La mentira le sienta bien Magia: Arte o ciencia oculta con que se pretende producir, valiéndose de ciertos actos o palabras, o con la intervención de seres imaginables, resultados contrarios a las leyes naturales. La palabra ¨magia¨ es tan abstracta y efímera que apenas nace de nuestra boca, muere; desvaneciéndose en el aire hasta desaparecer por completo, sin dejar marca ni vestigio. La magia no es un fenómeno natural, es creada artificialmente por el hombre porque, para poder sobrevivir a la realidad concreta y palpable, necesitamos creer intensamente en aquello que logra ser misterioso, enigmático e insondable. Son pocos los magos que consiguen desactivar el pensamiento lógico de nuestro hemisferio izquierdo para empujarnos al terreno de la ilusión y la fantasía; el ser humano suele resistirse a confiar en el profesional de la galera e intenta, con todas sus fuerzas, no perder el control de la situación. A René Lavand no hay quién se le resista porque en él, en sus ojos, en sus manos, en su habla, pareciera existir una magia natural y, no construida. Nestor Frenkel es consciente de eso porque, como retratista, siempre sabe descubrir lo que merece y vale la pena ser filmado. En su quinto largometraje, su cámara decide inmortalizar sus mañas, sus dichos, sus trucos, sus bromas, y, por sobre todas las cosas, su inabarcable sabiduría; en cada escena René nos transmite, generosamente como un abuelo, valores y enseñanzas de vida. Pero lo más meritorio es que su tono jamás suena moralista ni adoctrinador, él es un ilusionista y, como tal, nos seduce y nos cautiva; nos enreda en sus palabras poéticas y nos marea hasta hipnotizarnos con el movimiento lento que hacen sus dedos con su baraja. Entonces, perdemos la total autonomía de nuestra razón, y nos entregamos, dormidos pero no anestesiados, a la supremacia de sus hechizos. Antes de ser René Lavand, fue Héctor René Lavandera. A sus siete años, su tía lo llevó a ver a Chang y el niño quedó deslumbrado. Y se impresionó tanto con ese mago que se lamentaba día y noche porque su padre no se parecía en nada a Chang. Sin dudas, esa experiencia lo marcó de por vida, pero no iba a ser la única: dos años después, en 1937, Horacio -en ese entonces se llamaba así- sufre un accidente automovilístico en Coronel Suarez y pierde su mano derecha. Esa fatalidad del destino provocaría que el futuro René Lavand se convierta en un mago autodidacta, ya que no existe un método para aprender a hacer trucos con una sola mano. ¨Yo soy un aficionado y moriré como tal. Me gusta más en francés: amateur. Y en portugués: amador; porque amo lo que hago¨, nos confiesa el ilusionista, con su paciente tono. René supo encontrar la riqueza en las limitaciones y desde que aprendió a desnudar la posibilidad en la tragedia, nada ni nadie lo detiene; y menos que menos la crueldad que ejerce la naturaleza del paso del tiempo. ¨Cuanto más se acrecienta la artrosis, mejor salen los trucos; como cuanto más la vista se acorta, es cuando se empieza a ver¨, filosofa René después de visitar al médico. Cada frase que dice a cámara funciona como un truco, nos deja perplejos, atónitos; como los dichos que se leen en los carteles de su cabaña, o las respuestas creativas que les obsequia a los latosos que lo llaman telefónicamente, por error, -y de manera diaria- para solicitar un remis. Y es que, el gran talento de René es transformar lo ordinario en extraordinario, al igual que sabe hacerlo Nestor Frenkel. En general, los documentales sobre personajes buscan cumplir a raja tabla el objetivo de exponer delante de la cámara, al ser humano, a la persona que se oculta tras el disfraz. El gran simulador es la excepción a la regla; René Lavand no abandona, en la totalidad del metraje, su capacidad de histrionismo y de encantamiento con el público, convirtiendo a la película en un gran show lleno de magia, en todos los sentidos existentes de la palabra. ¨Lo dije bien. Dejalo así que no va a salir mejor¨, le dice René al director al principio de la película, luego de leer un texto. El personaje manipula el relato y Frenkel lo sabe, lo acepta y lo disfruta; y en la imagen cinematográfica se siente ese placer del director de captar lo que está viendo, de registrar lo que está escuchando. La forma en que observa cada recoveco de su cabaña en Tandíl -su gato negro azabache, los extravagantes adornos en las paredes y el exótico ascensor de madera que traslada a René de un piso a otro- evidencia lo encandilado que está Frenkel con su retratado. ¨Perdonen que sea inmodesto, pero si no lo fuera, sería perfecto¨, nos dice René, mintiéndonos una vez más. René Lavand es, ficticiamente, perfecto, como el documental; y como en todo truco, el espectador se va del espectáculo desconociendo los verdaderos secretos que hacen, de lo ordinario, algo extraordinario. Ese es el sentido de la magia.
Publicada en la edición digital #250 de la revista.
Publicada en la edición digital #249 de la revista.
Los diez mandamientos Si Ned Flanders y el reverendo Alegría filmasen una película juntos, realizarían un producto muy similar a Las edades del amor. La película número trece del director italiano Giovanni Veronesi es la tercera entrega de su trilogía Manuale d´amore: relatos corales dónde la gente se enamora, se desenamora y se vuelve a enamorar. Las edades del amor -o Manuale d´amore- cumple el mismo esquema narrativo y, haciendo honor al número tres, divide al relato en tres capítulos distintos: ¨Juventud¨, ¨Madurez¨ y ¨La tercera edad del amor¨. La conexión entre las tres historias es Cupido -no es una metáfora, ni tampoco es un chiste- , un taxista de carne y hueso que presenta cada capítulo lanzando flechas y explicando, didácticamente, qué es el amor. ¨El amor es un sentimiento que lo mueve todo. Se vuelve traidor y nos vuelve indefensos. Escapa al viento y vuela como un boomerang y te deja allí…con una sonrisa estúpida en medio del viento. Bueno, yo soy ese viento. Soy el vértigo. Soy ese boomerang que vuelve de repente. Soy Cupido, y mi trabajo es ser el taxista del amor¨, confiesa en el inicio del relato el Cupido sin alas, quién será, como un cura con Dios, el encargado de transmitir los pensamientos del director. El taxista del amor predica, baja linea. Nos dice ¨esto está bien¨ y ¨esto esta mal¨ y de la manera más prejuiciosa posible nos enseña la diferencia entre cómo piensan y sienten los hombres y las mujeres: ¨La mujer es valiente y peligrosa. El hombre es cobarde y débil, y siempre cae rendido en las garras femeninas¨. Pero lo más grave no es la colección de clichés, tampoco el aire grotesco. Lo más insoportable de la película es su pretensión moralista: los personajes masculinos son tentados por el deseo, teniendo que elegir a cuál de las dos cabezas le otorga el poder de decisión. Obviamente, el hombre sigue los impulsos de su entrepierna, ¨peca¨ y recibe su castigo. El joven que se tira una última cañita al aire antes de casarse, no puede convivir con su propia culpa y corre hacia el mar gritándole a Dios: ¨Llévame, llévame ahora. Llévame ahora pero si no lo haces, entonces volveré, me casaré y tendré un hijo¨. El hombre ¨maduro¨ que le es infiel a su señora, a la madre de su hija, es abandonado por su familia luego de confesarles que ha tenido sexo con otra mujer que, además, está loca y obsesionada con él. Pero como si eso no fuera suficiente para que los espectadores aprendiéramos la ¨lección¨, Fabio -el hombre ¨pecador¨- es secuestrado en Somalía por espionaje. ¿No será mucho? No, hay más. Como la repetición de un mantra, el director resalta sobre lo resaltado: ¨A veces el amor nos da una bofetada en la cara, y no importa si ha ocurrido antes… siempre duele. El amor no hace descuentos, es un trabajo que no requiere experiencia. Una bofetada a los veinte años sorprende tanto como a los sesenta. Así es el mal de amor, bofetadas!¨, nos explica literalmente a cámara el cupido taxista cuando el pobre hombre pierde hasta su dignidad. El tercer hombre, el ¨mayor¨, es nada más ni nada menos que Robert de Niro, quién se enamora de nada más ni nada menos que de Monica Belucci. Debo reconocer que su historia de amor es la más pasable, quizás por ser menos prejuiciosa que las anteriores, quizás por la despampanante belleza de Monica Belucci, quizás porque ya estaba curada de espanto. A esta altura ya estaba inmunizada a las cursilerías, al exceso protagónico de ¨cupido¨ con sus enseñanzas enciclopédicas, y a los infinitos lugares comunes que recae y expone el director. No existe una sola forma de amar, todas las personas piensan y sienten de distinta manera, las acciones no se dividen en ¨buenas¨y ¨malas¨, y la vida no se fracciona en tres etapas. Uno puede ser joven y sentirse anciano y viceversa. Giovanni Veronesi señala, etiqueta y acusa con el dedo. Sólo le falta clavar las cruces en la entrada de la sala y repartir hostias en vez de pochoclo para convertir al cine en una iglesia. Amén.
Belleza compulsiva ¨Cuando haces una película te metes en una situación absurda: crees que a todo el mundo le va a gustar. Te sientes un psicópata, pero es la única forma de hacer cine¨. (Paul Thomas Anderson) Joaquin Phoenix luce una sensual y extraña cicatriz en el labio superior izquierdo de su boca; la herida no ha sido cocida correctamente provocando que no se unan bien las dos partes, generando un ruido visual tan irritante como adictivo. The master también exhibe, orgullosa, una enorme cicatriz torcida y despareja que atraviesa todo el relato, provocando una confusión narrativa crónica, desestabilizando el hemisferio izquierdo del cerebro del espectador durante todo el metraje. Tal clima enrarecido es marca registrada en su filmografía: en Embriagado de amor (2004) el relato nos cacheteaba sin previo aviso con escenas desconcertantes y misteriosas -el vuelco de la camioneta y la posterior entrega de la pianola, o los inserts abstractos que teñían a la pantalla de infinitos colores- que jamás serían justificadas o explicadas- ; incluso los movimientos de cámara sembraban distintas trampas visuales provocándonos una extrema desorientación espacial. Su nueva película no presenta el efecto de extrañamiento desde los recursos técnicos, la trampa se esconde en la estructura narrativa: Paul Thomas Anderson construye una estrategia para congelar los móviles narrativos y, aún así, captar hipnóticamente nuestra atención los 144 minutos. ¿Cómo consigue logro semejante? Ya lo decía Jack Horner, el rey del cine porno en Boogie nights: ¨ ¿Cómo haces que las personas se queden en el cine después de acabar? Con belleza… y con buena actuación (…). No quiero hacer una película donde llegan, se sientan, se masturban…se levantan y se van antes que termine la historia. Es mi sueño, mi objetivo, mi idea es hacer una película…que los atrape…que cuando escupan ese líquido de la alegría se tengan que quedar…que no se puedan mover hasta saber cómo termina la historia. Paul Thomas Anderson alcanza con éxito el sueño de Jack Horner, atando al espectador a la butaca de la sala a través de la belleza compulsiva que nace en la meticulosa composición de cada plano. Y las imágenes son tan poderosas que logran tatuarse en la retina, perdurando en la memoria y acampando, por días y días, en los sueños nocturnos. La película comienza con un Joaquin Phoenix sexualmente activo -luego de mostrarnos que ha sido soldado en la segunda guerra mundial-, su personaje llamado Freddie penetra desaforadamente a una mujer construida con arena mojada en una playa. Le besa sus efímeros pezones y la masturba violentamente agujereando la escultura. Así nos presenta Paul Thomas Anderson al protagonista de la película; un ser primitivo, con una conducta más parecida a la de un animal que a la de un ser humano. ¨Parece un mono que se ha colado en un set de rodaje¨, dijo el director sobre la potente interpretación del ardiente actor carilindo. De hecho, uno de los afiches de la película -el más valioso- ilustra a los personajes ordenándolos en el espacio de tal manera que construyen la figura explícita de una vagina. Freddie se mueve por instinto y su único objetivo en la vida es tener sexo, tiene la idea fija, desconociendo por completo los comportamientos que debe tener un ser humano en una sociedad civilizada. Como un molde de sus otros personajes -Barry Egan de Embriagado de amor, Daniel Plainview en Petróleo sangriento (2007)- , Freddie es agresivo, violento e impredecible: de un momento a otro se raya y golpea salvajemente a un cliente, expresando una ira contenida que estalla por todos sus poros. Hasta que conoce a Lancaster Dodd, el ¨maestro¨ (Philip Seymour Hoffman), personaje que representa -con elementos reales e inventados- al verdadero fundador de la cienciología, Ronald Hubbard. Desde el instante que se chocan por primera vez, por casualidad o causalidad, la antítesis que existe entre ambos provoca una relación homo-erótica que oscila entre la pasión y el rechazo, cada plano que comparten refracta una tensión electrizante que pinta la pantalla de una ambigüedad inquietante. Pero la ambigüedad no pertenece exclusivamente a la pareja de hombres, se propaga por todo el relato porque habita en la mirada del director. En The master no hay certezas ni afirmaciones, los interrogantes se reproducen como conejos a medida que avanza el relato. Paul Thomas Anderson, como un gran artista contemporáneo, no está interesado en dar respuestas sino en poder formular preguntas que molesten e inquieten al espectador, dentro y fuera de la sala de cine. Y es tan exorbitante su capacidad creativa que se toma el riesgoso permiso de desilusionar a sus seguidores -y a sus detractores- , construyendo en cada nueva obra, una propuesta totalmente distinta a la anterior. Nunca creí en la etiqueta de ¨genio¨ que estampaba el período renacentista y que todavía, en 2013, se sigue avalando como una iluminación divina. Sin embargo, devorando mi descomunal orgullo, me cuesta negar que Paul Thomas no lo sea.
Publicada en la edición digital #247 de la revista.
Publicada en la edición digital #248 de la revista.
Publicada en la edición digital #248 de la revista.
Publicada en la edición digital #248 de la revista.
Publicada en la edición digital #247 de la revista.