Podemos pensar que nos construimos no solo partir de nosotros, que no somos una esencia en sí misma, un concepto etéreo de ser, sino que como sujetos somos producto de lo que nos rodea, de la gente con la que nos relacionamos, de los errores que cometemos, las historias que albergamos y así, nosotros mismos nos convertimos en una historia. En su más reciente film, Pedro Almodóvar eligió meterse en Julieta, en sus temores, sus secretos, su pasado, su ropero, sus casas, sus amores… en toda ella. Y la elección del título no podría ser más adecuada: esta nueva película retrata todo aquello que hace a Julieta, incluso vemos las diferentes “Julietas” a través de los años, transformadas por el dolor y las experiencias. Este film forma parte de lo que podríamos llamar los dramas de Almodóvar. Su carrera se caracteriza por habernos entregado desde las comedias más bizarras y provocadoras a los dramas más profundos y emocionales. Julieta está allí, entre esos dramas duros, con personajes aniquilados emocionalmente pero con la fortaleza de un roble, con la fineza de los colores que abruman y de los espacios que parecen realmente habitados. Comparte con los otros dramas almodovarianos la historia intrincada, los hechos tan dolorosos que parecen inverosímiles. También está presente el leit motiv de la mujer en todo su esplendor, transitando la tristeza y siendo su propio sostén. Que, si bien esta vez no participa ninguna Chica almodovar como protagonista, Adriana Ugarte interpretando a la joven Julieta se lleva todos los corazones y las miradas. Podemos decir que esta es una historia de las ausencias: Julieta es todo aquello de lo que carece, los amores que ha perdido y los que la han abandonado. Julieta va creciendo y cada vez es más débil por dentro, pero para el exterior ha creado una coraza con lentes negros envolventes, finas telas y nuevos departamentos. La película llega para contar el momento en que Julieta decide enfrentarse a ese débil interior, escribirlo y relatarlo mientras va reconstruyendo los episodios de su vida que la trajeron a donde hoy está. Así, mediante una narración enredada por flashbacks y flashfowards, vamos conociendo todo aquello que es Julieta. Es la transformación, una de las temáticas más fuertes en el film (que de hecho ilustra el poster de la película), lo que determina lo fuertemente emocional: cómo la historia transforma al sujeto, y cómo este se deconstruye y reconstruye a partir de la misma historia. La maestría del realizador madrileño reside sobre todo, en este film, en la narración que orienta la transformación. Al mismo tiempo, como marca registrada y cada vez más afianzada está la maestría estética y artística que lo caracteriza. Almodóvar se apropia de los colores: en este caso son el rojo o carmín y el azul los protagonistas de la pantalla; creando obras de arte en cada escena en la que son protagonistas. La intensidad de una mujer como Julieta no podía ser representada de otra forma. También son los espacios que transitan los personajes gran parte de este sublime decorado, provocando un suspiro cada vez que la puerta de una nueva habitación se abre. Julieta es una película sin dudas madura, cercana en algunos aspectos a Todo sobre mi madre o Los abrazos rotos. Es una historia contundente que deja ver una obsesión por relatar las vidas de otros de manera tan atrapante que el espectador, a los pocos minutos de inicio, ya está dentro de la historia.
Marvel ha pasado años siendo la industria que proporciona hombres (sí, en su mayoría hombres, por supuesto) con cualidades sobrenaturales que los convierten en seres extraordinarios que se ocupan de hacer justicia en algunos casos, de usarlos de manera negativa en otros, combatir el mal, etc etc… todo lo que conocemos de los superhéroes, básicamente. Recolectando gran cantidad de fans a través del globo, convirtiéndose en una marca registrada de fetichismo, saltando de la novela gráfica al cine y al merchandising, Marvel parece haber entendido que adaptarse a los tiempos que corren es una de las estrategias fundamentales para mantenerse vigentes. Así es que nuestro nuevo héroe, Deadpool, coincide con pocas de las características de los superhéroes tradicionales, incluso el film en sí mismo, se arriesga a cambiar el paradigma desde su estructura, tono y narrativa. Deadpool aparece como un spin-off, derivado de los X-Men; lo interesante reside en que lejos de comportarse como los ya clásicos mutantes, Deadpool los rechaza, trata de alejarse lo mayor posible del estereotipo de superhéroe justiciero. En un diálogo constante con el espectador, nuestro carismático personaje deja en claro su objetivo desde el principio: esta es una historia de amor, y su objetivo principal es “recuperar a la chica”. Salvar el mundo o hacer justicia no está entre sus intereses. Para llegar a concretar su plan, seremos partícipes de idas y venidas en el tiempo de la narración, mediante lo cual conocemos la historia de Deadpool y nos vamos encariñando con el personaje, que se presenta casi como un comediante, infantil y permanentemente bromeando. La empatía que nos causa es casi inmediata, en primer lugar porque es un superhéroe netamente humano, que usa sus poderes como medio de reconquista y de venganza por ese amor perdido; en segundo lugar, pero tal vez lo que más define al film, porque ridiculiza todos los clichés con los que Marvel ha hecho dinero todos estos años. Deadpool se convierte en una especie de Quijote de la Mancha, anunciando el ocaso de un género, en tiempos donde el perfil de “macho” empieza a decaer, donde la sexualidad está más a flor de piel, donde los niños compran cada vez menos las historias fantásticas. Esto no quiere decir que las historias de superhéroes estén acabadas, porque siempre tendremos un lugar en nuestro corazón para ellas; pero sí es necesaria la adaptación a los que los nuevos tiempos piden. Necesitamos de la presencia de un Deadpool: un hombre con la cara desfigurada, con vicios, fobias, enamorado y algo tonto. Una muestra clara de que la parodia en este film no tiene límites es el comienzo de la película, los títulos de apertura: quitando toda solemnidad a la presentación del staff, se anuncian los personajes desde los típicos estereotipos que sabemos vamos a encontrar en un film de Marvel: el idiota, el acompañante, la chica sexy, el villano, mientras suena la melosa “Angel of the Morning” por Juice Newton. Como buena parodia, Deadpool contiene todos los elementos típicos de una película de superhéroes: magnificas explosiones de las cuales los personajes sobreviven insólitamente, persecuciones, chicas malas fortachonas y sexys, disfraces, etc. Lo interesante es cómo aun ridiculizando estos recursos, siguen siendo útiles para la narración. Deadpool es una expresión de la post modernidad, es la aceptación de que los roles y los estereotipos están cada vez más borrosos.
Una de los films nominados a Mejor película animada del año en la última edición de los Oscar, la nueva película de Duke Johnson y Charlie Kaufman; este último también a cargo del guion, quien ya nos ha deleitado con joyas como Being John Malkovich (1999), Adaptation (2002) o Eternal Sunshine of a Spotless Mind (2004). Una reflexión acerca de la convivencia con el otro, del hombre como un ser programado por una especie de poder misterioso. La angustia de saberse rodeado de seres que funcionan como robots, la soledad de un mundo indiferente y vacío, la belleza en la diferencia. Anomalisa es una película sin duda rupturista. Al encontrarnos con una cinta en stop motion podemos asumir que se trata de un film apto para toda la familia o fácil de digerir, y no es así. Lo cierto es que al igual que varios de los guiones anteriores de Kaufman, la cinta es enrevesada, reflexiva y con una trama psicológica algo perturbadora. Anomalisa ofrece una pequeña pero contundente muestra de la vida de Michael Stone, un hombre de mediana edad, clase media alta, casado con hijo que hace un viaje a Cincinatti para dar una charla sobre su exitoso libro. Desde el principio vemos a este personaje habitar no lugares (aeropuertos, taxis, hoteles y bares) y transitarlos de manera abúlica, como si la vida le pesara y no tuviera conexión real con nada ni nadie. Su cuerpo, su postura, sus acciones, su indecisión (porque todo le da lo mismo) transmite un pesado tedio que nos sumerge en un ambiente agrio desde el comienzo. En este sentido, la técnica stop motion está lograda de maravilla, tanto que los personajes parecen humanos y los movimientos comunican esta atmósfera con maestría. En este transitar casi tácito de Michael, tiene un encuentro algo fantástico con dos mujeres, dos fans de su libro: una de ellas tiene la voz más hermosa que Michael haya oído y lo cautiva de inmediato. A partir del encuentro con Lisa, Michael se despierta de esta no vida y entra en una especie de ensueño, donde habita todo lo que siempre añoró: la anomalía. Lisa es esa excepción a la regla, el desvió de la monotonía, el despertar de los sentidos. Podemos pensar que es Lisa, pero más precisamente es su voz lo que hipnotiza a Michael y le hace pensar que encontró lo que siempre estuvo buscando. En relación a esta especie de enamoramiento auditivo aparece un hermosa versión del hit de Cindy Lauper, “Girls Just Wanna Have Fun”, cantado acapella por Lisa. Los sonidos toman una dimensión más importante que las palabras o las imágenes. Sin dudas, Kaufman apuesta alto y busca desafiar el poder de la estimulación visual. Nos descoloca ya desde el uso de stop motion, luego desde las técnicas auditivas y más precisamente desde los giros narrativos. Hay algo que creo que caracteriza a Kaufman y hace que nos guste tanto: su facilidad para plantear temáticas complejas y por momentos incompresibles de manera accesible y fácil de consumir. Los planteos sobre el lugar del humano en el mundo, las realidades paralelas, el mundo de los recuerdos, el flagelo de las relaciones y los recovecos intricados de la mente humana son temáticas que se repiten siempre en sus guiones; sabemos que al enfrentarnos a una de sus historias viviremos una experiencia psicológica alternativa, siempre sobre la premisa de que nada es lo que parece y que la mente humana, lejos está de ser chata e inequívoca.
Que Leonardo DiCaprio, uno de los actores más cotizados en Hollywood nunca haya ganado un Oscar, se ha convertido ya en motivo de broma para muchos y en protesta por injusticia para otros. Su más reciente trabajo junto al realizador mexicano Alejandro González Iñárritu, The Revenant, donde tiene un gran protagonismo con un papel contundente, ha creado grandes expectativas con respecto a este tema. Nominada en varias categorías, la película se presenta como uno de los platos fuertes de la edición número 88 de los premios Oscar. Desde que el director mexicano dejó de lado las historias cruzadas y los diálogos en español, podemos esperar una superproducción que le plazca al mundo entero y que tenga los elementos que tanto le gustan los jurados de los Oscar. The Revenant es de esas películas que encajan justo en la lógica hollywoodense, esos portentosos films de los que la crítica habla por mucho tiempo, que no para de llenar salas y abarcar públicos disimiles. Tiene todos los condimentos para ser, al menos, una película atractiva: su director, Gonzalez Iñarritu se llevó la estatuilla por mejor película el año pasado con Birdman, por lo cual su nuevo trabajo ya nos tiene con muchas expectativas. Elige a un actor consagrado, galán que ha demostrado fuertemente ser más que una cara bonita y se promete como película trascendente. Filmada parte en Canadá y parte en el sur argentino, la película es arrolladora con sus bellísimas postales de paisajes gélidos e imponentes. Está repleta de estos momentos, porque el espacio es un personaje tan importante como DiCaprio: es la naturaleza en estado puro, quieta y amenazante a la vez; entre frenéticas cascadas, glaciares, montañas extraordinarias e intrincados bosques, los personajes transitan como fieras, en estado primigenio. Hugh (DiCaprio) es un casi un animal, golpeado y repleto de dificultades, acechado, escurridizo va sorteando todos los obstáculos y echando mano a los recursos naturales, mientras se mimetiza cada vez con esta naturaleza salvaje. Por momentos se vuelve una suerte de Ulises, en una odisea que parece no terminar nunca y donde los peligros son cada vez más cercanos. Todo esto motivado por la venganza, esa fuerza que lo convierte en “el renacido” y lo levanta de lo que era casi su lecho de muerte, convirtiéndolo en un héroe que todo lo puede, movido por la fuerza del amor de padre e imposible de vencer. En relación a esto, la película se torna innecesariamente larga; con la intención de dar cuenta del gran camino recorrido por el protagonista y la enorme fortaleza de la que es poseedor, los minutos siguen corriendo, con escenas similares y climas esperables. Al mismo tiempo, los clichés abundan, tanto que por momentos parece que estamos viendo The Edge (1997) y los personajes son completamente malos y completamente buenos y víctimas. En fin, The Revenant es una película complaciente: con un guion que no se la juega demasiado, con personajes de baja complejidad pero con los que es muy fácil empatizar (o todo lo contrario) y con un despliegue cinematográfico y técnico realmente sorprendente. Desde los efectos visuales hasta la música, The Revenant es impecable y sobre todo, grandiosa. Pero al salir de la sala, sentí que algo faltaba, que dos horas y media para contar esa historia, había sido demasiado.
Me enfrenté a Room casi sin ninguna información sobre ella, con la intención de ver de qué se trataba uno de los films nominados a Mejor Película este año en los Premios Oscar. Así, despojada de datos pero llena de expectativas fue transcurriendo una historia increíble frente a mis ojos y sorprendiéndome a cada paso. En una situación inicial donde todo parece cotidiano y normal, conocemos a Jack y a su mamá, Joy, que viven en un recinto acotado, pero que cumple la función de casa, llamado “Room”. Allí, el niño Jack tiene una relación afectiva con los objetos y divide la realidad en el plano de la TV (espacio que admira con ojos desorbitados), el “espacio sideral” que ve desde un pequeño tragaluz y la vida en “Room”: Jack nunca ha dejado Room, es la única realidad que efectivamente conoce; y de hecho todo parece desarrollarse muy cómodamente allí adentro para él, donde tienen una marcada rutina con su madre, donde un misterioso señor llamado Old Nick les provee comida y medicamentos. Pero el día que Jack cumple cinco años, Joy comienza a experimentar una crisis e intenta explicarle a Jack que hay algo mas allá afuera… el mundo. Aquí es cuando el guion se pone realmente delicado y original: como si le explicara a un extraterrestre, Joy pone todo su esfuerzo en graficar lo que todos entendemos como realidad, explicándole que todo lo que ve en la TV es real, realmente existe. Así, se pone en evidencia cómo lo que es conocido para el humano es lo que de hecho considera como real: para Jack, Room y su contenido es lo real, el resto es virtual, inexistente; y la ruptura de esa ilusión, el paso de la ignorancia al conocimiento, la razón por la que viven allí y la atemorizante idea que exista algo tan inabarcable como “el mundo”, lo enfurecen. Correspondiente a este temor ante lo desconocido, es la fascinación que irá experimentando al encontrarse con “el nuevo mundo”, a partir de lo cual, el mundo de Room irá quedando cada vez más pequeño. En este sentido, las estrategias narrativas de reconocimiento y descubrimiento, la función de maestra paciente que cumple Joy, nos recuerdan un poco a los recursos usados por varias películas sci-fi, donde el androide debe ser introducido a las prácticas humanas, y al mirarlo con extrañamiento logra que nosotros mismos reflexionemos sobre la relatividad de “lo real” y lo incorporado como normal o cotidiano. Una de las partes fundamentales del film es la gran interpretación de Brie Larson, que le valió el Oscar por Mejor actriz en rol principal. La confluencia del factor víctima y el factor de fortaleza máxima, la hacen un personaje completamente humano que sostiene emociones extremas desde el comienzo hasta el final del film, cada uno con sus debidos matices. Si bien es ella una gran parte del sostenimiento emocional de la historia, la dupla que forma con Jacob Tremblay (una verdadera revelación) es realmente explosiva. La película transmite una emoción genuina, una tristeza profunda y por supuesto, genera una gran empatía. Los diálogos son cuidadosos, los gestos sensibles y la fortaleza de las imágenes reside en su sutileza. Hay muchas cosas que quedan sin decirse, hay una buena parte de la historia de Joy que no llegamos a reconstruir, pero tampoco lo necesitamos, porque esta porción de la historia, que es a la que podemos acceder, contiene el signo del encierro cotidiano y la dura liberación.
En un contexto social donde los derechos de la mujer y la igualdad de género se han vuelto materia de visibilidad y las luchas están siendo (de a poco) escuchadas, aunque son muy pocos los avances que vemos hoy día, Joy es un film que al menos llama la atención. La historia real de una madre soltera que se ocupa de sus dos hijos, de sus padres, de su ex marido, de su abuela, de la casa, las cuentas, menos de sí misma y que llega a convertirse en magnate a través de un invento propio. Joy (Jennifer Lawrence) es una mujer ante todo cansada de la vida, rodeada de injusticias; su vida es tan llena de problemas y los que la rodean abusan tanto de su “bondad” que ya se vuelve un escenario algo tragicómico, por lo exacerbado. Joy era un niña creativa a la que el tiempo y las responsabilidades han convertido en una ama de casa que no llega a pagar la boleta de teléfono (la amarga realidad de la adultez como demoledora de sueños). Pero en medio de una crisis de hartazgo, Joy despierta esa niña dormida, que en algún punto está conectada con esta adulta práctica y los problemas del diario vivir, y crea un tecnológico trapeador. La historia está contada como lo exige: son tantos los problemas de Joy, incluso cuando algún plan amaga a salirle bien, se derrumba su mundo en un segundo, y se le van acabando los ases bajo la manga, generando una bola de nieve imparable. No solo que nosotros como espectadores vamos sintiendo cada vez más su sufrimiento sino que el efecto de triunfo final convoca a una sensación más que placentera: por un momento nos hace creer que la justicia y la ley de “merecimiento” existe. Luego de cintas como American Hustle (2013) o The Fighter (2010), David O. Russell ya es un director de peso, que suele ofrecernos historias, al menos, originales. La película cuenta con la exquisita actuación de Jennifer Lawrence (nuevamente trabajando con el director), que debemos decir ya se ha convertido en una de las favoritas del gran público que sigue deslumbrando con su eclecticismo actoral y con su belleza de “chica de barrio”. Robert De Niro y Bradley Cooper son otras de las apariciones importantes en el film. Parece ser que la historia de Joy es de lo más exótico y digno de contar. Estamos frente a una figura múltiplemente lumpen: no solo es la historia de un pobre que se vuelve rico sino que es una mujer. Y parece que ese es uno de los puntos más llamativos, ya que la cinta lleva su nombre y no The Pursuit of Happiness como lo es la cinta de Will Smith (otro lumpen que destaca su éxito inesperado siendo pobre y de raza negra, envuelto de una vida repleta de adversidades). Por momentos me pregunto, ¿cómo debo situarme frente a obras como estas? Una de las opciones sería celebrar el hecho de que se hagan visibles las historias sobre mujeres que triunfan sin la ayuda del hombre; pero la contracara de esto es que el cuadro de situación implica que una historia como esta es tan pero tan poco común que puede convertirse en película, ganarse el Globo de Oro y generar millones de dólares. Tal vez el triunfo de esta historia se debe a que el terreno está más “abonado”, por así decirlo; o tal vez siga constituyendo una rareza dentro de las historias de “héroes”.
Las road movies siempre tienen ese toque de aprendizaje a través del viaje y las peripecias, el reconocimiento de uno mismo a partir de los espacios, del otro y de un tránsito particular como metáfora del tránsito de la vida. La nueva película de Francisco Varone muestra el cambio que se da en la vida de Sebas a partir de la entrada en su vida de Khalil, quien lo embarca en una absurda pero divertida historia. Sebas (Rodrigo de la Serna) oficia de taxista de manera azarosa, sus días transcurren de modo abúlico, no presenta grandes aspiraciones a largo plazo, consume cigarrillos de manera compulsiva y tiene un humor algo efervescente, con mañas típicas de un viejo (a pesar de no serlo). Al recibir una propuesta fuera del molde, sus hábitos irán modificándose paulatinamente: su pasajero frecuente, Khalil (Ernesto Suárez), un musulmán entrado en años y de salud delicada, le pide que lo lleve en su “taxi” hasta La Paz, Bolivia, para encontrarse con su hermano y hacer un viaje a La Meca. Desconcertado pero apremiado por su situación económica, Sebas accede. Como es de esperarse esta aventura comprenderá un abanico amplio de situaciones y emociones: el acercamiento de estos dos personajes desde una relación de amistad, el conocimiento propio y del otro que los lleva a forjar un vínculo de padre e hijo, a partir del cual vivirán situaciones de riesgo, cómicas y tristes. La historia es bastante simple y emocional, lo cual la hace efectiva. Lo que la hace realmente atractiva son las actuaciones en conjunción con la narración: la progresión de los personajes es perfectamente natural, el relato sostiene el vínculo entre Khalil y Sebas y los actores hacen que este vínculo brille. La transformación más importante es tal vez la de Sebas, quien a medida que pasan los kilómetros va dejando sus rabias en el camino y se deshace de aquellas cosas que más lo definían como persona: fuma cada vez menos, su temperamento se amansa, se desprende de bienes materiales, abre su cabeza a nuevas experiencias y principalmente encuentra lugar en su vida para otra persona que no sea él mismo; de a poco, el bienestar de Khalil empieza a ser su objetivo primordial. En esta transformación también se deja ver el ciclo de la vida del que tanto escuchamos hablar: cuando los viejos comienzan a necesitar ser cuidados por sus hijos y se comportan como niños. En relación a esto choca las maneras desesperadas y acartonadas de Sebas frente a la pasividad y actitud relajada de Khalil, con un dejo de esa sabiduría que solo otorgan los años. Como es de esperarse, entre estos dos personajes se va dejando ver una relación padre/hijo casi indispensable. La película recorre hermosos paisajes al ritmo vintage de Vox Dei; transita situaciones ocurrentes y giros inesperados. Una road movie con todas las letras y una buena historia para contar, relatada del modo justo, con personajes que se meten de lleno y no nos hacen dudar ni por un segundo.
Año tras año, los premios Oscar incluyen en su categoría más importante (Oscar a Mejor Película) algún film con un contundente sentimiento nacionalista (norteamericano, claro), casi rozando lo propagandístico. Este año le tocó a The Martian, la película de ciencia ficción, dirigida por el gran Ridley Scott, basada en la novela homónima de Andy Weir. Que, a pesar de estar nominada en varias categorías, no obtuvo ningún premio; incluso el papel de Matt Damon lindaba con el del por fin ganador Leo DiCaprio, ambos protagónicos que ocupan casi toda la cinta en situación de supervivencia, mostrando varias facetas a través del tiempo. Hay que reconocer que la historia es realmente muy buena: estando en una misión en Marte, por una tormenta imprevista, Mark Watney sufre un accidente, es dado por muerto y su grupo lo “abandona” en el planeta rojo. Claramente, el personaje interpretado por Matt Damon no está muerto, de lo contrario no habría historia para contar. A partir de semejante situación, el instinto de supervivencia se activa en su mayor nivel y Mark, haciendo uso y ostentación de la ciencia creará una vida en Marte, mientras intenta comunicarse con la NASA buscando rescate. En su larga estadía en este planeta (será un mínimo de cuatro años) sus aptitudes irán mejorando, tendrá algunos fracasos, muchas otras victorias y demasiado tiempo libre para contarnos, mediante grabaciones su experiencia y erigirse, inevitablemente como un gran héroe. Entre medio de esta fantástica historia, de hecho muy bien narrada y con efectos visuales de alta gama (no se puede esperar menos), aparecen las reivindicaciones de los astronautas de la NASA, la ponderación de la ciencia como elemento máximo de salvación y por supuesto, varios complementos emocionales que apelan a la sensibilidad el espectador; que de hecho funcionan bastante bien: hay que decir que la sensación de vacío y desolación que provocan las impresionantes imágenes del espacio y de Marte llegan a desesperar al espectador. El operativo de rescate que se efectúa para salvar a Mark llega a ser la única preocupación de la NASA, que frena la vida de miles de personas y se convierte en noticia mundial. The Martian es una película sobre la superveniencia, y los limites desconocidos del humano para llevarla a cabo, donde se resaltan por un lado las cosas increíbles que se logran en soledad, con la inmensidad amenazante del espacio circundante, y por otro la unión de grupo en pos de un objetivo común. Básicamente, una visión bastante idílica de la realidad. Lo cierto es que Mark, hombre, astronauta y científico norteamericano, viene a convertirse en el héroe máximo, que a cada paso sortea los obstáculos más inverosímiles (como lograr vida en Marte con su plantación de papas). Técnicamente es de una maestría innegable y se pueden encontrar algunos momentos de imágenes poéticas y reflexiones existencialistas. Pero, finalmente es otra película yankee, de exaltación heroica y nacionalismo, que ideológicamente hace un poco de ruido.
La nueva película de Marcos Carnevale cae bien a algunos y no tanto a otros. Lo que es seguro es que este realizador argentino logra un híbrido interesante, o al menos inquietante; combina la puesta en escena del teatro tradicional, los esquemas y lineamientos de la clásica tragedia griega y por supuesto, los artilugios que hacen del cine una experiencia que roza lo mágico. La propuesta de esta historia es ante todo atractiva: nos metemos en el interior de un mítico restaurante llamado Cenáculo: un espacio distinguido donde el culto a la gastronomía, el ritual del banquete, la estimulación de los sentidos y las pasiones puestas sobre la mesa son los condimentos principales. Liderado por dos excéntricos hermanos (Graciela Borges y Pepe Cibrián, fantásticos) este lugar recibe a cenar a distintos grupos de personas, que disfrutan de la exclusividad de una noche para vivir una experiencia única, un quiebre y una crisis. Cenáculo es un espacio para dejar las caretas afuera y mirarse a través de los ojos del otro, para descubrir así, los demonios propios mejor ocultos. Una cena que será definitiva. Desde el comienzo sabemos que estamos ante un film harto filosófico y poco común. La inconfundible voz de Graciela Borges nos lleva hacia el corazón de Cenáculo, como invitándonos a ser parte de una experiencia única, de la cual no hay vuelta atrás. El lugar está ubicado en una ruina gótica donde los vitró de La última cena parecen vigilar a los comensales; al mismo tiempo, vigilados por el personaje de la Borges, que desde su casa burguesa, observa y juzga como un dios aquello que sucede en la mesa; como viviendo la vida de los otros. En este mítico restaurante se desatan diferentes situaciones que empiezan en drama y terminan en tragedia. Múltiples historias que condensan los vicios y las obsesiones eternas del humano llevarán a los personajes a pasar por los sentimientos más extremos y a situaciones completamente patéticas; momentos en que el film toma un tinte tragicómico comandado sobre todo por Alfredo Casero, Favio Posca y Luis Machin. La banda sonora (música en vivo para los comensales) acompaña perfectamente las alocadas situaciones que se libran sobre la mesa. Y las actuaciones se convierten en la frutilla del postre: un elenco variado de actores consagrados ejecutando un guión desopilante. Dentro de las palabras aparece la tradición borgeana, nociones cristianas de culpa, arrepentimiento, redención… pero principalmente somos espectadores (al igual que los dueños y los cocineros) de la vivencia extrema del ser humano: las pasiones llevadas al límite, la crisis, el reconocimiento del otro y de uno mismo, la anulación de la línea entre humanidad y bestialidad. El espejo de los otros es una película con la que vale la pena encontrarse, por sus planteos universales, su versatilidad interpretativa y porque dentro de la fantasía de la última cena, descansa la realidad interna de cada uno de nosotros, el estallido de la verdad, entre gritos, llantos y risas.
La nueva película de Pablo Trapero cuenta una historia real de horror, ante todo macabra: aquella de la familia Puccio, que durante la década de los ’80 en Argentina se dedicó a al secuestro, tortura y asesinato de grandes empresarios. Ya desde el tráiler se erige la propuesta de que la realidad supera la ficción, premisa que aparece en casi toda la obra de Trapero. Desde ese lugar, lo que horroriza es saber que (no hace tanto tiempo atrás) en nuestro país, en el seno de una familia convencional, todo aquello que parece una fantasía hollywoodense, de hecho sucedió. A pesar de que Arquímedes Puccio participó activamente en la dictadura militar del ‘76, y que fuera miembro de la Triple A, el film hace un recorte histórico a partir de la recuperación de la democracia, incluso recopilando discursos de Alfonsín, como medio de verosimilización y de dejar sentado el carácter de realidad. En el fervor y la emoción que significó para muchos el gobierno de Alfonsín, tras bambalinas, algunos ex militares, seguían ejerciendo el horror: la captura en un baúl, la permanencia en condiciones inhumanas, la extorsión a los familiares y finalmente la muerte. Este escenario macabro está montado detrás en una familia “convencional”. Católicos, unidos, educados, con costumbres burguesas, roce social… todas características aparentes de “normalidad”, que sostienen la tranquilidad de no levantar sospechas, incluso mantienen relación cercana con las víctimas. La madre maestra, cocinera, “madrasa”, ella y su marido prestando gran atención a la educación de sus hijos; familia numerosa, hijos ejemplares. Así es que la historia se maneja sobre el constante contraste: son varias las escenas donde vemos a la familia reunida por el ritual de la cena (siempre carne), las peleas cotidianas de hermanos, los problemas de trabajo de la madre, etc. Es decir, dentro de un mismo espacio se desarrolla la vida común de una familia tipo argentina, mientras, detrás sucede el horror, producto de las elucubraciones sin piedad de un espeluznante clan. Si bien la historia que se cuenta es harto impactante y morbosa, Trapero se encarga de usar un estilo llevadero y presentar las sesiones de tortura y secuestros musicalizadas por un soundtrack diverso y que convierte a la extrema situación en una contundente escena de humor negro que hasta nos hace sonreír. “Encuentro con el diablo” de Serú Giran actúa como leit motiv de la obra, y refuerza la fuerte idea de villano que se maneja en el personaje de Guillermo Francella. Si bien representa a un personaje de la realidad, Puccio está confeccionado como el típico villano detestable, de temperamento frío y calculador, figura de padre autoritario que permite entrever la conflictiva relación con sus hijos, sobre todo con Alex, uno de los principales cómplices. Para muchos fue una sorpresa encontrar que unos de los roles principales estaba a cargo de Peter Lanzani, el ex Casi Ángeles; se puede decir que, si bien su actuación no deslumbra, está a la altura de lo que el personaje exige, mostrando una interesante transformación a medida que avanza la historia. Guillermo Francella, con una caracterización llamativa encarna al perfecto asesino, uno de los mejores elementos del film.