El regreso de los justicieros Nadie escapa a su destino. Las breves escenas iniciales muestran la matanza de la familia de Clyde Shelton, cometida por dos delincuentes durante un asalto domiciliario. Un retrato que por estas tierras la televisión se encarga de proyectar como una multiplicación de la realidad. Con gran apego a ese “realismo”, la siguiente secuencia presenta a un fiscal preocupado por mantener su alta tasa de condenas, informando al atormentado Shelton que uno de los acusados recibirá una pena menor por haber colaborado con el proceso, en tanto que el otro será condenado a muerte a largo plazo. Shelton le pide al abogado que no pacte con asesinos, pero el otro, conocedor de laberintos legales, insiste en que eso es lo más cercano al éxito que conseguirán. Mucha ley y pragmatismo, poca justicia, y la certeza en los ojos de Shelton de que nadie escapará a su destino. La diferencia entre Días de ira y otras películas que abordaron el asunto del vengador reside en que ésta agrega al fondo fascista que suelen sustentar a este tipo de productos unas cucharaditas de un condimento al que podemos llamar “falsamente anarquista”. El accionar de Shelton no pretende sólo cobrarse las vidas de sus familiares en las de sus victimarios, sino que busca demoler por completo un sistema al que juzga insalvable (pero al cual pertenece). Ese detalle provoca una ilusión de ambigüedad respecto del enfoque de la autojusticia, y aunque la película parece acertar en sostener esa dualidad moral en Shelton (Gerard Butler) y el fiscal Rice (Jamie Foxx) se cuida bien de marcar quién es quién y acaba por abrir sus juicios. En ninguno de ellos habrá el aprendizaje que el final sugiere: uno estará feliz de llegar con sus propias reglas al final bíblico; el otro se acomodará por conveniencia a un nuevo paradigma. Uno, fascista, lo seguirá siendo; el otro, falsamente ético, también. En lo artístico Días de ira no aporta gran cosa a las carreras de sus nombres principales. La dirección de Gary Gray (quien ya ha chapoteado estos fangales en Un hombre diferente, protagonizada por Vin Diesel) no pasa de lo correcto, complaciéndose en seguir algunas reglas muy básicas (como por ejemplo: “personaje que por miedo pone en duda sus convicciones, va a parar al asador”). Gerard Butler persiste en su intento de heredar a Mel Gibson y Jamie Foxx se dejó olvidados los matices junto a la foto de Ray Charles. Días de ira fue hecha para provocar: el reincidente tópico de la justicia por mano propia, de Charles Bronson a Sally Field y de Gladiator a Batman, sigue (y seguirá) siendo un tema controversial que, blanco sobre negro, tiene sus acólitos y detractores. Y el cine, sobre todo el norteamericano –que de eso se trata–, aprovecha cada oportunidad para obtener rédito de un río tan revuelto. No es que la cosa sea como para volverse Torquemada y pedir justicia divina para quien no acuerde con una u otra postura, pero no está de más subrayar que el primer motor de Días de ira obtiene combustible en las convicciones morales más extremas del espectador. Para ello disimula su supuesta ambigüedad tras un arsenal de prestidigitación cinematográfica, que acomoda al producto final bajo un conjunto de etiquetas –policial, acción, suspenso, venganza– que facilitan el acceso del público, cuando el fondo del asunto es mucho más complejo. Aunque resulta imposible negar que Días de ira consigue a su modo mantener la tensión y el interés por su intrincado crescendo de excesos, también es innegable ese carácter truculento. Quizá Robert L. Stevenson, sin referirse en lo más mínimo a esto, consigue arrojar luz sobre ese mecanismo, a partir de un comentario estético acerca de un colega francés: “Un hombre con la indiscutible fuerza de Zola se dilapida en éxitos técnicos. Para alimentar el menú popular y atraer al vulgo, agrega una constante provisión de lo que me permitiré llamar material rancio”.
Caperucita Roja se abandona a las fauces del lobo “–Ves, todo es hermoso acá; descansa –dijo él– y quita ese delantal. Mientras el delantal caía, él se transformó; ella lo desconocía. Lo veía negro, ahora, brillante, como con disfraz, como con máscara, y con otra pierna, otro brazo, un gajo en la mano, pero de sí, con la punta quemando, florida.” El fragmento pertenece a las primeras páginas de Camino de las pedrerías, libro de relatos eróticos de la uruguaya Marosa di Giorgio y es posible encontrar infinitas referencias similares a lo largo de toda su obra. Brutal, siempre en femenino, Di Giorgio persiste en alucinar el fin de la inocencia describiendo el despertar sexual como un pacto diabólico, y a la adolescencia como un infierno que de una forma u otra se acaba por habitar. Basada en las memorias de la periodista inglesa Lynn Barber y nominada a los Oscar como mejor película y guión adaptado, Enseñanza de vida discurre sobre esa etapa en la que el mundo termina de abrirse y va adquiriendo una forma nueva y definitiva, mientras los delantales caen exponiendo la carne aún tierna. Ese estar desencajado es el mal que afecta a Jenny: ningún lugar es su lugar; y si en la escuela se destaca entre niñas abúlicas, no es porque ahí esté a gusto. Es la inercia de un padre más ansioso que ocupado, la que la empuja a conseguir una vacante en la privilegiada universidad de Oxford. A pesar de sus dulces 16, de entrada se nota que Jenny tiene encendidas de sobra las luces que en Jack, su padre, parecen haber estado siempre apagadas. Ante el asedio constante de ese padre obsesionado, la aparición de David representa para Jenny la posibilidad de acceder a un mundo cuyo deseo implica despreciar el suyo propio. Pero David no es un chico de la edad de Jenny. Es un hombre, un seductor que sabe cómo deslumbrar a esa voraz y frustrada familia de clase media, que entre conformismo y racismo pretende ser decorosamente victoriana, aunque es capaz de entregar a la primogénita al sacrificio con tal de arañar la salvación. A diferencia de Humbert Humbert, David no parece tener ningún conflicto con su deseo y ahí está, disfrutando de la vida de igual a igual junto a su Lolita. La niña se ve en la encrucijada de elegir entre lo “malo” conocido y la fascinación de lo por descubrir. Y todo parece guiarla en la misma dirección: la vista gorda de sus padres, la afectuosa pero no inocente complicidad de David, la lógica zoncera de sus iguales y la falta de argumentos de sus educadores. Pero sobre todo su propia suficiencia, esa candidez que hace que los adolescentes se crean mayores. Aunque la película del hombre lobo se estrena la semana que viene, en Enseñanza de vida no tardará en aparecer uno, cubierto con un edredón de tibia lana. Hasta allí, la directora danesa Lone Scherfig había conseguido llevar adelante su película de manera soberbia, haciendo gala de un pulso narrativo medido, en el que se destaca un inteligente uso del humor y una atractiva representación de época, que incluye tanto vestuarios y locaciones como una precisa banda sonora. Y un elenco impecable, desde la luminosa Jenny que compone Carey Mulligan –también nominada con justicia al Oscar como mejor protagonista femenina– al notable conjunto de secundarios, en donde es difícil destacar a uno sin olvidar injustamente a otros. Pero sólo hasta allí. El final de la película, si bien mantiene los méritos enumerados, no consigue dar con el recurso adecuado para cerrar el cuento de la Caperucita Roja. O lo que es peor, cayendo en algunos otros que lesionan la solidez con que se llega a ese tercer acto, cediendo a la tentación del final feliz (ese infierno del cine, tan útil en tiempos de Oscars). Desde el tono aleccionador con que se reparten responsabilidades al mito de la autosuperación, y los esperables mea culpa, todo conspira para que el espectador sienta, después de haber sido agasajado y seducido, que un poco también se lo ha engañado como una colegiala a la que le piden que se quite el delantal.
Rituales de vivos y muertos Lejos de jugar al absurdo para que el contexto inadecuado sume puntos a los gags, la comedia negra de Chenillo opta por un humor seco y agridulce que expone las diferentes formas en que la humanidad se relaciona con ese momento ineludible y final. José entra en el departamento de Nora: están divorciados desde hace casi 30 años, pero viven en edificios enfrentados y desde sus ventanas cada uno puede ver el hogar del otro. El delivery le ha dejado a él unas cuantas cajas de pescado congelado (para el gefilte fish) que eran para ella, pero le han tocado el timbre y no atiende nadie. José abre la puerta y pasa, pero no es al departamento de Nora el único lugar al que entra al atravesar ese umbral. Hay una historia detrás de ese paso, un regreso; muchas historias y regresos que vuelven a empezar justamente con una partida. Nora se ha ido. Del primer largo de la directora mexicana Mariana Chenillo, Cinco días sin Nora, puede decirse que es drama, una comedia negra, un film costumbrista, cine de autor, el particular retrato de un grupo étnico, religioso, social, cultural, una historia universal, sin que todas esas aparentes oposiciones resulten en una contradicción. Una película de puertas abiertas que Chenillo ha tenido la delicadeza de no cerrar nunca, para dejar que el aire corra y amontone lo que dios y Nora se han preocupado en criar. Como Teseo recibió el sedal de manos de Ariadna, José encuentra en casa de Nora una jarra de café caliente, la mesa puesta para celebrar la inminente festividad judía, una multitud de tupperwares en la heladera con precisas instrucciones y un rastro de luces encendidas que lo conducen a la certeza de que él mismo no es más que un engranaje de un plan superior. Siguiendo las luces, José encuentra a Nora, su cuerpo sin vida, tendida en la cama de su habitación. En la mesa de luz tres frascos vacíos dan fe de lo allí ocurrido. Cuando en muchas historias la muerte es un destino, un final posible, en Cinco días sin Nora es aquella entrada que todos los personajes del film por fuerza deberán atravesar, de José a Rubén, el hijo de ambos, y de Fabiana (la empleada doméstica de Nora) a las dos pequeñas nietas. Y ya se sabe, nadie sale ileso del contacto con la muerte. La primera reacción de José es de calma: su ex había intentado esta salida catorce veces antes de por fin conseguirlo esa mañana. Sin embargo, él también es ex de Nora, la conoce y no tardará en ver en el método con que ella lo ha planeado todo, una nueva y definitiva prueba de su afición por la manipulación. No por nada su matrimonio lleva disuelto tanto tiempo; no por nada desde entonces han seguido cara a cara, ventana contra ventana, manteniendo al otro siempre a tiro de piedra. Igual que Nora desde la muerte, José intentará manipular a todos desde el mundo de los vivos. Como Nora evidentemente es judía, el rabino Jackowitz se presenta de inmediato para asegurarse de que se cumpla con todos los ritos mortuorios que su creencia involucra. El problema es que la acumulación de esos ritos obliga a que el entierro deba posponerse por cinco días para realizarlo como corresponde y José no verá en eso más que una intromisión, otro detalle planeado por Nora sólo para joderle la vida. Se desata entonces una guerra de los Roses en donde una de las partes ya no está allí: una ausencia que multiplica su fuerza, el poder de su determinación inamovible. Ya no es José vs Nora: es José contra los molinos de viento, contra los fantasmas de su memoria, de lo que a pesar suyo ya no tiene remedio. Hay quien querrá destacar los puntos de contacto entre Cinco días sin Nora y la sorpresivamente exitosa Muerte en un funeral. Y es cierto que algunos paralelos son posibles. Sin embargo, lo más valioso de ésta no es lo que la liga a la película inglesa (no más que situaciones de comedia fuera del ámbito esperable), sino lo que tiene de personal. Lejos de jugar al absurdo para que el contexto inadecuado sume puntos a los gags, la película de Chenillo opta por un humor mucho más seco y agridulce, a través del que pueden contemplarse las diferentes formas en que la humanidad puede relacionarse con ese momento ineludible y final. Desde la naturalidad con que las niñas juegan con el sarcófago vacío a la pompa de los ritos religiosos. Pero sobre todo, esa dolorosa ira que sólo provocan las grandes pérdidas, y que sin remedio se completa y continúa en la aceptación. Reciente ganadora en el Festival de Cine de Mar del Plata, tal vez pueda criticarse a Cinco días sin Nora cierta melosa condescendencia sobre el cierre, pero a esa altura ya se habrá disfrutado lo mejor.
Un superjuguete pensado para durar el verano Astroboy representa la máxima creación del artista japonés Osamu Tezuka, piedra fundamental para una de las estéticas más fuertes del arte de la animación dentro del siglo XX. De ella descienden todos los exitosos personajes japoneses aparecidos desde entonces, de Meteoro a Pokémon, hallando su máxima expresión en las joyas surgidas de la pluma de Hayao Miyazaki, autor de clásicos como Princesa Mononoke o la ganadora del Oscar El viaje de Chihiro. La incógnita era saber si el proyecto que rescata al personaje, liderado por el director y guionista David Bowers, cuyo único antecedente como director es la aceptable Lo que el agua se llevó, tendría espalda suficiente para cargar esa mochila. Toby es hijo del doctor Tenma, un prestigioso científico, y tal vez por eso alumno ejemplar de su clase. Juntos viven en la flotante Ciudad Metro, utópico paraíso futurista diseñado para salvar a la humanidad cuando el planeta colapsó a causa de la degradación ambiental. La estructura social de ese edén aislado no difiere mucho de la de cualquier país occidental, con la excepción de que la clase obrera fue suprimida y reemplazada por un ejército de robots descartables. Un nítido fresco social, en donde la opresión de la clase baja ya no es un conflicto, porque quienes la padecen no son humanos: una bella metáfora para destacar, con elegancia, que en la realidad sí lo son. Cuando Toby desaparece de manera accidental en uno de los experimentos de su padre, científico como es, éste intentará llenar su ausencia con un avanzado autómata diseñado a partir del ADN del niño. Enseguida Tenma se arrepentirá de haber desafiado a la muerte y querrá desactivarlo, ignorando que el muñeco, aun habiendo descubierto su naturaleza, siente como un ser humano. Hay aquí un atisbo de debilidad en la película, toda vez que minimiza la muerte, quizá con fines comerciales. En los ’60, el niño moría en un accidente de autos e incluso su cadáver era cargado por su padre. Aquí desaparece y si bien eso alude con claridad a la muerte, cualquiera sabe que ningún desaparecido puede darse por muerto hasta la aparición de sus restos. Astroboy huye de casa y como ángel caído va a dar a la superficie, donde se encuentra con los desperdicios del Primer Mundo. Lo recibe una multitud de robots mutilados, su propia clase en desgracia (la escena incluye una fuerte referencia a Freaks, el film de culto de Tod Browning de 1932), y las sobras de la humanidad, un grupo de niños pobres sin padres que sobrevive escarbando en la basura. Otro apunte que vuelve a hablar del estado de las cosas en el mundo. Con un registro de humor a veces disparatado, Astroboy cumple en ese rubro, igual que en los de la acción y la aventura, y puede afirmarse con pocas objeciones que el resultado alcanza en gran medida las expectativas creadas. Sobre todo porque respeta y aprovecha influencias que siempre han sido obvias: las referencias al Pinocchio de Carlo Collodi (ver si no la escena del nacimiento de Astroboy, donde el cuerpo de éste queda suspendido en el aire por una serie de sondas, como si se tratara de los hilos de una marioneta), o al Oliver Twist de Dickens. Y hasta se evidencian fuertes coincidencias con obras contemporáneas al personaje de Tezuka, como la saga robot de Asimov, o los muchos puntos de contacto con el cuento Los superjuguetes duran todo el verano, de Brian Aldiss, cuya llegada al cine fue soñada por Kubrick y firmada por Spielberg en Inteligencia artificial.
El declive de la cultura imperial inglesa De manera involuntaria, esta jornada de estrenos aparece convertida en una suerte de homenaje a la cultura victoriana. Ligadas directamente a ese período se encuentran Sherlock Holmes, la película de Guy Ritchie basada en los personajes creados por el sir escocés Arthur Conan Doyle, y mucho más La joven Victoria, biopic dedicada a los primeros años del largo gobierno de la popular reina británica. Basada en una pieza teatral del también sir, pero en este caso de pura cepa inglesa, Noël Coward, Buenas costumbres ubica su acción a mediados de la década del ’20. Y aunque la era victoriana moría con la vieja reina a principios del siglo pasado, su crisis de valores y su influencia se extendieron hasta bastante después de aquellos años. Esa crisis cultural es el eje de Buenas costumbres. “Todos tenemos una suegra”, ha dicho uno de los productores de la película, dando una pista acerca de cuál será la vena por la que fluirán los conflictos que la trama irá presentando. Pero para que una suegra tenga razón de ser en tanto entidad diabólica, precisa por necesidad de un yerno o, en este caso, una nuera. Y si algo queda claro ya al comienzo es que Mrs. Whittaker, además de una decadente lady inglesa, es también una bruja. John, su hijo mayor que anda de viaje por Europa, sin mediar consulta familiar alguna acaba de casarse con Larita, una norteamericana liberal algo mayor que él, dedicada a la viril actividad de las carreras de autos. Y ahora vuelve al hogar familiar, un palacio venido a menos en la campiña británica, en busca de aprobación para su inesperado matrimonio. El problema es que, como todo primogénito de familia noble, la señora Whittaker espera que su único hijo se haga cargo de sostener e incluso salvar de la miseria su apolillado linaje. La película irá detrás del elegante, feroz tironeo del que comienza a ser objeto John, en una familia que incluye a un padre traumado por la Gran Guerra, una hija depresiva y otra media lerda, un mayordomo con algún punto de contacto con el mozo de La fiesta inolvidable (Blake Edwards) y Poppy, un perrito que se lleva la peor parte en, debe decirse, un gag resuelto con poca clase. Buenas costumbres se debate así entre esos desaciertos ocasionales y las permanentes acotaciones cargadas de ironía y sarcasmo, tan habituales en autores victorianos. Porque aunque Noël Coward y su obra tengan peso propio, no dejan de venir a la mente tantos hermanos mayores, de Oscar Wilde a Bernard Shaw y, sobre todo, los magníficos relatos de Saki. Como El fantasma de Canterville, Buenas costumbres refleja el declive de la decadente cultura imperial inglesa, ante el avance renovador de la nueva potencia norteamericana. Un “Liberalismo vs. Conservadurismo” que se hace manifiesto en situaciones y diálogos que ven de modo crítico a una y otra cara de ese ente bipolar, que es la cultura anglosajona. Y si por un lado lady Whittaker tilda de pornográfico algún texto de Proust (una connotación similar merece El amante de Lady Chaterley, de D. H. Lawrence), también recibirá la burla ácida el norteamericano Día de Acción de Gracias. “¿Gracias por qué...?”, pregunta uno; “por la aniquilación de todo un pueblo indígena”, responde el desencantado padre de la familia Whittaker. Ante las buenas actuaciones de los eficientes Kristin Scott Thomas y sobre todo Colin Firth, y el justo desempeño del resto del elenco británico, el trabajo de la bonita Jessica Biel queda reducido a una serie de tics algo mecánicos; la mencionada escena del perrito es epítome de este asunto. Por lo demás, son para destacar algunas destrezas visuales, de fotografía y de montaje, que terminan por hacer de Buenas costumbres una alternativa válida para quienes busquen una comedia que se salga, un poco, del bombardeo de gags mediocres a los que suele reducirse mucha comedia moderna.
Ese asunto de enamorarse en el otoño Si las parejas que se divorcian volvieran a juntarse diez años después, todos sus viejos problemas se solucionarían. Graciosa en su contexto, la frase define uno de los conflictos que sostienen a una convencional comedia romántica como Enamorándome de mi ex, escrita y dirigida por la norteamericana Nancy Meyers, especialista en escribir y dirigir comedias románticas convencionales. Sin ser un elogio, esto último tampoco representa un agravio. Más bien es una forma retórica para agrupar una serie de presupuestos con los que Meyers intenta ligar sus films (Lo que ellas quieran, Alguien tiene que ceder) con la clásica comedia romántica norteamericana, sin llegar nunca a aquellas alturas (ni mucho menos). Pero uno de los más evidentes elementos particulares que alejan a este film de aquella estética es que a diferencia de los galanes en plenitud y las divas deslumbrantes del pasado, el trío de estrellas que encabeza este elenco interpreta personajes que se encuentran en el umbral de salida de la edad de merecer, pero que con total justicia todavía quieren, necesitan merecer. Es por eso que Jane (Meryl Streep) y Jake (Alec Baldwin), diez años después del divorcio, parecen más cerca que nunca. Aunque él se haya casado con una atractiva jovencita; aunque ella se empecine en disimular cierta recelosa resignación (¿envidia?) tras una máscara de respeto conciliador. Esa tirante buena relación se traslada a los lazos que los unen a sus tres hijos: Jake, simpático padre que histéricamente admite su ausencia; Jane, madre omnipresente que arrastra sus indisimulables diez años de soledad. Toda esa familia se reunirá en la graduación del menor de los hijos, pero el faltazo con aviso de la joven esposa de Jake dejará a los superados ex esposos expuestos a su propia necesidad de seguir mereciendo. Una cena en el bar del hotel terminará en una noche de sexo “como las de antes” y el destino ya se ha echado a correr. Todo el asunto de la edad de los protagonistas no es un tema menor dentro de esa rueda girando que es Enamorándome de mi ex y revela los distintos mecanismos a los que recurren hombres y mujeres para seguir sintiéndose jóvenes. Por un lado, Jane consulta con un cirujano plástico por una corrección en sus párpados y termina horrorizada por las penurias que deberá atravesar si quiere dejar de padecer frente al espejo. El, en cambio, no parece acomplejado por su cuerpo de osito cariñoso: está claro que al hombre le basta con llevar del brazo a una mujer más joven para creer que con eso alcanza para que el corazón vuelva a irrigar los cuerpos cavernosos como antes. Claro que ninguno de esos trucos sirve para engañar el tiempo o capturar la felicidad. Se extraña aquí el elemento fantástico de Lo que ellas quieran, única de las cinco películas de Meyers que no cuenta con guión propio. Pero si no se pretende más que humor leve, en ocasiones efectivo, o las actuaciones histriónicas al borde de la caricatura de Baldwin y Streep, esa primera hora y pico en que los protagonistas van en busca del tiempo perdido puede resultar entretenida, aunque se caiga en el simplismo de reducir la alegría a un porro. En la segunda parte cobra mayor protagonismo el personaje que interpreta con mucha más mesura Steve Martin, tercero en discordia, y todo se vuelve más aleccionador, sentidamente adulto y correcto políticamente. No es que en el comienzo hubiera algo incorrecto, pero habiendo movido un poco algunas piezas fuera de su molde, al final se prefiere dejar cada cosa en su lugar.
Disney tradicional, con innovaciones El estudio del ratón abre la temporada de cine infantil con una película de extraña dualidad: su formato está más cerca del estilo clásico –musicales incluidos–, pero su heroína, signo de los tiempos de Obama, es negra. Una vez más, con puntualidad casi perfecta, Disney vuelve a poner en cartel el primer estreno para chicos del año. Los estudios del hombre de hielo eligen golpear dos veces, en una estrategia que no tiene nada de casual: al menos desde 2000 en adelante, sólo un par de años la Disney no consiguió cumplir con el objetivo de abrir la temporada infantil. Una estrategia agresiva para una empresa acostumbrada a monopolizar el género, pero que a partir del progreso de la animación digital se ha visto obligada a repartir una torta cada vez más jugosa. Tampoco es casualidad que La princesa y el sapo sea el título elegido, porque marca el regreso a un tipo de animación de estética tradicional, emparentada de muchas maneras al último período de esplendor del estudio, el que comienza con La sirenita a fines de 1989 y cierra con el estreno de Tarzán en el ’99, año que marca además la consolidación de Pixar con Toy story 2. Como nada es casual, La princesa y el sapo vuelve a contar en guión y dirección con el tándem de veteranos Ron Clements y John Musker (Aladdin, Hércules y la mencionada La sirenita), y su argumento, como los de Blancanieves o Rapunzel (ya lista para enero 2011), también tiene origen en un cuento de los Grimm Brüder. Se trata de aquel en que un príncipe que ha sido transformado en sapo por el hechizo de una bruja espera recibir el beso de una bella princesa, su verdadero amor, único antídoto capaz de romper el anfibio encantamiento. La necesaria vuelta de tuerca reside en el escenario en el cual se desarrolla la trama: lejos de toda connotación europea y medieval, esta versión transcurre en Nueva Orleans durante las primeras décadas del siglo XX. Y la elección parece un acierto desde lo estético: la cultura afroamericana permite a sus directores trasladar de manera natural algunos elementos centrales sin perder encanto. Así, la clásica bruja es ahora un diabólico chamán vudú de medio pelo, a la vez que se aprovecha la efervescencia melódica de la cuna del jazz y todo el colorido festivo del Mardi Gras (lo más parecido al Carnaval que tienen al norte del río Grande) para los renacidos números musicales. Porque si la mitad musical que sostenía muchas de las grandes producciones Disney pre Pixar parecía un recurso obsoleto durante los 2000 (la excepción podría ser la reciente Encantada, que de algún modo preanuncia este regreso a las fuentes, incluidos sus tres temas nominados al Oscar), en La princesa y el sapo las canciones vuelven a estar a la orden del día. Sin embargo, aunque la banda sonora cumple su parte con eficiencia, quienes nunca disfrutaron de esos permanentes intermezzos musicales no esperen que ésta sea la excepción. Pero como las casualidades no existen, la pobre y negra Nueva Orleans le sirve a Disney para reacomodar su universo de fantasía a una nueva realidad política. Si 2009 trajo al primer presidente negro de los Estados Unidos, 2010 le abre la puerta a la primera minoría norteamericana de un modo inédito: La princesa y el sapo representa la aparición de la primera princesa del team Disney surgida de la propia matriz de la cultura afroamericana. Porque hasta ahora las había de todos los colores: princesas chinas e indias, como Mulan y Pocahontas, o árabes, como en Aladdin; y no han faltado heroínas gitanas y hasta mahoríes. Sin embargo, nunca una producción animada de primer nivel surgida de los estudios del gran macartista había tenido una realeza tan negra. ¿Un hecho histórico? No; pero tampoco es un dato menor que la empresa que se ha dedicado a reflejar y propagar el imaginario del American Way, haya decidido incluir después de más de doscientos años de historia norteamericana a una de sus culturas fundamentales, hasta ahora relegada a servidumbre (o papeles de reparto) dentro de su propio escalafón nobiliario. Claro, nada es casualidad.
El peligro de comer con desconocidos Quien alguna vez haya tenido que sostener de manera simultánea más de una relación sentimental (y quien no, también) conocerá la regla de oro que recomienda no mezclar el ganado, útil metáfora rural que podría traducirse como “cada quien en su lugar, mientras más lejos mejor”. La no observancia de esta máxima suele ser un disparador común al que recurren muchas comedias románticas. Es el caso de Cena de amigos, nueva comedia no tan romántica de la directora y guionista Danièle Thompson, quien vuelve a un terreno que parece conocer bien: el de personajes de mediana edad acosados por los fantasmas de la frustración pequeñoburguesa. Organizar una cena para reunir a un grupo de conocidos antes que amigos es el extraño plan que tienen ML y Piotr, una pareja de cuarentones cuya vida en común hace rato transita por una larga y uniforme continuidad de nada. Como a cada uno se le va ocurriendo sumar algún invitado a la reunión sin consulta previa, y como la mayoría de éstos ni siquiera se conocen entre sí, la velada promete ser de pronóstico reservado. ML invitará a un famoso abogado que le ofrece la oportunidad de unirse a su bufete, sin saber que él está casado con una antigua noviecita de Piotr. Por su lado, Piotr invitará al diseñador que acaba de refaccionarles la cocina, ignorante de que éste ha sido reciente amante de ML y que aun sigue enamorado de ella. Ellos y el resto de los convidados darán un ejemplo soberbio de relaciones disfuncionales y de cómo la madurez en el individuo de clase media contemporánea se ha convertido en una prolongación de la adolescencia por otros medios. Como en cualquier reunión donde un protocolo de apariencias sirve de refugio para evitar incomodidades, el torrente vital de Cena de amigos fluirá bajo la mesa y a media lengua. Muy cerca del concepto de la regla áurea mencionada al comienzo, alguien dirá esa noche que “en el amor, decirse todo raramente termina bien”. Tal vez tenga razón. Porque mientras en la superficie abundan la ironía, la impostación del sufrimiento y la maniobra calculada, una compleja red de nuevos lazos y viejos vínculos clandestinos se irá tejiendo sotto voce, y cuando los anfitriones pretendan reeditar la cita un año después, ya no será posible. Como regados por Heráclito, los comensales no volverán nunca de aquella cena sino que serán otros, para bien o para mal, quienes se retiren renovados y saciados de bigos, ese guiso polaco que es la especialidad de Piotr. Aunque ya se ha dicho de Danièle Thompson que ha mostrado facilidad para este tipo de comedia de relaciones, tan agridulcemente afrancesada, debe notarse que no es menor el influjo de Christopher Thompson, hijo de la directora, coguionista de sus cuatro películas y parte del elenco en casi todas ellas, quien también suele colaborar en los libretos de Thierry Klifa (La historia de un amor), otro director francés que ha transitado el género. De la narración de reconocible perfil clásico a los ingeniosos contrapuntos entre sus personajes (cuando el diseñador, que insiste en hacer notar su herida de amor a su anfitriona y ex amante, diga que es hombre de una sola mujer, ella le recomendará guardar esa lealtad para la patria), no pocos elementos confluyen para hacer de Cena de amigos un entretenimiento grato. Sin embargo, no debe dejar de mencionarse cierta tendencia al abuso de moldes, estereotipos y melodramas de manual, tanto como la inoportuna debilidad de un final de amargas felicidades redentoras. Entre los títulos de cierre, la receta del bigos, una sorpresa simpática para los amantes del canal Gourmet.