MIL GRITOS TIENE LA NOCHE Un escritor llamado Julián Lemar (Diego Peretti) emprende un viaje junto a su familia a una casa en una parte remota de Provincia de Buenos Aires, en la búsqueda de culminar la sanación de una serie de episodios de ansiedad y trastornos varios. Lo que aparenta ser un retiro de descanso no lo es para él, porque desde un comienzo sus actitudes son repelentes a un contexto soñado por la fastuosidad del caserón, la tranquilidad de estar sin vecinos cerca, el acompañamiento familiar y la posibilidad de terminar el último libro de una saga exitosa. Toda esta enumeración se convierte en la lista de una pesadilla a partir de la irrupción nocturna por parte de una desconocida en estado de shock, clamando que su marido mató a su bebé y ahora está tras ella. El thriller psicológico es un género fértil, en especial para las plataformas de streaming, porque sus mecanismos funcionan a base de repetición con mucha facilidad. Las multiplicidades de respuestas sobre un hecho se presentan como viables si el verosímil tiene un mínimo de resistencia y, en el caso de Ecos de un crimen, todo se simplifica a: ¿Esto sucedió en realidad o solo pasó en la mente del protagonista? El esquematismo es binario, no hay un desvío en el horizonte narrativo. El guion de Gabriel Korenfeld (Permitidos) es mecánico, ni siquiera brota un desliz lúdico a pesar de los esfuerzos del director Cristian Bernard por colmar a la ausencia de novedad al armar puestas de cámara y de escena, que se potenciarían en un texto menos condescendiente a los pedidos actuales de aquellos que manejan la programación de los consumos audiovisuales. Es destacable que Bernard, en su espíritu de una cinefilia rara para un realizador argentino por ser confeso amante del cine de los 70, pudiera en varios pasajes establecer momentos de tensión por las estrategias estéticas elegidas. Muchas de ellas son citas a películas como Blow Out (1981) de Brian de Palma, por señalar una. Después de dos décadas de 76-89-03, película bisagra del cine argentino que codirigió junto a Flavio Nardini, resultaba intrigante saber qué podía deparar de un primer trabajo por encargo para la industria. Más aún por parte de un director valiente, diferente dentro de la “raza” de realizadores argentinos poco afectos a la cinefilia. Lamentablemente, este intento de Bernard es fallido por no poder romper esos márgenes del thriller psicológico. Ecos de un crimen es un cóctel de Identidad de James Mangold, La ventana secreta de David Koepp y, en menor medida, de El resplandor de Stanley Kubrick. El gran problema no lo componen estas referencias transparentes sino la falta de elementos propios del lugar donde se hizo, en términos culturales e históricos. Es ahí donde las directivas de los streaming apuntan: producir cada vez más contenidos universales y menos locales. La gran consecuencia que esto trae es -también- la universalización de las demandas y, por ende, lo que se presenta como una expectativa a futuro en aquello que se espera ver.
EL MUNDO DEL FIN Adam McKay es una figura mutante de Hollywood; sus inicios fueron en Saturday Night Live para luego pasar a dirigir y producir comedias que fueron parte de la línea fundadora de lo que se conoció como la Nueva comedia americana. Un fenómeno que -entre otras cualidades- consideró a sus realizadores como verdaderos responsables de una línea autoral. El caso de McKay es particular porque además de hacer comedias gruesas y absurdas, sus intereses se nutrieron de cuestiones sociales y políticas aunque sin perder la cuota humorística de las películas anteriores. En El vicepresidente: más allá del poder, la biografía sobre un personaje gris pero influyente de la política estadounidense se presentaba bajo las características de una sátira plena, al punto de incluir a un Christian Bale completamente caricaturizado en el protagónico. En La gran apuesta, la perspectiva sobre el desastre financiero del 2008 en su país tenía un prisma deforme, quizás el único posible para hacer una reconstrucción de lo sucedido con los créditos hipotecarios. Hasta ahora, McKay siempre había demostrado tener una muñeca precisa para pensar los temas, en lo que se podría sintetizar como mezclas perfectas entre exposición sutil y humor paródico. No miren arriba es ambiciosa. Por ejemplo, está nutrida de nombres rutilantes, incluso algunos de ellos tan solo para un cameo, como el caso de Ariana Grande en el papel casi metadiscursivo de una cantante pop superficial. Hay una contradicción saludable, sin embargo, en la selección de actores y actrices “clase A”, porque sus papeles representan a personajes cuestionables, vulnerables y de un sentido de la realidad completamente distorsionado. Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence) es una astrónoma que descubre, en una noche más de su trabajo en un observatorio, la presencia de un cometa que se dirige hacía la Tierra. Su mentor, el Dr. Randall Mindy (Leonardo DiCaprio), determina que el mencionado cometa caerá en seis meses, provocando un evento de extinción letal para el planeta. En posesión de semejante información crítica, estos personajes monótonos y académicamente irrelevantes deberán emprender un camino para tratar de llegar a la presidenta (Meryl Streep) y, así, promover un plan de acción para evitar la destrucción total. La trama del tiempo límite y la angustia de una extinción más que posible conforman solo un dispositivo narrativo que McKay pone en marcha. La fortaleza está direccionada hacia el tratamiento de ciertas problemáticas sociales más urgentes: la toxicidad de las “fake news”, la “cultura del meme” para comunicar y la viralización que permite alcanzar una fama efímera como así también su lado B, la de una cancelación por ausencia de contexto. Esto último es lo que le sucede a Kate Dibiasky cuando tiene un momento de ira en un programa de televisión que no se toma en serio la noticia de un cometa que destruirá al mundo. A pesar de que Trump ya no es más el Jefe de Estado, existe en Hollywood una necesidad de subrayar la idiotez y la caricatura presidencial sin ningún disimulo. Si bien en otras películas lo hiperbólico de la estupidez funcionaba a pleno (recordemos El reportero, con el personaje de Ron Burgundy) en este caso se pierde cierto anclaje para partir hacia la exageración desmesurada, lo cual no significa que deba existir un carácter realista ni mucho menos. La sátira también precisa de un verosímil construido. Casi como un Sodebergh en su faceta más industrial, aquí hay un sequito coral que solo parece funcionar con DiCaprio en un personaje inseguro y cargado de imperfecciones (hasta físicas), en lo que podría ser la antítesis de su propia figura. En el otro polo está el rebelde interpretado por Timothée Chalamet, un personaje innecesario que parece pegado a la historia con cinta adhesiva. Cargada de vueltas de tuercas y variaciones dramáticas, No miren arriba es caótica (ver los inserts arbitrarios de imágenes de la naturaleza o de la vida real) pero entretenida a la vez.
LA ILUSTRACIÓN DE LOS RETAZOS El perro que no calla es una película hecha en diferentes momentos, en un período algo más largo que los rodajes convencionales. Los hiatos entre las partes se notan y sin conocer este dato es posible advertir esas costuras que las unen. Los retazos están delimitados por los tonos, por la fotografía y, también, por las interpretaciones. El comienzo plantea un problema casi costumbrista; unos vecinos le reclaman a Sebastián (Daniel Katz, hermano de la directora Ana) por los ladridos de su perra, Rita. Lo que parece ser una situación tensa se transforma en incomodidad para Sebastián, porque la queja inicial se transforma en angustia ya que los vecinos sienten pena por el animalito que está solo todo el día mientras su dueño trabaja. El complemento de esta primera parte se da en el espacio laboral del protagonista, cuando él es abordado por sus empleadoras para que desista de continuar llevando a su perra al trabajo, lo cual resultó ser apenas una solución primaria al problema planteado en la escena de apertura. En estos minutos de apertura la historia toma el camino de la comedia, ese género que Katz desarrolló con astucia y aguda percepción en Sueño Florianópolis. Por supuesto que las expectativas puestas en la película siguiente de un director no siempre deben cumplirse en el orden de una repetición de su obra inmediatamente anterior; así y todo resulta extraño el giro que El perro que no calla elige tomar con el golpe bajo que marca el quiebre de la historia. El recurso de completar el final de la “comedia” a partir de dibujos hechos a mano es ocurrente, al mismo tiempo resulta redundante y de un contrasentido absoluto, como si fuera un eco. La segunda mitad de la historia tiene una marca indeleble a partir de lo sucedido en esos dibujos. Lo introspectivo y lo melancólico se dan un abrazo para determinar el destino de Sebastián, un personaje motorizado por la abulia y la necesidad. En las transiciones se evidencia una serie de problemas, como si la narración flotara sin anclarse antes de seguir una progresión. Más confuso se torna el devenir del personaje cuando lo vemos con dos looks completamente distintos en dos escenas seguidas, para que en una tercera aparezca con el mismo corte de pelo que tenía en la primera. Otra ilustración de un retazo. Hay, además, una pretensión de sintetizar una vida en un puñado de escenas: la atracción física, el vínculo sexual y afectivo, la relación de pareja, la maternidad / paternidad y el desgaste de todo lo anterior. Es tentador atribuir cierto azar en los encastres de montaje que tienen algunos momentos, por ejemplo la catarsis de una mujer que le deja a Sebastián el cuidado de un ser querido con una enfermedad progresiva e irrecuperable, en uno de los diferentes trabajos a los que debe recurrir el protagonista para sobrevivir. El blanco y negro lavado parece impregnarle, todavía más, una capa de angustia a la vida de un hombre que nunca demuestra los sentimientos pretendidos para las situaciones que padece. La composición monocorde de Daniel Katz es el mayor mérito de la película, en lo que se presenta como una vía a contramano de todo lo que lo rodea. El fragmento de ciencia ficción es otra presentación de una premisa posible, la cual Katz desecha a los pocos minutos con una simple línea de diálogo, en contraposición a la manera de resolver los finales de las partes anteriores de la historia. Casi como una película inédita del Nuevo Cine Argentino del 2000, El perro que no calla es errática, indecisa y ambiciosa en ser todo, pero a la vez, ser partes. Una búsqueda arriesgada para una directora poseedora de una filmografía firme, un intento que no deja de ser un valor y un mérito por buscar nuevas posibilidades, modos e intereses particulares.
Las heroínas de la tierra En cierto sector de la sociedad hay un fastidio generalizado sobre ciertos hechos históricos recientes. Entre fines de marzo y principios de abril hay dos fechas fundamentales: una para recordar el comienzo de la última Dictadura Cívico Militar y la otra que conmemora el Conflicto del Atlántico Sur (como se la debería llamar a la Guerra de Malvinas). Ambos sucesos se balancean entre la evocación y el olvido. De esto último hay mucho, porque si bien pasaron 39 años no se dejan de descubrir pequeñas historias, muchas de ellas muy particulares, que representan grandes temas. Las historias de Alicia Reynoso, Stella Morales y Ana Masitto son las de las catorce enfermeras de la Fuerza Aérea Argentina que atendieron en Comodoro Rivadavia a los soldados heridos en Malvinas. El documental de Federico Strifezzo abre con la desolación de un terreno descampado al costado del Aeropuerto Mosconi; allí caminan ellas tres en busca de huellas del Hospital Móvil del que no quedó nada más que polvo; “ni siquiera una placa” dice una de estas enfermeras olvidadas no solo por la historia sino también por los recordatorios oficiales y los propios veteranos. En el recorrido por el espacio árido hay una luz, que paradójicamente sale de lo subterráneo cuando hallan el refugio construido en lo que era una suerte de sótano por debajo del hospital móvil. Las tres enfermeras intentan encontrarle una explicación lógica a la desaparición de todo rastro de ese espacio que fue fundamental durante la guerra. Más allá de la dejadez de los gobiernos hay en las maderas ajadas y podridas un imponderable: el paso del tiempo. Dentro de este regreso a la ciudad, se presentan momentos de catarsis sobre la necesidad de bloquear la memoria; también pequeños vistazos a las vidas posteriores de Alicia, Stella y Ana. Cuando revisan las revistas de ese tiempo que las exponían como personajes extravagantes (entre los titulares aparecen frases trilladas como “perfume de mujer”), emerge el recuerdo del trato que tenían los superiores sobre ellas, principalmente el “no hablen” refiriéndose al trato con la prensa. La comunicación fue la única arma que supo manejar el General Galtieri (el máximo responsable de la Junta Militar en 1982), que por supuesto no resistió más allá del momento que duró el conflicto con Gran Bretaña. En el avance progresivo de este camino de regreso, las tres explican la importancia de ser reconocidas como “veteranas de guerra”, algo que no lograron todavía de parte del Estado ni tampoco de los propios veteranos, quienes impiden que coloquen placas en los monumentos. Los argumentos sobre porqué deberían ser consideradas “veteranas de guerra” alcanzan dos situaciones. Por un lado, la pobreza intelectual circundante que precisa de una explicación para que se comprenda que unas enfermeras de la Fuerza Áerea en medio de un conflicto bélico sean consideradas veteranas. Por el otro lado ingresa la cuestión de género. Este último aspecto no es abordado plenamente por el documental; los testimonios tan solo salpican el tema sin jugar la carta del feminismo explícito. Algo aparece, por deducción, en la escena del ágape tras un acto del 2 de abril: allí Stella increpa, con humor pero también con firmeza, que la labor que cumplió junto a sus compañeras (y hoy amigas) fue fundamental. La contención en un momento de angustia y de cercanía con la muerte tiene algo de magnético; en sus rostros y en sus voces quedaron impregnadas esas estelas dejadas por los soldados que imploraban por sus madres mientras yacían en manos de Dios. Como una trama circular, el documental de Strifezzo arranca en un desierto y termina en él. Lo que se percibe es un halo de justicia que emerge en forma de cine, el lenguaje que muchas veces viene a poner un parche entre tanta desigualdad y destrato sobre ciertos temas importantes.
EN EL FINAL ESTÁ EL COMIENZO CODA es una sigla; significa “Child of Deaf Adults” (hijo/a de un adulto sordo). Además, es la definición de lo que es el último movimiento en una pieza de música clásica. Una tercera acepción para el título se relaciona con la sustancia y el tono de la película; una feel good movie, lo que los estadounidenses definen como “una película para sentirse bien”. Entre esas tres posibilidades se maneja esta remake de la francesa La familia Bélier (2014), aquí como un producto de Apple TV que se erigió como la mejor película del último Festival de Sundance, donde tuvo una gran repercusión. Cierto es que ese festival ya no configura un parámetro, ni siquiera de lo indie que sí, en sus comienzos, parecía moldear. La historia es la de una familia sorda: mamá, papá y un hijo mayor pero con una hija que sí escucha, y que desde que aprendió a hablar se transformó, inevitablemente, en la intérprete de los tres. Ella es Ruby (Emilia Jones) y está en el último tramo de la secundaria, a punto de encontrar un camino posible dictado por el canto. Desde el plano que abre la película sabemos que cantar es lo que más la entusiasma, y es en esa presentación donde se aprecia cómo confluyen las tensiones de su vida: su pasión y el mandato familiar. Ese mandato es la pesca, negocio familiar que, además, peligra por una situación de cambios en la dinámica con los compradores. Frank (Troy Kotsur) y Jackie (Marleen Maitilin, la ganadora del Oscar por Te amaré en silencio) son los padres de Ruby, que la acompañan a pesar de las diferencias, las cuales no solo se presentan por las brechas generacionales sino también por lo natural, en la incapacidad de apreciar la pasión que la moviliza. En un diálogo, Ruby le dice a su mamá que el docente del taller de coro quiere promoverla para una beca en Berklee y ella le contesta: “¿Pintarías si yo fuera ciega?” En esos espacios grises la película se permite moverse sin el corsé de los estereotipos. Más aún, si pensamos que los tiempos actuales de la corrección política (en un segundo plano) también son los culpables de reconfigurar las ficciones para que todo tenga un etiqueta de antemano, que nos indique quiénes son los buenos y quiénes son los malos. La fórmula de un personaje que crece en cámara es el contorno de Coda, pero el aura de singularidad en la construcción de los personajes -a pesar de ser una remake- es la principal fortaleza, que se amalgama con la solidez de un montaje pertinente sin tiempos muertos innecesarios ni subtramas que no sean una ramificación unida a la historia principal. La británica Emilia Jones -de voz suave y atractiva- se presenta como un personaje posible y verosímil dentro de este mundo. Muy distinto hubiera resultado que su papel lo interpretara una cantante, incluso de mediana popularidad, ya que no tendríamos un hilo que marque la distancia entre ficción y realidad. En los miedos que su Ruby debe afrontar, en la decisión interna de “abandonar” a su familia para perseguir sus sueños, hay un sutil trabajo de su recreación. En su performance equilibrada, que apenas bordea el sentimentalismo, está la representación tonal de una película que nunca cae en la tentación dejarse caer sobre la pereza lacrimógena de soliloquios ni de clips para el Oscar. Aún así, el rumor de candidaturas para ese premio ya se empezó a correr.
El regreso a un terreno desconocido Hace una década y un año, Guy Ritchie se erigía con Snatch: Cerdos y diamantes (2001) como una nueva ramificación de ese cine industrial cool que hacía maridar escenas de acción, humor y una exacerbada musicalización que se desbordaba por los costados de las imágenes. La casi nula sustancia de sus películas hizo que Ritchie se quedara pedaleando en el aire. Tan solo parecía ofrecer una capa formal de ralentis, aceleraciones y frases vacuas pero cancheras, que envolvía historias de mafiosos poco cerebrales o personajes en situaciones extraordinarias involucrados… con la mafia. Ni siquiera sus productos por encargo dejaban entrever un atisbo de novedad; deambuló entre proyectos imposibles como Insólito destino (2002) y otros bien cuadrados y ajenos a su mundo, como la versión live action de Aladdin (2019). Los antecedentes de este director inglés poco alentaban a que Justicia implacable fuera una película muy diferente de lo que alguna vez dirigió. No es frecuente que el cine nos dé estas sorpresas. Hay carreras que parecen torcidas para siempre y que su enderezamiento es más una idealización de lo que alguna vez fue. Pasó con M. Night Shyamalan, que tuvo que chocar de frente contra una pared para quedar al borde de la “destrucción total” y así reinventarse con un regreso al nivel del inicio de su filmografía. Algo similar sucede con Ritchie. Si bien nunca fue la promesa o lo que se esperaba de un director como Shyamalan, existe -en esa vuelta a una fuente- la razón para pensar que la clave para reencauzar la carrera esté en el redescubrimiento del confort, una palabra que frecuentemente tiene un uso peyorativo en frases hechas poco pensadas. ¿Por qué Ritchie debería alejarse de un mundo que conoce? ¿Es ese el problema de su cine? ¿Las historias de mafiosos londinenses? Las debilidades están en otro lado, principalmente en el empleo de una retórica burlesca y ruidosa, que incluso en esa veta no siempre alcanzan el objetivo; ni en las escenas de acción ni en la comedia. Mágicamente, todos esos problemas no aparecen en Justicia implacable. La nueva película de Guy Ritchie no parece una película de Guy Ritchie. En realidad, no se asemeja a la película de ningún director, y esto no significa que sea algo jamás visto, sino que pudo haberla dirigido cualquier realizador de acción más o menos capaz. Lo que podría ser un insulto para el director de El agente de CIPOL (2015) es en realidad una cualidad presentada para hacer, en este caso, un thriller algo enmarañado por la estructura del relato (armado principalmente a partir de un par de flashbacks largos) pero con el esqueleto clásico de una película de venganza. Aquí el protagonista es un hombre misterioso llamado H (Jason Statham), quien consigue empleo para una empresa transportadora de caudales algo turbulenta de Los Ángeles, pero capaz de tomarle una prueba de ingreso que el aspirante supera apenas sobre el estándar de aprobación. En una de las primeras jornadas laborales evita un asalto al camión que transportaba, con una violencia inusitada que lleva a sospechar a sus compañeros sobre su verdadera identidad, pero en especial sobre cuál es su verdadero objetivo. Desde el plano secuencia inicial, Ritchie planta bandera sobre el tono de la película, y además sienta las bases formales. Lo que en él, hace unos pocos años, hubiera sido una masturbación adolescente de un montaje desenfrenado atiborrado de cortes, aquí es un único plano fijo encuadrado con precisión que cuenta el prólogo de la historia, mientras dos guardias de seguridad tienen una conversación sin importancia. En la distracción para sorprender con la acción hay, como mínimo, oficio y rigor en la elaboración de la puesta de cámara. Sobre este inicio el relato regresa y tuerce los puntos de vista, a los cuales les agrega información y construye sentido sobre la búsqueda del protagonista por justicia (a su manera, claro). Si en su película más reciente, Los caballeros (2020), ya presentaba una madurez, aquí redobla ese crecimiento exponencial de su cine al reacomodar una premisa que, en otro momento, se hubiera nutrido de parafernalia y estruendo. Quizá si se peca de exceso de fervor pueda creerse que esta es la mejor película de Guy Ritchie. Sin embargo, en el mapa del cine industrial actual, la aparición de estos ejemplos del cine de acción más clásicos necesitan de la idealización para que regrese de esta forma; una más artesanal tanto en la confección narrativa como en su estrategia visual.
Señor de nadie El cine de acción siempre parece encontrar una salida del esquematismo al que se lo suele abroquelar; la dinámica de los contextos, los escenarios internacionales en los que se montan las historias y el perfil de héroes y heroínas se muestran en constante movimiento dentro del género. Precisamente, sobre esta última variable se ubica Nobody, un thriller de acción sobre un hombre que vive una rutina pura y dura hasta que ante una situación de quiebre en esa normalidad gris se transforma. Durante una noche dos delincuentes entran a la casa de Hutch (Bob Odenkirk), su hijo forcejea con uno de ellos pero el padre de familia decide no intervenir y deja escapar a ambos. La pasividad de Hutch, que opera casi como un estereotipo de fracasado con un matrimonio apagado, dos hijos que lo ignoran y un trabajo sin futuro, es puesta bajo cuestionamiento incluso por un oficial de policía que le plantea la situación de “si fuera mi familia yo los habría liquidado”. Hay en este hombre casi muerto en vida una luz que titila y que proviene de un pasado, que quiere escabullirse y salir. En uno de sus viajes habituales en autobús una pandilla se mete con una joven, y ese punto de inflexión despierta a una máquina de matar semidormida. En la misma línea tonal que tenían Búsqueda implacable (2006), El justiciero (2014) y sus respectivas secuelas, Nobody toma la premisa de ex militar o espía jubilado que mantiene sus habilidades intactas prestas a resurgir solo por la nobleza de ayudar alguien indefenso. La modernidad que trajo John Wick (2014) en la destreza corporal y en el uso de los colores es aquella sobre la que se apoya esta nueva incursión de Ilya Naishuller, el director ruso de la fallida Hardcore: Misión extrema (película que se presentaba como un thriller narrado desde una cámara subjetiva). Más allá de la proeza (o pereza) técnica, se podía desmalezar esa retórica pura y apostar por un director con atisbos de frescura genérica. La mayor virtud para que su nueva película se emancipe y ofrezca una cuota nueva en la reconfiguración del género es la decisión de poner al frente a un actor como Bob Odenkirk, siempre asociado a la comedia pero más conocido como Saul Goodman de la serie Breaking Bad y su spin off Better Call Saul. El perfil de un hombre sin presencia física ni un rostro temerario jamás podría invitar a imaginar que detrás de esa fachada arquetípica de empleado sin ambiciones hay un especialista en lucha cuerpo a cuerpo, sumado a una mente fría para acabar con un gran número de delincuentes fuertemente armados. La meseta de la película se avista cuando la idea novedosa se disipa y no parece haber en el horizonte nada más para ofrecer, tan solo algunas escenas de acción estilísticas que parecen duplicadas de las películas mencionadas pero no por ello menos entretenidas e ingeniosas. Otra similitud, más llamativa, es la de presentar villanos rusos como lo hacían Búsqueda implacable 3 (2014) y El justiciero. En aquellas películas esos malos aparecían como resabios de la URSS, que lejos de mantener una ideología veían en “el sueño americano” (más deforme) la posibilidad de progresar a base del aprovechamiento de la corrupción local de la policía. También en Nobody hay una connivencia de los aparatos estatales de seguridad que albergan y protegen a personajes que, en un tiempo no muy lejano, hubieran sido sus enemigos acérrimos. Pasaron más de tres décadas de la caída de muro de Berlín pero Hollywood persiste en utilizar a personajes de la Guerra Fría para nutrir sus historias de acción, aunque con variaciones en términos de sus objetivos. La lucha ideológica de las películas de los 70 y 80 es subvertida, en el cine de acción actual, por héroes de la vieja guardia que advierten una decadencia de la sociedad y del mundo en el que viven. En cierta forma es una derrota paradójica, pues los rusos son los que disfrutan del capitalismo más salvaje mientras oprimen al sistema que los “defensores de la democracia” buscaron instalar en el mundo. La respuesta a este drama está en recurrir a los jubilados, a los que otrora fueron los héroes pero que hoy están en un estado de hibernación tratando de encajar; los nobody de la sociedad estadounidense.
Duelo al sol Una mujer (interpretada por Romina Escobar, actriz trans en un papel de madre cisgénero) y su hijo menor (Rodrigo Santana) llegan al pueblo de Crespo tras la llamada de un compañero de trabajo de su otro hijo, quien fue encontrado muerto en el campo donde se desempeñaba como peón rural. El tránsito pesado del duelo es atravesado por momentos de intimidad de madre e hijo en un hotel donde parecen vivir la cotidianeidad en vez de lo extraordinario que representa la pérdida de un ser querido, y más aún en un caso del que podemos pensar como antinatural, es decir, para una madre que sufre la muerte de un hijo. Sin embargo no hay una lejanía absoluta con el hecho. En un momento el hijo pide entrar a la morgue porque nunca antes había visto un muerto, y en ese pedido observamos una extraña curiosidad sobre la experiencia que vive un niño. La conexión con la muerte no se vive de manera melodramática sino que es un discurrir para el director; sin alcanzar el punto de abulia la película presenta a los personajes más preocupados por la distancia arrastrada entre ellos, mucho antes del acontecimiento de la muerte del joven. Podría confundirse la ausencia de dolor con indiferencia pero la historia deja flotar a los personajes, quienes parecen ser islas. Hay un quiebre particular a partir de unos flashbacks que rompen el realismo puro sobre el que amaga construirse la película. Cierto absurdo presenta una novedad en el cine de Eduardo Crespo; esta frescura sorprende y evidencia una destreza visual inédita hasta al momento. El cineasta regresa a su pueblo natal y homónimo de su apellido, del que parece extraer (en una clave metadiscursiva opaca) la esencia de pueblo pero concentrada en la particularidad que ya mostró en Tan cerca como pueda (2012) y en el documental Crespo (La continuidad de la memoria) (2016). Su regreso a la ficción es también un regreso a los lugares familiares de Tan cerca… en términos atmosféricos de relaciones que expresan la pesadumbre con miradas y silencios y no con soliloquios y diálogos hiperbólicos. Otros personajes, lejos del cinismo, emergen como verdaderos auxiliares de esta madre y su hijo; es el caso del empleador que genuinamente le presenta su asistencia para lo que necesiten. La gran demostración que hace Crespo es enseñarnos una nueva perspectiva para pensar un tema recurrente como el duelo, así como la posibilidad de huirle a los estereotipos; en especial a los actorales, que en muchas oportunidades se valen más de una composición sumamente expresiva (vista miles de veces), lejos de una construcción particular como consecuencia de una mirada sobre la narración y el perfil del personaje para interpretar. Nosotros nunca moriremos es la película más personal de Crespo y más incómoda por el alejamiento de las situaciones trilladas sobre un tema siempre presente como lo es el duelo. La filmografía de este director singular ya se puede pensar como parte de un cine argentino muy decidido a despegar en la búsqueda de un nuevo fenómeno dentro de las inclemencias que presenta el panorama actual de ese cine. La existencia de los festivales, mucho más en estos tiempos, tienen la explicación de su razón de ser en películas como estas.
Libertad y convención Fern (Frances McDormand) es una mujer que lo ha perdido todo. Una enfermedad se llevó a su marido y a la vez se quedó sin casa; ambas pérdidas son consecuencia de la quiebra de la minera que sostenía al pueblo de Empire, Nevada. La idea de “no tener a donde ir” se plantea como una rutina al convertirse en una nómade que vive en comunidades con personas que tienen ese estilo de vida, es decir, sin demasiadas posesiones y con una cultura de trabajo temporario para subsistir. Fern o Frances McDormand (porque casi no hay composición de personaje en varios pasajes de la película) se relaciona temporariamente con diferentes personajes sin tener un apego afectivo que la devuelva a su vida anterior. Su hogar es su van porque la casa es también un vehículo de escape que le permite empezar de nuevo en otro lugar. En su tercera película, Chloé Zhao sigue sin levantar la mano con la que traza el mapa de sus recurrencias temáticas en lo que puede ser una trilogía, a esta altura, sobre seres que viven en la banquina del mundo moderno. La tensión entre el documental y la ficción se presenta desde la formalidad: cuando McDormand se encuentra con personajes que parecen vivir verdaderamente como nómades se rompe el artificio narrativo y todo lo que se ve es el registro de charlas casuales, donde la actriz dos veces ganadora del Oscar oficia de posible mediadora como si se tratara de un reality para un canal de TV. Cuando aparece la ficción se la ve marcada con la tiza de un Terrence Malick ateo, pues se hacen presentes la cámara en mano sin referencia y el acompañamiento musical new age, proponiendo un desnudo del artificio bajo una tela de falsa espontaneidad. Ni siquiera la sustancia dramática del acercamiento de un hombre que exhibe motivos similares por los que se “convirtió” al nomadismo demuestra un avance más allá de la forma más pura, que es lo que sí parece importarle a la directora. Hay ciertas torpezas en la escena del regreso de Fern al “mundo normal”; allí aparece un anclaje denotativamente exagerado en progresismo cuando se quiere aleccionar sobre el caso de la última gran crisis económica de Estados Unidos. Es curioso que las conversaciones menos guionadas sean las más efectivas en comparación con los diálogos entre personajes construidos en papel, los cuales parecen forzados y extraídos de un manual. Otro de los hilos que se notan son los de una estructura en la que la película necesita apoyar su espalda. Si la experimentación de poner a una actriz de Hollywood a vivir la vida del despojo de lo material era una idea arriesgada, la segunda parte de la película es un pedido de auxilio a las formas narrativas más clásicas. Es como si se adelantara a la solicitud de un público imaginario que necesita que le narren un cuento en el que pasen cosas, porque sino puede llegar a aburrirse. La hibridación de estrategias para contar la historia de esta mujer es aquello que genera una indiferencia en el resultado final. Lo que pudo ser un drama de contemplación y acompañamiento en una decisión rupturista sobre la vida moderna se transforma en un prospecto algo culposo y enmarañado en la retórica. A diferencia de Fern, que sí se libera de todo, Zhao queda presa de la convención aunque intente disfrazar su película de espíritu libre con lindas imágenes y bellas armonías.
El fantasma y la culpa Luego de pasar por el Festival de Berlín, Un crimen común llega con las mejores referencias y las más altas expectativas, tratándose de la siguiente película de Francisco Márquez y Andrea Testa (ambos directores de La larga noche de Francisco Sanctis); aquí él dirige y ella produce. Las pequeñas decisiones que pueden transformar a un personaje parece ser el motor de las historias para estos realizadores. El relato transcurre en una actualidad contorneada por problemáticas sociales irresueltas como la violencia policial y, más precisamente, el gatillo fácil. Cecilia, una profesora en la Facultad de Sociología (Elisa Carricajo), está a las puertas de obtener un cargo de Jefa de Trabajos Prácticos (JTP), lo que a su edad sería importante para acomodarse dentro del prestigio académico; una demanda que la institución universitaria supone urgente para los docentes. La calma de una cotidianeidad sin sobresaltos se verá alterada cuando el hijo de su empleada doméstica se aparezca durante una noche tocándole el timbre y golpeando violentamente las persianas. Ella, presa del miedo, decide ocultarse en la oscuridad de su casa. Al día siguiente la noticia de su desaparición y muerte, posiblemente por un caso de abuso de poder policial, generará una transformación indeleble en su vida. Un crimen común es la contracara de La larga noche… Mientras que Francisco Sanctis decidía hacerse cargo de esa bomba de tiempo que le fue entregada contra su voluntad, aquí esta docente tomó una decisión y la culpa la carcome durante toda la película. Circunstancias, situaciones y contextos distintos también marcan una diferencia entre ambas películas, pero lo más importante está en la idea instalada del “no te metás”. Si en la primera escena de la película ella intenta ayudar a un joven que es maltratado por la policía, en la escena que genera el conflicto decide esconderse, sin conocer el final del derrotero del joven asesinado por la policía. La alteración de su vida se verá afectada notablemente, desde la relación con su hijo hasta el esperado concurso docente en su trabajo. Elisa Carricajo lleva adelante un tour de force, que puede pensarse como una procesión interna irradiada por el secreto que debe retener junto con la culpa que la atormenta. Márquez y Testa como directores habían demostrado, en su anterior film, cierta destreza en el uso minimalista de una puesta de cámara claustrofóbica. En esta película, Márquez presenta de manera astuta algunas variaciones sobre el hecho que desencadena el conflicto de la narración. El ejemplo más claro es en el natatorio, donde el hijo golpea el vidrio sorpresivamente mientras Cecilia lo busca con desesperación. Otro de los momentos sutiles es la escena de la fotocopia de su DNI, allí se pone en juego la identidad a partir de ese juego de claroscuros borrosos de la hoja que se lleva. Hay una riqueza de lo no dicho verbalmente pero que está expresado de manera perturbadora en la estrategia visual pensada por Márquez, en una nueva instancia del juego entre el fuera de campo y lo anónimo que representan como figura sus protagonistas. El cierre con el parque de diversiones, además de ser formalmente un final circular, resulta la síntesis entre la vida trillada de una profesional de clase media y el golpe de la realidad que la transforma. Mientras que al inicio está preocupada por organizar el cumpleaños de su hijo en el parque, el final la muestra siendo “abandonada” por una amiga, en el momento justo de subirse a la montaña rusa. En el grito final está la última transformación; ya no hay un fantasma que la acecha sino que ella es un fantasma que deambula en lo que alguna vez fue su vida.