Toda franquicia cinematográfica que se precie debe mantener en alto el interés de sus fieles seguidores, incorporar nuevos, e ir sumando a las recientes generaciones para que el negocio se mantenga en pie. El estudio Disney, propietario de la saga Star Wars creada por George Lucas, conoce muy bien el tema y sabe como acrecentar los dividendos a través de precuelas, continuaciones y desprendimientos. Han Solo es un spin off, una historia adyacente de La guerra de las galaxias (1977), que se centra en el famoso contrabandista que personificaba Harrison Ford en el inicio de una epopeya que acaba de cumplir cuarenta años en las pantallas. No fueron pocos los contratiempos que tuvo la producción. Primero fue el desplazamiento de los directores originales Phil Lord y Christopher Miller, tres semanas antes de la finalización del rodaje y con casi tres cuartas partes de las tomas, debido al tono utilizado. El reemplazante fue Ron Howard quien refilmó el 80% de las escenas. A esto se sumó la contratación de un coach actoral para el protagonista Alden Ehrenreich, ya que los realizadores no estaban satisfechos con su perfomance. Centrado en la juventud del aviador, la trama develará el surgimiento de su pasión por las aeronaves, el origen del nombre “Solo”, la obtención del Halcón Milenario y las circunstancias en que conoció a Chewbacca, su compinche inseparable. La acción se inicia en su terruño, el planeta Corellia, que tiene la estructura de estado socialista totalitario que caracterizaba a los enemigos en las películas de James Bond. Luego de un trepidante recorrido en auto por un paisaje industrial decadente junto a su novia Qi’ra (Emilia Clark), desembocan en una terminal con claras reminiscencias a las centrales de transporte de la isla de Manhattan, para poder huir. Él lo logra uniéndose a las tropas imperiales, en cambio ella no. Más tarde desertará para formar una alianza con el cazarrecompensas Beckett (Woody Harrelson), el hombre de las mil caras que se vende al mejor postor. Su plan es reunir fondos para comprar una nave y así poder rescatar a su amada. Pero no todo sale según lo planeado ya que el destino lo pone al servicio de Dryden Vos (Paul Bettany), el villano de turno aunque no tan malo. En una fiesta organizada por el gangster galáctico se reencuentra con Qi’ra, ahora convertida en su lugarteniente, que nunca aclarará los misteriosos pormenores de su escape de Corellia. Ron Howard le imprime un toque de aventura al estilo de Indiana Jones y evita reiterar los duelos interminables con rebotes y caídas de los combatientes que se repiten hasta el hartazgo en el universo Marvel. En materia de acción se destacan las persecuciones y dejan en un segundo plano las peleas. El abordaje del tren que transporta el coaxium, un combustible muy codiciado, contiene todos los ingredientes del cine de entretenimiento. Gira y se retuerce por precipicios, mientras la banda capitaneada por Beckett ensaya posturas circenses al esquivar las balas y adaptarse a los vaivenes del convoy. Lo mismo sucede cuando Han Solo, al comando de su nave, evita un agujero negro viviente. Los paisajes son más terrenales con predominio de montañas nevadas y extensas playas bordeando mares, más distantes de aquellas imágenes desérticas de los trogloditas de Matmata, en Túnez, que se apreciaban en la primera entrega. “You are the good guy” (Tu eres el chico bueno) le susurra Qi’ra a Han cerca de sus oídos. Nadie le cree cuando este contrabandista egocéntrico y arrogante, libre e independiente con predisposición a meterse en problemas, dice ser todo lo contrario con una sonrisa seductora. Genera empatía con su buen humor hasta en los momentos más comprometidos logrando una identificación total con el público. Rivaliza en simpatía con el protagonista, Lando Calrissian (se rumorea un próximo spin off) a cargo del actor y cantante rapero Donald Glover, un extrovertido timador y empresario que arriesga todo con sus apuestas. Un film afable que mantiene intacto el espíritu de los setenta, en el que se entrecruzan droides y seres de carne y hueso en nuevas hazañas para el regocijo de sus fans.
El director William Oldroyd debuta en el cine al igual que la guionista Alice Birch, ambos con gran experiencia en el ámbito teatral. Se basan libremente en la novela Lady Macbeth de Mtsensk (1865) de Nikolai Leskov, que fuera publicada en su momento en la revista Epoch de los hermanos Dostoyevsky, y que setenta años más tarde Dmitri Shostakovich la convirtiese en una de las páginas más bellas y controvertidas de la lírica mundial. La acción se traslada de la Rusia rural a la campiña inglesa en el mismo período en que se escribió el relato. Katherine, la protagonista, habita en una austera y vacía mansión junto a su reciente marido y su suegro, latifundistas avaros y calculadores. Fue comprada junto a un pedazo de tierra. Se encuentra sola, abandonada y encerrada en medio de un páramo, tratada como un mueble más o un objeto sin ningún cometido. Su función es dejarse atender (vestirla, desvestirla, servirle los alimentos en el comedor). Su esposo, un ser atormentado y disfuncional, la somete a una serie de desprecios y humillaciones. De a poco la antiheroína se irá rebelando, mostrará la hilacha, dejará de ser una mosquita muerta para mostrar su costado de “femme fatale”. La prolongada ausencia de su cónyuge le permitirá dejar de ser una víctima para convertirse en victimaria y apartar de su camino a todos aquellos hombres que impidan su liberación. Es ahí cuando aparece su costado perverso, egoísta y siniestro a través de una personalidad obstinada, provocadora, con tendencias psicópatas sin ningún tipo de remordimientos. Para ello se sirve de Sebastián, su amante, un peón de establo sexy y fuerte pero que no muestra nada fuera de su externa masculinidad. Presenta los mismos dilemas morales que Lord Macbeth en la obra de Shakespeare, es un concepto, un catalizador, un instrumento del cual se sirve Katherine para lograr sus objetivos. Otra mártir de su despotismo será la criada Anna, testigo de su aburrimiento y frustración en un comienzo, para más tarde azorada ante los hechos que observa, registrar todo sin palabras, solo con sus ojos y su presencia. La simetría en imágenes fijas de las tomas interiores contrasta con la cámara en mano y los planos generales de los prados y el mar. La opresión de la casa representada en esos corsés y fajas que la aprisionan, frente al cabello suelto y la ausencia de formalidades cuando se encuentra en espacios abiertos. La cinematografía evoca los silencios estáticos de los cuadros domésticos de Vermeer, la luz inquietante y opaca del pintor danés Hammershoi y los retratos del artista inglés Joshua Reynolds. Una característica del film es la sucesión de tomas cortas, el director recurre a la repetición de escenas, primero como medio para mostrar la monotonía en la vida de Katherine, y luego para marcar los cambios profundos y decisivos que introduce en su vida diaria. El desequilibrio de las clases sociales está marcado por el color de la piel: tez blanca para elle y su familia política como signo de poder y dominación; negra para la criada y el hijo bastardo del marido; intermedia con tendencia oscura la del amante. Otro elemento inquietante es la presencia de un gato que se desplaza con comodidad y libertad por todos los ámbitos. Goza de una mayor autonomía que la patrona, es la invasión de lo exterior, lo salvaje (come tranquilo los restos sobre un plato sobre la mesa de la cocina como apertura de un tramo de intensidad sexual), lo imprevisto que pulveriza movimientos reglados y circunspectos ( cruce en la parte inferior del cuadro delante del féretro del suegro en el registro fotográfico). Katherine triunfa sobre sus predecesoras. No muestra el costado femenino, la debilidad que derrumba al personaje de Shakespeare, ni tampoco obtiene un castigo penal por sus actos como la de Leskov. En la de Oldroyd, está presente el ansia de libertad prohibida más que la obtención del poder, despojarse del patriarcado que la rodea para lograr su independencia, su emancipación. Una extraordinaria realización que explora la progresiva rebeldía de la protagonista, desmontando los mecanismos narrativos de la tragedia, al situarse en los tonos del drama esquivando sus convenciones.
Así como en Navidad confluyen en las pantallas películas que resaltan los valores familiares y el perdón por un lado y una fiebre consumista por el otro, en Semana Santa coinciden temáticas cristianas que evocan la pasión de Cristo o diferentes hagiografías como la reciente María Magdalena (Garth Davis – 2018). Las películas religiosas están sujetas a numerosos peligros: pecar del didactismo que las acerca al peor de los manuales escolares; excederse en rayos solares que caen directo sobre la cabeza de los protagonistas para indicar un toque de santidad o del Espíritu Santo; exacerbar el sentimentalismo manipulando y condicionando al público. El director Andrew Haytt que registra dos bodrios de terror( The Frozen y The Last Light) y un aceptable drama histórico (Full of Grace) como antecedentes, si bien no puede apartarse de esas tres amenazas tentadoras, las atenúa y logra un respetuoso aprobado. El punto de partida es interesante: bajo el imperio de Nerón, relata los encuentros poco conocidos entre el apóstol Pablo, preso en la cárcel Mamertina de Roma, y el joven médico Lucas. El emperador aparece fuera de campo a través de las menciones y de imágenes difusas de la ciudad incendiada. En las numerosas reuniones, el evangelista evocará sus memorias y expresará sus pareceres, que luego formarán parte del quinto libro del Nuevo Testamento denominado “Hecho de los Apóstoles”. De la historia central se desprenden dos subtramas. Una de ellas se refiere a la hija enferma del custodio de la prisión, el prefecto Mauritius, y la otra al rebelde Cassius que habita en la comunidad cristiana. Haytt recurre a un estilo de narración clásica como en las típicas epopeyas de la década del cincuenta, pero a diferencia de éstas se centra más en la palabra que en las acciones. Las imágenes van y vienen entre el presidio y la casa de los discípulos que acogen a Lucas. Entre ellas se destacan las que tienen como marco el fuerte Ricasoli de Malta, para escenificar el patio exterior del Tullianum donde está confinado Pablo, y para el patíbulo donde será decapitado. Los coloquios del apóstol con Mauritius y Lucas son lo más sustancioso del film, no sólo por lo que se dice, sino también por las dudas que suscita en el primero y por esclarecer el confuso pensamiento del segundo. Pablo también tiene fantasmas del pasado que lo acosan, la culpa por la lapidación de Esteban cuando era Saulo de Tarso. Solo es objetable la escena en la que, prácticamente, le declama a Lucas la concocida lectura sobre el amor que suele escucharse en los casamientos. También se abusa de una luminosidad sagrada propia de estampita, en cambio reina el decoro y la sobriedad en la resolución de la enfermedad de la niña. La película se sitúa en un momento histórico en que los cristianos eran martirizados y quemados en cada esquina de la ciudad, algunos ponían en duda su fe y cuestionaban a su líder en ausencia, otros querían tomar las armas para vengarse y estaban aquellos que vacilaban entre huir a lugares más tranquilos donde practicar el culto, o bien permanecer en medio de la inseguridad. La historia terminó por sepultar algunos conceptos que se escuchan a lo largo de la realización. La Inquisición dio por tierra con los preceptos de Pablo sobre la paz y el amor, en tanto que los papas guerreros desmintieron a los primeros creyentes que dicían que no estaban en este mundo para tomar las armas. Sobre el final, una placa a tono con el acercamiento a los otros credos que fomenta la iglesia, ya que dedica la obra a todos aquellos que fueron perseguidos por la fe
Publicada en la edición digital Nº 6 de la revista.
Publicada en la edición digital Nº 5 de la revista.
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Publicada en la edición digital Nº 4 de la revista.
Publicada en la edición digital Nº 4 de la revista.
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