El viejo truco del poder del amor El espectador suele tener algún preconcepto antes de ver una película: los antecedentes de un director, el carisma del protagonista, las virtudes de una actriz (sus piernas o su talento). Alguna vez esa opinión previa representa una ventaja, otras no; la mayoría de las veces puede ocurrir que se tengan prejuicios en ambos sentidos. En Nuevamente amor, la pareja protagónica dispara sentimientos encontrados mucho antes de que se apague la luz. Será porque es innegable que Jennifer Aniston aún es una linda mujer, aunque una actriz no muy destacada. Por el contrario, Aaron Eckhart no suele protagonizar films como éste: es más fácil encontrarlo en eficaces roles secundarios, pero no acostumbra desperdiciar oportunidades. Si a esto se le suma un guión en plan “el amor es mágico, todo lo cura”, la combinación es un cóctel tan inestable como una molotov en un incendio. Burke es un hombre exitoso que va de una ciudad a otra, dando conferencias de autoayuda para personas que no pueden superar la tristeza de haber perdido gente importante. “Ser feliz sólo requiere práctica” es una de sus máximas. Este personaje no será ajeno al espectador atento: hay en él algo del complejo Ryan Bingham que George Clooney construyó en Amor sin escalas. Ambos comparten una convicción fundada en la insistencia con que repiten a otros sus filosofías, que hace que los demás caigan en el embrujo de sus palabras. Si el espectador se esfuerza un poco más, notará que Amor sin escalas fue dirigida por Jason Reitman, cuya ópera prima es la interesante Gracias por fumar; su protagonista compartía este mismo perfil y también era interpretado por Eckhart. Claro que hay algunas diferencias. Mientras aquel personaje de Eckhart aprovechaba su verborrea en defensa de las tabacaleras –aceptando ser una encarnación del demonio– y el de Clooney hasta se convence a sí mismo con su argumento de la mochila vacía (aunque de forma inconsciente conoce la falla en su sistema), Burke sabe que su método milagroso para atravesar duelos interminables no es efectivo en su propio caso, pero elige ocultarlo a favor de ese personaje exitoso que se ha creado. Viudo hace algunos años y recluido en esta nueva vida, a Burke le bastará volver a su ciudad para notar el error. Allí conocerá a Eloise (Aniston), que no consigue encontrar una buena excusa para dejar la soltería. A partir de allí el guión llevará al film por terreno seguro: cualquiera puede imaginar cómo sigue. Lo atractivo, si hay que elegir algo, acaba siendo lo que se preveía: la solvencia de Eckhart para afrontar un rol que no representa un problema para él. El problema es que tampoco significa demasiado en su carrera (salvo protagonizar una comedia con aspiraciones de boletería). A esto se puede sumar que Aniston se ensambla de manera más o menos armónica. Habrá quien diga que eso no es mucho, pero alcanza con ver la experiencia reciente de la ex Friends junto Gerard Butler en El caza recompensas para reconocer el mérito de esta moderada química con Eckhart. Más allá de esos sencillos aciertos, no hay mucho más en Nuevamente amor.
La tristeza de los chicos ricos Hace un tiempo, una publicidad de la gaseosa que se jacta de ser la que refresca mejor mostraba a una joven en el cine viendo una película romántica que representaba la suma de todos los lugares comunes del género, mientras el relato en off de un crítico de cine los enumeraba usando todas las convenciones del argot que la crítica utiliza cuando no quiere ir demasiado profundo. Contrariando esos juicios negativos, la joven se veía invariablemente afectada por todo cuanto ocurría en la pantalla: reía, lloraba, se emocionaba cada vez que la película le daba la orden. El spot cerraba con una diatriba que sostenía que “se necesitan menos críticos y más gente sensible”. Aquel film bien podría haber sido Recuérdame, y más que nunca se necesitan críticos. Porque no está mal conmoverse y reaccionar, como un cobayo de laboratorio al recibir la descarga del electrodo, ante los estímulos que de manera calculada van minando esta película; el problema es hacerlo sin detectar los desgraciados símbolos que algunos de esos estímulos representan. Recuérdame es una declaración política y social xenófoba y racista, envasada en una mediocre comedia romántica para nenas de 16 para abajo, que además tiene la prepotencia de creerse un homenaje. Ya de entrada la cosa está mal. Estamos en 1991: una niña y su madre esperan felices en una estación de subte de Nueva York. Altas, rubias, casi brillan como dos torres de vidrio en la oscuridad subterránea. A pocos metros, dos chicos apenas mayores que la niña se confunden con el gris del cemento, y aunque al principio parecen mirar a la chica con inocente calentura, pronto queda claro que son delincuentes. Tan claro como oscura es la piel de esos chicos que al fin roban a la mujer. Ella entrega la cartera y protege a su hija, pero de todas formas uno de ellos la mata de un tiro en el pecho, porque sí, antes de huir en el tren. Las torres se desmoronan. Una conveniente elipsis se salta diez años para acompañar a Tyler al cementerio, donde junto a su familia visitan la tumba de un hermano suicida. Las cosas no están bien en esa familia: padres separados; madre vuelta a casar; padre millonario, duro y ausente; hermanita genio, blanco de burlas escolares, y Tyler, depresivo y rebelde, tan romántico como Byron, tan seductor como James Dean. O eso intenta Robert Pattinson, que olvidó dejar en casa las poses de su personaje de Crepúsculo y además ensaya toscamente gestos y perfiles de rebelde sin causa. El asunto tiene sus vericuetos, pero el caso es que Tyler termina enamorado de Patsy, que es nada menos que aquella niña ya crecida que vio morir a su madre sobre el andén. Que se aman, que se pelean; una sucesión de problemas que ninguna familia que se jacte de normal debería desconocer. Reconciliación final y todos felices. Es el año 2001. Como al principio, la muerte entra a escena, esta vez por vía aérea. Y aunque el recurso es efectista en sí mismo, no es eso lo peor, porque la sucesión de la primera escena y este cierre convierte al relato central, una hora y media de película, en el prescindible nexo entre ellas. Lo más terrible es entonces la imagen de aquellas dos mujeres como torres inmaculadas durante la escena inicial, que regresan ahora en la caída fuera de campo de estas otras dos. Lo más infame son los dos chicos de esa primera escena, los únicos dos negros en toda la película, que también vuelven fuera de campo, montados de prepo en aviones ajenos. Lo más burdo es pretender que ambas agresiones están viciadas de gratuidad. Es 2001, el año en que los norteamericanos lloraron el sueño roto, aquel sueño blanco de un mundo mejor (para los blancos) que los otros –porque siempre son los otros– destrozaron sin piedad. Y ahora los chicos ricos tienen tristeza. Pero acá falta la voz en off del crítico subrayando lo obvio y sucio del truco.
Abducciones sólo aptas para estadounidenses Es un hecho que todo el mundo ha sido niño alguna vez, y la mayoría de los niños tienen un tío viejo más o menos dado a contar historias de miedo, que incluyen desde antiguas leyendas de dioses y demonios a modernos misterios de avistamientos de OVNI. Es gracias a ese tío, por carácter transitivo, que todo el mundo conoce la escala de Hynek aun sin saberlo. Esta escala representa algo así como las tablas de la ley de la ufología, que el cine se ha encargado de incluir en el inconsciente colectivo y Contactos del cuarto tipo de machacar en propio beneficio. Los contactos de primer tipo incluyen los avistamientos de objetos voladores sin identificar; los de segundo el hallazgo de evidencia física de dichos objetos. Un joven Spielberg dejó bien claro de qué se tratan los del tercer tipo. Y por fin están los del cuarto tipo, que son los más norteamericanos de todos, un claro emergente del componente paranoico que incluye la cultura popular de aquel país. Los supuestos tripulantes de esos objetos no identificados no serían otra cosa que agresivos invasores del espacio, que cada tanto se llevan a “uno de los nuestros” (es decir, a un estadounidense) para entubarlo de todas las formas que el Kamasutra alienígena es capaz de ilustrar y que, a juzgar por el estado en que los devuelven, han de ser muchos y muy imaginativos. Contactos del cuarto tipo es exactamente eso, otra vez. La película vuelve a utilizar el cada vez menos eficaz recurso de simular que cierto material fílmico, evidentemente fraguado, no es otra cosa que el registro incidental de situaciones reales a través de cámaras testigo. Mismo truco que utiliza la recién estrenada Actividad paranormal, pero que ya dio rédito en El proyecto Blairwitch (1999) y un poco antes en la menos popular Alien abduction: Incident in Lake County (1998). En Contactos del cuarto tipo se narra la historia de la doctora Abbey Tyler, quien se empecina en continuar la investigación que ha dejado inconclusa su marido, muerto en circunstancias poco claras. Se trata de los reiterados insomnios y alteraciones psíquicas que padecen gran cantidad de habitantes de un pueblito aislado en Alaska. Intercalando escenas “reales” en las que estos pacientes revelan bajo hipnosis un trauma mayor, con otras en las que un grupo de actores dramatizan exactamente la misma escena, pero un poco más sobreactuada, no se consigue aportar demasiado al verosímil cinematográfico del film. Ni hablar de cuando las “cámaras testigo” se ocupan de captar algún suceso escalofriante, invariablemente invisible e indiferente para el espectador. O que todos los afectados mencionen que se sienten observados por una ominosa lechuza, revelación que dispara a la memoria algunos detalles de Mensajero de la oscuridad, donde las víctimas eran turbadas por... el hombre polilla. No se trata, claro, de un buen recuerdo. No parece difícil juzgar mal a esta película, sobre todo cuando sigue fresca la marca de otra tan mediocre como Actividad paranormal, prueba irrefutable de lo agotado del molde que les da forma. Apenas queda como punto para analizar (en otro momento) la persistencia de esa paranoia que se empecina en imponer para los norteamericanos un papel de víctimas que, por lo general, no suelen ocupar en la realidad. Pero no es fácil decir que Contactos del cuarto tipo no es una buena película; tal vez porque se intuye que, muchos años más joven, ir a verla al cine acompañado por el tío de los cuentos podría haber resultado una experiencia en verdad inquietante.
Cómo ser feliz riéndose de pobres y desdentados Las dificultades que presenta Amante accidental no radican sólo en las excesivas convenciones de género (que tratándose de una comedia romántica son muchas y demasiado conocidas), sino en aquella vieja diferencia entre “reírse de” y “reírse con”. Y en Amante accidental está muy claro que uno puede reírse con quienes son sus pares y debe reírse de quienes son considerados inferiores y, por lo tanto, objetos de burla. Por eso incomoda de entrada que los pequeños hijos de Sandy (Catherine Zeta-Jones), una cuarentona que decide mudarse de un barrio high al centro de Nueva York, luego de descubrir el tamaño de sus propios cuernos, le digan que en las ciudades sólo viven minorías, capitalistas y travestis. Hay algo de la ignorancia del ghetto aristocrático y de desprecio por el otro en esa afirmación. En esos chicos encapsulados se intuye cierto parentesco con aquellos otros con los que Celina Murga construyó su intensa Una semana solos. Lo que diferencia a ambas películas (entre sus infinitas diferencias) es la manera en que se observa a esos chicos y cómo se los retrata: en el film de Murga había piedad por esas criaturas abandonadas, encerradas en un mundo irreal y una fuerte mirada crítica acerca de los privilegios de esa forma de vida que desconoce por completo la existencia de otros mundos, que apenas se dejaban ver en un ejército de guardias y sirvientes. En Amante accidental el otro es aquel de quien uno puede y debe reírse o de quien debe tenerse lástima, o alguien a quien temer, de acuerdo al grado de peligro que sus individuos representen para el statu quo pequeño burgués. La trama de Amante accidental no va más allá de lo mínimo. Esta reciente divorciada que ha pasado toda su vida de madre casada totalmente anestesiada por el grosero desencanto de su burguesía, se ve en el trance de salir a un mundo desconocido y sobrevivir junto a sus hijos. Pero como el mundo se encuentra separado en aquellos ghettos estancos, Sandy no tardará en encontrar un excelente trabajo apoyada por los de su clase. Lo curioso de estos ghettos es que desprecian otras divisiones mucho más fuertes en la historia de la sociedad norteamericana; aquí las personas no se rechazan, por ejemplo, por su origen étnico, sino que ese límite que antes construían la piel o la religión ahora es meramente económico: tanto tienes, tanto vales. No sorprende ver cómo los típicos blancos protestantes anglosajones conviven con los otrora despreciables negros y judíos, siempre que los ligue un marco de igualdad monetario. Y menos sorprende entonces que una señora como Sandy acabe enamorada de un chico como Aram (Justin Bartha), 15 años más joven y aun sometido a la todopoderosa idishe mame, a quien en principio contrata de niñero para poder salir con un tipo que, sí, resultará un imbécil antes de que la noche termine. Tan poco es lo que puede encontrarse de verdadera gracia en esta historia de amor repetida, que mencionar que Aram se terminará ganando el corazón de esa madre y sus dos hijos –desamparados en una ciudad donde un linyera sin dientes parece uno de los pocos recursos para intentar que el público se ría– es apenas un trámite que hay que cumplir. Ni hablar del viaje iniciático en el cual Aram descubrirá que hay vida más allá del aeropuerto JFK, que el mundo está lleno de aquellos buenos salvajes de los que hablaban Dorfman y Mattelart, y regresará (como Madonna o Nicole Neumann) con un guachito bajo el brazo. Está claro que ese huérfano tampoco pasa de ser una especie exótica, una suerte de mascota con quien compartir la soledad. ¡Pero qué ternura!
Pequeños infiernos cotidianos El estreno de Paco confirma la fertilidad de Diego Rafecas, quien en apenas cinco años ha conseguido estrenar tres películas, y destaca las virtudes, debilidades y sobre todo sus obsesiones como director. Más allá de lo estrictamente cinematográfico, si algo queda claro son sus buenas intenciones y su preocupación por temas de relevancia social. Ahí están los hijos de desaparecidos de su ópera prima, Un buda (2005), o la red de personajes disfuncionales que componen los universos de Rodney (2009) y Paco. En esta última aborda además uno de los problemas más complejos de la actualidad socio-política: el grave aumento en el comercio y consumo de drogas destructivas como el paco, que afecta sobre todo a la población juvenil, en especial de clase baja, ligado directamente al gran dilema de la inseguridad. Pero las intenciones, limitadas o potenciadas por la capacidad para expresarlas a través de los recursos de la narración cinematográfica, resultan una parte menor dentro del análisis y no se puede ni se debe evaluar una película a partir de ellas. Aunque no está mal reconocerlas. Paco tiene puntos a favor que comparte con los anteriores films de Rafecas: una fotografía precisa y una banda de sonido atractiva y moderna. Y aunque a veces se le va la mano con el trazo grueso, una representación aceptable de los escenarios que deben transitar quienes se arriesgan por una dosis. Ambientes sórdidos o miserables en los que muchos son aves de paso, pero donde tantos han crecido sin atención, como un elemento más de esos paisajes. No faltan la delincuencia, la humillación y el sometimiento sexual como recursos para obtener lo que se necesita con desesperación. Francisco (o Paco...), hijo de una mediática congresista demasiado ocupada con la política como para ver los evidentes problemas del chico, está enamorado de la empleada de limpieza del Congreso que lo inicia en la adicción. Otra decena de personajes surgidos de todo el abanico social sumarán sus historias hasta coincidir todos en una casa de recuperación. Allí, de la mano de un grupo de especialistas que también tienen sus debilidades, cada uno saldrá (o no) de su pequeño agujero en el infierno. Los problemas de Paco pasan menos por el lado realista que por los costados de estricta ficción. En primer lugar, Rafecas imagina una extraña conexión internacional que resulta un intento fallido de injertar en la película una subtrama cercana al thriller. No es que en la realidad ese tipo de conexión no exista. Tal vez sí; sin embargo, por rebuscada, por excéntrica, aquí no consigue ser verosímil. El otro asunto es la permanente necesidad de Rafecas de manifestar a través del cine su vocación religiosa. Es sabido que además de director, guionista y actor de sus películas, él es monje zen y parece haberse impuesto la misión de transmitir desde su obra la sabiduría budista. Empeño que en Un buda podía entenderse como parte lógica de ese universo, pero que aquí sólo consigue generar un puñado de escenas en las que no se sabe si algunos de los personajes son iluminados o simplemente llevan muy mal sus procesos de abstinencia. Menos felices resultan ciertas líneas que algunos miembros de un buen elenco deben recitar sin convicción, restando mérito a su desempeño. Si Rafecas consiguiera pulir esas aristas, para que su fe y su obra encajen sin tanta rebarba, o aceptar que sus películas no siempre le permitirán la prédica de sus creencias, tal vez entonces sus films resulten más equilibrados.
La humanidad enfrentada a La Máquina Apadrinada por el creador de El cadáver de la novia, la película animada del debutante Acker combina, al estilo de Brazil de Terry Gilliam, el relato futurista con un mundo apocalíptico que remite claramente a la iconografía de los años ’40. Basada en un cortometraje titulado simplemente 9, nominado a los premios Oscar en el año 2006 en el rubro Mejor Corto Animado (puede verse completo en YouTube), Número 9 resulta una interesante carta de presentación para el debutante Shane Acker. Apadrinado por el cada vez más acomodado director ruso Timur Bekmambetov y el ya consolidado Tim Burton (extraña pareja que ya planea su segundo paso con un proyecto tan extraño como su unión: Abraham Lincoln, cazador de vampiros), Acker expande la historia de aquel corto suyo, manteniendo el ambiente oscuro y distópico pero al fin esperanzador del original. Film animado de estética cyberpunk (o steampunk), Número 9 combina, al estilo de Brazil de Terry Gilliam, el relato futurista anclado en un mundo que remite claramente al de los años ’40. Con ese perfil resulta curioso que la trama desarrolle una visión que tiene mucho del imaginario cristiano, a pesar de que cuestione cierto dogma, sin dejar de ser ella misma una película dogmática. Como en 2001, Odisea del espacio o la saga Terminator, las máquinas construidas para servir al hombre se han vuelto contra él y en una guerra total la humanidad es aniquilada. Un científico es el responsable de haber creado a La Máquina, un robot diseñado a imagen de su capacidad intelectual, pero que manipulada por el poder político (una nueva representación del régimen nazi) ha sido el primer motor del exterminio. Lleno de culpa, el científico intenta reparar su error en soledad, forjando una serie de pequeños autómatas artesanales a los que él mismo infunde vida a costa de la propia. Ellos son su legado, su esperanza de preservar la esencia humana. El número 9 es el último de ellos: librado a ese mundo desolado, comenzará a encontrar a los de su clase y a recibir algunos consejos. El número 2 le advierte al asistirlo entre las ruinas: hay cosas que es mejor no tocar. Del mismo modo le dirá que no están solos, una afirmación que tiene un triple valor que se irá confirmando a lo largo de sus breves 79 minutos. No están solos porque hay otros siete como ellos habitando ese espacio muerto y ajeno; no están solos porque aún subsiste el enemigo implacable. Pero sobre todo no están solos porque ese universo (la película toda) no podría existir sin el soporte y la certeza de un más allá, un mundo supernatural que justifica no sólo la existencia de los pequeños monigotes animados, sino que constituye la génesis del nuevo orden creado. Sobre ese concepto descansará la posible (imaginable) reconstrucción. Pero antes de eso, 9 no comprenderá el consejo de número 2 y será él mismo, mezcla de Prometeo y Pandora, quien reactive la máquina de destrucción y la nueva raza volverá a combatir al viejo enemigo dormido. Aunque de escasa aparición, en el personaje del científico se apoya lo más importante de la estructura narrativa de Número 9. En él descansa el papel de demiurgo todopoderoso, cuyo carácter dual es comparable al de viejas deidades asirias o persas e incluso al del mismo dios judeocristiano: fuente de toda destrucción, pero también hacedor de toda vida nueva. La voz del científico está a cargo de Alan Oppenheimer, veterano intérprete de famosas voces del pasado, como el Súper Ratón, alguno de los cien Pitufos o el diabólico Skeletor en aquel hito de los ’80 que fue la serie de dibujos animados He-Man. Lo curioso de la elección es que Oppenheimer es primo del mucho más famoso Robert Oppenheimer, líder del proyecto Manhattan y padre de la bomba atómica: dos hombres de ciencia de currículos bastante similares. Un dato que no modifica en nada lo que Número 9 es como película, pero de potencia suficiente como para acentuar el perfil del personaje y resignificar los detalles de la historia, sosteniendo la certeza de que el mundo fuera de la pantalla no ha dejado nunca de ser un polvorín. Gran trabajo de animación tanto en lo técnico como en lo estético, Número 9 no es sin embargo un film que haya sido pensado con el público infantil como principal objetivo. Lo cual no quiere decir que los chicos no pueden llegar a disfrutar de su propuesta, sobre todo aquellos que gusten de los cuentos de misterio y de horror gótico, de los robots, los monstruos más estrafalarios y uno que otro susto bien dado. Claro que hoy en día ese perfil encaja con la mayoría de los menores de 12 y aún más si son varones: la generación Burton. De todas formas no está de más advertir que algunas escenas pueden resultar algo perturbadoras; aunque no tanto como ver Policías en acción por la tele.
“Sex and the City” va al oeste Muchas veces se ha explotado el recurso de exiliar a los protagonistas de una película a un paisaje por completo opuesto y hostil, para entretener al espectador con los sucesivos incidentes que derivan del inevitable choque. El truquito ha rendido sus frutos en infinidad de películas de género diverso. En ¿Y... dónde están los Morgan? la cosa viene por ahí y a priori tiene su atractivo: ¿alguien se preguntó alguna vez qué pasaría si a ese paradigma de la burguesía norteamericana que es Carrie Bradshaw, protagonista de la exitosa serie de televisión Sex and the City, interpretada por la huesuda Sarah Jessica Parker, la privaran de aquello que adora: la ciudad de Nueva York? Al director y guionista Marc Lawrence algo de esto debe haberle pasado por la cabeza y lo mejor de esta película radica en esa conexión. Tan newyorker como Bradshaw, Meryl Morgan (la propia Parker) es una mujer exitosa en la ciudad, el nombre de moda en el negocio inmobiliario. Su marido Paul (Hugh Grant) también es un hombre de éxito como abogado. Pero, afortunados en sus carreras, los Morgan están separados hace tres meses y en vías de divorcio, aunque él ya ha comenzado a arrepentirse. Por eso convence a Meryl de reconsiderar la situación con una cena, y el asunto se complica cuando, durante la caminata posterior, ambos son testigos de un asesinato relacionado con la mafia. Como a la policía se le vuelve demasiado complicado velar por sus vidas, los Morgan son obligados a incorporarse al programa de protección de testigos, que incluye su reubicación anónima en un pueblito perdido en el salvaje oeste. Una vez ahí se harán pasar por parientes del sheriff local, interpretado por el siempre impresionante Sam Elliot. La película no tiene demasiados niveles que analizar y está claro que la profundidad no ha sido su pretensión. Sin embargo, entre la sucesión de chistes de manual y situaciones que, de Chaplin, Keaton y Lloyd para acá, han tenido versiones mucho más logradas, ¿Y... dónde están los Morgan? alcanza a reunir un puñado de gags, sobre todo verbales, que pueden considerarse afortunados. La clave para ello está en ese intento de ligar en la mente del espectador a los dos personajes de Sarah Jessica Parker: de algún modo, el film juega a ser una suerte de Sex and the City va al oeste usando el recurso mencionado al comienzo. Cuando los Morgan llegan al pueblo de Wyoming encuentran la peor de sus pesadillas: sin teléfonos ni televisión por cable, sin shoppings ni menú vegetariano, ¡y con la ropa vendiéndose en supermercados a precios de 2x1! Casi el infierno para una neoyorquina con las urgencias de consumo de Meryl/Carrie. Rodeados de republicanos amantes de las armas, John Wayne y Clint Eastwood, Meryl y Paul aceptarán por las malas lo liberador de la experiencia, aunque no por ello se volverán vaqueros ni amantes de la naturaleza. ¿Y... dónde están los Morgan? es la tercera película de Marc Lawrence y la tercera protagonizada por Hugh Grant (las otras fueron Amor a segunda vista, de 2003, y Letra y música, de 2007). Y como las anteriores, no consigue ir más allá de la media del género, a pesar de sus humildes logros. Aun así, las fanáticas de Sarah Jessica se divertirán con las desventuras de Meryl, imaginándola Carrie, tanto como sus detractores rezarán para que el oeste resulte para ella un improbable viaje de ida.
Fantasías nacionales animadas Para el cine argentino el estreno de Plumíferos no representa un hecho menor. No sólo porque el género animado constituye un porcentaje ínfimo dentro de la producción nacional, sino porque en este caso se trata de animación digital: una mosca blanca. Con el valioso agregado de haber sido realizada con software libre, es decir al margen de las grandes corporaciones y monopolios informáticos, la película hasta se permite incluir como villano a un tal señor Puertas, suerte de homenaje en reversa para el señor Windows. Según cuentan sus hacedores, Plumíferos es el primer largometraje de este tipo realizado en el mundo. Dicho esto, el film alterna aciertos y debilidades, aunque es cierto que redondea un producto respetuoso y respetable. El film propone un cambio de perspectiva: mostrar la ciudad desde lo más alto, con protagonistas que habitan las últimas ramas de los árboles o los pisos superiores de los rascacielos. Entre ellos está Juan, un gorrión común pero con ínfulas de ave del paraíso: sus aspiraciones son destacarse entre millones de gorriones iguales a él y conquistar chicas. Feifi, en cambio, es una canarita en cautiverio, propiedad del señor Puertas que, como su alter ego, también es dueño de una compañía de software. A partir de un fallo de los sistemas de seguridad del señor Puertas, Feifi consigue escapar aterrada.... por una ventana, claro. Los chistes que se mofan del inepto Puertas continúan durante toda la película. Y aunque cualquiera sabe qué tan diabólico puede ser el verdadero Puertas, nunca quedará claro cuál es la función del personaje en la película (más allá de ser blanco de esas burlas), ni cuál su villanía dentro de la trama. La relación que de a poco unirá a Juan y a Feifi es el cauce en el que irán decantando los gags, que aspiran a cumplir con la función de extraer la risa del público. Buena parte de esos artificios resulta efectiva, aunque no consigan la carcajada (tampoco es necesario), pero otros quedan demasiado expuestos en su función de meros intermezzos sin conseguir su efecto, ni cohesionar con el desarrollo de la narración. Otras situaciones permanecen inconclusas –el mismo defecto que ya se ha marcado respecto del villano–, como la carrera en el Rosedal, que deriva en la siguiente instancia narrativa sin que la película regrese nunca a cerrarla. Entre los aciertos del film se puede contar el gran trabajo de algunos de los encargados de las voces, que consiguen fusionarse con oficio a sus personajes. Se destacan el picaflor de Peto Menahem, el aguilucho de Esteban Prol, algunos momentos de la paloma de Mirta Wons y, sobre todo, la habilidad de Mike Amigorena, quien realiza un puñado de personajes distintos con una versatilidad que no es una sorpresa. Tampoco debe olvidarse la moderna banda de sonido, que incluye una versión de la popular Volare a cargo de Chucky, vocalista de los ascendentes Smitten. Los directores y productores de Plumíferos han dado un importante primer paso. No es poco: ojalá estén pensando en el siguiente, mejorado y aumentado.
Los dioses vuelven pasados de revoluciones Quien conozca algo de mitología griega sabrá que aquellos dioses siempre fueron algo dados a los excesos. Pero la versión de ellos que se ve en Percy Jackson y el ladrón del rayo tiene la marca de la sobreactuación acuñada en el Actor’s Studio: mucha ampulosidad y pura reducción de personajes a meros mecanismos gestuales, como si sólo desde ese exceso superfluo fuera posible componer criaturas excesivas. Ese tono pasado de revoluciones tiñe casi todo el metraje de esta primera entrega de otra saga que pretende ocupar el trono de Harry Potter, el mismo que comenzará quedar vacante justo este año. Un objetivo difícil. Como la del mago británico, la de Percy Jackson es también la historia de un chico especial, casi igual de especial que el niño mágico. Es que el escritor norteamericano Rick Riordan ha calcado para su Percy el perfil de Harry. Proveniente también de una más o menos exitosa serie de novelas (que ni de cerca rozan el fenómeno editorial de las de Rowling), Percy es un preadolescente sin padre (al menos le han dejado madre), que estudia en una escuela donde es protegido por compañeros y profesores “especiales” que conocen un secreto: que él es hijo de Poseidón, el dios rector de los mares. Por defecto, el chico es un semidios, lo cual no es raro en un mundo que está lleno de ellos. Pero el problema de una genealogía como ésa es que las discusiones familiares pueden resultar muy parecidas a una declaración de guerra. Resulta que a Zeus le han robado el rayo, su principal atributo, y sospecha del hijo de su hermano acuático. Claro que Percy no ha tenido nada que ver con el hurto, en primer lugar porque desconoce por completo su origen. Pero si el rayo no aparece va a haber problemas: un misterio bastante pobre, ya que cualquiera que conozca más o menos a la familia olímpica es capaz de improvisar una lista acotada y certera de sospechosos. Con astucia, el director Cris Columbus (quien nada casualmente dirigió los primeros episodios de la saga Potter) convirtió a Percy en adolescente para intentar distanciarlo del personaje de la Rowling, sabiendo que igual no alcanza. Tal vez por eso hace hincapié en las diferencias entre un universo y otro. Mientras que en Hogwarts todo está pintarrajeado de color inglés, el mundo de Jackson son los Estados Unidos, y su fantasía: el más puritano american dream. Aquí los dioses griegos corren detrás del poder humano y no a la inversa, mudando su Olimpo, como si se tratara de la casa matriz de una multinacional, a la mismísima Nueva York; y a su infierno, más cristiano que helénico, a la meca del cine. Incluso se permiten afirmar que más de un semidiós ha regido alguna vez la Casa Blanca. Demasiado... La saga de Percy Jackson ha conseguido tangencialmente despertar el interés de algunos jóvenes por la mitología griega, y aunque se trate de una reducción aplicada al paradigma liberal, ése podría ser un mérito. Quizás en la maravillosa recreación de sus bestias míticas esté lo más atractivo del film (lo cual tampoco es mucho). Para cerrar como corresponde este esquemático drama griego de madre empeñada y padre ausente, no estaría de más un buen Edipo. ¿Continuará?
Hollywood ama a San Valentín El día de San Valentín parece ser muy importante para los norteamericanos, con su cultura (¿manía?, ¿obsesión?) de tener un día para cada cosa. En realidad da la impresión, viéndolo desde afuera, de que lo que en realidad necesitan es otra excusa para gastar, gastar, gastar. Día de los Enamorados –cuyo título original es simplemente El día de San Valentín– no es mucho más que eso: una excusa para despilfarrar dinero en un elenco que parece un álbum de figuritas. Aunque sin dudas es la mejor inversión que han hecho los productores de esta película, ya que a fin de cuentas ese elenco representa el único motivo que más o menos justifica pagar la entrada: es eso o quedarse viendo la tele. No hay forma de intentar escribir en un párrafo la trama de Día de los Enamorados sin sentir que la vida ya no tiene sentido: son tantas las historias, tan fragmentadas. Es tanta la necesidad de que cada figurita del elenco tenga al menos tres escenas en la película, que algunas de ellas no tienen ningún otro motivo valedero para haber sorteado con éxito la etapa de montaje que ésa: que todos aparezcan al menos en tres escenas. Para muchos de estos actores, la fortuna que habrán cobrado por sólo siete minutos en pantalla seguro representa el dinero más fácilmente ganado de sus carreras (¡hasta Joe Mantegna aparece en un cameo que, por lo inesperado, tal vez sea lo mejor de la película!). Todos muy profesionales, diciendo sus cinco líneas como verdaderas estrellas. En fin: se trata de las historias cruzadas de muchos personajes en la ciudad de Los Angeles; algunos solos, otros en pareja, en su mayoría aún no han encontrado el verdadero amor, aunque muchos crean que sí. Idas y vueltas, desengaños y el amor que surge donde menos se lo espera. Las historias cubren todo target posible: niños, adolescentes, adultos y tercera edad; héteros y homos; fieles e infieles; sexo telefónico, mejores amigos y hasta algún Edipo sin resolver. Lo único que no hay son pobres. De todo, como la vida misma pero en Hollywood, que no es lo mismo. Día de los Enamorados equivale a esas tarjetitas que reparten los chicos en el subte o el tren, llenas de ositos afectados y frases románticas prefabricadas, para que les den a cambio unas monedas. Películas pensadas para vender tickets: ese argumento que últimamente muchos creen que es el único que justifica el enorme esfuerzo que involucra hacer cine. Ahí está.