Un universo más grande Planet 51 sigue una línea de la animación de los últimos tiempos: la reelaboración de la iconografía de las películas (clase B) de los años `50 en los Estados Unidos, como se veía ya en Los increíbles (gran película de Pixar). Planet 51 retoma específicamente el género de la ciencia ficción (como había hecho Monstruos vs. Aliens) y lo invierte: la película arranca con dos estudiantes de secundario que, sentados en un auto en las afueras del pueblo, se encaminan hacia una situación romántica cuando por el horizonte aparece una nave espacial y arranca una invasión. Pasados algunos momentos, se nos muestra que las criaturitas verdes son en realidad los habitantes del planeta y quienes bajan de la nave espacial son los “humanos” (una visión distorsionada de ellos). Pasados pocos momentos más, se nos informa que lo que habíamos estado viendo era una película de ciencia ficción que se exhibía en un planeta habitado por criaturas verdes y ambientado “en los`50”. Desde el comienzo, Planet 51 explicita su juego. Más adelante, sucederá en la vida real lo que habíamos visto en la película dentro de la película: del cielo cae una nave espacial, de la cual baja un alienígena: un ser humano. Pero en la “vida real” las cosas no pasan como en las películas.
Con sabor amargo Los amantes es un melodrama de pura cepa. Sobrio, de alto voltaje emocional, hecho para hacer sufrir. Como se sabe, de todos los géneros clásicos, el melodrama es el menos frecuentado hoy en día y probablemente por eso a esta película le cueste encontrar un lugar en el panorama del cine actual: desde ya no interesará a cínicos, pasatistas, ansiosos o posmodernos, pero tampoco se la puede ver sin más como otra “película romántica”. Eso no quiere decir que no vaya a encontrar un público: desde su rincón apartado, Los amantes maneja una cierta intensidad que puede resultar atractiva (o ridícula para quien no quiera entrar en la propuesta). Esta película que fue nominada a la Palma de Oro en Cannes 2008 está ambientada en Brooklyn, fundamentalmente en un edificio de departamentos suburbano en el que vive Leonard Kraditor (Joaquin Phoenix), hombre adulto que hace poco volvió a vivir con sus padres después de estar internado en un psiquiátrico. Este hombre conocerá casi al mismo tiempo a dos mujeres: Michelle Rausch (Gwyneth Paltrow), una vecina atractiva y muy problemática, y Sandra Cohen (Vinessa Shaw), hija de una familia con la que la suya tiene trato, mujer modesta y ligeramente maternal. El protagonista torturado deberá afrontar, además de sus problemas, estas dos nuevas relaciones amorosas. El director James Gray (La traición y Los dueños de la noche) maneja una cierta distancia que puede resultar desconcertante y se percibe en ese tono sobrio. A diferencia de los melodramas clásicos, los sentimientos en Los amantes no desbordan, surgen apenas pero revelan una profundidad mayor. El director recurre a ciertas obviedades, pero eso no está del todo fuera de la tradición del género. Merecería un elogio extenso la breve pero precisa actuación de la gran Isabella Rossellini, con todo su despliegue de arrugas. Gray tuvo el acierto de enmarcar su historia con dos elementos que le prestan un valor fundamental: la familia judía (los Kraditor y los Cohen) y el trastorno bipolar que sufre el personaje de Phoenix. Entre ambos explican ese clima ligeramente enrarecido que era propio de la convención del género clásico pero que probablemente resultaría inaceptable para un espectador actual: las reglas de familia, las prohibiciones, la culpa (y su desobediencia), los sentimientos puros. Una vez planteada la excusa, la historia puede seguir su curso. En este misma línea, es muy acertado y muy detallado el manejo del realismo, en especial en torno a los espacios y al departamento de los Kraditor (casi un coprotagonista). Los amantes cuenta con un final feliz. Cada uno termina en su lugar y los conflictos parecen saldados. Pero, a la manera de los melodramas de Douglas Sirk, ese final feliz es más estremecedor que el de una tragedia: todo parece retomar su curso pero ninguno de los problemas se resolvió realmente. Hay un abrazo pero las miradas se pierden en el vacío. El desasosiego permanece.
Humo de cigarrillo pensativo Tres deseos es una película en la que no pasa nada. La acción transcurre durante un fin de semana que una pareja pasa en Colonia para festejar el cumpleaños número 40 de Victoria (Florencia Raggi). La pareja lleva ocho años de casados, tienen una hija y este fin de semana funciona como un par de días tranquilos en los que por fin podrán reflexionar y ver en qué se ha convertido su relación. Por casualidad, al pasear por la playa después de una pelea con su esposa, Pablo (Antonio Birabent) se encuentra, junto a una barca donde están descamando pescados, con Ana (Julieta Cardinali), una antigua novia a la que no veía hacía doce años y que exactamente el día anterior se separó de su marido. Despiertan antiguos sentimientos y ambos se enfrascan en inverosímiles diálogos de exploración sobre el fin de una pareja. Mientras, la pareja de Victoria y Pablo continúa con su vaivén sobre la disolución. Esta dupla de directores había realizado ya en 2004 el documental Legado. Los tres actores que sostienen la película cuentan con una trayectoria en el cine nacional e internacional, además de la carrera de Antonio Birabent como cantante. El problema más grave de Tres deseos, siendo como es una película tan pegada a sus actores, es la actuación de Antonio Birabent (por la que, según se nos informa, recibió un premio como mejor actor protagónico en el Festival Internacional de Kiev). No solo sus ceños fruncidos de frustración/enojo/pensamiento son siempre iguales, su voz no refleja ningún tipo de inflexión, todo está dicho en un mismo tono que nunca entra con el timing adecuado. Para peores, a esto se suma un diálogo demasiado trabajado, forzado hasta rozar lo literario (en un mal sentido), que no logra despegar como artificio y al cual los actores no pueden prestar credibilidad. La propuesta en general y algunas escenas en particular nos remiten a otras películas, en especial a Antes del atardecer (Richard Linklater, 2004), en la que dos antiguos “novios” se reencuentran en una ciudad extraña (por lo menos para uno de ellos) y conversan caminando por las calles de París en un lapso de tiempo cercano a la duración de la película. Lo que en esta eran momentos de pura química entre los actores y diálogos completamente naturales (aunque no sin cierta cuota de artificio), acá son momentos (inintencionadamente) incómodos. También hay un dejo almodovariano, sobre todo con la aparición de un travesti. Al final, la película no se proponía contar demasiado y eso fue lo que hizo. No todo plano fijo con sonido ambiente es poético ni filmar a un personaje “reflexionando” constituye un cine reflexivo. Con algunas imágenes que parecen salidas de una publicidad de Secretaría de Turismo y una recurrencia monótona sobre temas e ideas visuales (es raro el cuadro en el que Birabent no aparezca fumando con mirada “significativa”). Hay un cierto realismo que rescata la película de la nada y la naturalidad de Florencia Raggi (por lejos, la mejor actuación) presta vigor a algunas escenas.