Cadenas de roca El cine en general, y el comercial en particular, sabe muy bien cómo nutrirse de buenas historias. Un productor dotado de mínima perspicacia, es consciente de los elementos que debe contener aquello que se piensa contar si se quiere atraer al público. Pero no es menos cierto que una historia interesante no es garantía de una buena película. Es lo que ocurre con “Los 33”, que dramatiza los hechos ocurridos entre agosto y octubre de 2010 en un apartado punto de la geografía chilena, donde un grupo de mineros logró el milagro: sobrevivir casi 70 días en las profundidades tras un accidente. El suceso es conocido: a principios de agosto de ese año, la cuadrilla quedó atrapada debido a un derrumbe, a unos 700 metros bajo tierra en la mina San José, en Copiapó. Sus integrantes debieron sobrevivir en un refugio precario, con una reducida partida de víveres y un calor agobiante, durante más de dos semanas hasta que las autoridades lograron hallarlos con vida. Y esperar casi dos meses más, en condiciones adversas, hasta que al promediar octubre pudieron llevarlos de nuevo a la superficie. Millones de personas en el mundo siguieron casi al unísono la evolución de los hechos y el rescate se convirtió en una especie de cruzada para el pueblo chileno. Actores sin brillo El reparto internacional elegido para llevar a la pantalla estos acontecimientos contiene nombres famosos, pero su presencia no alcanza a dar gravitación a un producto que se queda a mitad de camino en casi todo. Antonio Banderas es el actor seleccionado para interpretar a Mario Sepúlveda, carismático líder del grupo, que impuso la disciplina para organizar la estrategia de sobrevivencia. De probado talento y ductilidad bajo la conducción de directores como Pedro Almodóvar, Fernando Trueba o Robert Rodríguez, aquí sobreactúa y no otorga al personaje la hondura que reclama. El drama íntimo de ese caudillo involuntario, ungido por sus compañeros pero sin buscarlo, obligado a soportar sobre sus hombros una gran responsabilidad, no está reflejado en toda su dimensión por el actor de “La piel que habito” y “Átame!”. Algo parecido ocurre con Juliette Binoche, que protagoniza a una improbable vendedora de empanadas, hermana de uno de los hombres atrapados, y con Rodrigo Santoro (Jerjes en la recordada traslación al cine del cómic “300”, en 2007) quien encarna sin mucha convicción al idealista ministro de Minería de Chile, Laurence Golborne, que asume como personal el desafío de salvar a los 33. Gabriel Byrne en la piel de un curtido experto en excavaciones y Bob Gunton en una solvente recreación del presidente Sebastián Piñera, completan un elenco irregular. Hay que destacar que el guión tampoco les sirve de mucha ayuda a los actores: los diálogos por momentos se tornan poco plausibles y forzados. Ejemplos: los mineros, en la instancia crucial de su drama, al adquirir la certeza de que están atrapados sin salida, articulan frases como: “He aquí el corazón de la montaña”. O el ministro Golborne asegura, pomposo, que “lo imposible sólo lleva más tiempo” cuando enfrenta los primeros reveses en el proceso de excavación que trata de llegar hasta el refugio. Es evidente también que la necesidad de mantener abiertas muchas líneas argumentales (algunas supérfluas) conspira con el ritmo de la narración, que por momentos se ralentiza. Paradoja En los apartados técnicos, “Los 33” no es un mal producto. Hay esmero en los detalles, los efectos visuales están logrados, la reconstrucción de los escenarios es prolija, creíble.Y la caracterización de los actores, minuciosa. Pero nada de esto aparece genuino. La sensación es que los realizadores, todos ellos buenos artesanos, se limitan a cumplir con la mera crónica de los hechos, sin lograr reflejar la huella honda que la hazaña vital de “los 33” dejó en la población. Aunque dedica una parte (pequeña, pero muy significativa) de su metraje a invocar a la clásica canción popular “Gracias a la vida” de Violeta Parra, la paradoja central del film es que narra una historia sobre la supervivencia que carece de vida.
El tiempo no es oro En algún lugar de “El secreto de Adaline” habita una gran película. De hecho, contiene todos los componentes para serlo: actores sólidos, una premisa que mezcla con inteligencia, aunque sin creatividad, el drama sentimental con lo fantástico y la chance de ahondar en temáticas como el paso del tiempo, la soledad, el amor. Pero se agota en una mirada liviana, que pone todo el acento en los giros dramáticos rebuscados, y deja de lado necesarios espacios para la reflexión y sobre todo para la profundización psicológica de los personajes, un aspecto muy desaprovechado. El arranque es interesante, inclusive cautivador. Vemos retazos de la vida cotidiana de una mujer, su soledad voluntaria, sus metódicos intentos de mantener distancia. Es evidente que arrastra un secreto. Pronto sabremos que a partir de un extraño accidente, su cuerpo dejó de envejecer. Posee la juventud eterna. Adaline -ése es su nombre- vive esto como una maldición. Incluso investiga su caso, pero no halla explicación. El narrador en off, omnisciente, advierte que hasta 2035 la humanidad no la descubrirá. En un breve prólogo, se nos revela que la mujer vivió más de 80 años bajo diversas identidades y sólo mantuvo contacto con una hija, ya octogenaria. La complicación emerge cuando conoce a un hombre encantador, del cual se enamora a pesar de su estratégico alejamiento de sus semejantes, que en definitiva lo son pero no del todo. Igual que en la más inquisitiva “El curioso caso de Benjamin Button”, en la divertida “Hechizo de tiempo” (que aborda una problemática similar, pero desde el cristal del humor) e incluso en determinadas partes de la primera parte de la saga de “Highlander”, la protagonista sufre su circunstancia y convive sobre todo con temor el posible oprobio de convertirse en un caso de laboratorio, en un “fenómeno”. Eso le impide forjar relaciones duraderas y mide sus reacciones, trata de mostrarse serena. “¿De qué sirve el amor si no se puede envejecer juntos?”, se interroga con dolor. Además, tiene que tejer un complicado castillo de naipes cimentado en mentiras, renovadas identidades, distintas residencias y supuestas relaciones parentales para evitar que se devele su secreto. Su dilema es claro: quiere cambiar, pero no sabe cómo. Del oficio al desinterés A pesar de sus momentos encantadores (almibarados, pero así y todo bien logrados) al promediar el metraje la historia naufraga, cuando abandona la firmeza de los tramos iniciales, se deja llevar por los clichés, se regodea en los giros efectistas, deja definitivamente a un lado toda posible pretensión de profundidad, se torna complaciente y trata de resolver todo a través de brochazos gruesos. Todo se vuelve previsible y artificioso. Los actores poco pueden hacer al respecto. Blake Lively asume el rol protagónico y lo resuelve con mesura. Su belleza y frialdad cuajan con el personaje, pero la actriz no le otorga la convicción necesaria. Lo mismo ocurre con el Michiel Huisman que interpreta a Ellis, el hombre que despierta su interés romántico. En cambio, son los veteranos Harrison Ford y Ellen Burstyn, actores curtidos, quienes con oficio aportan al filme los momentos de mayor autenticidad. Las limitaciones, de todas maneras, no están en los intérpretes, ni siquiera en la resolusión visual, que es esmerada, sino en su escasa inquietud para tratar los temas interesantes, que apenas están esbozados al principio, en la excesiva corrección (hay una secuencia gratuita sobre el final, que trata de concluir en un instante el dilema de cuatro décadas de un personaje) y en su epílogo poco imaginativo, apresurado. El intento de conmover al espectador decae en morosidad y desinterés. “El secreto de Adaline” podría haber sido, con un director algo más osado, un gran trabajo. Pero se queda en un módico intento.
Ni sonrisas, ni lágrimas No divierte ni conmueve. En realidad, no genera nada. Ni siquiera aquellas secuencias que fueron diagramadas con toda intencionalidad para provocar golpes bajos, aparecen huecas y falsarias. “Héctor en busca de la felicidad” constituye una fábula cinematográfica de moraleja simplona. Intenta trasmitir un mensaje bienintencionado de crecimiento y superación, pero se queda en lo anecdótico. Y por sobre todo, en una pueril visión del mundo. El psiquiatra Héctor no encuentra aliciente en su profesión y advierte que no tiene nada que aportar a sus pacientes más que respuestas trilladas. A la vez, no anda bien en su matrimonio que ha caído en la rutina. En síntesis: se da cuenta de que no es feliz. Más aún, de que no sabe qué es la felicidad. Entonces decide, sin muchas vueltas y hasta con cierta impunidad, hacer un viaje a China y África para ver si puede desvelar este misterio. Inicia su periplo y conoce a varias personas que, desde diversas ópticas, le señalan lo que piensan al respecto. Anota todo en una libreta. Rápidamente se advierte que tiene poca calle y pasa por situaciones que templan su carácter y lo llevan al reencuentro con un amor de juventud para cerrar asuntos pendientes. En otras palabras, se ve obligado a madurar. Aunque contiene algún gag más o menos divertido (el protagonista es el comediante británico Simon Pegg), la película es tan falsa que se dedica a desperdiciar a sus buenos actores y locaciones privilegiadas para desarrollar una historia insípida, poco plausible y hasta en cierta medida pomposa, acerca de un hombre de mediana edad, inmaduro, acartonado, que tiene una vida, en apariencia, exitosa pero necesita realizar un viaje por lugares exóticos para descubrir que todos que todos los seres humanos tienen “la obligación de ser felices”. Así, durante su periplo por momentos azaroso, se cruza con distintos personajes caricaturescos y sin matices, cada uno de los cuales intenta representar (aunque de un modo demasiado esquemático) los posibles caminos hacia una felicidad que siempre termina siendo ilusoria e inasible. Desaprovechados Inspirada en una novela de François Lelord y dirigida por Peter Chelsom, quien tiene entre sus antecedentes a la floja “¿Bailamos?” (2004), con Richard Gere y Susan Sarandon, “Héctor en busca de la felicidad” tiene al mentado Pegg y Rosamund Pike como protagonistas. Ambos son notables actores, basta recordar “Shaun of the Dead” (2004) en el caso del primero y “Perdida” (2014) entre las notables actuaciones de la segunda, pero no encuentran esta vez la sintonía adecuada. También desfila en la película un excelente plantel de actores de probado talento y experiencia, como Toni Collette, Stellan Skarsgard, Jean Reno y Christopher Plummer. Y aunque realizan su trabajo con solvencia y oficio, se puede percibir con facilidad que hacen lo que pueden con personajes carentes de carga dramática y que deben cargar con parlamentos muy poco convincentes. Esto queda de relieve con especial énfasis en el caso de Plummer en su composición de un desaliñado científico que desarrolla un método pueril para verificar el “índice de felicidad” de las personas. El film no hace honor a la tradición de la comedia británica, que tiene antecedentes como “El diario de Bridget Jones” (2004), “Cuatro bodas y un funeral” (1994), “Todo o nada” (1997) o la más reciente “Muerte en un funeral” (2007).
Un veterano duro de matar Al encarar cualquier abordaje de “The Gunman: el objetivo”, la alusión a “Búsqueda implacable” (2008) es inevitable. Ambas películas repiten director (el francés Pierre Morel), tienen como protagonista a un héroe de acción veterano (Liam Neesom en “Búsqueda...”, Sean Penn en “The Gunman”), un trasfondo de complejas problemáticas internacionales esbozadas en forma sencilla, blandamente crítica y por sobre todo tiros, peleas y persecuciones. Pero, aunque el modelo se reitera casi al pie de la letra, allí donde la película de 2008 funciona, ésta falla. No estrepitosamente, pero en dos aspectos que son clave: la -sorpresiva- falta de carisma de Sean Penn y la escasa fe de los realizadores en los propios personajes, que no terminan de convencer, ni los buenos ni los malos. Y si ocurre esto, si los actores no se creen lo que hacen, ¿cómo es posible que logren transmitir a los espectadores algún atisbo de emoción genuina? La acción arranca en el Congo en 2006. Jim Terrier (Sean Penn) forma parte de un grupo de agentes especiales que protegen a las organizaciones que realizan tareas humanitarias para tratar de cerrar las heridas abiertas por la guerra civil en el país africano. En realidad, esto es una especie de fachada: realizan algunos trabajos mucho más oscuros, al servicio de difusos intereses políticos y empresariales. En paralelo, desarrolla una relación amorosa con la bienintencionada Annie (Jasmine Trinca) una profesional que cumple servicios en una ONG. Tras un operativo donde cumple el rol de “tirador asignado”, debe abandonar el continente y a su novia. Y llevar consigo el trauma de las consecuencias de sus actos. Ocho años después, Jim está otra vez en África, realizando tareas comunitarias en un evidente intento de lavar sus culpas. Sin embargo, el pasado lo acecha: cuando intentan asesinarlo para borrar las huellas de aquella antigua operación, se ve obligado a usar sus habilidades para hallar a los culpables, limpiar su nombre, recuperar a Annie y redimir sus pecados. Actores en horas bajas Muy lejos de la intensidad de sus trabajos en “Río Místico” o “21 gramos”, Penn intenta imprimir cierto giro a su carrera al tratar de avanzar en un terreno en el que ya indagaron, con dispares resultados, otros actores como el mentado Neesom, Matt Damon, Daniel Craig y Tom Cruise, entre otros. Lo logra sólo a medias. Digamos que lo resuelve con solvencia, pero sin indicios de la profundidad psicológica de la que suelen estar dotadas sus criaturas. Algo similar ocurre con Bardem: su personaje, Félix Marti, despunta como villano y después queda claro que no es tan malo sino más bien una marioneta al servicio de intereses que están muy por encima de su alcance. Pero el actor que supo provocar escalofríos con su inquietante labor en “Sin lugar para los débiles”, no llega a conmover aunque trate de plantear todos los matices posibles. El resto del elenco tan sólo cumple, salvo Ray Winstone en un papel a su medida como curtido agente (un “perro viejo”, como se autodenomina) que se dedica a mirar deportes, disfrutar de buenos vinos y ayudar a sus antiguos compañeros. Desde el punto de vista técnico, casi todo en “The Gunman: el objetivo” es un compendio de lugares comunes del género. Hay un uso excesivo de tomas aéreas para mostrar los diferentes contextos en que se desarrolla la trama (Congo, Londres, Barcelona, Gibraltar) y las escenas de acción (con balas, golpes de puño, alguna que otra explosión) están filmadas de un modo convencional, sin excesos. En definitiva, un film menor que desaprovecha todo aquello que tenía a su favor para trascender. Así como “Búsqueda implacable”, con todos sus defectos, dio pie a dos secuelas que también resultaron exitosas en la taquilla, esta película se agota en sí misma.
El otoño de un rock star Es 1971. Un veinteañero, músico principiante, es entrevistado por el extravagante, pero en apariencia reconocido cronista de una revista especializada en rock. “Vas a ser muy famoso”, le dice, “lo que escribís me hace acordar a Lennon”. Y le vaticina fama y fortuna. El joven, que se llama Danny Collins, está petrificado. No sabe qué contestar. “Parece que te asusta”, le dice el periodista. “Me aterra”, es la respuesta. Cuarenta y tres años más tarde, vemos a Danny convertido en una estrella de rock decadente. Está gordo, es adicto a las drogas, toma mucho whisky, hace giras que le interesan solamente por el dinero y su matrimonio con una mujer mucho más joven no funciona. Además -éste es su mayor desencanto- canta siempre las mismas canciones, convertidas en hits, y en los últimos treinta años no compuso. Lo acecha el hastío, no tiene ganas de vivir. Pero en una fiesta de cumpleaños recibe un regalo inesperado: una carta que le escribió John Lennon en 1971, pero nunca llegó a sus manos. En la breve y manuscrita misiva, el ex Beatle, que leyó junto a Yoko Ono la entrevista realizada al joven Collins, le pide que se mantenga fiel a su música, que el dinero y la popularidad no pueden cambiar eso. Conmovida, la estrella de rock se interpela: ¿Qué hubiera ocurrido si esta carta hubiera llegado a tiempo? Así, se plantea un cambio que lo llevará a intentar volver a componer y acercarse a un hijo adulto a quien jamás tuvo el valor de conocer. Oficio Este tipo de propuestas, frecuentes en el cine comercial norteamericano, siempre corren el riesgo de que su contenido, almibarado en exceso, las convierta en productos indigestos. Sin embargo, a pesar de que por momentos es inevitable sentir que la historia es artificiosa (el protagonista, por ejemplo, recibe la carta, la lee, suenan los acordes de “Imagine” y decide cambiar) “Directo al corazón” logra salir airosa y hasta conmover de a ratos. Es que el director y guionista Dan Fogelman, responsable de la reciente “Último viaje a Las Vegas”, tiene la habilidad necesaria para no forzar al límite el patetismo de ciertas escenas y no regodearse en los giros argumentales que incluyen crueles enfermedades, relaciones sentimentales rotas y personas que tratan de superarse. Y la película tiene un agregado: su banda sonora, integrada por temas de la etapa solista de Lennon, que sirven de contrapunto a las situaciones que afronta el personaje central. El mayor acierto del film, que posee una dirección convencional, está en su elenco. Al Pacino propone una interpretación sólida, que demuestra su oficio. Es un trabajo menor, que un actor de ese calibre resuelve sin esfuerzo, pero aún así imprime a su personaje la credibilidad que requiere. El veterano Christopher Plummer, que coincide con Pacino tras “El informante” (1999), cumple en su rol de representante y amigo del protagonista. En tanto, Annete Bening encarna con solvencia a una gerente de un hotel inteligente y perspicaz con la que Danny Collins entabla una madura amistad. Pero quienes están perfectos son Bobby Cannavale y Jennifer Garner como un matrimonio normal de mediada edad que vive en los suburbios de New Jersey con una hija pequeña y ve cómo esa armonía se rompe con la llegada de Danny Collins, el padre ausente que quiere recuperar la relación con ellos para integrarlos a su nuevo estilo vital. Todo esto cimenta una obra pequeña, pero disfrutable.
Experiencias en la cornisa El Dr. Frankenstein fue uno de los pioneros en indagar sobre el tema y también en convertirse en víctima de su excesiva curiosidad. ¿Es lícito para los seres humanos experimentar sobre los límites que imponen la vida y la muerte? Los cuatro científicos y la documentalista que integran el grupo de investigadores en “Resucitados”, de David Gelb, apenas se detienen sobre estos dilemas éticos. Lograron desarrollar un suero capaz de reanimar los tejidos muertos y están entusiasmados. Solamente Zoe (Olivia Wilde) se interpela sobre el modo en que estas acciones conviven con su arraigada religiosidad. Su pareja y colega, Frank (Mark Duplass), defensor acérrimo de la ciencia, la tranquiliza y le asegura que la enormidad de sus contribuciones mitigará cualquier otra posible derivación. Pero algo sale mal y se ven obligados a llevar sus experiencias más allá de lo que preveían, con resultados desastrosos. Resultados La película es ambiciosa en demasía: pretende cumplir con la generación de sobresaltos que el espectador fue a buscar, reflexionar sobre una problemática tan espinosa como la creación de vida a través de métodos artificiales, rendir homenaje a las películas que marcaron hitos en el género, mostrar muerte y sangre de modo que impacte visualmente y ofrecer giros narrativos efectistas, como el de la secuencia final, a tono con las producciones de este tipo de los últimos años. Mucho para sus escasos 83 minutos. El resultado es que se abren demasiadas líneas argumentales, no se opta con claridad por ninguna de ellas, y se intenta cerrarlas a través de brochazos gruesos que perjudican el resultado final. Más allá de sus evidentes limitaciones, justo es decir que “Resucitados” posee ciertas cualidades. Hay momentos de tensión que están bien logrados, sobre todo en la primera parte que se introduce en los detalles de la experimentación de los jóvenes científicos. Y la actriz Olivia Wilde -conocida por su trabajo en la serie “House”, más allá de que intervino en recientes filmes como “Her” y “Rush”- realiza una buena labor dentro de los estrechos márgenes que le permite su personaje, burdamente trazado, con una esquemática mirada sobre su confianza en la religión y sus traumas infantiles. Guiños Resonancias de obras de culto de los géneros de terror y ciencia ficción aparecen a lo largo del metraje de “Resucitados”, resueltos con creatividad dispar. Hay ecos de “Re-Animator” y “Línea mortal” en la medida en que los científicos intentan convertirse en una suerte de modernos creadores de vida a partir de complejos fluidos. También de “El hombre sin sombra”, desde que quedan atrapados a merced de su propia y monstruosa creación, que deben destruir antes de que ponga en riesgo al resto de la humanidad, igual que en “Resident Evil”. Aparecen también citas a “Carrie” y “La zona muerta”, por los poderes telepáticos que surgen en la protagonista tras su “resurrección inducida”. Y referencias a películas basadas también en obras de Stephen King: “Cujo” -cuando los jóvenes experimentan con un perro que se vuelve inesperadamente feroz- y “El resplandor”, en las pesadillas de la protagonista, ambientadas en los pasillos siniestros de un edificio en llamas. Son demasiados guiños, algunos ciertamente forzados, que no agregan mucho a una obra menor, para un público específico y de modestas pretensiones.
Los sobresaltos de siempre ¿Realidad o elaborado engaño? Michael King sufre por la pérdida reciente y trágica de su esposa. Arrastra un evidente trauma: la certeza de que el asesoramiento errado de una vidente determinó ese desenlace. Asume así la misión de filmar un documental que le permita poner de manifiesto que las creencias en lo sobrenatural se basan en una elaborada farsa. Sin embargo, a medida que avanza en el proyecto, su personalidad se modifica notoriamente, comienza a escuchar voces en su cabeza y la voluntad de matar se apodera de él. Entonces el interrogante cambia: ¿Locura o posesión diabólica? “Invocando al demonio” (un título algo más rudimentario que el original en inglés “The possession of Michael King”) apela al recurso, a estas alturas manido, del falso documental y en este sentido sigue “de manual” los códigos instaurados por la fundacional “El proyecto de Blair Witch” (1999), “Actividad paranormal” (2007) o la española “Rec” (2007) de Jaume Balagueró y Paco Plaza. Pero a diferencia de aquellas que se mantenían en todo momento fieles a su premisa inicial, aquí tras un prometedor arranque, la película se vuelve poco a poco más vacilante y carece de un punto de vista definido, lo que la torna por momentos algo confusa y aburrida. Los actores realizan una aceptable aunque muy convencional labor, en especial Shane Johnson como el conflictuado protagonista y Cara Pifko como su esposa, quien sólo aparece en los videos caseros que Michael repasa obsesivamente. No hay novedades “Invocando al demonio” tiene los ingredientes esperables, desde los usuales golpes bajos hasta algunos toques de gore. Pero curiosamente no llega nunca a provocar miedo, porque todo parece ya visto con anterioridad. Los recursos que propone, argumentales y formales, de tan usados ya están completamente gastados. Ése parece ser el problema de las películas de este género: la constante preocupación por convencer al público a través productos prefabricados y adaptados al gusto masivo, reduce toda chance de originalidad. No se corren riesgos, pero eso rebaja la calidad del producto. Algunas de las ideas que la película despunta en la primera media hora de metraje, cuando trata de mostrar aprovechando su formato de falso documental una especie de mundo extraño integrado por exorcistas, pseudocientíficos, satanistas, espiritistas y ocultistas, puede que sean valoradas por los incondicionales de los filmes de terror. Por lo demás, la ópera prima de David Jung no ofrece ninguna novedad, ni lo intenta siquiera. Los demonios son los mismos de siempre.
Una de Bond, sin Bond ¿Un espía de cuidado acento inglés, refinado, amante de la buena vida y capaz de contrarrestar a un grupo de temibles matones sin despeinarse ni arrugar siquiera su traje a medida? ¿Un villano megalómano que tiene un plan demencial para dominar el mundo y una inquietante guardaespaldas? ¿Armas letales disimuladas en paraguas, lapiceras, encendedores, anteojos, zapatos y medallas? ¿Encanto british por donde se mire? Todos estos ingredientes, “agitados, no revueltos”, aparecen en “Kingsman: el servicio secreto”. Es interesante puntualizarlo, porque se trata de los mismos elementos que, cincuenta años atrás, permitieron que las películas de James Bond dejaran de ser estrictamente “de espías” para convertirse en un subgénero con sus propias reglas, en complicidad con un espectador dispuesto a aceptarlas sin reparos. Es que en el fondo, “Kingsman” es eso: una película de Bond, sin Bond. Pero, cabe aclararlo, no remite al 007 de los últimos años, mucho más oscuro y vulnerable, que compuso Daniel Craig. Sino al agente “con licencia para matar” que encarnó Sean Connery en los ‘60, con su sello único. “Goldfinger” (1964) parece de hecho una constante inspiración, no sólo en la definición de los personajes, sino también en la composición misma de la trama. Inverosímil por donde se la mire, pero capaz de cumplir a rajatabla la premisa de atrapar al espectador desde el primer minuto en una vorágine de acción y entretenimiento que no decae, para soltarlo dos horas después con la certeza de haber cumplido la misión con éxito. Los nuevos caballeros Colin Firth interpreta a un intachable agente secreto inglés que se esconde tras la identidad de un sastre, pero en realidad pertenece a una cofradía de espías internacionales que se dedica, entre otras cosas, a salvar el mundo. No poseen números para identificarse, pero utilizan los nombres de los caballeros de la Mesa Redonda. Todo arranca cuando Firth, cuyo nombre en clave es Galahad, apadrina a un joven, encarnado por Taron Egerton, para que ocupe un lugar vacante en la organización. Este muchacho, “Eggsy”, es un delincuente de poca monta que en algún momento se desvió del camino a pesar de su potencial y que los espías (“los nuevos caballeros”, tal como se autodenominan) saben valorar. En el contraste entre la conducta tosca de “Eggsy” y los cuidados modales de Firth la película desarrolla buena parte de su exquisito humor. En paralelo, aparece un supervillano divertidísimo, el millonario Richmond Valentine, interpretado por Samuel L. Jackson, quien desarrolla un proyecto extravagante de dominación planetaria. Jackson se reserva los mejores textos del filme, que a su vez constituyen una reflexión divertida y creativa sobre el género mismo. “Dicen que una película es tan buena como lo es su villano”, afirma Jackson/Valentine. Y mientras tanto pone todo su carismático talento al servicio de su personaje, que recupera el espíritu de aquellos viejos malos que enfrentaban a Bond, como el Doctor No o Auric Goldfinger, pero lo adapta brillantemente a los tiempos que corren. Sin prejuicios Los actores, en su mayoría ingleses, están bien seleccionados y cumplen con solvencia la construcción de sus personajes. Sobresale el trabajo de Colin Firth, con ciertas reminiscencias al John Steed de “Los vengadores”, pero el resto del elenco está a la altura de las circunstancias, en especial Taron Egerton como aprendiz de espía, Michael Caine, que siempre es garantía de calidad, igual que los licores añejos que bebe su personaje, y el eficiente Mark Strong. “No es ese tipo de películas”, asegura en un momento el personaje de Jackson, mientras reflexiona precisamente sobre los viejos filmes de Bond. Pero, en realidad, sí es una película de ese tipo, con una frescura que la ubica como justa heredera de aquella estética: tiene escenas de acción muy logradas, dosis adecuadas de humor y personajes bien delineados. El tono absurdo de la historia (muchos podrán argumentar que es descabellada) se subordina al constante entretenimiento, en un efecto buscado y conseguido, que responde a su origen, que es el cómic de Mark Millar en el que está basada. “Kingsman: el servicio secreto” es una película para disfrutar desde la más desprejuiciada de las posturas.
El arte del engaño Durante las casi dos horas y media de metraje de “Escándalo americano” hay traiciones, ambiciones, pasiones, desenfreno, manipulaciones y sobre todo engaños y fraudes a raudales. A través de la sarcástica mirada que se proyecta sobre todas estas cuestiones, y al igual que en la reciente “El lobo de Wall Street”, se realiza una severa crítica al endeble “sueño americano” y a la degradación moral que empezó a carcomer a la sociedad norteamericana durante la compleja década del ‘70. Pero sobre todo, se traza un bosquejo genial sobre la naturaleza humana y sus contradicciones. Basada parcialmente en hechos reales (la base de la película es el llamado escándalo “Abscam”, que provocó polémica en su momento) pero evidentemente dramatizada, la historia está centrada en una pareja de estafadores brillantes pero en definitiva de pequeña monta, que conforman Irving Rosenfeld (Christian Bale) y Sydney Prosser (Amy Adams) que es reclutada, bajo extorsión, por el frenético agente del FBI Richie DiMaso (Bradley Cooper) para ir tras políticos corruptos y mafiosos de Jersey. Mientras comienzan a operar juntos, Rosenfeld debe lidiar además con una esposa inestable (Jennifer Lawrence) que continuamente lleva a todos al borde del abismo con su impredecible conducta. La ambientación en el Estados Unidos de los ‘70 es impecable. Desde el vestuario y los llamativos peinados (atención a Bale en el brillante arranque del filme y a Cooper con ruleros para rizar su cabello) hasta la música, que es utilizada en forma significativa y gradilocuente, dan una idea precisa y pintoresca del contexto en el que se desarrolla la acción. A la vez, hay un implacable y mordaz retrato de un Estados Unidos que, en todos sus órdenes, comienza a mostrar graduales signos de decadencia, expresados a gran escala por el estrepitoso final de la Guerra de Vietnam o el escándalo Watergate, que culminó con la renuncia del presidente Richard Nixon. Talentos en la cumbre Las diez nominaciones al Oscar que recibió “Escándalo Americano” el pasado 16 de enero, cuatro de ellas en los rubros interpretativos, resultan comprensibles y completamente merecidas. Es que la sabiduría y convicción con las que el director David O. Russell conduce a los actores para obtener sus mejores registros, representa el principal logro de una película que sin el prodigioso trabajo de sus protagonistas no alcanzaría el gran nivel que consigue. Al igual que hizo en “El lado luminoso de la vida” y “El ganador”, Russell aprovecha al máximo las potencialidades de su reparto. Y hasta se da el lujo de añadir un curioso cameo de una gran estrella de Hollyood, en un simpático guiño al espectador. Christian Bale realiza uno de los mejores papeles de su carrera y demuestra una solidez impresionante. Literalmente (está pasado de peso y con problemas de calvicie en la caracterización) le pone el cuerpo a su personaje de un estafador talentoso, pero lleno de fobias. Y Bradley Cooper propone una interpretación intensa y áspera -aunque tal vez un tanto aparatosa- como el indómito agente del FBI que anhela un ascenso fulgurante. Pero es el reparto femenino el que le proporciona el auténtico armazón dramático a la historia. Amy Adams está perfecta en su papel de mujer fatal, arribista y gélida, capaz de enamorar a cualquier hombre que se cruza en su camino, pero también de subordinar incluso sus pasiones más intensas a sus objetivos. Y la ascendente Jennifer Lawrence hipnotiza durante cada una de las secuencias en las que interviene, gracias a su espontáneo coqueteo, su patetismo y sus imprevisibles arrebatos. Con influencias y ecos de la obra de los grandes directores americanos (sobre todo de Martin Scorsese), “Escándalo americano” es una de las mejores películas que engendró el cine estadounidense en los últimos años: tiene un guión muy inteligente, a pesar de sus varias trampas y sus giros efectistas, posee personajes seductores y llenos de vida que interpelan todo el tiempo al espectador, ofrece una puesta en escena espectacular y logra una progresión dramática adecuada. Aunque todo el tiempo bordea la exageración, resulta convincente y fascinante.
Atreverse a ser feliz Con casi quince años de trayectoria, al cineasta argentino Daniel Burman le sobran pergaminos para acreditar su talento cinematográfico, más ligado a los buenos guiones y la adecuada dirección de actores que al trabajo visual en sí mismo. Alcanzan como muestras sus entrañables realizaciones con el actor uruguayo Daniel Hendler con “Esperando al Mesías” (2000), “El abrazo partido” (2003) y “Derecho de familia” (2006). Y las interesantes “El nido vacío” (2008) y “Dos hermanos” (2010), donde asume con éxito la responsabilidad de conducir a actores de la talla de Oscar Martínez y Cecilia Roth, en la primera, y a Antonio Gasalla y Graciela Borges en la segunda. Sin embargo, las huellas de ese vasto universo cinematográfico apenas se perciben en “El misterio de la felicidad”. Guillermo Francella protagoniza esta edulcorada comedia dramática y comparte los créditos con Inés Estévez en su regreso a la actuación y el menos conocido, pero versátil, Fabián Arenillas. Está centrada en dos historias que corren en forma paralela: la de una amistad de treinta años que queda trunca y la de un amor improbable entre dos seres que comienzan a descubrirse mutuamente desde el lugar menos pensado. Santiago (Francella) y Eugenio (Arenillas) sostienen juntos una casa de electrodomésticos desde hace muchísimos años. Su sociedad se basa en una amistad que, en apariencia, los complementa. Pero un día, de manera impredecible, Eugenio desaparece y Santiago queda desolado. Junto con Laura, (Estévez) la exasperada mujer de Eugenio, inician una búsqueda que tendrá derivaciones impensadas. Guión previsible La película tiene un excelente prólogo, donde con mucho encanto pero sin demasiados matices, se expone la gran afinidad que une las (rutinarias) vidas de Santiago y Eugenio. No sólo conducen con acierto el destino del floreciente comercio que construyeron juntos, también se llevan de maravillas para jugar al paddle y hasta apostar en el hipódromo. Pero mientras uno se siente perfectamente cómodo en esa existencia sin sobresaltos, el otro muestra ciertos pequeños signos de desazón que hacen pensar que no se siente tan satisfecho. Y es lo que en definitiva marca el arranque de la historia cuando con el único aviso de esos síntomas subrepticios, se va. Tras este prometedor arranque, se abren líneas narrativas con potencial a partir de la desesperación de Santiago, quien no logra enfocarse a la nueva situación y sobre todo con la aparición de Laura, la mujer de Eugenio, quien con sus obsesiones e inseguridades a cuestas lo hará experimentar sentimientos inesperados. Pero poco a poco naufragan debido a unos personajes que carecen de la profundidad psicológica necesaria para despertar un interés genuino. Y principalmente producto de un guión previsible, al que le falta imaginación y no logra exponer con acierto la evolución dramática de sus criaturas, que toman decisiones significativas sin que se alcancen a comprender bien los motivos. Interpretaciones de calidad Los protagonistas dan muestras de su capacidad. Francella se mueve a sus anchas en el papel de un hombre de mediana edad en apariencia satisfecho, enfrentado a situaciones nuevas que lo harán modificar el “lugar en el mundo” que creía cómodo y definitivo. Inés Estévez también logra sin esfuerzo interpretar en forma convincente a una mujer insatisfecha, que quiere encontrarle un nuevo sentido a su existencia, aunque desconoce el camino. Y Fabián Arenillas propone una sólida actuación como el personaje que vivió siempre atado a los deseos y sueños de los demás y que cae en la cuenta -atención a su mirada perdida y media sonrisa en los labios- que llegó la hora de dar un giro. Pero es Alejandro Awada, en sus breves pero suculentas participaciones como el detective privado Oudokián, quien con su demoledora franqueza y sentido del humor, insta a los protagonistas a reflexionar sobre la vida, los sueños y, en definitiva, sobre el enigma de la búsqueda de la felicidad. Son pocos los minutos en los que el actor entra en escena -todas ellas en el exótico marco de un restaurante armenio- pero alcanzan para generar los mejores tramos de la película. En muchos aspectos, “El misterio de la felicidad” es una película agradable, con ciertos momentos simpáticos a cargo del siempre jovial Francella. Pero se echan en falta la frescura y la calidez de los personajes de otras películas de Burman.