Una travesía impensada En su nueva incursión como director, el conocido Ben Stiller no genera una verdadera innovación, como la que logró en la interesante “Generación X” (1994); tampoco apela al delirante y satírico humor de “Zoolander” (2001) ni provoca como lo hace en “Una guerra de película” (2008). Pero sí logra una película entrañable, redonda, que consigue despertar simpatía por sus personajes, divierte, emociona por momentos y hasta deja un mensaje alentador, además de contener varios hallazgos visuales. Como ya hizo otras veces, Stiller se reserva el papel principal para contar la historia de Walter Mitty, un hombre anodino y rutinario, al punto que las simples decisiones cotidianas -como enviar un guiño a través de un sitio web para obtener citas- le resultan dificultosas e intrincadas. Su trabajo en una conocida revista no es precisamente proclive a giros inesperados o sobresaltos: es el encargado de los negativos fotográficos, tarea que cumplió con casi obsesiva pulcritud durante 16 años. Pero, para contrarrestar todas estas grises circunstancias diarias, el bueno de Mitty no hace más que soñar despierto, y varias veces por día se imagina que es protagonista de diversas hazañas, a cual más increíble y osada, que van desde un rescate en un edificio en llamas hasta una pelea digna de superhéroes con su nuevo jefe. Es precisamente aquí donde el filme encuentra sus pasajes más logrados: en el divertido contraste que se genera entre las imaginativas ensoñaciones del protagonista y su violento choque con la realidad, siempre más prosaica. Búsqueda frenética Ya con el personaje y su enorme capacidad de imaginación presentados, el inicio de la acción se produce cuando Mitty por un compañero se entera de que la revista en la que trabaja fue adquirida por un nuevo grupo empresario, que la dejará de imprimir para mantener la versión on line. Situación que, dada la labor que realiza, no provoca precisamente el optimismo del pobre Mitty, quien a pesar de su contracción al trabajo, presiente su inminente despido. Todo empeora cuando le comunican que la última portada de la publicación será una fotografía de Sean O’Connel -un legendario reportero gráfico amante de viajar por el mundo- cuyo negativo Mitty acaba de extraviar. Frente a esta contingencia, deberá iniciar un viaje maratónico por puntos inhóspitos del planeta que modificará su modo de enfocar la vida. Mientras afronta estas tribulaciones, busca el modo de conseguir el interés romántico de Cheryl, una reciente compañera de trabajo de la que se ha enamorado. Secundarios de lujo Habituado a encabezar los repartos, Stiller cumple con su papel sin dificultad, al igual que Kristen Wiig quien encarna a la mujer que despierta el interés romántico del protagonista. Sin embargo, ambos parecen desaprovechados. No ocurre lo mismo con los secundarios. Sean Penn está perfecto como el curtido fotógrafo cuya foto perdida motoriza la historia. Al talentoso actor de “Río místico” le bastan unos pocos minutos y una mirada cargada de sentido para dar estructura a su personaje. Ocurre algo similar con la siempre vigente Shirley MacLaine, como la cariñosa madre de Mitty. Aunque las aventuras que emprende Walter incurren muchas veces en lugares comunes y bordean el estereotipo, igual resultan simpáticas y generan empatía con el espectador, sobre todo al estar matizadas por la singular torpeza del protagonista, que lo lleva a cometer absurdas imprudencias con resultados inverosímiles. Y visualmente, los ámbitos donde se desarrollan resultan poco menos que impresionantes: las inmensidades del mar de Groenlandia, un volcán en erupción en Islandia y las cumbres nevadas del Himalaya. Basada (muy libremente) en un relato de James Thurber que ya había sido adaptado para la pantalla de cine en 1947 con Danny Kaye en la cabeza del elenco, “La increíble vida de Walter Mitty” emerge en líneas generales como una de esas típicas comedias bienintencionadas que suelen poblar las carteleras, pero está un escalón por encima del promedio. Y aunque de un actor (y director) como Ben Stiller se podría esperar una mayor inspiración y una mirada más desafiante, su película es tan agradable que se pueden considerar con indulgencia sus inocultables defectos.
El color del dinero Si todavía existen directores de cine que puedan otorgar a sus trabajos un sello personal, calidad artística y al mismo tiempo éxito comercial, Martin Scorsese figura entre ellos. Es que en “El lobo de Wall Street”, tal como hizo en muchas de sus obras anteriores, disecciona bajo una luz despiadada la banalidad de las bases sobre las que está edificada cierta versión del sueño americano. Jordan Belfort, el protagonista, amasa una enorme fortuna pero su vida se derrumba ante los excesos, el incontrolable hedonismo y su pretensión de omnipotencia. En este vibrante filme, el realizador neoyorquino se introduce en los vericuetos de la historia real de Belfort, un ambicioso agente de bolsa de Nueva York de modestos inicios, que pasa a ser un magnate gracias a su astucia, capacidad e intuición, pero sobre todo a partir de la corrupción y el engaño. Al principio, cuando desembarca en Wall Street, la crisis internacional de mediados de los ‘80 lo expulsa del sistema. Pero, junto con un grupo variopinto de inescrupulosos buscavidas que se convierten en voraces “brokers”, monta después un imperio financiero. Se trata de una crónica intensa, apasionada y sobre todo desmesurada sobre la codicia, que lleva impresas muchas de las características reconocibles en la obra de Scorsese: largo metraje, densa trama, esmero en la fotografía y puesta en escena, mucha energía y un montaje ágil, casi vertiginoso, que prácticamente obliga al espectador a no perderse ninguna secuencia. Todo teñido por la capacidad del director para construir personajes atractivos y llenos de matices, en este caso los codiciosos e inescrupulosos agentes de bolsa y su complejo entorno, que componen una jungla singular. Tanto en la estructura del guión (está narrado en primera persona) como en la temática que explora, en “El lobo de Wall Street” se oyen varias resonancias de otros filmes de Scorsese. Como el Henry Hill que interpreta Ray Liotta en “Buenos muchachos”, Belfort alcanza la cima, para después caer estrepitosamente. Al igual que el Sam “Ace” Rothstein que encarna Robert De Niro en “Casino”, elige con total uso de conciencia el camino que lo llevará a la destrucción. Y como el multimillonario Howard Hughes de “El aviador”, observa cómo su dinero resulta inútil para superar sus obsesiones. Sintonía artística Luego de trabajar juntos en “La isla siniestra”, “Infiltrados”, “El aviador” y “Pandillas de Nueva York” el tándem Scorsese-DiCaprio alcanza en “El lobo de Wall Street” una de sus cumbres, con momentos antológicos. La sintonía que logran director y actor remite (salvando las obvias distancias) a las grandes colaboraciones que el primero realizó hasta fines de los ‘80 con Robert De Niro. Y subraya el gran crecimiento que mostró en poco más de una década el actor de “Titanic”, que dejó de ser un galán para erigirse como uno de los mejores actores de su generación. Al aplomo y versatilidad vistos en “J. Edgar”, “Django desencadenado” o “El gran Gatsby” le suma un magnetismo inigualable. La mayoría de los actores que completan el elenco tienen también sus oportunidades de lucimiento. Jonah Hill está soberbio como Donnie Azoff, mano derecha de Belfort, tanto en los momentos cómicos como los dramáticos. Y Matthew McConaughey tiene un breve pero impecable papel como el exaltado pero encantador Mark Hanna, quien introduce al futuro “lobo” en el laberinto de la bolsa neoyorquina. También tiene sus grandes momentos Rob Reiner, como “Mad Max” Belfort, Jean Dujardin (el ganador del Oscar por “El artista) como un persuasivo banquero suizo y sobre todo Margot Robbie, como la seductora segunda esposa del protagonista. A pesar de sus evidentes exageraciones -se pone mucho énfasis al mostrar detalles de la frívola y desenfrenada vida que llevan Belfort y su bufonesco grupo- y su excesivo metraje, “El lobo de Wall Street” es un nuevo testimonio de que Martin Scorsese, a sus 71 años, se mantiene en forma y es capaz de que sus historias y personajes, que siempre van a fondo, permanezcan durante mucho tiempo en la memoria del espectador.
Pura adrenalina En 2001, una película titulada “Rápido y furioso” propuso una combinación de bellas chicas, recios galanes y autos velocísimos con corridas y persecuciones que bordean constantemente el vértigo. Aquel trabajo dirigido por Rob Cohen no solamente supuso un impresionante éxito de taquilla, sino que convirtió a sus actores principales -Vin Diesel y Paul Walker- en estrellas y dio lugar a tal cantidad de sagas, cada una de ellas más imponente que la anterior, que ni siquiera el inoxidable John McClane (Bruce Willis en “Duro de matar”) logró igualar. Al punto que doce años después “Rápidos y furiosos 6” todavía es recibida con mucho entusiasmo por el público, sobre todo por aquel integrado por adolescentes y fanáticos del automovilismo. Fundamentalmente porque desde su perfil de “tanque hollywodense” con todas las letras, el filme no lleva sus pretensiones mucho mas allá de lo que propone en la práctica: un divertimento con muchísima acción, velocidad, tiroteos y golpes de puño por doquier, edificios que se derrumban y -como no podía ser de otro modo- algunos necesarios toques de comedia y romance. Este sexto capítulo los carismáticos Dominic Toretto (Vin Diesel) y Brian O’Conner (Paul Walker) y el resto de los miembros de su equipo se encuentran diseminados en distintos países tras destruir a un imperio mafioso y quedarse con un millonario botín. A pesar de vivir ahora en entornos lujosos y paisajes de ensueño, sienten nostalgia por su hogar, al que no pueden regresar por su condición de criminales buscados. La oportunidad de obtener un indulto y de recuperar a Letty -una de las integrantes del equipo a la que daban por muerta- les llega cuando el agente Hobbs (Dwayne “The Rock” Johnson) invoca su ayuda para detener a una organización de mercenarios liderada por el experto Shaw (Luke Evans). Ésa es, en líneas generales, la excusa para que estos ases del volante vuelvan a sus temerarias andanzas. Vigencia La película encuentra en los apartados técnicos sus matices más sobresalientes. La edición de sonido está muy bien lograda al igual que la fotografía, lo que exige verla en una sala de cine para poder disfrutarla en todo su potencial. Los actores -sobre todo Diesel, Walker y “The Rock” Johnson- cumplen a la perfección con sus papeles y hasta tienen algunos breves momentos de lucimiento personal, pero son plenamente conscientes de que las expectativas de la platea están centradas en aquellas secuencias en que los autos y la velocidad son los protagonistas excluyentes. A pesar de que la duración demasiado extensa del filme (más de dos horas) va en desmedro en el resultado final, merecen una mención las locaciones, que llegan precedidas por espectaculares tomas aéreas. Aunque la mayor parte de la trama se desarrolla en Londres, donde se producen algunas escenas antológicas que se podrían ubicar entre las mejores de la saga, la acción se traslada por momentos a distintos puntos del globo como Rusia, España, Estados Unidos y Japón, algo que remitirá a los seguidores a varias de las exitosas entregas anteriores. En síntesis, la popular franquicia todavía se mantiene en plena vigencia y no tiende a padecer síntomas de agotamiento a pesar de que apela una y otra vez a las mismas fórmulas y los mismos personajes protagónicos. Y la pequeña “sorpresa” que sigue los créditos finales de este capítulo anticipa una séptima película donde se sumará a los actuales integrantes del elenco el siempre magnético Jason Statham. Con toda seguridad una buena noticia para los fans de estos audaces y frenéticos conductores, que no parecen estar dispuestos a sentar cabeza.