Los dilemas de un oscuro funcionario La presencia en el elenco de Robert de Niro y Edward Norton garantiza desde antes de sentarse en la platea un grado de excelencia en el nivel actoral. El director John Curran no lo ignora y hace descansar gran parte del peso dramático de su película en la tensión que generan los encuentros de los dos personajes. Apela también a recursos narrativos muy interesantes para describir las personalidades del oficial de libertad condicional a punto de jubilarse (De Niro), del cambiante y desconcertante criminal que espera su oportunidad de abandonar la prisión (Norton), su desprejuiciada esposa (Milla Jovovich, correcta aunque algo esquemática) y la mujer del funcionario, silenciosa y extremadamente religiosa, cuyo drama queda claramente expresado en los primeros minutos del relato (un excelente trabajo actoral de Frances Conroy). El filme de Curran alcanza sus mejores momentos en los largos y tensos enfrentamientos de los dos protagonistas; las transformaciones que van sufriendo estos personajes conducen el hilo de la trama; así, mientras el recluso parece encontrar cierta paz espiritual a través de una búsqueda interna, el funcionario se interna en una maraña de sospechas, engaños y traiciones que conmueven sus convicciones más íntimas. Mucho incide en esa mutación la mujer del preso, que pulveriza las barreras de control que el veterano oficial intenta imponer sobre sus más oscuros impulsos. Otro de los atractivos de la narración reside en lo imprevisible de la trama; cuando el preso empieza a dejar atrás al despreocupado delincuente de las primeras escenas y a transformarse en un ser iluminado y casi místico, el espectador no logra despejar las dudas sobre si la mutación es real o sólo se trata de una cuidadosa maniobra urdida entre el penado y su mujer para lograr la libertad. A pesar de ciertas lagunas en el ritmo del relato, la película logra el objetivo de entretener al público y de mantener la tensión dramática hasta el final.
Gekko y las burbujas financieras En el primer encuentro que mantienen los "brokers" Jake Moore (Shia LaBeouf) y Bretton James (Josh Brolin), el más joven le pregunta al otro cuál es la cifra por la cual aceptaría retirarse de los negocios. "Más", le contesta casi en un susurro pero con absoluta convicción. Es una de las claves de la película: Oliver Stone, un realizador con la dosis de progresismo más alta que Hollywood es capaz de tolerar, quiere continuar la pintura de los personajes que habitan en la legendaria Wall Street que empezó hace 23 años. Retoma la historia de Gordon Gekko, que estuvo ocho años en prisión y que no puede resistirse a la tentación de volver a los negocios. Michael Douglas encarna nuevamente con solvencia y naturalidad al despiadado "tiburón" de las finanzas que, en esta oportunidad, predice el caos de los mercados que se produce por el estallido de las "burbujas" financieras. Aunque Gekko parece empeñado en recuperar el afecto perdido de su hija (que, vaya paradoja, no quiere oír hablar de su padre pero se enamoró de un joven "broker"), no parece haber perdido del todo las mañas que lo llevaron a la cárcel. Aprovecha su vasta experiencia para volver al mundo que lo fascina y, de paso, para tomar venganza sobre algunos colegas que ayudaron a precipitarlo al abismo. Stone (que aparece en pantalla un par de veces, a lo Hitchcock) redondea una narración interesante, con atractivos toques visuales y algunas excelentes tomas del ambiente neoyorquino; los protagonistas le responden adecuadamente, y agrega la intervención de "monstruos" como Frank Langella, Susan Sarandon o Eli Wallach, que les sacan todo el jugo posible a sus breves intervenciones. La pintura del ambiente frenético de Wall Street es excelente, aunque por ratos el guión se vuelva previsible. En poco más de dos horas, el director logra el objetivo de mostrar cómo unas cuantas personas manejan el destino de billones de dólares, y la ruina de millones de habitantes de todo el planeta.
Quiero tener un millón de amigos David Fincher es un excelente narrador, y su filmografía certifica sobradamente esta afirmación a través de títulos como "Pecados capitales", "El club de la pelea" o "Zodíaco". En esta oportunidad, le saca el jugo a un brillante guión de Aaron Sorkin para contar la historia de Mark Zuckerberg, el inventor de la red social Facebook, hoy convertido en uno de los más jóvenes multimillonarios del mundo. El mayor acierto del director y del guionista consiste en centrar el relato en el contraste entre la increíble habilidad del protagonista para idear y desarrollar los elementos de una red social orientada a facilitar el contacto entre personas y sus limitaciones a la hora de mantener relaciones "cara a cara", tanto con su novia como con sus amigos. Precisamente a partir de un desengaño amoroso es que el joven "nerd" idea una suerte de concurso on line para someter al juicio público la belleza de sus compañeras de la universidad. Y de esa travesura informática (que logra la instantánea atención de miles de jóvenes) surge la idea de Facebook, que luego será el centro de una disputa judicial acerca de la paternidad del invento. Fincher va y viene en el tiempo del relato, desde las agotadoras sesiones entre los abogados que intentan dirimir los pleitos a las tensas jornadas en las que va tomando forma la idea de la red social; claro que, a medida que la idea se transforma en un fenomenal negocio (al menos, virtualmente), las relaciones humanas entre los protagonistas se resquebrajan irremediablemente. Jesse Eisenberg encarna a Zuckerberg y logra, con gestos mínimos y muy precisos, transmitir los sentimientos encontrados que agitan permanentemente al joven. También es destacable la labor actoral de Andrew Garfield en la piel de Eduardo Saverin, el primer socio de Zuckerberg, cuya amistad termina hecha añicos por la tormenta de intereses que se desata a causa del crecimiento de Facebook. Seguramente, Fincher no conoce a Alejandro Dolina. Pero parece haber hecho suya (sobre todo en el desenlace del filme) aquella original sentencia del escritor porteño: "al final, todo lo que hacemos los hombres es para levantar minas".
El crimen, definitivamente, no paga Cuando se lee el resumen argumental de este filme, no parece haber nada nuevo en la propuesta; un "killer" que espera oculto en un paraíso rural entra en crisis a través de la percepción de que existe un mundo alejado de la muerte, las traiciones, las sospechas y la violencia. Sin embargo, el realizador Anton Corbijn se las arregla para entregar una película interesante, basada fundamentalmente en la descripción minuciosa del protagonista. Esa tarea tiene un pilar fundamental en la sobria y convincente personificación que logra George Clooney. Con una elogiable economía de gestos, el actor consigue transmitir perfectamente los estados de ánimo de su atormentado personaje y la intensidad de su actuación alcanza su climax en la secuencia del desenlace. Corbijn también hace lo suyo; es la primera vez que este realizador abandona el tema de la música en su producción (hizo, entre otras cosas, clips para las bandas Nirvana y U2), y demuestra con este filme una gran solvencia a la hora de manejar climas densos y de mantener el interés del público sin apelar a escenas espectaculares y estallidos de violencia. Los tiroteos y los cuerpos ensangrentados están sabiamente dosificados para balancear los momentos de introspección de los personajes. Este puede parecer un "thriller" atípico por la morosidad de algunas escenas (la construcción del arma que le encargan al protagonista, por ejemplo), pero no cabe duda de que el realizador eligió deliberadamente un estilo narrativo lento, "a la europea", y no una vertiginosa sucesión de persecuciones con tiros, explosiones y vehículos en llamas. La película muestra, además, buenos momentos de la fotografía, favorecida por los bellísimos escenarios naturales de la región de los Abruzzos, en el centro de Italia. Y aunque el guión resuelva suscribir (una vez más) a aquella máxima hollywoodense de que "el crimen no paga", la película redondea una interesante propuesta a través de la pintura de los tipos humanos que intervienen en la trama.
La batalla entre la fe y la razón Puede resultarle raro al espectador encontrar un debate de ideas dentro de una película que parece lo que hace algunas décadas se identificaba como "una de romanos". A pesar de que el director Alejandro Amenábar ("Los otros", "Mar adentro") se preocupa por deslumbrar al espectador con una reconstrucción de época impresionante y de cuidar la realización de las escenas de acción, lo más interesante de esta película está en el conflicto entre la razón y la fe religiosa. El filme se centra en el personaje de Hipatia, una mujer que concreta una verdadera revolución en su época al discutir temas filosóficos de igual a igual con sus colegas y sus estudiantes, todos varones. Preocupada por desentrañar el secreto del movimiento y la trayectoria de los cuerpos celestes, esta astrónoma y matemática no advierte que el fanatismo religioso que la rodea va tomando un cariz violento, al punto que los enfrentamientos entre paganos, cristianos y judíos pronto dejan de ser verbales y comienzan a dirimirse a piedrazos. Hipatia, amada por dos de sus discípulos y también por uno de sus esclavos, sólo tiene tiempo para sus estudios, que lleva a cabo en la legendaria biblioteca de Alejandría; le tocará verla devastada y reducida a cenizas por la acción de una horda vociferante que no deja nada en pie. La bella Rachel Weisz da el tono justo a su personaje, y alcanza un equilibrio que no logra el resto de elenco (con la excepción de Michael Lonsdale, el padre de la protagonista) a la hora de darle consistencia a los discursos conceptuales que abundan en el guión. Amenábar alterna las escenas en las que los personajes confrontan ideas con cuadros de acción enmarcados en una soberbia ambientación; logra de esa manera redondear una propuesta atractiva, con buen ritmo narrativo y gran despliegue visual que, además, deja bastante material para el debate posterior. Es que la lucha entre quienes no pueden dudar de lo que creen y los que dudan metódicamente para poder avanzar en el conocimiento es tan vieja como el mundo.
El Bien contra el Mal, en medio del barro La acción transcurre en la Gran Bretaña lluviosa y enlodada del 1.600. En ese entorno inhóspito y brutal se desarrolla la vida del protagonista a quien, luego de ser mostrado en toda su capacidad guerrera en las primeras escenas, se lo ve decidido a impregnar su vida de paz y de virtudes. Sin embargo, las fuerzas del mal lo empujan a volver a convertirse en una máquina de matar, en este caso, animado por un objetivo noble y elevado. Como puede verse, no hay en la historia elementos novedosos; tampoco los hay en el tratamiento visual, ya que abundan las escenas de acción en las que vuelan por toda la pantalla pedazos de cuerpos mutilados y brotan chorros de sangre que, a veces, hasta salpican a la cámara. El capitán Solomon Kane (un héroe de historieta creado por Robert E. Howard, autor de "Conan") quiere olvidar su oscuro pasado y ha jurado no volver a matar a nadie, pero tendrá que vérselas con criaturas malignas y, de paso, resolver el drama familiar que perturba sus sueños. El director y guionista Michael Bassett resuelve la historia por carriles convencionales, si bien hay que señalar que logra mantener el interés por la narración y que las escenas de acción están técnicamente muy bien logradas. Los efectos especiales, fundamentalmente referidos a la aparición de las criaturas diabólicas, lucen visualmente muy efectivos. El apoyo musical resulta, en cambio, demasiado obvio y grandilocuente, y el abuso de gruñidos, aullidos y choques de aceros ensucia por momentos la banda sonora. En cuanto a las actuaciones, resulta demasiado convencional la interpretación del protagonista James Purefoy; sus previsibles recursos dramáticos contrastan con la solvencia que siguen mostrando (aún en breves intervenciones) los veteranos Max von Sydow y Pete Postlethwaite (aquel que conmovió a todos los espectadores en "En el nombre del padre"). Sin embargo, la película propone una cuota de genuino entretenimiento si lo que se busca es pasar el rato en la sala de un cine.
Sola contra el mundo Menos de un minuto de proyección le bastan a la directora Debra Granik para pintar con precisión el sórdido ambiente por el que va a transitar su heroína. Esa miserable casa en una desvencijada granja de Missouri, en cuyo patio juegan con lo que tienen a mano los hermanitos de la protagonista, sólo puede cobijar una historia oscura y triste. Lo que sigue justifica plenamente esa primera impresión, y deja en claro que a la hora de narrar, la directora cuenta con recursos más que satisfactorios. Granik imprime un ritmo deliberadamente lento a su película, pero administra el relato con gran sensibilidad, de manera que captura la atención del espectador desde el comienzo hasta el fin. Y lo hace sin apelar a persecuciones espectaculares ni a efectos especiales sorprendentes; la tensión de la narración transcurre por otros carriles, y termina por configurar una suerte de thriller de gran dramatismo. Ree (una admirable composición de Jennifer Lawrence, candidata al Oscar) comienza un desesperante (y desesperanzado) viaje por una comunidad cerrada y hostil, que se vuelve impenetrable cuando la jovencita revela que está buscando a su padre. Con distintos niveles de violencia (generalmente ejercida por mujeres tanto o más duras y despiadadas que sus maridos) le advierten que es mejor no preguntar demasiado, porque sería muy peligroso para ella obtener alguna respuesta acerca del paradero de su padre. Pero el verdadero valor de la propuesta no reside en descubrir por qué esa revelación puede ser peligrosa para Ree, sino en la posibilidad de asistir a la evolución de la protagonista a lo largo de su odisea. La presencia del tío de la chica (notable trabajo de John Hawkes, también postulado a una estatuilla) será decisiva en ese doloroso trance. Los otros protagonistas del filme son la ambientación, de notable realismo, y la fotografía, capaz de transmitir a través de imágenes cautivadoras toda la crudeza y la hostilidad de un paisaje helado y extrañamente bello.
Cinco días de angustia extrema A poco más de un cuarto de hora del comienzo de la proyección, Aron Ralston (en la piel de James Franco) queda atrapado por una piedra que le aplasta el brazo dentro de una hendidura entre dos rocas gigantescas. A partir de ese momento comienza el gran desafío para el director Danny Boyle y para el protagonista absoluto del filme: describir durante poco más de una hora los esfuerzos que el joven hace para liberarse mientras lucha contra la falta de agua y alimentos y mientras sufre un progresivo deterioro en su condición física y mental. Tanto el director como el actor salen airosos; Boyle imagina una cantidad impresionante de encuadres y tomas diferentes en un espacio tan asfixiante como el clima que va adquiriendo la narración a medida que pasan las 127 horas que anuncia el título de la película. Franco, por su parte, confirma a través de una interpretación sobria y eficaz que es uno de los mejores actores de su camada, y que hace rato que dejó de ser simplemente una cara bonita en la pantalla. La película arranca con mucho ritmo; las primeras escenas sirven para pintar claramente a Aron, despreocupado y jovial, y para establecer un fuerte contraste con la angustia que lo gana cuando comprende que el incidente que vive durante la excursión se ha convertido en una trampa que puede ser mortal. Durante las interminables horas que pasa atrapado, Aron deja volar su imaginación, y en esos momentos, Boyle logra interesantes imágenes. También resulta sugestiva la reflexión por parte de Aron acerca de la fuerza del destino: "toda mi vida estuve acercándome a esta piedra, que esperó miles de años para caer sobre mi brazo", piensa. Con la fuerza adicional que siempre le confiere a los filmes la calidad de recreación de hechos ocurridos en la realidad, la película consigue atrapar al espectador y sumergirlo durante buena parte del metraje en un clima de enorme angustia, logrado con muy nobles recursos cinematográficos.
La identidad en crisis El director catalán Jaume Collet-Serra encuentra los mejores momentos de su película en la angustiosa situación en la que coloca a su protagonista: está en un país extraño, nadie lo reconoce, no le creen cuando afirma ser quien es y él mismo empieza a dudar de su cordura. Su esposa, lejos de aclarar las cosas, no sólo lo desconoce sino que está acompañada por otra persona, a la que presenta como su verdadero marido. Las cosas se complican cuando comienza a ser perseguido, y entonces queda bastante claro que lo que pretenden quienes lo acechan es eliminarlo. Promediando el filme, el tono se vuelca claramente hacia la acción y entonces, la película se vuelve un tanto más previsible y rutinaria, pero sin perder atractivo ni tensión dramática en el relato. El realizador apela a partir de ese momento a espectaculares escenas de persecuciones, choques y explosiones que, por cierto, están técnicamente muy bien realizadas. Queda claro que el director eligió relegar el dilema existencial del protagonista en beneficio de una trama más dinámica y convencional, con el acento puesto en la intriga y el suspenso. La trama es sólida, y el espectador va recibiendo información al mismo tiempo que el propio protagonista. Es cierto que algunos giros de la trama suenan inverosímiles, pero no lo es menos que esta es una característica de este tipo de realizaciones. También debe apuntarse que el desenlace explica y justifica muchas aparentes arbitrariedades de la narración, con lo que quedan firmes algunos cabos sueltos del relato; de esta manera, el director consigue redondear una propuesta ágil que, sin dudas, resultará atractiva para un gran número de espectadores. Liam Neeson cubre con su habitual eficacia el rol central; su interpretación resulta convincente, y está bien secundado por January Jones, Aidan Quinn y Diane Kruger. Las apariciones de Bruno Ganz y de Frank Langella sirven para confirmar una vez más la enorme calidad de los veteranos intérpretes.