Una película idiota sin pies ni cabeza El popular Roland Emmerich (Día de la Independencia, El día después de mañana) parece haber perdido el eje de las buenas historias. Eso queda evidenciado en Moonfall, pésima aventura de ciencia ficción y cine catástrofe. Es francamente difícil sentirse asqueado por una película, porque aún las más flojas tienen algún encanto irónico. No es el caso de Moonfall, lo nuevo de Roland Emmerich -creador de entretenidos blockbusters de cine catástrofe como Día de la Independencia y El día después de mañana- que cae por el barranco de los excesos, en una trama sin pies ni cabeza. El mejunje creado no es más que un producto mal hecho que produce fátiga visual. Un espectáculo malo y triste que subestima espectadores. Todo arranca con una expedición. Dos astronautas refaccionan una nave espacial, hasta que una tenebrosa nube negra irrumpe en la aparente calma del espacio. La pesadilla culmina con un muerto, un misterio cajoneado por la NASA y con Brian Harper (Patrick Wilson) -uno de los astronautas involucrados en el episodio- fuera del organismo por exponer su teoría en torno al ataque. Del otro lado está su compañera, Jo Fowler (Halle Berry), quien tomó acción pasiva durante el proceso y construyó una sólida carrera en la Agencia. Si bien ella no es la primera en advertir la hecatombe desastrosa que se avecina, sí es una de las heroínas de este cuento absurdo. Moonfall es un festival del sin sentido que se agencia fórmulas de obras y cineastas que exploraron la ciencia ficción con buenos resultados (como Christopher Nolan y sus intrincados giros narrativos), sin un desarrollo cariñoso hacía la historia que intenta llevar adelante. No se entiende de qué cerebro pudo haber salido un guión tan plano y tan malo. Los personajes (algunos son caricaturas realmente insoportables) se empeñan en tomar las decisiones más estúpidas que el espectador pueda imaginar. Uno de los ejemplos más burdos reside en el último tramo de la cinta: en medio de una persecución, los protagonistas se toman un prudente tiempo para ser reflexivos y 'sentimentaloides', mientras el desastre les pisa los talones. Luego de alguna línea superficial, emprenden el escape minutos antes de una muerte asegurada. La nueva experiencia del cineasta alemán puede traducirse a una sentencia alegórica y divertida de leer y no tanto de visualizar: Moonfall es una ambiciosa misión al espacio que no traspasa la capa de ozono, destruyéndose al instante.
Intervenir el pasado para cuestionar al patriarcado La serie de videos caseros que hacen al documental sorprenden por su alto grado de contraste con la Argentina de los últimos años, que abrazó las victorias del feminismo. En este marco de derechos adquiridos, es interesante el abordaje de la ópera prima de Natalia Labaké, sobre las mujeres de una familia durante los '90. La vida dormida, ópera prima de Natalia Labaké, no es un simple documental sobre los '90 sino un detallista estudio sobre los micromachismos de una familia de clase media, endulzada por el menemismo, que se permite dialogar con el presente y con las victorias que tuvo el feminismo en Argentina, a través de un interesante abordaje que traza un puente entre ambas etapas y pone a las mujeres en primer plano. Corre el año 1989 en la Argentina. Haydée registra en video la carrera política de su esposo Juan Gabriel Labaké. Juan es un peronista de centro derecha -defensor legal de Isabel Perón- que hace campaña para presidente del partido justicialista junto a Carlos Menem. Entre actos de campaña y viajes de negocios se cuela la vida familiar en Buenos Aires con tertulias multitudinarias y fuertes discusiones políticas entre los hombres de la familia. Pasan los años y la cinta vira hacía el presente, retomando las vidas e historias de los personajes ignorados por las cintas de video. La directora y nieta del matrimonio, retoma la posta de su abuela aunque ahora dándole un nuevo sentido; la cámara se vuelca hacia las mujeres de la familia, especialmente a su hermana Agustina y a su tía Bibiana, quienes solo aparecen en papeles secundarios en las películas caseras de su abuela en la década de los '90. Bibi pasa sus días en un instituto de rehabilitación, mientras Agustina, que sufre de ansiedad, aún vive en la casa de sus padres. Ambas buscan con hastío y misticismo respuestas a su desasosiego mientras el patriarca de la familia conserva la ilusión de volver a ver a la gran nación toda unida sobre las bases de un peronismo de verdad, un peronismo de Perón. Por momentos, la película se siente como una fantasmagoría que confía en el archivo para sacar a la luz una serie de verdades incómodas que habitan en su sistema familiar, otrora gobernado por hombres de derecha. El rico archivo y el habilidoso trabajo de montaje hacen de La vida dormida un material valioso de transitar y analizar. Una película digna de ser experimentada en un cine.
Thriller que refrita fórmulas vistas hasta el cansancio El thriller psicológico Ecos de un crimen, dirigido por Cristian Bernard, engaña al espectador que busca sorpresas, ya que no es más que un refrito de cosas ya vistas, con varios problemas de estructura narrativa. Ecos de un crimen corresponde a la categoría de filmes que 'se ven una vez y nunca más'. El problema viene encadenado a las expectativas de los espectadores que busquen una inyección de adrenalina y terror que los inmovilice a la butaca: dichas sensaciones no aparecen y la frustración que genera eso es un tanto decepcionante. . Julián Lemar (Diego Peretti) es un escritor de novelas de terror que atraviesa un bloqueo creativo, cosa que le impide seguir la saga de El Escorpión (el célebre personaje que lo catapultó a la fama). En un intento por relajar su mente, alquila una casa de campo junto a su esposa (Julieta Cardinali) y su hija. Cuando se desata el diluvio, aparecen los problemas: la llegada de una joven desesperada (Carla Quevedo) que asegura que su pareja (Diego Cremonesi) asesinó a su bebé y quiere matarla, rompe la tranquilidad y pone en estado de alerta a los anfitriones de la casa. El planteo de Ecos de un crimen es ambicioso y roba -de forma obvia- recursos y estrategias del universo de Stephen King, más específicamente de El Resplandor. No hace falta hacer grandes análisis para deducir, desde la escena inicial, que el personaje de Diego Peretti está a un paso de la locura. Esto, que debería ser un misterio a sostener durante toda la trama y no lo es, marca de entrada la primera gran decepción con la historia. Aún así, el actor ofrece una intepretación sólida, y por momentos logra atemorizar. La gran falla en la nueva película de Cristian Bernard reside en la repetición constante de las escenas, al estilo de El día de la marmota. Cuando uno ya creía poder atar cabos en el misterio a resolver, el infierno vuelve a empezar. Una y otra vez. Este ritual es solo tolerable al inicio; al caer en la cuenta de que no hay un interés genuino por darle un giro de shock a la historia, es cuando se diluye toda la emoción. Si se hace la vista gorda a las fallas de estructura narrativa, el resultado puede llegar a entretener. Ecos de un crimen apenas roza lo decente y eso se debe a la destreza del cineasta para lograr algunos planos e interpretaciones que resaltan. Si se va al cine con la esperanza de ver un thriller bueno, puntualmente este no es el caso.
Freaks, estafadores y muchos claroscuros Guillermo del Toro adapta la novela de William Lindsay Gresham, que tuvo una primera versión en 1947, sosteniéndose en un gran elenco que saca a flote una historia atractiva con una dirección que no siempre llega a buenos resultados. El callejón de las almas perdidas es un clásico noir que llegó a los cines por primera vez en 1947. En dicha adaptación, el actor Tyrone Power interpetaba a un joven con ansías de éxito que se convierte en feriante, se enamora de una compañera de trabajo y aprende el arte de la estafa. La versión de Guillermo del Toro se ciñe a la trama original agregando una dosis inclaudicable de oscuridad -característica emblema del autor de El laberinto del fauno (2006) y La forma del agua (2017)- y aunque el resultado general es desparejo, el gran elenco de estrellas saca adelante la historia. Stanton Carlisle (Bradley Cooper) llega a una feria de freaks que aprender los trucos de mentalista y con esas habilidades deja de lado el show circense para mudarse a la alta sociedad, donde ejerce como estafador inescrupuloso. En su camino se cruza a una fría psicoanalista (Cate Blanchett) dispuesta a patear la ética a manipulaciones, si con eso puede lograr sus objetivos de enriquecerse. Stanton funciona como metáfora de la corrupción del ser que, seducido por la ambición y el poder, pierde la brújula; '¿es un hombre o una bestia?'. Guillermo del Toro apunta a lograr una película más visceral, regida por los extraños funcionamientos de la psiquis como detonantes de las acciones violentas de los personajes. En buena parte logra una historia abrumadora y pesimista sobre la delgada franja que existe entre caer por un precipicio o recurrir a la salvación para expiar culpas. Todo este conjunto de decisiones estéticas enriquecen la historia, a la par del elenco de grandes estrellas entre los que destacan Bradley Cooper y Cate Blanchett (en una interpretación despojada y feroz, un acierto absoluto). La falla troncal de El callejón de las almas perdidas reside en como está constituida la estructura de la historia, no tan ligera como uno esperaría -a algunos hasta puede llegar a parecerles "un plomazo"- y con algunos problemas de edición (lo que en este caso y a partir de la mitad del relato, genera la sensación de estar viendo dos películas en vez de una) El cambio de estéticas entre eventos que transforman al personaje es brusco y los espectadores fácilmente lo percibirán. En el balance general, la primera mitad es mucho más armoniosa y más fiel al estilo de del Toro. Hay que entender que se trata de un drama sobre personajes y se cuece a fuego lento. Si se asiste al cine con la predisposición de ver algo por fuera de los clásico de fantasía propios del autor, el disfrute llega.
Llamen a Woody Allen porque no aparece Woody Allen "rasca la olla" de la creatividad y eso queda traducido en Rifkin´s Festival, flojísima comedia romántica sin gracia, en sintonía con algunos de sus últimos trabajos. La calidad y riqueza de historias que hay en la filmografía de Woody Allen viene cayendo a pique -específicamente, en los últimos doce años- a pesar de notables excepciones como Blue Jasmine (2013) y Medianoche en París (2011). Y Rifkin´s Festival, su nueva película, sigue la línea de descenso. Allen "rasca la olla" de la creatividad, repitiendo fórmulas y dejando de lado los giros propios de su sello autoral que tanto le gustan al público más cinéfilo. Mort Rifkin (Wallace Shawn), un profesor de cine jubilado, acompaña a su esposa publicista Sue (Gina Gershon) al Festival de Cine de San Sebastián en España. Él no va por las películas, sino porque le preocupa que la fascinación de Sue por su joven cliente director de cine, Philippe (Louis Garrel), pueda ser más que profesional. Las relaciones entre la tríada se vuelven tensas hasta la aparición de Jo Rojas (Elena Anaya), una médica con problemas matrimoniales, que llega para mejorar el estado de ánimo de Mort. En Rifkin's Festival, Allen toma un puñado de conceptos (amor, desamor, infidelidad, monogamía, culpa) y sobre esa base construye protagonistas estereotipados, planos -algo rarísimo en el cine del director- y poco atractivos para la mirada; a su vez, los arcos cómico-románticos se sienten demasiado forzados. Pero las repeticiones no terminan ahí: la cinta intenta ser una carta -bastante perezosa- de amor al séptimo arte, algo que puede apreciarse en las breves recreaciones de secuencias clásicas del cine (que salen de los pensamientos de Mort). Particularmente, quien escribe no se sintió conmovido por estos homenajes. La nueva obra de Woody Allen se siente apagada, demasiado ligera para el nivel de talento que yace en Woody Allen, creador de gemas como Annie Hall y Manhattan. Apenas si hay destellos de originalidad en alguna línea ácida del personaje de Wallace Shawn. No hay atributos que la salven del ojeo superficial en el espectador promedio.
Remarcable melodrama anime que critica la cultura de Internet Mamoru Hosada, creador de gemas del cine de animación como La chica que saltaba a través del tiempo (2006) y Mirai: Mi pequeña hermana (2018), entre otras, llega a las salas de cine argentinas con Belle, una espectacular, fresca y tecnológica nueva versión de La Bella y La Bestia. Finalmente la animación japonesa tiene una distribución masiva en las salas de cine argentinas, algo que durante décadas fue -y probablemente lo siga siendo- el imperio conquistado por la mega compañía Disney. La película que irrumpe en los grandes complejos a partir de este jueves es Belle, del talentoso Mamoru Hosada que, a partir del clásico La Bella y La Bestia, cuenta una fantástica aventura de amor y bullying en la cultura de Internet. Una demostración de que pueden contarse grandes cuentos de princesas que se escapen de las construcciones hegemónicas impuestas por la sociedad. Belle es la historia de Suzu, una adolescente traumatizada por la muerte de su mamá, introvertida y víctima del bullying escolar, que se topa con "U", un espacio virtual que permite a todos los usuarios crearse otra identidad para vivir en un mundo de simulación tecnológica no ajeno a los demonios que trae el abuso del consumo en las redes, como la proliferación de fake news y la construcción de personajes mediáticos y de fama líquida, contada en número de seguidores. Hábil narrador y creador de universos fantásticos (algo que le valió una nominación al Oscar en 2018, por Mirai: Mi pequeña hermana), Hosoda encanta a los espectadores con la trama romántica que asemeja a La Bella y La Bestia -en una versión que resalta los sentimientos de los protagonistas- y ofrece un verdadero festival de colores, criaturas fantásticas, estética y diseños que rebosan una creatividad que ni la película más elaborada de Pixar pudo alcanzar, hasta el momento. Si bien impera la crítica a Internet, red-refugio de cientos de jóvenes sin espacios de pertenencia social, que ataca de maneras camufladas y por flancos difíciles de anticipar, la visión final de Hosoda es positiva, ya que elige recalcar la humanidad que también puede existir en las redes. En conjunto, Belle transita recorridos del melodrama anime desde una perspectiva original que sabe entretener y comunicarse con la actualidad.
Emotiva comedia sobre la paternidad Ariel Winograd -"El Rey" de la comedia argentina contemporánea- propone una dulce buddy movie sobre los conflictos que existen en la paternidad. Las películas de Ariel Winograd, cineasta que sigue perfeccionándose en el arte de hacer reír, son un éxito absoluto en la taquilla. El caso más reciente fue El robo del siglo, la película argentina que más localidades vendió durante el 2020. Hoy se arregla el mundo probablemente siga el mismo camino debido a lo efectiva que es. Leonardo Sbaraglia y Benjamín Otero lideran una historia de padres e hijos con ritmo de comedia a la altura de las expectativas. El Griego (Leonardo Sbaraglia) es un productor televisivo petulante, soberbio y sin espacio para su familia, que atraviesa una mala racha laboral ante el desgaste que sufre su programa, un show armado donde actores contratados fingen conflictos varios para el entretenimiento de la audiencia. Su vida transcurre entre amantes y sets de televisión. El nexo que lo unirá a Benito (Benjamín Otero), su hijo, es su madre (Natalia Oreiro), quien le siembra dudas sobre su paternidad minutos antes de morir. '¿Soy el padre?, ¿quién es el padre de mi hijo?, ¿acaso quiero ser padre?', son algunas de las preguntas que llevan al personaje de Sbaraglia y al de Otero a formar una alianza para emprender una "caza de posibles progenitores". Ariel Winograd todavía tiene muchas cosas para decir sobre la paternidad (tema que ya exploró en Sin hijos y Mamá se fue de viaje, ambas protagonizadas por Diego Peretti) y en este caso disfraza la comedia en una drama sobre crisis y descubrimientos tardíos. Momentos divertidos no faltan y la química en escena entre Sbaraglia y Otero es espectacular. Asimismo, Hoy se arregla el mundo le permite al reconocido actor explorar una faceta cómica, algo bastante inusual dentro del registro artístico que frecuenta. El buen tratamiento y crecimiento de su personaje, sumado a una actuación entrañable, logran que el espectador se quede con más ganas de ver a Leonardo Sbaraglia en roles de comedia.
El fin del mundo podría ser más divertido que esto La ópera prima de Camille Griffin parte de un concepto interesante, aunque en la práctica sea todo lo contrario. La última noche está cargada de diálogos aburridos que no llevan a ningún detonante fascinante, y tan solo contribuyen a la frustración del espectador. El boom viral por las películas del fin del mundo no para y luego de la notable sátira de Adam McKay, No miren arriba, llega a los cines La última noche (Silent Night), ópera prima de Camille Griffin que propone un fin del mundo mucho más deprimente y oscuro. En la historia, una familia se reúne a festejar el fin de sus vidas, entre alcohol, reflexiones aleccionadoras y discusiones banales que no llevan a buen puerto esta historia de premisa atractiva y ejecución regular. Faltan pocas horas para la extinción de la vida humana y el gobierno británico le dio a cada ciudadano (sin contar a los inmigrantes ilegales y las personas sin techo) una pastilla que ocasiona una muerte sin dolor. Nell (Keira Knightley), Simon (Matthew Goode) y sus tres hijos se preparan para la llegada de la nube tóxica que los matará, con una última cena en familia. Iniciada la velada, las posiciones cruzadas de cada miembro provocan el estallido emocional y las crisis detrás de tanta alegría impostada. Art (Roman Griffin Davis, el niño de la brillante Jojo Rabbit) no está para nada de acuerdo con la postura desalentadora de los adultos y es quien se rebela ante la situación. En este único personaje la película toma algo de vuelo y emplea giros de narrativa que, aunque predecibles, aportan mucho a la construcción del drama. La última noche es satírica y tiene algunos gags de humor ácido muy bien empleados, pero la historia general se deshilacha lentamente por falta de conflictos sólidos, más allá del fin del mundo (un escenario planteado desde la primera escena). La ópera prima de Camille Griffin está cargada de diálogos aburridos que no llevan a ningún detonante fascinante, y tan solo contribuyen a la frustración del espectador. El fin del mundo podría ser mucho más interesante que lo que se ve en la pantalla.
Mariano Martínez brilla en un thriller bañado en moralina ahuyentadora El viraje dramático de Mariano Martínez es de lo más interesante, no así la resolución de la historia creada por Rodrigo Fernández Engler. El thriller no logra mantener toda la potencia con la que arranca logrando un trabajo a medias, sostenido por el oficio del elenco. Ver a Mariano Martínez en una película dramática, con un personaje oscuro y cegado por la avaricia, es, como evento en sí mismo, de lo más interesante. El actor de Polka protagoniza Yo, traidor, un thriller político dirigido por Rodrigo Fernández Engler y con un mejunje de virtudes y defectos a la luz y al alcance del espectador que agudice un poco la mirada. Bien por el elenco; mal por los caminos de moralina inentendible con los que culmina el relato. La película cuenta la historia de Máximo (Martínez), un joven y ambicioso abogado que mezcla el beneficio propio con el familiar. A partir de la venta de la empresa que maneja junto a su padre y hermano, mueve los hilos para ingresar en un nuevo negocio que solo lo beneficia a él. La traición a su sangre y las internas políticas del pueblo de pescadores en el que se instala, trastocan su personalidad al punto de llevarlo por caminos sinuosos y hacía contactos siniestros. Alejado de los roles cómicos o de galán de telenovelas, Martínez ofrece una de sus interpretaciones más maduras hasta el momento. Se hace presente en él una búsqueda por superarse, lo consigue y llega a registros dramáticos -poco explorados durante su trayectoria- que sorprenden. Llegado el punto de quiebre del personaje, la entrega total de Mariano Matínez logra conmover. El reparto (Jorge Marrale, Osvaldo Santoro, Arturo Puig y Sergio Surraco) acompañan con sólidas interpretaciones, aunque Puig es el roba escenas por excelencia, en la carne de un mafioso inescrupuloso que no duda en mancharse de sangre para alcanzar el éxito. El problema de Yo, traidor inicia en el último tercio de película y es la destrucción total del clímax que lentamente se va tejiendo sobre la historia. La escena del punto de quiebre (atención spoiler), con Máximo cayendo abatido por la frustración y la derrota del que lo tenía todo y lo perdió por subestimar los hilos de la mafia política, podría haber sido un cierre espectacular, desolador. Y no. El director prefiere ir a por rumbos convencionales, dándole al personaje la oportunidad de redimirse y actuar como buena persona.
Una amistad entrañable que traspasa los límites del Zoom El debut de Natalie Morales en la dirección es una bellísima sorpresa ya que logra traducir en un formato de lo más actual (el Zoom) una película fantástica que se cuela entre las mejores producciones del año. El Zoom se volvió una palabra y un recurso fundamental para lograr el sostén de lazos durante la pandemia de coronavirus. Crear narrativas a partir de esta red de comunicación era una opción poco transitada por los cineastas años atrás, dada la no cercanía con la mayoría de espectadores. Algo que cambió completamente. A un click de distancia es el debut como cineasta de Natalie Morales -quien también es protagonista- y es también una gema casi perfecta que se cuela entre las mejores producciones del año. Como sorpresa de su novio, Adam (Mark Duplass) recibe un pack de 100 clases para aprender español por Zoom con Cariño (Natalie Morales), una simpática profesora costarricense. Desde la primera escena el espectador sabrá de antemano que la relación entre ambos no será para nada ordinaria: de a pedacitos y entre charlas, alumno y docente tejerán un vínculo intenso que traspasa la pantalla de una computadora. A un click de distancia ofrece, hasta la fecha, uno de los mejores y más inteligentes usos de la plataforma para contar una historia sensible y llena de astutos giros de guión. La película de Natalie Morales es incómoda y el vínculo que se construye entre Adam y Cariño se siente real por la excelente química de los actores. De otra forma, la cinta hubiese pasado como un ejercicio más entre el montón de experimentaciones que surgieron a partir del confinamiento. Quizás lo más rico de la historia es como las diferencias culturales y la distancia no son impedimentos para la verdadera conexión entre personas. La vida real y las relaciones virtuales son complicadas; A un click de distancia es una muestra ficcional de ello. A su vez, es también una fantástica comedia romántica muy emocional, para disfrutar una y otra vez. Es fresca, simple y con humanismo genuino.