Recoleta, Zapala, Montevideo En cuanto a las películas de esta semana, no pienso ver la Harry Potter 7.51, no me interesa, casi que no lo entiendo (vi dos de las películas y hasta ahí llegó mi amor). Quiero recomendarles un estreno del Malba: la película argentina Glue, de Alexis Dos Santos, exhibida en el Bafici 2006. En el catálogo del festival de ese año escribí esto: “ ‘¿Vieron que cuando uno está con amigos se comporta distinto que cuando está con la familia?’ Ese es un diálogo crucial de Glue. Entre los amigos –un espacio de libertad y comodidad, pero también de riesgo– y la familia, zona de mucho mayor conflicto pero de cierta contención, transcurre el verano de Lucas (Nahuel Pérez Biscayart) en Zapala, Neuquén. Vista de manera fragmentaria, la ópera prima de Alexis Dos Santos ofrece momentos refulgentes, de llamativo realismo y abrumadora cercanía, como la pelea entre mujeres, los ensayos de la banda de rock o cualquier deambular en bicicleta. Pero Glue se ve mejor como una tonalidad, como una poética y cruda, tierna y feroz crónica adolescente, hecha con un amor y un ojo para el detalle inusuales. Tal vez en esa combinación productiva entre los detalles y el todo esté el secreto de las grandes películas sobre la adolescencia. Y Glue dice que tal vez en la oscilación constante entre la nada y la plenitud esté la clave de esos años en los que un joven es aún demasiado joven para ser joven.”
Lecciones directas Una comedia gruesa, de apariencia bestial, suele tener las mayores chances de ser mal recibida. Así ocurrió con la mayoría de la crítica estadounidense, con la gran excepción de la muy recomendable Stephanie Zacharek. 2. Es una suerte que gracias a la presencia de Cameron Diaz se estrene Malas enseñanzas, todavía lamento no haber podido ver en el cine Get Him to the Greek (acá lanzada en DVD con el título Cómo sobrevivir a un rockero), otra comedia de apariencia bestial. 3. Malas enseñanzas es una película sobre una maestra (una mala maestra, Bad Teacher) que cree que su máxima aspiración es encontrar a un marido que la mantenga, y que cree que para eso tiene que ponerse tetas de silicona. Como toda buena película, mientras se cuenta esta historia (en este caso con decenas de grandes chistes) se desarrolla otra: el aprendizaje del personaje. Parece que no pero sí, sólo la apariencia de esta comedia es gruesa y bestial: la maestra aprenderá que el sentido del humor está relacionado con el disfrute de la vida (sexual, emocional, profesional). Esta es una de las líneas de sentido que emergen con la película terminada, revisada, puesta en perspectiva. 4. Otras líneas de sentido tienen que ver con la crítica a un sistema desde la exhibición de la extensión y la fuerza de ese sistema. La educación, los premios, los castigos, las exigencias, entre otros asuntos, son puestos en tensión cómica, con riesgos de corrosión. 5. El ambiente educativo, como en Escuela de rock, también se pone en ácido. Entre mis diversos trabajos previos, se cuenta la docencia en los diversos niveles, y no pocas veces sufrí la lectura completa (y lenta) de hojas impresas con alguna comunicación –frecuentemente irrelevante– por parte de algún directivo antes de… darme el dichoso papel. Esta tendencia a la subestimación y a la ñoñería de parte del mundo educativo (la parte más doctrinaria y tensa, digamos, representada en la película por Amy Squirrel) genera una gran cantidad de redundancia, que intoxica los colegios y se expande por el mundo. Los estadounidenses, para reírse de esa tendencia (para exponerla, burlarla y quizás hasta cambiarla) hacen películas como Malas enseñanzas. Los suizos hacen cosas como esta. 6. No pocas veces he leído sobre “el puritanismo del cine americano” o “la pacatería del cine estadounidense”. A los que escriben eso a cada rato, les pido que vean Malas enseñanzas, y que después me digan en qué otro cine una estrella como Cameron Diaz hace un personaje como este, manosea unas tetas ajenas y se maneja con esta explicitud sexual. Hay pocas comedias así de festivamente gruesas protagonizadas por mujeres, por lo que Malas enseñanzas, además de fluida, ingeniosa, graciosa y bardera, es hasta original. 7. Tiene poco que ver con todo esto, pero hay una publicidad de un teléfono en la cual un padre le insiste a un nene chiquito para que juegue a la pelota con el pie. Y el nene hace, finalmente, una demostración de habilidades. Y el padre mira extasiado. No pasaría de ser otra huevada publicitaria, pero los movimientos digitalizados del nene son espantosos, monstruosos, como de Linda Blair en El exorcista, hasta pareciera tener dislocada la rodilla. Un padre no publicitario no quedaría extasiado, se asustaría y llamaría al padre Karras. 8. Cuando en Malas enseñanzas alguien mira extasiado a Cameron Diaz hay sustento, carisma, fotogenia, talento cómico. Y también en Lucy Punch y Jason Segel. Un país con un cine que da grandes comedias necesita ser un país con grandes comediantes (e importar algunos, como la inglesa Punch). Decía Walt Disney, “la risa es la exportación más importante de Estados Unidos”. Y así como en Malas enseñanzas la protagonista descubre la importancia del sentido del humor para una pareja y sus importantes derivaciones, la frase del viejo Walt señala la importancia de la risa y sus conexiones con la economía y el poder.
Ciudades Medianoche en París (2011) es la tercera película de Woody Allen que se estrena este año en los cines argentinos, luego de la catastrófica Conocerás al hombre de tus sueños (2010) y la mucho mejor Que la cosa funcione (2009). Felicitaciones a la distribuidora Diamond Films por estrenar Medianoche en París apenas un mes después del lanzamiento mundial de la película en Cannes. Ahora, pasemos a hablar sobre el nuevo Allen, es decir, sobre el amor a las ciudades. Cuando uno entra a los cada vez más dominantes cines de las cadenas multipantalla, los chicos que cortan los boletos de papel cada vez más finito dicen: “que disfrute la película” para todos, así uno vaya a ver Saló o los 120 días de Sodoma. Con Medianoche en París, sin embargo, se aplica correctamente el verbo disfrutar. La flamante película de Woody Allen es para disfrutar. Claro, no todos disfrutarán en el mismo grado. Los más aptos para este disfrute serán aquellos que suelen enamorarse de ciudades. Uno se enamora de ciudades cuando una combinación de cosas entre las que uno se mueve, se desplaza, pasea, compra, mira, genera una amalgama irresistible. Como decía Jean Cocteau, la poesía puede estar en el modo de vestir, en la forma de caminar, la forma de hablar, en las relaciones entre las cosas, en una esquina (y una esquina es punto de combinación de dos cuadras). Las ciudades tienen todas las posibilidades para enamorar, y también de perder el encantamiento. Hay ciudades con más éxito que otras, pero todas tienen chances de enamorar. Algunos ejemplos de combinaciones para enamorar, a título personal: Mondoñedo. Un pueblo de Galicia con una catedral más grande que el mismo pueblo, en combinación con la lluvia, las calles de piedra, el frente de una casa tremendamente angosta, una fuente medieval, la lluvia, el frío, un altillo en un bar hotel, y un honesto vino que no se destacaba por su calidad pero sí por su entereza. Chicago: el tren en altura y el centro por debajo, con reminiscencias de Calles de fuego de Walter Hill y centenares de películas, la disquería soñada (Reckless Records), la deep dish pizza, la mejor arquitectura imaginable, el río y el Old Town. Es bastante llamativo que Buenos Aires, ciudad sin grandes bellezas naturales ni especial tendencia monumental, aún después de muchos años, pueda seguir enamorando, pero el helado recién hecho de Cadore de Corrientes y Rodríguez Peña, más unas porciones de muzzarella de Banchero en la misma calle-Avenida en la intersección con Talcahuano, más “Todo ayer” de Rodolfo Mederos en la versión de Generación cero, todavía logran el encanto. En fin, en Medianoche en París Allen le declara su amor a la ciudad que más enamora: París, que lanza esas encantadoras combinaciones al que llega por primera vez y al que vuelve, y al que vive allí, como si le sobraran. Una hermosa esquina se combina con el olor del pan y ya está, y hay tanto más que sería hasta obsceno citarlo. Woody Allen lo intenta en el prólogo de la película, con planos de la ciudad. Sí, son demasiados, pero la reiteración es la falla central de la película: así también serán demasiados los personajes de los años veinte del siglo veinte, ese pasado al que se accede por otra de las magias de este París alleniano. Más allá de esos excesos, Medianoche en París cuenta con el protagónico del extraordinario Owen Wilson, quien a diferencia de casi todos los protagonistas de las películas de Allen que no protagoniza Woody, no lo imita. La personalidad, la presencia y la fotogenia de Wilson enamoran a la cámara velozmente, y Wilson –confiado– hace la suya: mirada decidida, convincente amor por la ciudad, ganas de pasear, una nariz digna de figurar en un museo de belleza no convencional. Wilson es gran parte de la película, París es otra (mencionemos solamente a la chica local con los viejos discos, una combinatoria irresistible, y todavía no llueve). Allen agrega algunos chistes inspirados, música feliz (algo de Cole Porter, más presente que nunca), fotografía a la altura de la ciudad luz y muy buenos personajes secundarios, como Hemingway y Dalí en los años veinte o el pedante sabelotodo en la actualidad. Y está Rachel McAdams, con una hermosa contundencia física que enamoraría inmediatamente en Chicago (que está cerca de su Ontario natal), pero que en París es la evidencia de que el amor se hace de combinaciones. Y las películas, se sabe, son combinaciones que pueden enamorar incluso más allá de algunos defectos, como ese vino de Mondoñedo.
También vi 8 minutos antes de morir, de Duncan Jones, un interesante thriller de ciencia ficción que entre otras cosas (como la reelaboración de Hechizo del tiempo en otro género y a otra velocidad) materializa la fantasía de los americanos de reescribir la historia y evitar el 11 de septiembre de 2001. Podría seguir hablando de la película, pero quería destacar la belleza de Michelle Monaghan, la belleza de Michelle Monaghan, la belleza de Michelle Monaghan, la belleza de Michelle Monaghan, la belleza de Michelle Monaghan…
Vi dos películas argentinas que no me gustaron nada: Juntos para siempre y Aballay, el hombre sin miedo. La primera, dirigida por Pablo Solarz, es tremendamente misógina y hasta misántropa, los que no son problemas en sí mismos, pero aquí esa misoginia y esa misantropía están encajadas en una película estática, en la que los actores parecen esperar a que el otro termine de decir sus líneas para hablar, lo que genera un estatismo por momentos exasperante. Hay algo como de engranajes oxidados, de falta de ritmo, acentuado por la necesidad de que los diálogos transporten “ideas” plúmbeas, presentadas de forma gruesa, con demasiado énfasis puesto en hacernos saber que el mundo es un horror, y que también son un horror las familias y las parejas: gentes miserables y vidas miserables, en una película no especialmente lujosa en ideas ni en fluidez. Aballay de Fernando Spiner (su mejor película sigue siendo La sonámbula) intenta ser un western, e intenta la épica, y hasta conoce las referencias y la teoría del western (por ejemplo, héroe masculino siempre incompleto, que tiene que probar algo; mujer que no tiene que probar nada), pero falla en cuestiones básicas como la creación de un universo consistente. La película parece transcurrir en un vacío de sentido (no hay historia detrás de este western, no hay mito), hasta de alma; hay actuaciones extravagantes, casi circenses (las muertes de algunos personajes parecen hasta paródicas, payasescas, la sarasa del personaje de Fontova corta cualquier clima, la pronunciación española de Goity es una esforzada imitación fallida, y Nazareno Casero es cuanto menos extemporáneo). Y hay algo de estiramiento en el relato, como si la adaptación del cuento no diera para tantos minutos. Hay otros defectos, pero creo que todo se resume en que Aballay estudió el western pero lo aprendió meramente de memoria, sin entenderlo, sin conocerlo.
Vi dos películas argentinas que no me gustaron nada: Juntos para siempre y Aballay, el hombre sin miedo. La primera, dirigida por Pablo Solarz, es tremendamente misógina y hasta misántropa, los que no son problemas en sí mismos, pero aquí esa misoginia y esa misantropía están encajadas en una película estática, en la que los actores parecen esperar a que el otro termine de decir sus líneas para hablar, lo que genera un estatismo por momentos exasperante. Hay algo como de engranajes oxidados, de falta de ritmo, acentuado por la necesidad de que los diálogos transporten “ideas” plúmbeas, presentadas de forma gruesa, con demasiado énfasis puesto en hacernos saber que el mundo es un horror, y que también son un horror las familias y las parejas: gentes miserables y vidas miserables, en una película no especialmente lujosa en ideas ni en fluidez. Aballay de Fernando Spiner (su mejor película sigue siendo La sonámbula) intenta ser un western, e intenta la épica, y hasta conoce las referencias y la teoría del western (por ejemplo, héroe masculino siempre incompleto, que tiene que probar algo; mujer que no tiene que probar nada), pero falla en cuestiones básicas como la creación de un universo consistente. La película parece transcurrir en un vacío de sentido (no hay historia detrás de este western, no hay mito), hasta de alma; hay actuaciones extravagantes, casi circenses (las muertes de algunos personajes parecen hasta paródicas, payasescas, la sarasa del personaje de Fontova corta cualquier clima, la pronunciación española de Goity es una esforzada imitación fallida, y Nazareno Casero es cuanto menos extemporáneo). Y hay algo de estiramiento en el relato, como si la adaptación del cuento no diera para tantos minutos. Hay otros defectos, pero creo que todo se resume en que Aballay estudió el western pero lo aprendió meramente de memoria, sin entenderlo, sin conocerlo.
Junto con Los agentes del destino, una película sobre un político, la película más interesante estrenada la semana pasada fue Carlos, de Olivier Assayas, sobre el famoso terrorista venezolano Illich Ramírez, alguien que estaba convencido de estar haciendo política de alto nivel secuestrando y asesinando. ¿Película? En realidad Carlos es una miniserie de más de 5 horas, que aquí se estrenó proyectada en DVD en su versión de menor duración, de cerca de 3 horas (ambos cortes son del director). Yo vi la versión completa, pero supongo que no se debe ver muy afectada la versión reducida porque la estructura está armada por bloques argumentales, grandes episodios en la vida de Carlos, “militante internacionalista” y pieza fundamental en el escenario de la Guerra Fría, especialmente en la década del setenta. Carlos, tal vez el logro definitivo de la etapa más global y estilísticamente un tanto posmoderna del cine de Assayas, es trepidante y violenta, y a pesar de la cercanía física que establece con su personaje mantiene una marcada distancia ideológica, una suerte de neutralidad para observar las pasiones e intereses en juego. Pocos cineastas se animan a meterse con la historia, menos con la historia reciente, menos con la historia reciente más polémica, y menos aún a musicalizar de esa manera.
Diferencias (primera entrega) Agentes del destino, primera película como director del hasta ahora guionista George Nolfi, muestra a Matt Damon ir y venir, moverse intrépidamente por Nueva York, correr por puertas secretas y desafiar eso de “contra el destino nadie la talla”. Esta es otra película, como La doble vida de Walter, que sabe que los riesgos de coquetear con el ridículo (basada en un cuento de Philip K. Dick, la historia trata de que hay agentes, con sombrero y todo, que ajustan ciertos detalles para que la gente llegue al destino que alguien diseñó para ella) hay que evitarlos a puro convencimiento. Y si La doble vida de Walter parece querer compensar la decisión de contar una oscura historia extraordinaria con una más convencional, clara y lineal (y ahí se deshilacha); Agentes del destino abraza el mundo que elige contar y lo hace con convicción y consistencia, descansando en las espaldas del que probablemente sea uno de los mejores actores de la actualidad: Matt Damon, quien con una mínima caída de hombros puede cambiar el tono de su personaje (como ya lo había demostrado en Más allá de la vida) y que sabe que el gesto cinematográfico por excelencia es el de la contención. Al elegir no desviarse, al tensarse con electricidad narrativa y jamás apelar a pirotecnia alguna (esta es una película trabajada y no holgazaneada, no tiene falsos atajos), Agentes del destino puede permitirse no pocos apuntes de especial lucidez sobre la política, las burocracias y los desplazamientos por las ciudades. Suele ser así: las películas convencidas y orgullosas de su relato y de su mecánica ajustada son las que pueden tener digresiones que no son extravíos sino brillos suplementarios, como en las mejores novelas de Bioy Casares (las que vinieron después de Plan de evasión). Esos son algunos de los beneficios de la consistencia. Por último, mientras en la película de Jodie Foster la montaña rusa –que era una buena referencia comparativa de la vida de Walter mientras se mantenía en segundo plano– termina siéndonos enrostrada en ralenti y con voz en off, Agentes del destino pone en escena sin subrayado alguno sus múltiples sentidos, que se relacionan con los espacios y los ambientes y que aquí no explicitaremos uno por uno. Mantengamos los misterios de Agentes del destino, otra de esas buenas películas sólidas que, bajo una apariencia simple y límpida, piensan temas fundamentales (amor, destino, finitud, sueños, movimiento, vacío, pasión) mientras nos hacen mover, interesados y divertidos, por una gran ciudad.
Diferencias (primera entrega) Foster volvió a la dirección dieciséis años después de Feriados en familia con una de esas historias rayanas con lo imposible para un arte de imágenes y sonidos y tendiente al realismo: un depresivo parece encontrar una cura al ponerse un castor títere en su mano, y así desdoblarse y convertir al castor en su alter ego (o, directamente, en su yo a secas). Esto, a priori, tiene mejor destino de cuento o novela que de película: ¿cómo hacer para que un señor al que vemos hablar con un acento extraño y mover un muñeco para relacionarse con el mundo no sea irremediablemente intolerable? Una decisión es elegir como protagonista a Mel Gibson, actor y director talentoso, desequilibrado, con pozos y euforias constantes en su filmografía (sí, La pasión de Cristo es deplorable, pero pocos otros directores en actividad podrían lograr esa proeza cinética que es Apocalipto). Otra decisión es naturalizar cinematográficamente la situación del castor. Así, Foster exhibe con velocidad y fluidez la historia de Walter (Gibson), y es veloz (a veces demasiado) para pasar del momento eufórico representado por el castor a la renovada caída y al esperable cierre. Sin embargo, hay otra historia en la película que compite con la de Walter: la del hijo adolescente, apenas el gastado derrotero de chico sensible que ya vimos muchas veces. En cada uno de sus segmentos adolescentes la película parece apagarse, detenerse: Foster nos escatima metraje de la historia de Walter y del magnetismo de Gibson (si dudan de Gibson como actor, páguenle al sobrevalorado Clooney para que intente darle vida a un castor de tela) y nos somete a una historia anodina planteada como paralela para que luego, obviamente, deje de serlo. En la falta de determinación por mantenerse con Walter la película obtiene esa doble vida del título local al precio de hacerse débil, inconsistente, chirle.
Nada de nada (y una recomendación final) Mucha gente aprovecha sus vacaciones para ir al cine. Yo necesitaba vacaciones, y vacaciones sin cine. Así las cosas, fueron vacaciones sin e-mail y sin películas (ni una). Tres semanas sin películas para volver con los ojos limpios y avidez por sentarme en una butaca (del centro a la izquierda, mirando hacia la pantalla). Volví al cine... ...pero las dos películas vistas fueron un fiasco. Empecemos por la que terminó con mi ayuno fílmico: Hanna, de Joe Wright, que bascula entre una intriga que se resuelve de forma anodina, groseras faltas de verosimilitud (en demasiados enfrentamientos primero se dan piñas y patadas, y luego se tiran algunos tiros: ¿por qué no tiran antes?; la “niña del bosque” Hanna no sabe ni lo que es un ventilador y luego, sin pasar por la Pitman, googlea a todo trapo) y reiteraciones ad náuseam de que, ojo, hay que trazar paralelos con los cuentos de hadas (¿alguna vez más nos van a aclarar que Cate Blanchett modelo 2011 –con aires y modos de Tilda Swinton– es “una bruja”?). Cine sin centro gravitatorio, hecho de retazos, tal vez un mero gesto canchero en forma de cómic, con algunos ramalazos de supuesta sofisticación como el villano alemán –que parece escapado de Cabaret de Fosse y rebozado con un poco de Fassbinder– o la música de The Chemical Brothers en contrapunto con la por muchos momentos payasesca acción. Habitualmente, cuando estoy varias semanas sin ir al cine la película con la que regreso a las salas me gusta un poco más de lo que me gustaría en medio de mucho consumo cinematográfico. Pero Hanna no fue el caso. Si es un chiste pop sofisticado, bueno, a veces prefiero los chistes más brutales, vibrantes y directos, como los que esperaba encontrar en ¿Qué pasó ayer? Parte 2 (The Hangover Part II). Pero esta secuela-reversión de una de las grandes sorpresas de la temporada 2009 está vaciada de interés, de intensidad, de esfuerzo cómico: los actores están apagados (hasta Galifianakis), y todo sucede de forma burocrática, previsible. No, el problema no está en rehacer la película original: con Todo un parto, Todd Phillips probó que podía reescribir con alma, corazón y gracia Mejor solo que mal acompañado. Pero si Mejor solo que mal acompañado era parte de la inspiración de Todo un parto, The Hangover no inspira The Hangover Part II sino que la reprime, le marca el camino para que pase por los mismos lugares, ahora con los zapatos gastados y los actores cansados. Todo está peor de lo que podría haber estado (salvo el mono, el personaje construido con mayor enjundia), fuera de ritmo: como Mike Tyson destrozando el grasoso éxito de los ochenta “One Night in Bangkok”. Las carencias rítmicas y el nulo carisma de Tyson para cantar condensan y ejemplifican de forma plúmbea los problemas de esta película hastiada de sí misma. Habrá que seguir intentando y seguir yendo al cine, aunque ya no en las queridas dos salas del Atlas Santa Fe, que cerraron y dejaron sin cines a la zona de Callao y Santa Fe (en donde hace poco más de una década funcionaban siete salas concentradas en cuatro cuadras). Por último, les dejo la recomendación de una película argentina que vi el año pasado: Lo que más quiero de Delfina Castagnino, que se exhibe en junio en el Malba los viernes a las 20:00 y los sábados a las 19:00. Una pequeña y sentida película sobre la amistad y duelos amorosos y filiales, hecha con gracia, convicción y emoción, elementos ausentes de los estrenos antes comentados. Un detalle: en Lo que más quiero un empleado que se queda sin trabajo se niega a recibir su indemnización, y este ha sido uno de los motivos –a partir de lo que yo denominaría una peculiar exigencia de “realismo sindical”–, por los cuales algunos críticos se han enfurecido con la película.