Publicada en la edición digital #254 de la revista.
Publicada en la edición digital #254 de la revista.
Publicada en la edición digital #253 de la revista.
Publicada en la edición digital #252 de la revista.
Publicada en la edición digital Nº 6 de la revista.
El amor en seis cuotas y sin intereses Las propagandas de Sprayette me producen intensos sentimientos encontrados: por un lado, me indigna pensar que existen en el planeta tierra seres humanos que creen en ese ridículo, y hasta burlesco, discurso publicitario; esa parafernalia de artificio puesta al servicio de la idiotez absoluta. Lo paradójico es que todo aquello que aborrezco, es lo que en el fondo me atrae como un imán que no deja escapar a mis pupilas de la caja boba -en este caso, bobísima. El registro interpretativo de los "actores" parece obedecer, paso por paso, a una receta de sketch de comedia; sólo faltan los reidores de piso porque los otros, habitan en la sala. Pero lo más inquietante de todo este asunto televisivo es cómo la pantalla refleja la relación que tiene el personaje con el objeto a consumir: primero se presenta al sujeto -¿o debería decir objeto?- como un individuo desdichado, empobrecido, desilusionado de la vida y de la falta de tecnología práctica: el pincel de brocha gorda tiene sus pelos deshilachados y no se desliza como ambiciona por la pared, el incómodo sostén le hace doler los pezones, la excesiva cantidad de zapatos no le entran en las mínimas dimensiones del placard, la mesita de solterón para mirar T.V. a "lo Homero Simpson" no se arrima lo suficiente al sillón, el GYM domiciliario se ha convertido de la noche a la mañana en un armatoste oxidado y vetusto, y así podría seguir por hojas y hojas. Hasta que, rayos y centellas!, se hace carne el genio del consumismo y le entrega al ente, la lámpara mágica de Aladdin para poder cumplirle sus deseos consumistas. Y, entonces, patapufete!; el nuevo producto vestido de frac aparece en el living como el príncipe azul de Cenicienta, listo y dispuesto a ofrecerle fidelidad y pasión hasta el fin de sus días. Claro que es un tanto irrespetuoso de mi parte comparar a los cuentos de hadas con la frivolidad de las publicidades de Sprayette, pero la fantasía que nos venden es exactamente la misma. Un lugar donde refugiarse intenta seducirnos con la misma estrategia: una bella e insulsa mujer rubia llamada Katie (Julianne Hough) huye de un pasado angustiante y tormentoso, básicamente de su ex pareja Tierney -aunque eso lo sabremos avanzado el relato-, que vendría a ser como el producto defectuoso y primitivo. Se toma un micro escapando de la policía con un supuesto destino a Atlanta, pero en la primera parada abandona el transporte para desconcertar a la ley. Llega a un pequeño pueblito y cuando ingresa al diminuto almacén del puerto, santos protones!; se topa con el Ken de pelo castaño, con bíceps rígidos y abdomen de ravioles de calabaza con queso. Muy parecido al hombre que protagonizaba el comercial ochentoso de Colbert; "Colbert, subraya en cada hombre esa cuerda que lo hace simplemente… dueño". La chica Barbie lo mira a Alex (Josh Duhamel) mientras se le cae la baba como si estuviera observando ese preciado par de zapatos a base de piel de cocodrilo detrás de la vidriera, mojando sus bragas de la excitación que le produce pensar cómo se siente ese objeto rozando la alta temperatura de su piel transpirada. Y está claro que entre la venta de la pintura amarilla para piso color ¨rodaja de limón" y el préstamo de la bicicleta del macho hacia la hembra, ocurrirá el contacto físico y/o genital entre las partes. Digo contacto y no amor, porque básicamente eso es lo que transmite el director sueco de veinticuatro largometrajes filmados: una radiografía de corazones hechos de látex y silicona, 100% resistentes al riesgo del sufrimiento amoroso ¡Quién pudiera! No obstante, y con todo el desmesurado peligro emocional que conlleva enamorarse apasionadamente de un sujeto, sigo prefiriendo sentir las palpitaciones rítmicas exacerbadas del órgano que se encuentra en el interior del tórax, temblando de miedo por imaginar un posible síncope afectivo, que enterrar bajo tierra la posibilidad de germinar una innumerable cantidad de mariposas con trastorno de déficit de atención. El erotismo entre Katie y Alex es tan nulo como el sexo tántrico que pueden gozar una aspiradora y un lavarropas, porque la relación entre los muñecos protagónicos, nunca deja de ser un amor entre objetos consumibles, ausentes de vitalidad. Como ya nos tiene acostumbrados Lasse Hallstrom, el responsable de películas come-coco como Querido John (2010), Siempre a tu lado (2009), Chocolate (2000) y A Quién ama a Gilbert Grape? (1993), la manera de construir sus personajes radica en ponerle etiquetas para que el espectador pueda ubicarse y reconocer el producto en la góndola: la "víctima", el "héroe", el "villano" y los artículos de segunda mano. El papel del villano le corresponde al policía Tierney (David Lyons), quien, para que podamos reparar en que es "el malo de la película", se comporta como un hombre sumamente violento, cuasi espástico y, como si fuera poco, adicto a la bebida blanca. Vacía la botella de agua mineral para llenarla con whisky barato, pero para el director de "la-película-del-perro-que-se-muere-de-tristeza-por-esperar-una-vida-entera-a-su-finado-amo", no es suficiente información para que un espectador comprenda, interprete, que es un ser humano despreciable que está a segundos de contraer cirrosis. Como un flashback a esas propagandas noventosas de alcohólicos anónimos que pasaban en los canales de aire, chupiman siempre tiene los ojos exageradamente colorados, bien de "loco-desquiciado-partidario-de-la-violencia-de-género" -ah, sí, porque además la faja a bofes a la chica Barbie- ,su rostro sudado y su camiseta empapada en transpiración; dándonos la sensación de que huele tan mal como un zorrino que acaba de revolcarse en un queso roquefort rancio. La pantalla está fría, helada, porque los personajes se comportan y se relacionan como la publicidad de los cigarrillos Jockey Club Light del año 1995: "nada, nada más suave". Una fotografía delicada y estética para encuadrar a "modelos" de personas, a proyectos inconclusos de seres humanos. Y de las tandas tabacaleras, pasamos al momento Kodak: la pareja corretea por la playa con los risueños infantes de Alex, fruto del amor con su difunta esposa, posando para la cámara como si hubieran fotógrafos de la revista "Hola". Con la misma lógica del arte del siglo XXI -la publicidad- , Lasse Hallstrom se desentiende completamente de los móviles de la narración, de la necesidad de organizar la información dentro del relato, de la empatía que deberían provocarnos los personajes de la historia y, simplemente, se las rebusca para arrojar los spoilers como promociones que salen de la galera. Cada spoiler funciona exactamente como esa exaltación festiva que nos produce el día de rebajas con la tarjeta de crédito porque, la indignación y el rechazo que sentía desde un comienzo, se fue poco a poco transformando en una sádica adicción placentera. La falsedad emocional de los personajes es tan pornográfica que, como esas benditas y jocosas publicidades de Sprayette, termina provocándome un inexplicable deseo lastimoso de que la maqueta fílmica sea eterna. Esa carcajada desenfrenada que culmina, felizmente, en un orgásmico dolor abdominal no se vivencia todos los días.
Publicada en la edición digital #251 de la revista.
Rápidos y fibrosos Volvieron. Más musculosos que nunca; con esas espaldas anchas, fortachudas e impenetrables. Ah sí, y también hay chicas: voluptuosas, curvilíneas; con tetas tan perfectas que parecen haber sido dibujadas con compás y transportador, con cintura de abisma y glúteos que desconocen la existencia de las estrías. Los protagonistas de la saga son tan dañinamente bellos como esos soberbios autos importados que posan en las vidrieras de las concesionarias; su piel artificialmente brillosa nos deslumbra y nos enceguece como el reflejo aceitoso de una burbuja de detergente. Pero lo importante en Rápidos y furiosos son los machos porque el mundo de los autos, mal que nos pese a las mujeres, es de los hombres. Y no solamente por poseer la fuerza necesaria para empujar el automóvil cuando le agarra un ataque de pánico o por tener la suficiente habilidad para elevar al auto con el gato; los fierros son masculinos porque es una de la grandes pasiones que une a los hombres, al igual que lo hace la cancha de fútbol, como local o visitante. El sentimiento por los autos nace desde la infancia, en el ritual dominguero del lavado callejero. El proceso de limpieza de la máquina es sólo una excusa para compartir una actividad entre padre e hijo, los baldazos de agua reemplazan a las palabras que jamás serán expresadas entre el adulto y el primogénito. De hecho, los primeros juguetes de los varones son esos autitos en miniatura que parecen haber sido mágicamente achicados con un polvo de hadas. Hasta que un día, ese niño crece al igual que el auto y, por fin, toma el volante para abandonar el puesto de pasajero. La carga simbólica y emotiva que habita en el objeto de cuatro ruedas es desmedida: el auto marca la etapa de la vida de un individuo. Comienzan diminutos para hacerlo sentir gigante al infante, luego pegan el estirón y se transforman en una extensión de su cuerpo hasta que la relación amorosa con el transporte personal entra en crisis. El matrimonio se rompe y nacen nuevas alianzas: los distintos modelos desfilan como si fueran amantes hasta que llega ese día en el que la belleza y la ostentación será reemplazada por la comodidad y la amplitud de los asientos traseros. El exceso de testosterona regresa después de dos años a las pistas, Justin Lin y su equipo de corredores cargaban sobre sus hombros el dificultoso desafío de superar la sobresaliente Rápidos y furiosos 5, la película que marcó el gran salto evolutivo en la saga. La buena noticia es que el taiwanes lo ha logrado, con exagerada ventaja, dejando boquiabierto hasta el vendedor de dulces -¿existen todavía?- y consiguiendo que muchos corazones femeninos se vuelvan fanáticas de la carrocerías deseando haber nacido con falo. Igualmente, la saga no nació ni rápida y, menos que menos, furiosa. Justin Lin encontró un auto destartalado en la calle y lo fue, poco a poco, reconstruyendo. Le cambio sus piezas débiles y berretas por otras importadas y vigorosas. Y así, con ritmo lento, se apropió de esa maquinaria pero, al cambiarle, tanto su traje como el interior del vehículo, creó un auto nuevo: imponente, imparable y poderoso hasta las llantas. Apto para competir y ganar en las ligas mayores. La saga es, justamente, el proceso de la construcción de un auto y Justin Lin fue, es -y ojalá lo siga siendo- el mecánico más minucioso, con ese especial ojo para el detalle. Pero el crédito no es sólo suyo, hay otros factores que desencadenaron esta esperada maduración narrativa y para entender esos cambios hay que hacer un poco de memoria: la película embajadora la dirigió Rob Cohen en el año 2001 pero la historia y el guión es de Gary Scott Thompson. Dos años después, se estrena la segunda a cargo de un nuevo director: John Singleton. Recién en el año 2006, Justin Lin entra en carrera y, con él, también un nuevo guionista: Chris Morgan, quien será integrante de la familia fierrera hasta el presente. Pero lo verdaderamente importante e irrelevante comienza a suceder en 2009 con Rápidos y furiosos 4 porque a partir de esa película es que se crea el dúo dinámico que hizo crecer la calidad narrativa y formal de la saga; Gary Scott Thompson regresa después de seis años de ausencia a su viejo hogar como un padre biológico que ha abandonado y entregado en adopción a su hijo cinematográfico y ahora retorna para recuperarlo; para hacerse cargo de su paternidad. Entonces ocurre lo sublime: el padre adoptivo y el biológico se fusionan para hacer crecer en conjunto a ese objeto engendrado. Cada uno aporta lo mejor de uno y así logran las nupcias, fundando a una familia ejemplificadora. La octava película de Justin Lin conserva la tensión los 130 minutos y solamente los acertados gags le permiten un leve descanso a los puños cerrados que asfixian a la sangre que corre entorpecida por las venas. Pero los personajes ya no son los mismos: han crecido y madurado como la saga. Brian O´ Conner (Paul Walker) ahora, además de ser un papichulo, es un padre con todas las letras; con una casa, una mujer que cocina y un amplio parque con mucho césped para podar. Dominic Toretto (Vin Diesel) cambió a las maratones automovilísticas por las sexuales, con su lujuriosa mujer-policía. Hasta que ocurre lo inesperado, Luke Hobbs (Dwayne Johnson)se arrastra para pedirle ayuda a los ´´delincuentes´´, tentándolos con un par de chupetines gigantes: una foto que muestra a Letty (Michelle Rodriguez)con vida y la promesa de obsequiarles su preciada libertad. El verdadero motor argumental que hace que Toretto y O ´Conner vuelvan al ruedo, es la necesidad de recuperar a Letty porque su libertad no reside en la tranquilidad, sino en la adrenalina. Entonces, por sexta vez, comienza la hilarante aventura: la misión es sólo una excusa para volver a juntar al equipo como lo hacen los partidos de fútbol, activos o pasivos. Más divertida y salvaje que nunca, Rápidos y furiosos 6 nos obsequia en un paquete gigante, con el envoltorio más despampanante y un moño carmín del tamaño de un tractor, las mejores escenas de acción de toda la saga. La precisión que alcanza Justin Lin en cada secuencia funciona como un campo minado que explota sin cesar con cada movimiento de los personajes, de principio a fin. Y el frenesí es contagioso: cada vez que veo -y vivo- las películas de Justin Lin siento que llevo la velocidad en la sangre y que la carrocería y los fierros son lo mío. Nada más alejado de la realidad que esta afirmación, pero es tal la adrenalina que producen esos personajes encastrados en sus úteros con ruedas que logran que mis gustos muten a 360 grados y juegue a ser una Letty o una Gisele durante todo el metraje. Como el ciclo de la vida lo marca, en Rápidos y furiosos 6 vuelven los autitos de juguete para el jovencísimo nuevo integrante del grupo, quien crecerá a la par de su auto para, quizás, tal vez, protagonizar la futura Rápidos y furiosos 147. Ojalá así sea. - See more at: http://www.housecinemaescuela.com.ar/estrenos/item/251-r%C3%A1pidos-y-furiosos-6#.Ue5paG3OA14
Publicada en la edición digital #251 de la revista.
La fiesta olvidable Uno de los mayores inconvenientes del arte contemporáneo es la dificultad de poder discernir cuándo una obra es honesta y auténtica y, cuándo no lo es; escondiendo detrás de la provocación, un vacío mendicante. En el cine, sucede exactamente lo mismo, sólo el tiempo denuncia y devela las verdaderas intenciones de la película y su correspondiente director porque, los disfraces, en algún momento se vuelven esqueletos; empobrecidos y putrefactos. En el amor, muchas veces, ocurre un proceso similar : el encandilamiento de las primeras citas provoca que idealicemos la figura del otro: el esfuerzo del sujeto por lograr que la mirada evaluadora engrandezca su imagen, genera una falsa realidad -algunos le dicen fantasía- que el futuro se encargará de derrumbar, abriendo, como un gran terremoto, la tierra de las ilusiones en dos. Siempre pienso que las mejores citas son aquellas en las que los acontecimientos no suceden como lo planeado; la imperfección humana es mucho más erótica y mágica que la exuberante y majestuosa carroza blanca que, pasadas las doce, sólo se convertirá en una triste y depresiva calabaza. El espectador cinematográfico, como el ser humano famélico de amor, vive buscando, desesperado, esa relación perfecta con el film que se proyecta en la pantalla. Esa extrema e insana necesidad puede provocar una obnubilación instantánea que enceguece, nublando la lucidez y abriendo paso a las trampas que nos tienden los cautivadores y protuberantes músculos del objeto cinematográfico. Spring Breakers, la quinta película del polémico -o payaso- Harmony Korine, produce y propaga por toda la sala este turbulento deslumbramiento, solo que, en vez de músculos, hay tetas y culos. Sí, tetas de todos los tamaños y formitas: las despampanantes, las naturales, las tímidas, las engreídas, las puntiagudas, y hasta las bizcas. Mallas mojadas que tatúan sobre la tela los pezones ansiosos por estallar, culos que se sacuden como un lavarropas en máxima potencia, danzando electrónicamente en una playa plagada de jóvenes que sólo quieren vivir de fiesta, degustando todo tipo de estupefacientes. El argumento poco importa, porque a Korine lo único que siempre le ha interesado son los recursos formales y el impacto directo y, a través de ellos, ha construido un inocente público fiel que lo sigue y lo celebra en cada nuevo proyecto. La diferencia entre sus anteriores trabajos y su nuevo ´´desafío´´es que, si en el pasado ha intentado -sin éxito- crear relatos salvajemente hipersensibles, en el presente abandona esa postura y practica otra estrategia, aún peor. La nueva película que elige como protagonistas a las chicas Disney -entre ellas, la amigovia de Justin Bieber, Selena Gomez- se para en el lugar de la parodia y nos hace creer que ironiza sobre la frivolidad del mundo posmoderno para que pensemos que la propuesta es jodidamente inteligente. Nada más alejado de eso: nunca debemos confiar en los humanos que se esconden detrás de la ironía. La ironía es sólo una defensa para ocultar la cobardía, el miedo a aceptar que no hay nada para decir que sea propio. Y, de nuevo, la engañosa y funcional provocación: emputecer a los productos del ratón Mickey e idiotizar -o mostrar su verdadero rostro- al galán de James Franco -le teje unas trencitas y le pinta los dientes de plateado- para atraer el billete del espectador, generando una inminente aprobación positiva antes del estreno. El relato nos cancherea - como el temido candidato banana que se acaricia incesantemente su pelo engominado durante toda la cita-, rebobinando y adelantando la narración, una psicosis plástica que se fanatiza en utilizar a los flashbacks y a los flashforwards para hacer complejo lo que, en realidad, es nulo. Pero, como si todo esto no fuera poco, danger! , la cámara lenta ha vuelto al ataque para devorar la poca lucidez que le queda al espectador que babea sobre la butaca. Hay que desconfiar siempre de los directores que abusan del ralenti y Harmony Korine es adicto al recurso como las chicas Disney lo son a la cocaína. La mitad del metraje está filmado en cámara lenta, haciéndole creer al espectador sumiso y fácilmente manipulable -y virgen del buen gusto- que está siendo testigo de una obra estética y sensorial que, seguramente, luego proyectarán en I-Sat. Cuando las películas son idiotas y no pretenden demostrar otra cara, puede ser perdonable en muchos casos; pero cuando nos quieren convencer de que se hacen pasar por idiotas porque, en realidad, son tan superdotadas que tienen la suficiente inteligencia como para burlarse de la idiotización decadente estadounidense, es soberbiamente inadmisible. Como en las buenas citas, siempre es preferible conocer a un ser humano que, más allá de su belleza física, tenga algo valioso para decir, en vez de a un aparato que balbucea sandeces sin cesar, confirmando que los seductores abdominales y los ansiados bíceps no valen nada cuando el cerebro se hace la rabona para no regresar jamás.