Renovación y cambio (con coda sobre el INCAA) Vuelvo a ser enfático: hay que ver El estudiante, de Santiago Mitre. ¿Usted le tiene miedo al cine argentino? ¿Teme aburrirse? ¿Tiene miedo de la abulia de los personajes? ¿De los guiones a medio cocer y mal cosidos? ¿Le tiene miedo al cine argentino independiente? ¿Cree que las carencias de presupuesto generan necesariamente películas pobres? No tenga miedos, no tenga dudas: El estudiante es una película pletórica de ideas, entretenida, aguda, inteligente, con gran ritmo. Una película rica hecha con mucha menos plata que Mi primera boda, una película pobre. Repito: hay que ver El estudiante. El estudiante es la historia de Roque, un joven que llega a la Universidad de Buenos Aires y comienza a militar en política. Los detalles no se los cuento, pero hay atracciones, romances, peleas por el poder, traiciones, seducciones, trampas. Hay algo de Buenos muchachos, de Scorsese: alguien tiene talento, poder de seducción, habilidad, ambición para escalar los peldaños de una organización. A Mitre le gusta el cine de Jacques Audiard, director francés con buenas dosis de Scorsese. A Scorsese, seguramente, le guste El estudiante. Tal vez Scorsese la vea en el festival de Nueva York, porque su documental sobre George Harrison está en la misma sección que El estudiante. El New York Film Festival es un festival selectivo, de pocas películas, en general de nombres consagrados más algunas novedades rutilantes. El estudiante, un verdadero thriller político, con un final extraordinario, con diálogos brillantes, es una de las novedades más relevantes del cine mundial en 2011. De eso se dieron cuenta también, entre otros, los festivales de Locarno y Toronto. Mientras, tanto, en Argentina… El estudiante se estrena esta semana. De esta manera, según dice el mail de prensa: 2 salas (TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, SALA LUGONES). Funciones Lugones: desde el jueves 1°al lunes 5/9 a las 14:30, 17, 19:30 y 22h, y resto del mes viernes, sábados y domingos a las 22h. Funciones MALBA CINE (Av. Figueroa Alcorta 3415): jueves 22h durante todo el mes. Ah, Usted pensará: es un estreno minoritario, exclusivo para seguidores acérrimos del cine independiente argentino. No, repito, es una película fascinante, atrapante, con atractivos potenciales para públicos más amplios (incluso para muchos que no fueron jamás ni al Malba Cine ni a la Lugones). Pero se estrena así, de forma limitada, casi sigilosa. ¿El INCAA no tiene posibilidades legales, técnicas y reglamentarias para apoyar e impulsar esta película generando copias en 35mm para que llegue a más salas, a más gente, a más lugares del país? Bueno, pues debería tener esas posibilidades. Debería orientar sus políticas para tener herramientas para poder reconocer y amplificar aquellas películas que –aunque no hayan pasado por sus sistemas de subsidios– son insoslayables. En lugar de esto, el INCAA lanza una tosca resolución para cobrar aranceles a las películas extranjeras. Parece que luego de ¡publicarlo en el Boletín Oficial! alguien les hizo notar que era un poco disparatado y que atentaba contra la diversidad cultural cobrarle un arancel de 300 entradas a una película extranjera estrenada con una sola copia (“Películas extranjeras hasta inclusive la exhibición en 40 pantallas: un valor equivalente a 300 entradas de cine por el total de las pantallas utilizadas.”). Ahora se dice que eximirán del arancel a estrenos pequeños: ya veremos qué es pequeño, porque cobrarle arancel a un estreno que sale con 30 copias no es alentar la diversidad sino atentar contra ella. Hace muchos años que advierto, por ejemplo acá sobre la concentración del mercado cinematográfico. Ese artículo, del año 2006, habla sobre un mercado distinto al de 2011 (me parece que hoy en día un estreno de 80 copias ya no es demasiado grande, y que la concentración se juega por distintos canales), y propone diversos ángulos para abordar ciertas realidades del cine, que hoy ya son otras. Lo mejor que puedo decir de la Resolución Nº 2114/2011 de los aranceles a películas extranjeras es que generó discusiones e instaló el tema. Pero instalar el tema y generar discusiones deberían ser pasos previos a redactar y publicar medidas desprolijas y de muy dudosa efectividad.
Me gusta el cine No solo veo películas en las privadas o el día del estreno para escribir aquí o en otros medios. Muchas veces veo películas varios días después de su lanzamiento, ya sea por recomendaciones, curiosidad, ganas de no perderme nada relevante o, simplemente, porque me gusta ir al cine. En este sitio tengo libertad de escribir sobre lo que me dé la gana, incluso he escrito algunas columnas que no eran sobre cine. Hoy comento dos películas que no se estrenaron esta semana, alguna incluso que queda en pocos cines. Las dos son del mismo género. Las dos son remakes. Y recomiendo las dos. Se trata de No le temas a la oscuridad, remake de un telefilm de los setenta y Noche de miedo, remake de la película de los ochenta conocida en la Argentina como La hora del espanto. No vi No le temas a la oscuridad en su versión de telefilm de los setenta. Y no recuerdo casi nada de La hora del espanto, salvo que la vi dos veces en el cine, la segunda en el Electric en doble programa junto a Karate Kid (creo que la 2). En los ochenta fui mucho al cine: a partir de 1982 empecé a ir solo. Claro, no siempre fui solo, pero si a los nueve años uno decide que puede ir solo (y lo dejan) se está mucho menos condicionado y se puede ir más. Y siempre tuve predilección por el cine de los setenta en VHS y en DVD. Sí, este texto contiene autobiografía: toda crítica de cine lo es en mayor o menor medida, de forma más o menos explícita. En primera o en tercera persona, al hacer crítica estamos escribiendo fragmentos, más o menos oblicuos, de nuestra relación personal con el cine. No soy especialmente nostálgico, pero las nuevas versiones de No le temas a la oscuridad y Noche de miedo me hicieron añorar esas películas de los setenta y los ochenta que eran relatos de género orgullosos de serlo. Y que no prepoteaban narrativamente, es decir, que podían presentar el tema, los conflictos, avanzar y llegar a la resolución sin amontonar clímax y querer refundar (más bien refundir) a golpes bombásticos la idea de entretenimiento. Tanto No le temas a la oscuridad como Noche de miedo son modestas, centradas, nobles. La primera es un relato sobre miedos infantiles en caserón en Nueva Inglaterra, y los miedos se fundan en una amenaza muy material, concreta: es una película angustiante, que transmite un miedo intenso, que proviene de terrores profundos, de lo reprimido (la lectura freudiana está bastante a la vista). La segunda es un relato de vampiros que transcurre en un suburbio de Las Vegas, o sea en un artificio habitacional en función de una ciudad injertada en el desierto; el miedo que trasmite es más bien seco, con un dejo irónico –a eso ayuda un actor con gran capacidad sardónica como Colin Farrell– pero no por eso menos efectivo. Las dos son de esas películas que nos recuerdan porqué nos gusta el cine, o al menos me lo recuerdan a mí: por esa capacidad de contar historias, muchas historias, por comprometernos con esos personajes que conocemos hace pocos minutos. Y por saber que existen más películas que podremos ver. Eso, No le temas a la oscuridad y Noche de miedo son películas que no intentan agotar el cine ni abrumar al espectador, que parecen estar felices de que existan otras como ellas, de su mismo género y también de otros. Brindo por esa felicidad.
No, por favor Hubo un tiempo tenebroso, allá por fines de los ochenta y principios de los noventa. No pocas voces y plumas solían defender al cine argentino –aún cuando buena parte era indefendible– desde el siguiente razonamiento: “costó mucho hacerlo, no se puede atacar” o “vaya a ver la película arrrgentina, el director hipotecó su casa”. Pocos se animaban a criticar criteriosamente las películas nacionales, a dialogar en serio con el cine local. Con el correr de los años, hubo una renovación en la crítica, una bienvenida y beneficiosa liberación del lastre de “costó hacerlo, es nuestro, hay que defenderlo”. Ya deben haber escuchado o leído sobre Valeria Bertuccelli y sus palabras en Sábado Bus. Si no se enteraron pueden encontrarlo en muchos lugares, por ejemplo acá. No me interesa discutir si Bertuccelli estaba borracha, si está bien o mal emborracharse en la televisión, si en el programa se discutió tal o cual cosa, si la invitaron para que hable del próximo estreno de Viudas, si el tráiler vino antes o después, si su reacción es o no comprensible. Me interesa hacer foco en lo que se deriva de la actitud y las palabras de Bertuccelli en Sábado Bus, y de lo que manifestó en un programa llamado am el lunes (por acá pueden ver). Me interesa hacer notar la descalificación de Cowboys y Aliens que hizo el sábado, y también el lunes (aunque en el fragmento de am del link precedente no está el momento en que sigue descalificando al cine de Hollywood). Me interesa resaltar ese desprecio hacia una película (sea Cowboys y Aliens u otra del estilo) meramente por ser un tanque de Hollywood. Me interesa oponerme a esa actitud de decir, sin ver la película, que es “un tanque de lo mismo que ya vimos 100 veces”. Me interesa oponerme a esa idea irreflexiva, maniquea, de que las grandes producciones hollywoodenses son maaalas, en este caso acompañada de esa otra que dice que el cine argentino cuesta mucho hacerlo y es bueeeno. No sé si Bertuccelli vio finalmente Cowboys y Aliens, de Jon Favreau, el director de Iron Man (el lunes, dos días después de agredir la película, dijo que no la había visto). Por mi parte, vi Viudas, de Marcos Carnevale, el director de Almejas y mejillones, Elsa & Fred y Anita. Viudas es una de esas películas argentinas que intentan imitar un modelo de producto a la americana, con un punto de partida de guión con “concepto” fuerte (dos viudas del mismo hombre: esposa y amante del difunto se conocen en el lecho de muerte), comic relief (la mucama), énfasis en algún personaje secundario atractivo (el de Rita Cortese) y mucha música. Con trazos que apuntan a la comedia y al melodrama sin terminar de decantarse por ninguno de esos géneros ni por hacer un híbrido decidido, Viudas ofrece el inveterado oficio de Graciela Borges y Rita Cortese y poco, poquísimo más, como si a partir del concepto fuerte y algunos adornos pudiera sostenerse una película. Entre otras cosas, el cine de Hollywood –que, mal que les pese a muchos, suele salir bien con una regularidad mayor a la del “cine argentino con ambiciones comerciales” – enseña que solamente con el concepto no se avanza demasiado; que hay que dotar a los personajes de la película de complejidad, de diversos tonos; que hay que delinear situaciones en apariencia laterales pero bien orientadas a sostener el interés mientras se profundiza la línea narrativa principal; en suma, que hay que seducir al espectador con algo más que un esqueleto de un relato. En Viudas no hay una narrativa fluida, compacta y cohesionada sino una mera sucesión de escenas que ilustran un devenir lineal, obvio, reiterativo, plúmbeo, con algunos personajes que deberían ser vistos como desastrosos ya desde el guión (¡el chino!), y con estiramientos varios para relatar lo que se ve venir con antelación. Pasa lo mismo que en Un cuento chino (que es mucho más atractiva que Viudas): se descansa en el concepto fuerte y en los actores, pero con eso no se suple el trabajo de elaboración previo al rodaje, de la maceración de las ideas, y así las películas se parecen finalmente más a un borrador que una obra terminada, pulida. No, por favor, no volvamos al discurso de que al cine argentino hay que defenderlo porque es argentino y cuesta mucho, y que la hipoteca y que la industria y la mar en coche. Ya lo dijo Borges (Jorge Luis) en 1937: “Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración nacional, me parece un absurdo.” Agrego que además suele ser contraproducente: cuando se dice que todo es bueno hasta el público más crédulo desconfía. Bertuccelli, por otra parte, tuvo mala suerte: justo los dos tanques hollywoodenses que se estrenaron ayer, el mismo día que Viudas, son especialmente buenos, sólidos, interesantes, tanto El planeta de los simios: Revolución como Cowboys vs Aliens, el objeto central de su descalificación.
Inocencia ininterrumpida Mayormente maltratada por la crítica aquí, allá y en todas partes, Larry Crowne –la segunda película de Tom Hanks como director– es una apuesta radical de refundación simbólica de una sociedad. Presentada como una comedia romántica, habla de la actualidad de Estados Unidos desde un grado de artificio tan grande que nos transporta al cine clásico y nos propone ser espectadores vaciados de cinismo. A no confundirse: Larry Crowne es cualquier cosa menos tonta. Es una película absolutamente consciente de su construcción. Hanks, como todo cineasta, recorta, elige. Así, un personaje busca pornografía en internet, y cuando vemos las imágenes en la computadora se trata de chicas en malla, algo casi más difícil de encontrar en la red que material realmente pornográfico. En Larry Crowne se nos informa que ese personaje consume pornografía, pero se nos muestran unas fotos inocentes. No es un error, es una elección estética, un planteo de coordenadas. Así como en el cine clásico de Hollywood los encuentros sexuales se narraban mediante estrictas codificaciones (elipsis desde el fuego, desde trenes entrando a un túnel, desde paisajes vistos desde una ventana), Hanks elige hacer una película con espíritu inocente, y hacerlo visible. Uno de sus nada escasos méritos como realizador es integrar la inocencia y el artificio en un relato consistente. ¿Quién es Larry Crowne? Es un John Doe (Juan Nadie). Es el americano promedio del cine del New Deal en su vertiente optimista, alguien de buen corazón, tenaz, trabajador, que confía y cree en su sociedad, en el sueño de su sociedad y en el suyo como individuo. A Larry (obvia y justamente interpretado por Hanks) lo echan del trabajo, de unas mega tiendas llamada U-Mart. Larry deberá cambiar de vida: irá a la universidad comunitaria, y allí está como profesora Mercy (Mercedes, interpretada por Julia Roberts). Con ese punto de partida, Hanks arma una película de gran ritmo y de singular solidez. El mundo de Larry Crowne es un mundo sin villanos: el más malo es el novio de Mercy, el buscador de porno, que miente un poco y es grosero; los ejecutivos que lo echan a Larry son apenas un poco patéticos y un poco cínicos. Larry Crowne refunda su vida, y en esa refundación está la propuesta de la refundación de Estados Unidos. Larry se anota en un curso de economía y en otro de oratoria: está clara la propuesta, hay que volver a producir y hay que volver a preocuparse por las formas de expresión. Detrás de una comedia romántica de apariencia liviana y de forma perfecta, fluida, segura, está la propuesta de un cineasta con una mirada clara: hay que reaprender a hablar para seducir, hay que volver al cine clásico, la forma perfecta de narración estadounidense. Hay que volver a contar la historia del sueño americano. Sí, por supuesto, ya no queda inocencia ahí afuera. Pero dentro del cine, Hanks nos dice que sí, que la mujer de la que se enamora Larry se llama Mercy (compasión) y que cuando sonríe cambia el mundo, que el sueño americano queda atrás en el suburbio, en una eterna venta de garaje (extraordinario plano del espejo retrovisor), pero que puede recomenzar. Y nos dice, además, que una banda de motoqueros puede buscar su destino a partir del diseño y el feng shui, con educación y buenos modales. No quedan tantas películas así de anómalas, así de felices, así de clásicas, así de esperanzadas, así de inocentes. Si el cinismo no los ha vencido por completo, no se la pierdan.
¡Al cine, al cine! No hablemos de las mejores películas, de las más excelsas (aunque varias de las que se mencionarán en el próximo párrafo lo son) sino de películas en las que a uno le gustaría vivir, películas-mundo. Películas que comprometen sentidos, razón y emoción, películas mullidas, películas para repetir, películas placenteras, muchas veces desafiantes e insolentes, películas que admiramos pero que por sobre todo amamos. En estricto orden de aparición y sin segundos pensamientos, van nueve de esas películas en las que me gustaría vivir al menos un rato (bueno, eso es lo que hago vicariamente cada vez que las reveo): Hechizo del tiempo (Ramis), Palombella rossa (Moretti), Adventureland (Mottola), Pacto de justicia (Costner), Los puentes de Madison (Eastwood), La comedia de Dios (Monteiro), Laberinto (Henson), El amor en fuga (Truffaut), Texasville (Bogdanovich). Vamos a completar la decena de este listado al paso, cambiante, con Super 8 de J.J. Abrams. Super 8 tiene como coordenadas dinámicas a Los Goonies (Donner), Cuenta conmigo (Reiner), Cielo de octubre (Johnston), algo de Spielberg (E.T. y Encuentros cercanos del tercer tipo) y algo de Dante (Los exploradores, Matinee). Y sí, claro, Super 8 tiene mucho de la admirable capacidad de construcción de personajes que J.J. Abrams ya había demostrado en su Star Trek de 2009, de su fluidez para narrar, de su inmediata y sólida construcción de empatía. Por supuesto, también están esas luces, esos destellos en la lente (lens flare), lindos chispazos azules que cruzan por la imagen a cada rato: como si la cámara dirigida por Abrams también pudiera captar una magia enteramente visual, efímera y refulgente. ¿Qué es Super 8, además de uno de los grandes estrenos de 2011? Un relato que transcurre en un pueblo chico en 1979, sobre un grupo de chicos (sí, hay un chico y una chica) que hacen películas de zombies en super 8 y en un verano, ese verano definitorio (como para Bryan Adams era el “Summer of ‘69”), viven la gran aventura de sus vidas. ¿Es la gran aventura la que tiene que ver con la acción visualmente más espectacular, la que comienza con el tren? ¿O la gran aventura es la de crecer, la del amor, la amistad, el dolor, la búsqueda de la felicidad y la recomposición de los lazos que se habían dañado? Las grandes películas son aquellas que suelen hablar de estos y tantos otros temazos mientras nos distraen (o sea, nos divierten porque estamos interesados) con movimiento –seducción cinética– presentado con buenos “valores de producción” que nos llevan contentos, casi sin que nos demos cuenta, a que “nos importe el destino de los protagonistas”. Las comillas de la oración anterior se relacionan con diálogos de los chicos en la película, mediante los cuales Super 8 reflexiona sobre el cine y sobre el saber de esos chicos estadounidenses cinéfilos, los cinéfilos de una generación posterior a la de Spielberg-Lucas-Coppola-Milius-Scorsese-De Palma. Claro, la generación del propio Abrams (nacido en 1966), que cuenta una historia sobre adolescentes situada en la época en la que él era un adolescente. Y la cuenta con la pasión, el brío y el entusiasmo de quien sabe que con el pasado es mucho mejor construir un presente inolvidable que un muestrario de nostalgias. Abrams sabe que este presente inolvidable será, en el futuro, otro pasado, otro material de base para hacer otro presente inolvidable, o sea, otra película absolutamente imperdible como Super 8.
Disfraces Abbas Kiarostami lo hizo otra vez. Pocos cineastas pueden preguntarse con esta frecuencia por el estatuto del cine y de la realidad –con siempre renovadas ansias de refundar su carrera, para seguir siendo fiel a sí mismo– y, a la vez, brindar una película tan disfrutable como rica y engañosa. Ladino. Según el Diccionario de la Real Academia Española: “se decía de quien habla con facilidad alguna o algunas lenguas además de la propia” (tercera acepción de esta palabra). Sí, claro, al ser iraní Kiarostami habla persa o farsi, pero lo importante aquí es tener en cuenta que Kiarostami ha sido uno de los formadores de la lengua, de la manera de expresarse, del cine iraní moderno. Sus largometrajes del siglo XX, desde el imprescindible y futbolero The Traveler (1974) hasta El viento nos llevará (1999) ofrecen en un cuarto de siglo una filmografía tan consistente como influyente. (Paréntesis: si no vieron Y la vida continúa, de 1992, y Close-Up, de 1990, hagánlo, son dos películas fundamentales). El ladino Kiarostami no solo habla farsi y la lengua del cine iraní, también ha hablado en experimental (Five, 2003), en digital, ha ido a África, ha hecho películas-puente entre Asia y Europa como Shirin (2008) o su colaboración con Ken Loach y Ermanno Olmi en Tickets (2005), para ahora hacer una película europea como Copia certificada. ¿Europea? Bueno, Kiarostami habla el lenguaje del cine europeo, con claras referencias a Viaje en Italia (1954) de Roberto Rosseliini. Y esta película-paseo-conversación-tensión de ¿pareja? también remite a los dos Linklaters “europeos”: Antes del amanecer (1995) y Antes del atardecer (2004). Copia certificada es una película en la que la francesa Juliette Binoche y el inglés William Shimell juegan a que son especialistas en arte (una vendedora, un escritor) que pasean un día por Italia, por unos pueblos de la Toscana. ¿Cuál es la relación entre estas dos personas? No conviene adelantar ese tipo de información, y de hecho la película no concluye interpretativamente. El relato, los personajes, el estatuto de la realidad de la pareja, de la ficción dentro de la ficción, se van modificando con el correr de los minutos y no terminan en ninguna cristalización segura. Kiarostami juega al cine, hace que habla la lengua del cine europeo y sigue hablando de los temas que le interesan (entre otros la figura del impostor, de la impostura, como en Close-Up). De paso, Kiarostami les recuerda a no pocos entumecidos cineastas europeos actuales que el mejor cine del continente estaba lejos de la linealidad, que podía disfrazarse y que podía, siempre a partir de la reflexión vivificante, ser inteligente. Copia certificada es una película de disfraces, de lo que ocultan y de lo que suman las copias en relación con el original, del ir y venir entre idiomas, de desplazamientos entre las artes (Shimell actúa de escritor y es cantante lírico), una de esas películas que al terminar nos dejan con muchas preguntas y nos hacen volver a verla, desde el principio, depositando nuestra atención en detalles que cambian de significado. Y como medio para todo esto, Kiarostami entrega una película de especial consistencia para pensar la pareja, la maternidad, las indiferencias y esos momentos en que todo parece poder salvarse y derrumbarse a la vez. Que Juliette Binoche sea una de las mujeres más eróticamente fotogénicas de la historia del cine es pura yapa.
I. Steve Carell maneja muy bien los pasos de comedia, que incluyen pasar de su cara de pavo impávido a su metamorfosis canchera, mientras mantiene rasgos humanos, hasta atractivos. Julianne Moore ilumina de rojo todo lo que toca, y Marisa Tomei ya saben. El personaje de Kevin Bacon está notoriamente estirado porque es Bacon y no se le puede negar que es simpático. Ryan Gosling y Emma Stone son, por separado, lo mejor de la película, los que juegan mejor los tonos excéntricos de Ficarra y Requa. Juntos, con verdadera química, son aún mejores. Y la sonrisa de Emma Stone debería estar asegurada como patrimonio cinematográfico de la humanidad. Sí, un primer párrafo sobre actores. Es que esta es una película de actores, de esas con muchos (demasiados) personajes, con grandes momentos para que se luzcan, con cambios emocionales, explosiones, etcétera. II. Parte comedia de rematrimonio, parte comedia romántica juvenil, parte enamoramiento adolescente, parte buddy movie sobre dos amigos desparejos. Y partes y partes. A veces bien ensambladas, otras no tanto. De todas formas, con I Love You Phillip Morris Ficarra y Requa habían sacado gran provecho de yuxtaponer formatos, tonos, hasta géneros. El problema con Loco y estúpido amor es que, a diferencia de Phillip Morris, busca desesperadamente una unidad. Tanto la busca que tensa las líneas narrativas hasta desencadenar en una de esas secuencias culminantes que terminan definiendo la película. Más o menos a los 90 minutos, la secuencia en cuestión reclama para sí el lugar central. Epicentro cómico-dramático del asunto, busca lucirse pero termina debilitando el relato, su credibilidad, nuestra buena predisposición. Para lograr algo más de supuesta efectividad, se decide que en esa secuencia los personajes fuercen un poco su personalidad (secuencia pasional, nadie piensa nada) y, mucho más grave, se revela algo que los protagonistas desconocen. Lo peor es que el espectador también, y para que el espectador lo desconozca la película tiene que ocultar (esto lo vemos retrospectivamente) un dato de primer orden al divino botón y de forma artificial. El supuesto beneficio de la sorpresa es menor al que habría generado jugarse por el suspenso (nosotros sabemos, los personajes no). La secuencia-epicentro con sorpresa marca un claro punto culminante, todo se une, y a partir de ahí la película se nota estirada: todo lo que podía resolverse allí mismo se ordena con fruición didáctica, y entonces aparecen los momentos más sentenciosos y lineales de esta comedia que, sí, podría haber sido mucho mejor de haber mantenido el ingenio cómico de las primeras secuencias sin rendirse a la gran tentación de la “secuencia memorable” y sus derivaciones. Javier Porta Fouz
Dos decepciones dos La expectativa por el primer largometraje que John Carpenter hace desde 2001 era enorme. Y si bien Atrapada es una película bien narrada y hay temas habituales del director como el grupo en peligro en un lugar delimitado o la heroína fuerte, o detalles de estilo como esos hermosos travellings hacia atrás por pasillos, Atrapada parece hecha por un mero imitador de Carpenter: sin brío, sin grandeza, sin esa hermosa convicción genérica clase B de tantas de sus películas (Fantasmas de Marte, la última que había hecho, en todo un modelo de grandeza clase B, un inolvidable space western), y es un tanto penoso ver cuánto descansa Carpenter en golpes de efecto para generar miedos efímeros. Atrapada, historia de una chica internada en un psiquiátrico, basa su funcionamiento en premisas de un guión (un guión no escrito por Carpenter) de poco aliento cinematográfico. Y no sólo por el argumento, medianamente banal, sino sobre todo por los diálogos. Si Carpenter fue siempre un gran continuador de Howard Hawks fue también porque supo escribir (o elegir) guiones con diálogos filosos, secos, reverberantes. En Atrapada los diálogos son meramente funcionales, algunos incluso irritantemente “sembradores de lo que se va a revelar después”, medio revoleados. Quizás debería decir algo más sobre la película, y de hecho hasta podría recomendarla levemente, pero permítanme detenerme acá e ir a tirar los restos de mi globo pinchado mientras decido si me animo a ver la de Harry Potter.
Dos decepciones dos Las expectativas y la ansiedad por la de Romero no eran tantas. Al fin y al cabo su anterior zombie-film, Diario de los muertos, se había estrenado en 2008 en Argentina. Con esa película, Romero buscaba aderezar a sus muertitos con cine dentro del cine, cámaras digitales, autorreferencias y unas cuantas buenas ideas. En La reencarnación de los muertos (2009) mete un poco de internet y avanza con la idea de encadenar esta película con la otra (y dos más a futuro) mediante el sistema de spin-off, es decir, a partir de un personaje secundario o absolutamente lateral de una película hace salir otra. Ese personaje en La reencarnación es un militar que aparecía mínimamente en El diario. En este caso, el sistema prueba ser una mera pavada, porque el militar en cuestión se integra pésimamente en la que parece ser la historia principal de dos familias enfrentadas en una isla de la costa de Delaware, enfrentadas también en sus ideas acerca de qué hacer con los zombies. Y eso de la integración pésima, bueno, es el gran defecto de la película: nunca se sabe bien por dónde está avanzando, cuál es la historia o los protagonistas, cuál es el peso de cada personaje. Sí, claro, puede ser divertido ver destrozar zombies de formas ocurrentes, pero a esta altura no me alcanza. La reencarnación de los muertos tiene demasiados tropiezos narrativos, falta de solidez, fragmentación, que en este caso es apenas otro nombre de la debilidad estructural, que debilita el sentido. La mejor película de zombies de la última década sigue siendo El amanecer de los muertos (2004) de Zack Snyder, remake de la película de Romero de 1978.
Recoleta, Zapala, Montevideo Y también quiero recomendarles un estreno de la sala Lugones, la película uruguaya La vida útil, de Federico Veiroj: Montevideo. Blanco y negro. Actuada por un crítico de cine (Jorge Jelinek, una revelación, y ganador del premio al mejor actor en el pasado Bafici). Una historia de vida de alguien que trabaja en la Cinemateca Uruguaya, basada en ambientes reales y en conversaciones realistas, la película se plantea, o le plantea al entrañable protagonista, un escenario de fin, de crisis: qué hacer cuando se pierde el cómodo mundo –bastante encerrado– al que se pertenecía. Hay que salir, y ese salir implica la aventura, lo desconocido, que puede ser todo un desafío para aquellos que suelen optar constantemente por las experiencias vicarias del cine. La vida útil posee un espíritu clásico y un cerebro moderno, aunque jamás ostentoso, fútil o autocomplaciente: en 67 minutos se cuentan rutinas y emociones con gracia y concisión, y con esa belleza de gris melancolía que pocas ciudades ofrecen en mayores dosis que Montevideo.