Leyendas nórdicas en clave de comic Thor es un joven francamente insoportable; al punto que, a causa de su arrogancia y su carácter impulsivo, reaviva una vieja guerra entre reinos que irrita profundamente a su padre, Odín. Cuando éste lo castiga mandándolo a vivir entre los mortales terráqueos, el muchacho descubrirá el amor e iniciará un aprendizaje que le permitirá convertirse en el rey sabio que su padre quería para el reino. Este esquema, llevado al lenguaje de historieta, le permite desarrollar al director Kenneth Branagh un relato que, si bien presenta algunos tropiezos narrativos, consigue interesar al espectador gracias al deslumbrante tratamiento visual de las escenas. Las secuencias de acción y los combates demuestran una vez más que la tecnología digital ya no tiene secretos y que la imaginación de los realizadores no encuentra límites. Todo esto se potencia, claramente, en la versión en 3D, el nuevo recurso tecnológico que se ha convertido en uno de los principales atractivos en la convocatoria del público a las salas. El director Kenneth Branagh es un experto en Shakespeare, y esto se nota en la evidente comodidad con la que se mueve al describir las intrigas palaciegas que rodean a la sucesión de Odín, el monarca de Asgard. Si bien hay un tratamiento excesivo de la música (casi operística, con todo el respeto que ese género merece), las escenas que transcurren en ese sitio fantástico son las más logradas. También hay algunos rasgos de humor (y un par de alusiones a otras historietas de Marvel) y algunos diálogos con pretensiones de reflexión sobre la naturaleza humana, pero queda claro que todo está subordinado a la espectacularidad de las secuencias de acción. A quien le suene extraño ver a este grupo de vikingos que maneja tecnología de punta, recuerde que no está ante un estudio de la mitología nórdica sino en presencia de una historieta que no busca otra cosa que relatar aventuras fantásticas. Y la película va exactamente en la misma línea.
Preparen los pañuelos No por previsible la historia resulta menos conmovedora; a pocos minutos del comienzo, el drama ya se instaló. Un impresionante accidente termina con la vida de un jovencito y trastorna la vida de su novia embarazada y de su núcleo familiar. A partir de allí, la directora Shana Feste construye un relato interesante, con recursos narrativos atrayentes y apoyado en muy buenas actuaciones. No es sorpresa que Susan Sarandon conmueva al espectador con su repertorio de miradas cargadas de sentimiento y de gestos mínimos pero más que elocuentes; un poco más novedosa resulta la eficacia actoral de Pierce Brosnan en la piel de un padre que no quiere (no puede) abrir las compuertas que contienen su emoción. Carey Mulligan convence desde el principio en el rol de la desprotegida novia del difunto, y Johnny Simmons cubre con acierto al hermano menor, que busca sofocar con drogas y con una pretendida indiferencia el dolor por la inesperada pérdida. No es la primera vez que el tema de la conmoción familiar disparada por la muerte de un hijo se trata en la pantalla. El paralelo con "Gente como uno", aquella joyita que dirigió Robert Redford en 1980, resulta inevitable; aquí, la realizadora hace girar la trama alrededor del personaje de la joven embarazada, pero es indudable que los momentos de mayor carga emotiva están en la descripción de las reacciones de los tres miembros de la familia ante la ausencia del chico fallecido y los intentos que hacen para salir adelante. Shana Feste hace avanzar la historia a partir del accidente y, simétricamente, vuelve atrás en el tiempo para relatar la breve pero intensa relación que tuvo lugar entre los dos enamorados hasta el fatal desenlace. El mayor problema de la película consiste en que por momentos se advierten claramente los hilos del clásico "tearjerker", esos productos diseñados para provocar deliberadamente las lágrimas en el público; sin embargo el resultado es, sin dudas, satisfactorio.
Las hermanas sean unidas Filmar en Argentina no es fácil. Una producción debe vencer una impresionante cantidad de adversidades y de complicaciones para llegar al estreno en las salas comerciales. Sin los subsidios estatales, la actividad sería prácticamente imposible. Sin embargo, en los últimos años, los títulos de producción nacional fueron aumentando en cantidad y en calidad. En algún punto, y gracias al esfuerzo y al talento de actores, técnicos, guionistas y productores, la industria llegó a garantizar un buen nivel de realización y el público respondió con una concurrencia a veces masiva a las salas para ver las películas. Parecía que ya se había superado un umbral de calidad y que la vuelta atrás era imposible. Esta película de Diego Rafecas viene a demostrar que se puede retroceder. El director asume demasiados roles (actúa, produce, dirige, escribe) y su tarea hace agua en todos los niveles. El guión es muy pobre, previsible, plagado de lugares comunes, desprovisto de comicidad. El ambiente del multimedio está pintado con un esquematismo ingenuo y el de la bailanta parece ser sólo un pretexto para mostrar en la pantalla grande una colección de traseros rozagantes y de atuendos chillones y cuajados de brillos. Los actores están desaprovechados y sometidos a situaciones que rozan el ridículo. Pinti (excesivamente maquillado) sobreactúa sin control, Moria y Nacha no logran calzar en los estereotipos que les asignaron y los roles secundarios no les dejan a los actores (Majluf, Rissi, Lemos, Belloso) mucho margen para el lucimiento. Rafecas se reserva el rol "cómico y zafado" y es tal su escasez de recursos que el resultado es patético. En una de las primeras escenas, el personaje que encarna Nacha Guevara aparece ensayando una cumbia en el escenario del club que regentea. A Nacha, que sin dudas es una show woman de primer nivel, se la ve desganada y poco convencida en el número musical. Casi una definición de lo que pasa en toda la película. Esta película de Diego Rafecas viene a demostrar que se puede retroceder. El director asume demasiados roles (actúa, produce, dirige, escribe) y su tarea hace agua en todos los niveles. El guión es muy pobre, previsible, plagado de lugares comunes, desprovisto de comicidad. El ambiente del multimedio está pintado con un esquematismo ingenuo y el de la bailanta parece ser sólo un pretexto para mostrar en la pantalla grande una colección de traseros rozagantes y de atuendos chillones y cuajados de brillos. Los actores están desaprovechados y sometidos a situaciones que rozan el ridículo. Pinti (excesivamente maquillado) sobreactúa sin control, Moria y Nacha no logran calzar en los estereotipos que les asignaron y los roles secundarios no les dejan a los actores (Majluf, Rissi, Lemos, Belloso) mucho margen para el lucimiento. Rafecas se reserva el rol "cómico y zafado" y es tal su escasez de recursos que el resultado es patético. En una de las primeras escenas, el personaje que encarna Nacha Guevara aparece ensayando una cumbia en el escenario del club que regentea. A Nacha, que sin dudas es una show woman de primer nivel, se la ve desganada y poco convencida en el número musical. Casi una definición de lo que pasa en toda la película. Esta película de Diego Rafecas viene a demostrar que se puede retroceder. El director asume demasiados roles (actúa, produce, dirige, escribe) y su tarea hace agua en todos los niveles. El guión es muy pobre, previsible, plagado de lugares comunes, desprovisto de comicidad. El ambiente del multimedio está pintado con un esquematismo ingenuo y el de la bailanta parece ser sólo un pretexto para mostrar en la pantalla grande una colección de traseros rozagantes y de atuendos chillones y cuajados de brillos. Los actores están desaprovechados y sometidos a situaciones que rozan el ridículo. Pinti (excesivamente maquillado) sobreactúa sin control, Moria y Nacha no logran calzar en los estereotipos que les asignaron y los roles secundarios no les dejan a los actores (Majluf, Rissi, Lemos, Belloso) mucho margen para el lucimiento. Rafecas se reserva el rol "cómico y zafado" y es tal su escasez de recursos que el resultado es patético. En una de las primeras escenas, el personaje que encarna Nacha Guevara aparece ensayando una cumbia en el escenario del club que regentea. A Nacha, que sin dudas es una show woman de primer nivel, se la ve desganada y poco convencida en el número musical. Casi una definición de lo que pasa en toda la película.
Cinco chicas audaces Si el espectador está dispuesto a ver un "clip" con un notable tratamiento de la imagen de más de 100 minutos de duración, encontrará ampliamente justificado cada centavo que pagó por la entrada. Si pretende asistir a la narración de una historia coherente, o a la formulación de algún planteo conceptual que vaya más allá de una excelente propuesta audiovisual, que elija otro estreno. Zack Snyder ya demostró en "300" y en "Watchmen" que es capaz de inventar y de mostrar en la pantalla escenarios de enorme riqueza visual. En esta oportunidad extrema esas virtudes y da rienda suelta a su frondosa imaginación para contar las aventuras de un quinteto de reclusas en una institución mental cuando, por obra y arte de una especie de baile hipnótico que ejecuta una de ellas, acceden a un mundo fantástico en el que todo parece posible. La (débil) excusa argumental es que, a través de cuatro etapas (y de la conquista de otros tantos elementos), accederán a un quinto plano en el que podrán concretar el ansiado escape del manicomio en el que están encerradas. Es así como las aguerridas damas aparecen sucesivamente en las trincheras de la primera guerra mundial, o enfrentadas a un gigantesco dragón entre zombis medievales, o tratando de desactivar una bomba a bordo de un tren a toda velocidad; no son otra cosa que pretextos para que las chicas desplieguen vistosas coreografías mientras disparan sus armas en escenarios que siempre sorprenden por su gran calidad visual. La vuelta a la realidad, en el clima oscuro y deprimente del manicomio, produce un interesante contraste. Los personajes son esquemáticos: las chicas, temerosas y vulnerables como internas, aparecen valientes e indómitas como guerreras; el guatemalteco Oscar Isaac compone uno más de sus tantos villanos y Scott Glenn es una suerte de gurú onírico bastante convencional. Todo esto, por cierto, magníficamente fotografiado.
Un cuento de hadas a media tinta La presencia de Neil Jordan detrás de las cámaras y de Stephen Rea en el elenco hace pensar en un producto de excelente nivel, como "El juego de las lágrimas" (1992) o "El ocaso de un amor" (1999). No es el caso, a pesar de que en los primeros tramos del relato la historia promete mucho. Jordan pinta con su reconocida capacidad el ambiente de la aldea de pescadores de la costa irlandesa en la que se desarrolla la trama, y describe ajustadamente la relación entre el pescador que encarna Colin Farrell, su ex esposa alcohólica y su pequeña hija, afectada por una grave enfermedad renal y a la espera de un trasplante. Integra promisoriamente a este ambiente a una extraña muchacha que el pescador encuentra semiahogada entre sus redes durante una jornada de pesca. El misterio se ahonda cuando la niñita comienza a convencerse de que la recién llegada es una suerte de sirena que está pasando por una experiencia singular fuera de las aguas marinas que conforman su habitat. Jordan parece querer contar un cuento de hadas en tiempos actuales; se apoya en el halo fantástico que impregna los paisajes irlandeses, tierra de duendes y de seres fabulosos. En ese tramo del filme, el director logra los mejores momentos; Farrell entrega una actuación sobria y convincente, y la actriz de origen polaco Alicja Bachleda encuentra el tono justo entre el misterio, la frescura y la oscuridad para encarnar a la enigmática Ondine. Alison Barry le saca el jugo al personaje de la hija de Farrell y Stephen Rea luce eficaz como siempre en la piel del comprensivo cura del pueblo. El problema fundamental está en el remate; da la sensación de que el director vacila porque le imprime un viraje inesperado al tono del filme que, de esta manera, se aparta de los climas atractivos planteados en el comienzo y en buena parte del desarrollo de la trama; la historia cierra entonces con un "colorín colorado" que suena cuanto menos incongruente con el resto de la narración.
Todo vale en la lucha por el rating El director Roger Michell sabe perfectamente que tiene entre manos una comedia amable y divertida y dedica todos sus esfuerzos a contarla como mandan las reglas del género. Cuenta para ello con una protagonista bonita y simpática y con un elenco de primeras figuras para desarrollar los personajes secundarios. Rachel McAdams, a cargo del rol protagónico, cumple con las expectativas y anima con buenos recursos a una productora de televisión que pone todo lo que tiene a mano en la tarea de levantar el rating de un alicaído programa. La película centra su acción en el particular mundo de los shows de la mañana, esos espacios en los que se pasa con gran naturalidad del detalle de una receta para preparar omelettes a un adiestrador de ranas e, inmediatamente, a un móvil desde un choque múltiple en una autopista. También pinta la despiadada lucha por una centésima de punto en la medición de audiencia, el altar moderno en el que se sacrifican el buen gusto, la prudencia, los códigos de ética periodística y hasta la dignidad profesional de muchos de los que allí intervienen Pero a Michell no le interesa hacer una reflexión profunda sobre la televisión, a la manera de la inolvidable "Poder que mata" ("Network", Sidney Lumet, 1976) -entre otras- sino aprovechar ese ambiente de ambiciones personales, frustraciones profesionales y principios morales difusos para desarrollar allí la historia de esta joven productora que tiene que salvar del naufragio al programa en cuestión. Harrison Ford encarna a una ex estrella del periodismo que acepta a regañadientes integrarse a un envío que desprecia y detesta, Diane Keaton a la conductora del programa (una ex reina de belleza en franca decadencia), Jeff Goldblum al poco escrupuloso gerente de la emisora y Patrick Wilson a un compañero de tareas de la protagonista, apuesto y simpático, para dar lugar al costado romántico de la historia. Si se los hubiera explotado al máximo, mucho mejor habría sido el resultado.
Las chicas sólo quieren casarse Ivan Reitman dirigió "Los cazafantasmas" en 1984 y dejó una marca en la filmografía de la década; pero con este filme está más cerca de la fallida "Mi súper ex novia" (2006) que de aquel imaginativo aquelarre de fantasmas multicolores sobre la ciudad de Nueva York. La historia de Emma y Adam se adivina desde los títulos; el espectador imagina todo lo que va a pasar en la trama, y el problema es que las cosas ocurren exactamente así. No hay una sola sorpresa ni toques de originalidad en el relato. Y es una pena, porque el elenco hubiera permitido desarrollar personajes mucho más interesantes que los que durante más de una hora y media (que terminan pesándole al espectador) deambulan por la pantalla; al punto que resulta casi imposible encontrar más de dos ideas originales en el guión. En este tipo de comedias, los personajes secundarios resultan especialmente relevantes; y si bien es cierto que los que aparecen junto a los protagonistas de esta historia disponen de un par de chistes eficaces y de alguna situación divertida, también lo es el hecho de que no pueden escapar de la chatura general del guión. Suena a desperdicio disponer de Cary Elwes, de Ludacris o del gran Kevin Kline y no sacarles el jugo con personajes y situaciones acordes con el talento de esos actores. Emma (Natalie Portman, hermosa como siempre y en un correcto trabajo, también como siempre) deja en claro que no quiere otra cosa que sexo en su relación con Adam (Ashton Kutcher, nunca tan simpático como en la piel del Kelso de "That ´70s show"). Pero a medida que avanza -lentamente- la trama, va descubriendo que no es la profesional fría y desprejuiciada que pretende ser, y que en definitiva sí que quiere que le regalen una alianza y le propongan matrimonio. Lo cual de ninguna manera es criticable; el problema es que pasan demasiadas cosas intrascendentes hasta que la protagonista comprende lo que los espectadores saben desde que se metieron el primer pochoclo en la boca.
Un héroe de carne y hueso La idea de relatar una serie de hechos históricos desde la perspectiva de un imaginario testigo directo no es nueva, pero siempre resulta eficaz. Leandro Ipiña apela a este recurso para estructurar el relato del cruce de Los Andes que protagonizó el ejército patriota liderado por José de San Martín. La epopeya permitió darle dimensión continental a las luchas por la emancipación del dominio de la corona española y puso irrevocablemente a las colonias en el camino de la independencia. La narración, desde el punto de vista de este adolescente que se convierte en amanuense del Gran Capitán simplemente porque sabe leer y escribir, se convierte en un testimonio vibrante, y le permite al director del filme mostrar a San Martín en toda su dimensión humana. Resulta natural, entonces, ver al prócer de mal humor, protestando a viva voz porque no recibe los recursos que necesita, o enojado con subalternos y superiores; o bien, ya en la instancia del cruce de la cordillera, enfermo y devastado por el dolor. Es decir, la pintura del personaje escapa del acartonamiento de la historia convencional para darle una carnadura que lo identifica con el público. Rodrigo de la Serna redondea una muy buena tarea en el papel protagónico; los rubros técnicos están cubiertos con gran nivel y la realización del filme en exteriores y en escenas con importantes desplazamientos de extras resulta más que satisfactoria. Todo esto, dicho de una producción nacional de época configura una muy buena noticia. Pero quizá el mayor acierto del filme está en el original tratamiento de estos importantes tramos de nuestra historia. Los hombres que toman decisiones trascendentales son eso: hombres, con dudas, con temores, con vacilaciones. Las batallas no son baños de gloria sino tumultos confusos y sangrientos. Y a tal punto se dejan de lado las convenciones de la historia oficial, que ni siquiera es blanco en la película el famoso caballo blanco del San Martín de las ilustraciones escolares.
El lado oscuro Algunos espectadores encuentran especialmente interesantes a las películas que muestran los entretelones de la vida de los artistas entre bambalinas; es por eso que se han hecho muchos filmes ambientados en ese particular mundo que está detrás de los escenarios, entre camarines, pasillos y salas de ensayo. Ese suele ser el ámbito ideal para el desarrollo de apasionantes conflictos humanos; si a esto se agrega el hipercompetitivo ambiente del ballet, una bailarina obsesionada con la perfección, una rival tan ambiciosa como seductora, un director artístico cínico y manipulador, una estrella en el ocaso y una madre dominante, los ingredientes para una mezcla explosiva están servidos. El director Darren Aronofsky maneja hábilmente a los personajes de este drama, a pesar de las flaquezas de un guión demasiado obvio. Se apoya en una destacada tarea de Natalie Portman (poco importa la polémica desatada alrededor de sus verdaderas condiciones como bailarina clásica) y del resto del elenco. Pero cuando la obsesión de la protagonista con las características del personaje que tiene que interpretar la llevan al borde de la locura, el libreto pierde en consistencia lo que gana en ampulosidad y grandilocuencia. A Aronofsky (recuérdese "El luchador") le interesan los personajes que le ponen literalmente el cuerpo a su pasión; tal el caso de Nina, quien además debe lidiar con una conflictiva relación con su madre (también bailarina, que dejó la profesión para criarla). Las cosas terminan de complicarse cuando la dualidad que la protagonista debe mostrar en escena invade su vida privada, y la llevan a confundir la realidad con las imágenes que se generan en su afiebrada mente. La película entretiene y los aspectos visuales están muy bien resueltos, con interesantes imágenes logradas por cámaras mezcladas entre los propios bailarines en escena; pero no alcanza la densidad necesaria como para ser algo más que otro filme sobre el mundo del ballet.
Morir en paz Uxbal vive en Barcelona, separado de su mujer y a cargo de la crianza de sus dos hijos. Tiene el extraño don de comunicarse con los que acaban de morir, y cobra a los deudos por ese servicio. Cuando le anuncian de que va a morir de cáncer, trata de ordenar su existencia. Alejandro González Iñárritu vuelve sobre los temas que le preocupan desde siempre y que ya expuso en "Amores perros" o "Babel"; en esta oportunidad abandona la estructura coral que tan bien utilizó en esos títulos y centra el relato en la existencia del protagonista excluyente, un sobreviviente que hace negocios turbios sobre las espaldas de los inmigrantes ilegales de origen africano y asiático que deambulan por las calles (o viven y trabajan encerrados en infames talleres clandestinos) de Barcelona. Uxbal, además, trata de criar a sus hijos, de los que tiene la custodia legal mientras lidia con la separación de su ex esposa (la argentina Maricel Alvarez, de muy buena tarea actoral). La muerte está presente en todo el relato, no sólo porque Uxbal puede comunicarse con las personas recién fallecidas sino porque los médicos le han anunciado que un cáncer va a terminar rápidamente con sus días. En ese escenario, tan deprimente que hace pensar que en el cine deberían vender ansiolíticos en lugar de pochoclo, el protagonista intentará ordenar su vida para poder morir en paz; pero las cosas no le resultarán tan sencillas. Es precisamente en la descripción de ese calvario que el director invierte la mayor parte del quizá excesivo metraje de su filme. Hay que aplaudir la elección de Javier Bardem para encarnar a Uxbal. El actor entrega una tarea de primer nivel, y es verdad que si hubiera ganado el Oscar para el que estuvo postulado no habría habido injusticia alguna. Al mismo tiempo, hay que reprochar cierto descuido en el sonido, porque la falta de balance con el ruido de fondo hace que muchos (demasiados) parlamentos de los actores resulten directamente ininteligibles. Es muy buena también la fotografía, y la elección de las locaciones sintoniza precisamente con el tono de la historia: Barcelona, una de las ciudades más bellas y coloridas de Europa, aparece aquí triste, gris, fría, chata y deslucida. Como la vida (y la muerte) del pobre Uxbal.