337 copias, más de medio millón de espectadores (por ahora), recaudación record en su primer fin de semana, todo el mundo –literalmente: en Cannes se vendió a todos los países del globo- quiere ver (por primera, segunda o tercera vez) la película de Szifrón. Es lógico que esto sea así, dadas las condiciones con respecto a publicidad y parafernalia, mesa con Mirtha Legrand included. Con diez veces más presupuesto que una superproducción standard argentina, Relatos Salvajes, se perfila como el acontecimiento cinematográfico del año (lo que no quiere decir la mejor película ni por asomo). Y así es que se impone tanto para fuera de la sala como una vez que empieza la proyección: con grandilocuencia, a fuerza de golpes de efecto y barullo. (Atención: hay leves spoilers, nada grave) Lo que primero salta a la vista es su estructura: seis cortos que parecen independientes entre sí, con una clara pretensión de abarcar todo el espectro social, todos los problemas que según la visión del director parece padecer el país. Porque, como dicen los afiches y como demuestran sus personajes (un dream team: Darín, Sbaraglia, Oscar Mártinez, Erica Rivas, etc.) todos podemos perder el control. No se salva nadie, ni los ricos que tienen dos millones de dólares para salvar a su hijo, ni los clase media que no se bancan que la grúa les lleve el auto, ni los más pobres que recorren el Norte con un 504. Todos los personajes terminan agarrando el camino más fácil ante las situaciones límite que les propone la película: el de la indignación. Ninguno intenta siquiera ponerse en el lugar del otro o siquiera escucharlo, sino que simplemente avanzan con ingenio en sus propósitos y terminan generando más violencia que en la situación inicial (sobre todo en el de Darín: piénsenlo). Alguien podría contestarme: esa es la gracia de la película, que los personajes sean malos no implica que la película sea mala. Yo contesto: es muy fina la línea que separa mostrar de celebrar. Esta película no es una apología del salvajismo, pero sólo aporta confusión al asunto. Que los personajes no se quieran entre ellos, vaya y pase, pero que el director sólo atine a musicalizar irónicamente los momentos más graves me hace pensar que él tampoco los quiere mucho. No le preocupa que el mundo que describe sea una mierda, sino que parece sentirse bastante cómodo. En el aspecto técnico es indiscutible. Muchos al salir del cine pensarán que al fin una película argentina puede medirse, en calidad visual, con los grandes tanques que aterrizan todos los jueves a una cartelera cada vez menos diversa. Y eso es un problema (aunque seamos buenos, no es un problema sólo de Relatos salvajes). No habría que celebrar que una película argentina se parezca al estándar mundial pochoclero, y menos aún alegrarse de que tiene éxito porque, al final, no plantea ningún desafío ni una mirada novedosa. No plantea desafíos porque toda célula de real conflicto (de clase, de imágenes sociales, o de cualquier índole) encuentra su límite al final de cada cortito. Ya sea por una limitación estructural (la cárcel en algunos) o por un chiste negro que quita gravedad –y no digo más por temor a spoilers-. Si hubiese extremado su salvajismo podría haber sido interesante, pero se frena justo a tiempo como para no escandalizar a nadie, vuelve sobre sus pasos para conseguir los aplausos que, dicen, cosecha cada historia. En fin. El tiempo pasará, la película probablemente sea un gran éxito, quizás algunos me insulten por esta crítica, todos recordaremos Relatos salvajes. Después se verá si es por méritos propios o a fuerza de publicidad. Espero que para la próxima película de Szifrón el mundo haya mejorado un poco y que se parezca menos a lo que Relatos Salvajes quiso contar.
En este jueves que pasó se estrenaron tres películas nacionales buenísimas: Historia del miedo –de Benjamín Naishtat-, Fango –de José Celestino Campusano-, y Aire Libre, de Anahí Berneri. Podría hablar sobre las tres y sobre cómo, todas, por mención o omisión, hablan de Argentina, su situación y, por lo tanto, nuestro lugar en él. Por una cuestión social o cultural, estas películas dirigen su mirada a distintos barrios, a las tensiones y pasiones que hay en ellos. Podría pensarse, incluso, que estos personajes de Aire Libre pueden convivir con los de Historia del miedo, en el mismo espacio. La película de Berneri se centra en una pareja que está viviendo los 30, realizados tanto profesional como económicamente. Lucía (Celeste Cid) y Manuel (Leonardo Sbaraglia), tienen un hijo, una casa, un auto: todo lo que necesitan. Los personajes quedan claramente definidos en un par de planos, unos pocos gestos y sus palabras. Él, un hombre de chombitas Lacoste, zapatos, incipientes canas, poca panza, depilación y una 4×4 que comparte con ella: cuerpo de madre (te queremos mucho, Celeste), peinado de madre, ropa de madre, y sus vestidos de soltera esperando en el placard. Nunca podemos precisar el momento en el que empieza a irse todo al carajo, probablemente porque no haya un guionista que plantee “puntos de giro” o similares yeites a los que ellos son tan adeptos. Las cosas suceden y lo que no vemos también cuenta: las elipsis son lo que de alguna manera va determinando todo lo que sucede en la película. Si lo que vemos son los conflictos, los choques de la pareja, lo que no vemos es el relato que ellos se hacen de la situación, cuando toman y piensan las decisiones que luego afectan a ambos. Cuando te querés dar cuenta, ya estás durmiendo en otra casa, sin dramas y sin peleas, como si siempre hubiese sido así. La situación mayor, englobante, se vuelve inaccesible, principalmente porque no existe: está formada de pequeños indicios y situaciones que, conjugadas, no alcanzan a arman un mapa emocional de la pareja. Berneri llega hasta el límite de la intimidad incluso sexual de ellos dos, pero hay cosas que deja fuera de campo, y ahí reside su fuerza como narradora. Confía en la fuerza de las imágenes y no tiene miedo en dejar espacios a completar. Podría arruinarse de muchas maneras, con más diálogos, con actuaciones más afectadas, con menos elipsis, pero eso no sucede y justamente los silencios y los sobreentendidos son los que son: hacen partícipes de la intimidad. Y el hijo, siempre en el medio. A cada línea de diálogo de sus padres, le corresponde una acotación desde afuera suya, inocentemente. Incluso físicamente pareciera estar molestando, o fuera de lugar, incómodo consigo mismo. El chico no sólo tiene la inquietud propia de su edad y su cuerpo sino la de dos voces que se contradicen en su cabeza. Sus abuelos tampoco son la salida: con todos tiene una especie de tensión. Y suceden cosas, tiene pequeñas explosiones que son puntos importantes en la película porque afectan los padres, que ya bastante tienen con ellos mismos. A esta altura, ya está demás decir que en la película no se respira aire libre o puro. Los espacios son raros. La posible casa de la familia, siempre en construcción, es la que debería ser el lugar de la esperanza y sin embargo nunca transmite esa sensación. Al final, los que habitan los espacios son los que los definen y en Aire Libre este pequeño núcleo familiar vicia todo de infidelidad, de tensión sexual, de cosas nunca que se dijeron. Y no es fácil que ese aplomo se sienta en una sala de cine, pero esta película lo logra. Posdata: vayan a verla aunque más no sea porque tiene la escena de seducción más adorable y hipster del cine argentino.
Películas de iniciación hay muchas, incluso de temática homosexual. Esta es la vida de Adéle, una chica francesa a punto de cumplir la mayoría de edad, de clase media un tanto progre, con amigas que no lo son tanto y apasionada por la literatura y la enseñanza. Luego de sus primeras experiencias (hetero) sexuales, duda. Eso es lo único que sabemos de ella. Luego, gracias a la insistencia de los primeros planos, de la omnipresencia de su boca, de la incertidumbre de sus ojos, quizás podríamos delinear algunos rasgos psicológicos. Pero eso no es lo importante. Su cara es esencialmente cinematográfica: vale por sí misma y en relación a las imágenes que la preceden. Su presencia llena al cuadro y no permite que se reduzca su expresión a la literatura que exige un guión, que exige una reacción o un sentimiento para poder avanzar la trama. Eso es lo específico (y lo maravilloso) del cine, su misterio. Eso está pasando realmente y su cara es más compleja que la situación que quiere explicarla. Pareciera, incluso, que no está actuando. Y fue así, porque Abdellatif Kechiche no permitió estilistas ni maquilladores en el set durante el rodaje y filmó a Adéle cuando estaba comiendo, durmiendo o en sus ratos libres. De hecho, en la novela gráfica en la que está basada, la protagonista no se llama así. Pero parece que la actriz, Adéle Exarchopoulos, excede cualquier tipo de papel. Hablar de la película es hablar de ella. Todo el espacio, podría decirse, está filtrado por su presencia. No son espacios bien organizados o bien delimitados, son turbios, confusos, porque la misma Adéle pasa por ese estado de ánimo. Ella es el centro y el punto de vista es el de ella. El sexo históricamente fue la elipsis obligada del cine comercial. Unos besos al principio y una charla y un cigarillo al final (con una poco natural omnipresencia de las sábanas). Del acto en cuestión, nada. Pero Abdellatif Kechiche hace del sexo una oportunidad para seguir conociendo a Adéle. Es, en el sentido más puro del término, una experiencia sensorial. Pero nada tiene que ver con una mirada correspondiente a la pornografía, que es utilitaria, con un fin en particular y sin ningún tipo de originalidad. El sexo acá es totalmente gratuito y parte del placer de observar. Pero el montaje (o la ausencia de), las actuaciones y el cuidado ambiente sonoro generan una inmersión total en esa habitación. La película es larga: casi tres horas. Pero de ninguna manera está estirada o tiene metraje de más. Lo que se gana es que los personajes excedan su principal característica (su homosexualidad o, en realidad, su búsqueda de identidad) y no se definan sólo por eso. Así las vemos pintando, en su trabajo, cocinando o sin hacer nada en particular. La vida de Adéle tiene un buen guión, pero no hubiese alcanzado. Tiene una pensada puesta en escena, pero tampoco hubiese alcanzado. La película encuentra en Emma (Léa Seydoux) la coprotagonista perfecta, pero que aún así pasaría desapercibida. Lo que la convierte una gran film es Adéle Exarchopoulos que sin hacer demasiado hace un montón: demuestra que en el cine sigue habiendo belleza.
En una escena de El Eternauta sucede lo siguiente: ante la necesidad de buscar comida y enfrentarse a la nevada mortal que cae sobre Buenos Aires, juegan a los dados la tarea de salir al exterior. Los personajes, hombres serios, a la vieja usanza, quieren ir y hacen todos los esfuerzos por mostrarse tranquilos. En This is the End hacen una cosa similar: con fósforos, echan a la suerte quien sale afuera a buscar agua. Pero en este caso los personajes más inmaduros (¿o más sinceros?) gritan, patalean, se ríen, se niegan. ¿Qué pasó en el medio? La historia es simple y poco original: ante una emergencia, una suspensión de lo que se creía establecido, el hombre vuelve a su estado natural, a luchar por la supervivencia. El hombre se vuelve lobo del hombre, diría Hobbes. Lo interesante es que en este caso veremos a Seth Rogen, Jonah Hill, James Franco y Evan Goldberg (cuánto de verdad tendrán los personajes, no podremos saberlo) sacar a relucir sus miserias, volviéndose cada vez egoístas. Y afuera de esa casa, el apocalipsis, con demonios, posesiones diabólicas y caníbales. Es curioso ver cómo esta película, contrariamente a lo que pueda pensarse, tiene un elemento documental fuerte: al haber tantos actores haciendo de sí mismos, siendo tan sinceros (y con tantas referencias a sus trabajos anteriores) y un anclaje espacio-temporal –al menos al principio-, uno podría imaginarse esa vida en Los Ángeles, donde podés cruzarte a Emma Watson en alguna fiesta, o a Michael Cera en… no, mejor dejémoslo ahí. Entonces ahí se puede encontrar algún tipo de autocrítica, sincera, sobre el espectáculo y los egos. This is the end quiere sinceramente a sus personajes, pero nunca es complaciente, (cosa lógica si se piensa que personajes y guionistas son la misma persona) porque se permite exponerlos, hacerlos quedar mal, vislumbrar sus defectos. Son misóginos, vagos, irresponsables, groseros. Pero al final hay redención. Eso es lo que dice la película, tengo mis dudas si es así. Lo que es seguro que aquí no hay ironía, no hay ningún tipo de canchereada (ni cinematográfica ni de parte de los personajes). Son ingenuos, son unos niños con mucha plata en posesión de un juguete, el cine, que no pueden dejar de hablar de sí mismos, sus problemas y sus chistes. Ahí, quizás reside un poco el problema de una película que pierde fuerza luego de sus escenas iniciales: se vuelve humor para entendidos, una broma interna de la que podemos quedarnos afuera. Sin embargo, más o menos fallido, es para celebrar su nivel de arbitrariedad, que en este caso, significó libertad creativa, significó una película personal. De todas maneras, esta es una película-manifiesto, probablemente no la expresión más acabada o la mejor de la NCA (Nueva Comedia Americana), pero probablemente sea la más autoconsciente y celebratoria. Se hace cargo de casi veinte años de historia, en un fenómeno que arrancó con SNL, el semillero, y en el que caben tanto Jim Carrey como Wes Anderson, Adam Sandler y los hermanos Farelly. Luego vino la renovación Appatow (siempre con el fantasma, mirando de arriba, de Kevin Smith) con Freaks and Geeks y los que ya conocemos: Steve Carrell, James Franco, Paul Rudd, Zach Galifianakis, y los que actúan esta película. Y This is the end, ya desde el título, pareciera ser una síntesis. La NCA se compone de comedias humanistas pop, pero siempre con un afán casi revolucionario (ok, quizás estoy exagerando) de cuestionar las visiones conservadoras en inmóviles de la sociedad. Esos prejuicios están presentes en, por ejemplo, Legally Blonde o Zoolander, pero se los pasa por arriba: se los expone y se los supera. ¿¡quién dice que la comedia es un género menor!? Que los diálogos en This is the End estén llenos de groserías y que estén dichos a los gritos no les quita de ninguna manera su veracidad y sinceridad.
¿Cuál es la Realidad (así en mayúsculas) a la que alude al título? ¿A lo que sucede en la pantalla de TV? ¿A Nápoles y su mundo de marginados? ¿A lo que Luciano piensa que le sucede? Aquí hay mucho de Italia, hay mucho de Ladri di Biciclette pero también hay mucho de Fellini y La Dolce Vita. Hay un mundo grandilocuente, exagerado, gritón, que está mirado con ojos neorrealistas. Reality (2012, Matteo Garrone) cuenta la historia de un padre de familia que trabaja en una pescadería que le queda chica. En un casamiento, disfrazado de drag queen, conoce a Enzo, el flamante ganador de un reality show, que con su discurso alienta a seguir su sueño. Never give up. Y así es como el propio Luciano hace el casting para entrar al Grande Fratello. Hasta aquí esto podría ser un gran comienzo de una comedia, pero luego las cosas se ponen más difíciles. Pareciera ser que esta película felizmente escapa a los lugares comunes, a los descansos mentales del espectador. Es decir, en varios momentos la historia podría haber dado giros campanellísticos, con música de violines, pero se contiene y sigue su curso: cuando Luciano empieza a ir a la iglesia acompañado de su esposa y su amigo, esto podría haberse convertido en un drama sobre como los hombres buscan instituciones que lo amarren (la televisión o la religión). Pero se toma un desvío y esa interpretación puede hacerse, sin que sea la única que pueda cerrarse sobre la totalidad de la película. Otro ejemplo pequeño: en la familia del protagonista hay muchas mujeres gordas típicas del cine de –por ejemplo- Fellini. Podrían haberse hecho muchos gags a partir de esos personajes, mejor o peor logrados, para resaltar un aspecto de italianidad que haga de ésta una película for export. Garrone puede captar algo de lo real en este pueblo de Nápoles. No hay un juicio consciente en lo que se muestra, no hay acentos u omisiones que hagan de éste un relato artificial. Es más, cuando esta película se acerca más a los géneros es cuando más riesgos tiene de fallar. Enzo y su entrada fabulosa desde el cielo en ese boliche en un tono casi paródico o las peleas de Luciano y su esposa acercándose al drama. Esto pasa porque en la vida real no hay géneros que valgan, géneros puros con sus convenciones. Parecería que lo que estoy diciendo es una obviedad, pero hace bien recordarlo cada tanto. Así le podemos exigir al cine que se arriesgue a mirar la realidad sinceramente y no desde su filtro de algún género en particular. En este film la cámara narra, describe y establece el humor general de la escena. Describe las relaciones entre los personajes porque ya es uno más de ellos. En los exteriores, en el casamiento del comienzo o en los castings para el Grande Fratello, se mueve, camina: está descubriendo ese mundo por primera vez. Vean la diferencia del tono de la narración cuando ésta transcurre en interiores o en exteriores. O cómo se va haciendo más lenta, mostrando todo de manera más dispersiva hacia el final. Aunque no puede decirse que haya un registro que pretenda ser documental, el director no se pone entre el espectador y la historia. Porque salvo el principio y el final en las cuales puede notarse un procesamiento de la imagen, después se maneja la puesta en escena con discreción. Así todo está puesto en función de conseguir una mejor forma para relatar. Damián Szifrón (Director de la serie Los Simuladores) en una entrevista con la revista de cine El Amante decía que con ciertas películas modernas “me gustan mucho, las disfruto mucho mientras las veo, pero al terminar de verlas pienso «este tipo es un genio» en lugar de pensar «qué buena película que vi»”. Reality es una película con vocación narrativa innegable, pero moderna en su concepción de mundo. En la descripción de los ambientes más cotidianos es donde logra una visión poética donde antes no la había.
¿3 días alcanzan para nosotros, como espectadores, podamos conocer la vida de una pareja? Comprendo que el cine en sus formas más clásicas tiene que hacer grandes elipsis de tiempo para contar historias. Hitchcock decía que el cine es como la vida pero sin las partes aburridas. Por eso es que hay que agradecerle a Linklater que no se deje llevar por esa máxima y que nos regale (otra vez) la duración de los momentos para devolverles su intensidad, lo que en otras películas descartarían por falta de ritmo. Entonces, Before Midnight se sitúa 9 años luego de la segunda película de la saga. Ya tienen 41 y no son esos jóvenes que se (nos) enamoraron en Viena. Lo que parece mantenerse es su relación: siguen conociendo cosas nuevas del otro. Pero luego vemos que no, y allí es donde surge el conflicto que no aparecía en las anteriores. Un conflicto que tiene que ver con lo cotidiano, con los conflictos inherentes a las responsabilidades. Pero éste, de ninguna manera es un melodrama. Cada vez más, las películas son disueltas en pedazos narrativos más pequeños: llegamos directo al centro de la escena para así pasar más rápidamente a la siguiente. En Before Midnight y sus antecesoras, pareciera que no hay centro. Simplemente el vagar de los personajes y el fluir de las conversaciones (nos) llevan a sentir realmente la duración del momento, generando sensaciones que lógicamente serán más profundas y duraderas que las obtenidas por las escenas que vayan directo a la acción. Es más, pareciera que no hay narración. En estos films la búsqueda es otra. Si bien quizás en las primeras dos esto se note más, el argumento está reducido a su mínima expresión. Si tuviéramos que contarle de que se trata Before Sunrise a nuestras madres, ¿qué les diríamos? Dos jóvenes que se conocen y pasan un día juntos. ¿Eso alcanzaría? Por eso el mote de minimalista a esta saga me resulta muy injusto. Las largas conversaciones de Céline y Jesse tratan de manera grandilocuente el amor, el futuro e incluso, de manera más indirecta, la política. Todo está dispuesto casi literariamente, pero esto no podría haber sido un libro. Es decir, esta narración logra cosas que sólo se logran cinematográficamente, nótese, por ejemplo, la coreografía de los protagonistas en la escena del hotel: Céline se hace un té, pero no se lo toma, luego se va, vuelve, Jesse abre una botella de vino que, lo sirve, pero no se lo llegan a tomar. Si bien en un primer plano están los diálogos, hay movimientos, hay miradas, pasos en falso, elementos que sólo llegan a apreciarse en una película. Hay una decisión estética y formal: esos travellings infinitos que siguen a los personajes no son casualidad, todo está en función de privilegiar la química entre los actores. Y ya sabemos que esta trilogía no sería nada sin las actuaciones de Ethan Hawke y Julie Delpy. Before Midnight, y también Before Sunset, son películas honestas. Se hacen cargo de todo lo que generó la primera: la de 1994, llena de romanticismo joven e irresponsable, es una película que no se preocupa por nada más que por crear escenas en las que se pueda vislumbrar, de manera real, palpable, el amor. Es a priori inverosímil, casi empalagoso pero a su vez absolutamente creíble. Los films subsiguientes vuelven humanos a los protagonistas y los sitúan en un contexto, poniéndolos en mundos reales. Se puede ver una evolución a lo largo de la trilogía: no es casual que a partir de la segunda Hawke y Delpy sean guionistas de los films. En este sentido se puede ver que Before Midnight es la más clásica de las tres. Si bien respeta elementos comunes, estructuralmente tiene el conflicto más definido y una organización en torno a eso. Quizás es una película más madura, menos desmesurada que la primera. Que da cuenta de que pareciera ser que lo que Jesse y Céline encontraron la primera vez que se vieron no era amor, sino que el amor aparecerá recién después del final de la última escena de la película.
Hace un año, cuando nos enteramos que iba a salir una película con chicas Disney en un viaje de alcohol y drogas, admitámoslo, los hombres crecidos en los ’00 nos entusiasmamos. Y cuando se anunció que la dirigiría Harmony Korine, los más cinéfilos nos ilusionamos. El guionista de Kids y director de Gummo (entro otras), no pretende pasar desapercibido nunca. Entonces ya sea por el morbo de ver a la novia de Justin Bieber aspirando cocaína, o por la curiosidad intelectual que suscita el director, esta película se presenta interesante para, al menos, dos grupos, o “targets” bien diferenciados. El film empieza con una larga escena de una monumental fiesta en la playa con muchas chicas mostrándose, con toda la parafernalia que eso implica. Y luego, pasamos a las chicas protagonistas planeando sus vacaciones de verano, su “spring break”. Hasta ahora, nada raro: se presenta un ambiente y luego quienes personificarán nuestro punto de vista. Incluso estas escenas podrían pertenecer a Proyecto X o alguna similar. Sin embargo, esas imágenes no nos dejan con esa sensación. La cámara se queda más tiempo del que debería en algunos momentos, desde la puesta en escena hay algo que la separa de las películas antes citadas. Se toman elementos, procedimientos ya inscriptos en la cultura popular y los subvierte. No es otra peli de tipo sexplotation a la que se le agregan armas. Ese ritmo frenético de cámara en mano, que parte de una estética de videoclip, no le deja descanso visual al espectador. El gran truco de la peli, lo que la hace buena, básicamente, es lo que la teoría psicoanalítica llama “perversión”. Es decir, ciertos momentos, diálogos, fragmentos sonoros o visuales de escenas, se repiten en varios momentos del film y, de acuerdo a su contexto narrativo, tienen diferentes significados. Es así como lo conocido se vuelve desconocido, y eso nos asusta, como mínimo genera incomodidad. La fiesta del principio, repetida luego, se pervierte y no transmite las mismas sensaciones. Esto se logra con una disolución del concepto clásico de escena. No hay unidades tiempo-espacio estables, sino fragmentos de audio e imagen con desfasajes que refuerzan el aspecto dramático de la historia. No se puede analizar cada escena como algo autónomo porque siempre hay alguna referencia al futuro y al pasado de la historia. Spring Breakers Un tema central son las chicas Disney, las protagonistas. Es tanta la insistencia con sus cuerpos, con sus bocas, con sus piernas, que perdemos referencias. Cuando esto pasa, se vuelven casi una abstracción. Son pura textura, puro color. Sucede algo muy curioso: se entra al cine esperando ver a Vanessa Hudgens, y luego de independizarla y aceptarla como personaje, es tan extraña su relación con el entorno, con todo lo que pasa a su alrededor, que se pierden referencias: estamos viendo formas moviéndose (literalmente, hay escenas modificadas digitalmente que acentúan este efecto). La primera parte (en la que sucede todo lo contado hasta acá) termina cuando se produce el inconveniente de las chicas con la policía. Ahí la película deja la cámara en mano y todo su ambiente cambia. La segunda parte, en donde hace su entrada Alien (James Franco), resulta menos interesante en lo formal y casi que se cae en el género del gangster. Es ésta la parte más floja del film, aún conservando puntos muy altos, como el tributo que se le hace a Britney Spears. Con referencias a la cultura popular y al cine de los últimos diez años, se dialoga con la sensibilidad del espectador y con la industria del cine, logrando así una reflexión sobre la juventud y todo lo que eso implica. Todo esto hace que sea una película pretenciosa (en el buen sentido), con ánimos de trascendencia. Es seguro que generará polémica en cuanto a cierto tufillo moralista de Korine, o por contrapartida, por escena con mucha violencia explícita (no referido solamente a lo físico, si no al ambiente sexual y verbalmente violento). Hay un combo que toda película que simboliza debe tener y que ésta lo posee. En el cine, segundos después de terminada, alguien grita “malísima”, mientras que otros empezaban a aplaudir. No se me ocurre mejor recibimiento para un film que ése.
Generalmente llegar a ser nada más que nominado para un Oscar es un evento importante que nadie en su sano juicio querría desaprovechar. Yo, al menos me pondría un traje caro y estaría peinándome toda la tarde. Sacha Baron Cohen hizo lo mismo pero al revés. Por motivo de la película que nos convoca, The Dictator (2012, Larry Charles), este señor cayó a la mítica alfombra roja disfrazado de su personaje y con una urna llena de las supuestas cenizas de Kim Jong-il (dictador norcoreano que se hacía llamar Líder Supremo), manifestó sus intenciones de tirárselas en el pecho a Halle Berry. Todo esto sin contar que la Academia había recomendado públicamente que no lo hiciera. Si esto pasó en la previa, la película supera toda expectativa. Esta es la película de un dictador, un personaje excéntrico, violento, malcriado y todas las cosas malas que se les puedan ocurrir. Es comprensible, ya que nunca conoció límites para sus caprichos dentro de su país e hizo y deshizo a discreción del pueblo de la República de Wadiya. Pero va a tener que bajar al mundo real cuando por una traición sea desplazado por un doble y vague por las calles de Nueva York a merced de ciudadanos que no lo reconocen. Allí conoce a Zoey, una activista en contra de su dictadura, que lo atiende, le da ropa y trabajo. Y desde allí planear su vuelta al poder. Qué decir de Sacha Baron Cohen que no se haya dicho: la composición de sus personajes no sólo satiriza al estereotipo mostrado sino también a toda la sociedad. En ese sentido, no hay quien se salve. Tanto los del norte de África como la sociedad norteamericana recibe sus fuertes críticas. Y no con muchos rodeos. El Dictador Poster 419x600 El Dictador: Una divertida crítica a la moral cine Eso es lo distintivo de esta película de sus anteriores: su visceralidad. Dejando de lado la estética del falso documental y adoptando una narrativa simple, puede tirar explosivos (terminados en punta o redondeados al final) que dejan tambaleando la “moral” preestablecida del espectador medio estadounidense. Es así como nos deja a todos en un offside ideológico, no queriendo quedarse en un humor correctamente político. Pero no la incorrección por la incorrección misma, sino que en pos de hacernos rever nuestro sistema de pensamiento. ¿Quiénes son los malos? ¿Y los buenos? Que aparezca una película que se aleje de lo binario (y más en temas controversiales) en el circuito comercial es una gran noticia para el cine. La visión casi infantil del Líder Supremo, Aladeen es la que lleva el hilo de la película, sus prejuicios y su fascismo causan las mayores risas. Lo acompaña Anna Faris, más conocida como Cindy de la saga Scary Movie, haciendo el papel que mas tocará la fibra íntima de los lectores de esta página. La corrección política llevada al extremo, a la ridiculización. Feminista, vegetariana, militante por los derechos de habitantes de países a los que nunca irá, encarna la otra cara del dictador. Entonces, si los dos “lados” (imposible no caer en lo binario) son satirizados, ¿qué pensar? Por suerte esta película no nos lo dice y confía en nosotros para que lo hagamos. El arte es aquello que moviliza, aquello que despierta identificaciones, sentimientos e ideas. El buen arte está constantemente en la búsqueda de la incomodidad del espectador para que éste logre su propia concepción del mundo. Bueno, algo de eso hay en esta película.
Jorge Drexler, protagonista de La Suerte entre tus Manos (2012, Daniel Burman), decía en una entrevista con Liniers (creo que si están leyendo esta página no es necesario aclarar quién es), que pueden ver aquí, que: “Me he dado cuenta de que la originalidad no es una variable que me interesa demasiado…Prefiero emocionar que asombrar. Que se te ericen los pelos, que se te humedezcan las órbitas de los ojos”. Esa frase es totalmente aplicable a la película: una típica comedia romántica que no asombra, que no es original. Después cae en la subjetividad de cada uno la posibilidad de emocionarse, la capacidad de abrirse y sentirse identificado en pequeños detalles. Uriel es divorciado, con dos hijos y encargado de una especie de agencia de dinero. Está teniendo un insospechado éxito con las mujeres y quiere hacerse una vasectomía. Gloria acaba de volver de Francia a causa de la muerte de su padre y no tiene “piel” (diría su madre) con su actual novio, con su característica barba candado que tantos pies dará para algunos chistes. Entonces se reencuentran en Rosario después de un pasado como mínimo apasionado y es cuando empiezan los problemas. Puede describirse como una comedia de enredos, pero de comedia tiene poco. Mas que risas, el film genera sonrisas. No sólo con las pequeñas secuencias en cámara lenta en plan lúdico que propone Burman en la película se puede entrever la buena planificación y la brillante dirección de fotografía: hay que prestarle especial atención a los movimientos de cámara y cómo con ellos se imprime significado al montaje. Quizás apelando todo lo que supone Drexler, a lo que genera en el público, abusa de los primeros planos a él, con sus largos monólogos que recuerdan, como todo el cine de esta generación, a Woody Allen. Creo que ya es díficil crear un galán contemporáneo creíble sin pensar en los personajes que el neoyorquino encarnó. También los diálogos dan un toque distintivo al film, tal como los juegos de palabras que utiliza el cantautor uruguayo en sus canciones. Ingeniosos e inteligentes, no creo que quieran captar la cotideaneidad, sino que sabiendo de que el cine es un artificio, se abocan a tirar la mayor cantidad de postas posibles. Se resigna naturalidad para la complejización. Y nosotros que fuimos al cine desprevenidos, maldecimos por no haber llevado un anotador. Creo que las actuaciones son lo más flojo de la película. Ya sabemos que Valeria Bertuccelli se quedó en el personaje de “La Tana” de Un novio para mi mujer (2008), simpático largometraje de Juan Taratuto, pero muestra una rigidez insospechada, inesperada en su interpretación. También parece que Gabriel Schultz como amigo de Uriel está desaprovechado, podría haber tenido más líneas, más protagonismo. Lo que es realmente destacable son las actuaciones de los personajes secundarios, como lo son Luis Brandoni y Norma Aleandro. Personificando la voz de la experiencia, son los más humanos que guían de alguna manera los caminos de los protagonistas. Un poco traída de los pelos la inclusión de la Trova Rosarina. Podrían haber sido esos artistas como también cualquier otros. Sirven sólo para crear una situación bisagra en el guión pero no aportan significación nueva a la película. Debe tener que ver (arriesgo) con cierto fanatismo de Drexler con ese movimiento artístico. Y siempre está esa tensión que genera la duda sobre si cantará, si lo podremos ver en acción al uruguayo, pero no voy a extenderme en este tema para no dar spoilers. Las grandes películas, las que marcan un después en la historia, o en nuestras vidas, son las que luego de terminar de verlas quedamos en shock, quedamos como luego de una experiencia religiosa. Y hay otro tipo de películas que al salir del cine te tatúan una sonrisa por el resto del día, y esta es una de ellas.
Creo necesario para empezar esta crítica hablar del director de The Girl with the Dragon Tattoo (2011). David Fincher. Director fundamental de las últimas dos décadas, supo retratar los clarobscuros de la contemporaneidad, la posmodernidad. Y sin caer en facilismos sobre que todo tiempo pasado fue mejor o lo contrario. Con agudeza, disconformidad, creatividad y un talento visual inusitado fue el creador de obras que retratan el zeitgeist de la época: Se7en (1995), The Fight Club (1999) o Red social (2010). Claro que todo director, toda persona, tiene temáticas recurrentes en su vida, en su obra. A Fincher parecen interesarle los detectives, la modernidad, las computadores y los asesinos en serie. Por eso la primera entrega de la saga Millenium, del finado Stieg Larsson le calza justo a sus obsesiones. Ya teniendo una adaptación europea mucho más fiel, Hollywood no podía dejar pasar este best-seller internacional. No puedo dejar de mencionar la onírica secuencia de títulos, con un soberbio cover de “Inmigrant Song” a cargo de Trent Reznor. Aunque Fincher acostumbre empezar sus films con producidas introducciones (recordemos el zoom out desde adentro de la cabeza de Brad Pitt en The Fight Club) nos deja embelesados y nos advierte que no estamos ante cualquier cosa, y que cualquier cosa puede pasar. Desde el principio propone la oscuridad no como argumento estético únicamente sino que es funcional a la historia. Tiene que estar en el top 5 de secuencias de títulos de la historia. Si apuntamos a un análisis narrativo, esta película no escapa a los cánones de la industria. Pero constantemente dándonos información al menos nos exige una total inmersión en las casi tres horas que dura el film. Y eso no es común, comparado con Hollywood, en el cual la información que nos brindan la ponen en una marquesina de neón, sin posibilidad alguna a la interpretación. Nos sumerge en un ambiente pesado, lento pero ágil, que hace acordar a la densidad narrativa de un libro. La opresión y los secretos de la isla no podían ser contados de mejor manera. Es la historia una empresa, de un asesinato, pero como dice el dicho “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Y esa familia representa a la perfección la vida en los países nórdicos. Aunque se puede decir que la película no tiene ritmo, sorprende la rapidez con la cual transcurre la película, muestra de un guión solido pero que no descolla. Lo que sí sobresale es la cuidada fotografía y el montaje tan finchereano. Las personajes están muy bien caracterizados, con un Mikael Blomkvist sobrio por Daniel Craig, pero el personaje interpretado por Rooney Mara, Lisbeth Sallander, capta toda la atención en la película. Esta especie de Amelié hacker que parece salida de un cuento de Edgar Allan Poe o de una película de Tim Burton logra hacer suyo cada fotograma en sus apariciones. Nos va a costar olvidarnos de escenas memorables como las que coprotagoniza con ese tutor perverso. En síntesis, este film se ubica entre los más olvidables de Fincher pero aún así se trata de las producciones mas interesantes de Hollywood de 2011. Una buena adaptación que a fuerza de parecer un thriller psicológico no tiene ritmo, pero ese parece ser el precio que hay pagar para contener todos los elementos narrativos de la literatura.