesas. Algunos de los senegaleses que están en Argentina, sobreviviendo en condiciones precarias, también sienten tristeza y frustración ante las trabas previamente mencionadas. En forma íntima pero no invasiva, Guerberoff realiza un puntilloso trabajo de acompañamiento a Mountakha y documenta experiencias, charlas, reuniones con amigos y celebraciones religiosos típicas de la cultura de Senegal, en una conmovedora crónica sobre lo difícil que es pertenecer a un sistema que a veces muestra su peor cara de desinterés hacía los que vienen del exterior en busca de un futuro mejor.
Telepredicadores del puro chantaje Jessica Chastain y Andrew Garfield protagonizan Los ojos de Tammy Faye, una sátira pobre y predecible, más preocupada por ser condescendiente con sus personajes que por contar una buena historia. Durante las décadas de 1970 y 1980 Tammy Faye y su esposo, Jim Bakker, crearon la red de teledifusión religiosa más grande del mundo. Detrás de los cantos y las plegaria, el matrimonio amasó una millonaria suma de dinero gracias a los aportes de feligreses ingenuos dispuestos a llegar al reino de Dios a cualquier costo. El escándalo no tardó en magnificarse y llegar a todos los medios, y la biopic cantada, Los ojos de Tammy Faye, llega a las salas argentinas el próximo jueves. Las capas de maquillaje que transforman a la increíble Jessica Chastain en la locuaz Tammy no alcanzan para sostener el tono de la película, demasiado condescendiente para ser un retrato de dos figuras polémicas. Los ojos de Tammy Faye sigue el camino de ascenso, caída y redención Faye (Chastain) y Bakker (Andrew Garfield), otrora reyes de un imperio televisivo de contenidos religiosos. Diametralmente en contra de la posición retrógrada de las instituciones eclesiásticas, la risueña y benévola Faye tuvo una fuerte acogida a las personas de la comunidad LGBT (en momentos donde el SIDA hacía estragos en la comunidad). A pesar de las buenas intenciones, las irregularidades financieras no tardaron en aparecer y las rivalidades terminaron derrocando a la pareja. Michael Showalter dirige una biopic que intenta restaurarle la dignidad a Faye, con un manto de cuidado hacia el tratamiento de su persona, y para ello confía en Jessica Chastain, talentosa actriz que se pone al hombro la trama de narrativa irregular. Resulta una película incompleta que desaprovecha una historia de lo más jugosa. La maravillosa composición de la actriz -nominada a Mejor Actriz en los próximos premios Oscar- lidera un proyecto con matriz defectuosa y complejidad nula. Sorpresas que no llegan, un lavado de cara innecesario a dos telepredicadores controvertidos y notables mesetas rítmicas hacen de Los ojos de Tammy Faye un disfrute que divaga entre el placer y el aburrimiento. Y la balanza se inclina más hacia lo segundo.
Thriller sutil que incomoda a paso lento pero seguro La ópera prima de Andreas Fontana propone una historia macabra sobre un banquero de Ginebra, Suiza, y sus vínculos con la clase alta argentina durante la última dictadura cívico militar. El cineasta suizo Andreas Fontana llega a las salas argentinas con Azor, su ópera prima en la que parte de la historia de un banquero de Ginebra, Suiza, y sus vínculos con la clase alta argentina durante la última dictadura cívico militar. Un debut prometedor de un realizador que sabe construir climas asfixiantes. Corre 1980 y Yvan De Wiel, un banquero privado de Ginebra del más alto nivel, viaja a Argentina en plena dictadura militar para reemplazar a su socio, objeto de los rumores más inquietantes, al desaparecer sin dejar rastro. Entre salones lujosos, piscinas y jardines bajo vigilancia, se instala un duelo a distancia entre los dos banqueros que, a pesar de sus métodos diferentes, son cómplices de una misma forma de colonización discreta y despiadada. Yvan se deja llevar por impulsos capitalistas, ajeno a los horrores que transita la Argentina de ese momento, lo que aporta logradas pátinas de oscuridad al personaje. Azor es, ante todo, una película de sutilezas y silencios incómodos. No hace del thriller un espectáculo, sino que elige modos más delicados y menores para profundizar en la trama. Y esto no siempre le calza a la medida: por momentos la historia se ralentiza y se enfrasca en su propio juego de códigos. El punto más fuerte del filme es la culminación, la gran revelación que desentraña aquello que nadie dice y todos sospechan. Durante ese tramo final, Azor es arriesgada y refuerza su mirada de escaparle a la norma de las películas convencionales sobre la temática, ofreciendo trucos nuevos muy ingeniosos.
El capítulo más lúgubre y electrizante desde El Caballero de la Noche La llegada de Matt Reeves (director de la destacada trilogía de El Planeta de los Simios) al universo de Batman es un acierto total. Son casi 3 horas de aventura épica, villanos desquiciados y violencia que recupera la esencia de los cómics, algo que había perdido la franquicia. El Caballero de la Noche fue el punto más alto de Batman en su larga historia de adaptaciones al cine y la televisión. La cinta de Christopher Nolan calló la boca de los críticos necios que detestan el cine de súper héroes, demostrándoles que los consumos populares también pueden ser obras maestras excelentes. Matt Reeves (director de la destacada trilogía El Planeta de los Simios) tuvo la difícil tarea de igualar/superar el trabajo de Nolan en su debut dentro de la franquicia. El resultado es un filme noir electrizante. Los lectores de Batman pueden estar tranquilos: esta épica aventura respeta la estética de los cómics a la par que propone un viaje lleno de violencia y villanos desquiciados. Si el Batman de Nolan era tétrico y lúgubre, el de Reeves penetra en las tinieblas y está aún más atormentado por su retorcido pasado familiar. Un héroe capaz de internarse en niveles aterradores de su psiquis destruida, que lo llevan a actuar motivado por la venganza. Partiendo de estos rasgos característicos del personaje, la película está construida bajo las reglas de los policiales negros, con claras influencias al cine de David Fincher (Seven, Zodíaco), donde el justiciero se alía con la Policía (un organismo podrido en Ciudad Gótica a pesar de nobles excepciones, como el comisionado James Gordon) para terminar con la matanza de El acertijo (Paul Dano). Si bien Dano logra un buen trabajo como villano central, queda opacado por la brillante composición de Colin Farrell como El Pingüino, uno de los archi enemigos más siniestros de Batman. Pese a quienes la critican por excesivamente larga (una realidad pues son casi tres horas de película) Batman no da tregua en ninguna escena, ofreciendo un combo de acción desenfrenada y calidad visual que marca un precedente en la historia fílmica del encapuchado y entretiene. Reeves propone un camino de corte introspectivo, con un Batman que está aprendiendo el rol de héroe en una ciudad corrupta y como puede usar su ira para lograr el bien común, que no solo esté enmarcado en su tragedia personal. A la vez, Robert Pattinson es el Bruce Wayne/Batman más humano y menos caricaturizado de la saga, sin perder la chispa violenta de los cómics. Batman es todo lo que los fans de DC deseaban, y mucho más. Tiene increíbles personajes para seguir desarrollando, una energía apocalíptica y desesperanzadora que llama positivamente la atención y un director que sabe muy bien las normas del blockbuster moderno. Un éxito que seguro arrasará con la venta de entradas. Un plus: atentos a una escena muy corta del filme, un guiño a Batman Forever y a la (¿pronta?) vuelta de un villano familiar otrora en la piel de Tommy Lee Jones.
Recorrido pedregoso por la inestabilidad del amor El director Esteban Tabacznik se centra en una singular historia de amor y desamor en Los paseos, correcto largometraje argentino que llega al Cine Gaumont. Por amor se vive, se sufre y se maneja. O al menos esta es la forma en la que Diego (Sergio Mayorquín) conoce a Belén (Camila Peralta), su interés romántico durante Los paseos, película dirigida por Esteban Tabacznik. Con trazo simple y delicado, la historia refleja dos vidas que se encuentran y desencuentran por medio de este sentimiento. Diego es un estudiante de arquitectura en busca de reconocimiento e independencia y Belén, una joven cuidadora con ansias de nuevos horizontes. Él atraviesa una crisis personal hasta que es contratado para pasear en auto a la madre de un amigo. Esta mujer está asistida por Belén. Esta manera inesperada de unir a dos personas -un recorrido en auto por la ciudad- es el punto de inicio de una relación entre los jovenes. El punto de quiebre no tarda en llegar: a pesar del vínculo construida, un hilo de complicaciones y enfrentamietos pone piedras en el camino. La instancia sirve para revelar cartas e intenciones de los personajes, engañados por amor. Los paseos está basada en una experiencia personal del cineasta, y para agrado de los espectadores, la historia parece transcurrir en una cápsula de intimidad donde somos espías de un relato singular. La experiencia cinéfila es amena y segura, no es la clase de guión con vuelo narrativo que lleve a giros bruscos (muy interesantes de experimentar en pantalla grande pero difíciles de llevar a la escritura). Tabacznik enfoca y aborda la problemática de forma correcta, distribuyendo a lo largo de la trama claras referencias a la obra de Eric Rohmer. En síntesis, Los paseos es un filme amable sobre la sensibilidad humana.
Trapia documental con pronóstico reservado La luna representa mi corazón propone un viaje documental hacía la intimidad familiar de Juan Martín Hsu, director de La Salada. Aciertos y fallas de su nuevo trabajo. Juan Martín Hsu, director de la notable La salada, estrena La luna representa mi corazón, desparejo documental familiar con una ambiciosa premisa y algunas decisiones narrativas fallidas, que poco enriquecen la historia. Lo mejor: la madre del protagonista, un personaje excepcional y muy atractivo de abordar. En 2012 Juan Martín Hsu viaja a Taiwán, en compañía de su hermano, a reencontrarse con su madre. Lo carcomen las preguntas sobre el asesinato de su padre, también migrante taiwanés, en Argentina. Obtiene respuestas vagas pero se lleva una sorpresa al descubrir que en su madre, una mujer en apariencia fría y distante, se esconde la gema que daría sentido a su viaje. En la figura materna yace las marcas de la lucha contra el desarraigo y el machismo, ejes sobre los que su hijo explora. Pasan los años y en 2019 Hsu vuelve a Taiwán para terminar de reconstruir su historia. El relato y sus protagonistas crecen frente a los espectadores, que comparan las temporalidades sintiéndose parte del vínculo sanguíneo. La Luna representa mi corazón se pregunta qué es una familia; para ello no escatima en largas escenas de charlas, desencuentros y reflexiones, entre hits del rock nacional cantados en chino. A medida que las intimidades familiares afloran, uno entiende las corazas emocionales que tienen los protagonistas y logra cultivar la simpatía por ellos, seres rotos que se necesitan (aunque no lo digan muy a menudo) para sanar sus problemas. Uno de los secretos trascendentales de esta familia está ligado a los motivos que los llevaron a irse de Taiwán hacia Argentina (arco ligado a la historia política de ambas naciones); el otro gira en torno a la extraña muerte del padre del documentalista. Lo que sí es objetable y corta todo clima íntimo que se haya construido, son las escenas de ficción que se cuelan en el relato documental. Durante estos pasajes torpes La luna representa mi corazón pierde potencia. El sinsabor que provocan estos injertos "intrusos" en la experiencia cinéfila atentan contra la armonía de la película. Y no aportan mucho.
Recupera el encanto de la fantástica novela de Agatha Christie Parece que Kenneth Branagh entendió todos los errores de su penosa adaptación de Asesinato en el Orient Express (2017) y en esta nueva aventura de Hércules Poirot, mucho más entretenida y sólida de lo que aparentaba ser, salda deudas con los fanáticos de Agatha Christie. En el 2017 el director, guionista y actor Kenneth Branagh anunció que volvería a adaptar al cine la clásica novela de Agatha Christie Asesinato en el Orient Express. La expectativa inicial fue grande -sobre todo teniendo en cuenta la brillante película que se había hecho en 1974- y la respuesta de la crítica y la taquilla no fue la esperada. Si bien la historia podría haber terminado ahí, Branagh volvió a apostar por otro clásico de la autora, Muerte en el Nilo. ¿El resultado? Una entretenida aventura en barco, con más aciertos que desajustes. Las vacaciones del detective belga Hércules Poirot a bordo de un glamoroso barco de vapor en Egipto se convierten en una aterradora búsqueda de un asesino, mientras que la luna de miel idílica de una pareja perfecta se ve trágicamente interrumpida. Ambientada en un paisaje épico de amplias vistas del desierto y las majestuosas pirámides de Giza, Muerte en el Nilo propone una historia de pasión desenfrenada y celos, a la par que presenta un grupo cosmopolita de viajeros-sospechosos. Un enigma que solo Poirot puede descifrar y una carrera contrarreloj para saber quién es el asesino. Si bien en la obvia comparación con la versión de 1978 -que cuenta con estrellas de la talla de Bette Davis, Mia Farrow, Angela Lansbury y Maggie Smith en el reparto- la obra reciente sale perdiendo, la nueva Muerte en el Nilo tiene los suficientes giros narrativos para dejar inquietos y pegados a la butaca a los espectadores. A su vez, toma la atrevida decisión de indagar más en la psicología del detective con flashbacks de sus orígenes (que podrían haber sido un desastre, pero están resueltos de la forma más hábil posible, sin faltar el respeto al material original). Un acierto que enriquece la interpretación de Kenneth Branagh, quien se siente totalmente a gusto en el rol del eficaz personaje. Del reparto sobresalen las actrices Jennifer Saunders y Dawn French, en roles soportes, y para sorpresa de muchos Gal Gadot no desentona y se amolda al clima de la trama con frescura. Distinto es el caso de Annette Bening, un tanto desaprovechada. Si se trata de ponerse quisquillosos, ciertas tomas hechas con CGI resultan un tanto ridículas y los ojos más entrenados en la materia podrán apreciar el hilo de fallas en la ejecución técnica de los efectos especiales y el montaje de locaciones. Aún así, Muerte en el Nilo da más de lo que promete, divierte y recupera la nostalgia que solo se siente con los grandes clásicos.