El peso de la droga Es difícil escribir sobre una película como Paco porque el tema parece querer sobreponerse a todo. ¿Cómo hablar mal de una película que trata la drogadicción y en particular la adicción al paco? ¿Cómo entrar en consideraciones estéticas cuando lo que se está contando son historias muy terribles que podrían repetirse en la vida real? ¿No tendríamos que sentirnos satisfechos sencillamente con el hecho de que una cuestión como esta se discuta, se trabaje, se hable? ¿Qué tiene que hacer el crítico, entonces?, ¿callar?, ¿buscar cualquier mínimo elemento que encuentre en la película para halagar y pasar a hablar sobre lo terrible que es todo esto? La realidad es que al salir de la sala de cine, no acabamos de estar frente a la situación misma de la drogadicción, sino frente a una película; es decir, un producto hecho a base de elecciones. Y esas elecciones pueden discutirse. La primera idea que se nos ocurre es que si realmente se hubiera querido hacer una película que informara sobre el tema del paco o lo discutiera, probablemente lo mejor hubiera sido un documental. Historias terribles y personajes interesantes no deben faltar en el mundo de la adicción al paco. Por otro lado, Paco no es de ninguna forma una película que se plantee como un acercamiento transparente o directo frente a un tema complejo. Los mecanismos de su construcción están puestos muy en primer plano. Un ejemplo: la película se abre con una serie muy desordenada de flashbacks que se suceden como en un videoclip y que no vamos a terminar de entender hasta el final, como si se tratara casi de un policial. Hay un misterio, algo que no entendemos, mecanismos narrativos (bastante mal usados) puestos como trampas para el espectador. La historia del personaje de Francisco ("Paco", interpretado por Tomás Fonzi) tiene mucho de anzuelo y resulta muy poco creíble. Si lo que se buscaba no era hacer cine sino recrear ese mundo, un enfoque sincero y directo hubiera tenido mucho más sentido. Pero no, claro, estamos frente a un objeto estético. Y como tal puede juzgarse. Lo que se cuenta en Paco son las historias de un grupo de drogadictos de distintas extracciones sociales, que por diferentes circunstancias en un momento se reúnen en un hogar de recuperación (dirigido por los personajes interpretados por Norma Aleandro y Luis Luque) para iniciar su tratamiento. Tenemos un poco de sus historias pasadas y vemos mucho de su trabajo de recuperación. Es decir, no hay demasiada narración y en realidad demasiado de nada. Cada personaje está puesto como pieza de un mecanismo de relojería para representar algo. Todos vienen con un mensaje. Y en algún punto del metraje cada personaje revelará palabra por palabra qué es lo que viene a significar. Toda la película desborda un miserabilismo muy pronunciado. Si hay alguna historia terrible para agregar, se la agrega, y de paso se busca la forma más fea de mostrarla. La cámara parece puesta en cualquier lado, como si Rafecas no supiera del todo qué quiere hacer con ella. Los diálogos, cargados de frases significativas y mensajes inspiradores, no alcanzan nunca la naturalidad y en muchos casos rozan la sensibilidad new age. La torpeza (o la pereza) llega al punto de armar una escena en la que dos senadores hablan por teléfono y discuten (con frases y opiniones que parecen sacados del noticiero de la tarde) el problema, el origen y la solución a la cuestión del paco. Frases como: -Pero si sacás a un narcotraficante va a aparecer otro, porque mientras haya consumo va a haber narcotráfico- o -Sí, por eso hay que luchar contra la adicción, no contra el narcotráfico-, son dignas de cualquier publicidad institucional y francamente dan un poco de vergüenza. En medio de situaciones grotescas ("Esto es el amor") y actuaciones forzadas, se destaca el trabajo de Juan Palomino, el único actor que logra dar vida a un personaje verdaderamente creíble y cercano a lo humano.
Las alas de la familia Desde el comienzo es claro cuál es el juego que quiere jugar Hada por accidente: el de "película para toda la familia". Ese juego supone una serie de reglas que, por supuesto, son respetadas. Si a la hora de elegir, el espectador está buscando un tema controversial, una puesta en escena arriesgada o una apuesta fuerte, esta no es la mejor opción, claro. Si lo que busca es una película para ver con los chicos, de esas que todos pueden mirar con una sonrisa, Hada por accidente tiene mucho para ofrecer. El jugador de hockey sobre hielo Derek Thompson (interpretado por el gran Dwayne "The Rock" Johnson) mata, con su cinismo de adulto desilusionado, los sueños de dos niños. Por ese crímen, es condenado a servir dos semanas como hada de los dientes en el mundo mágico de Hadalandia. Tendrá alas, varita mágica y una serie de artefactos que lo ayudarán en su tarea de llevarse los dientes que se le cayeron a los niños. En el camino, descubrirá la importancia que tienen los sueños en la vida y consolidará su relación con la mujer con la que está saliendo, que tiene dos hijos. El humor surge del choque entre la inmensa masa de músculos que es Johnson (quien, con su gran histrionismo, se ríe a su vez de su propia figura) y el mundo de las hadas. La primera vez que lo convocan, Thompson queda vestido, por error, con un tutú rosado. En esa misma línea siguen los chistes que, si bien un poco previsibles, son amables y sinceros. Por otro lado, el director Michael Lembeck maneja con notable sobriedad su historia. Sin evitar el infaltable plano final de reconciliación familiar, esquiva sin embargo los costados más melodramáticos. Por ejemplo, no se menciona ni explica la ausencia del padre de esos hijos que tiene la mujer con la que sale Thompson (una irreconocible Ashley Judd). Sin grandes pretensiones pero con un buen trabajo de industria (sustentado por Johnson y, entre otros, Julie Andrews y Billy Crystal), Hada por accidente se construye como una amable película familiar, de esas que los chicos quieren ver una y otra vez.
Irreverencia vetusta A pesar de su origen mexicano, 5 días sin Nora huele a cierto tipo de cine europeo y, específicamente, a cierto tipo de cine francés. Película "madura" con personajes burgueses que deben explorar sus sentimientos. Pero hay otra filiación igual de clara: 5 días sin Nora remite a ciertas películas centradas en las familias judías, en las que un personaje ligeramente rebelde intenta oponerse a los mandatos tradicionales. No obstante todo termina en una gran cena con reconciliación religioso-familiar. La película empieza con el suicidio de Nora; más preciso, empieza cuando el ex-marido de Nora (que vive cruzando la calle) encuentra su cadáver en la cama. Por distintas circunstancias (el hijo está de viaje y no consigue volver, al día siguiente comienzan las celebraciones de Pesaj y por cuestiones religiosas no se puede enterrar el cuerpo), el cadáver debe permanecer en el departamento cinco días, antes de poder ser enterrado. El ex-marido se queda en el departamento (porque se lo prometió a su hijo) y frente a él vemos desfilar a distintos personajes: un rabino enviado por la familia para resolver el tema del entierro, la empleada doméstica, un ayudante del rabino que leerá oraciones junto al cuerpo hasta el momento del entierro, el hijo con su familia, un médico psiquiatra que había tratado a Nora... y así. Todo como una gran excusa para revivir las relaciones familiares y, fundamentalmente, la relación entre Nora y su marido José. Con esta ópera prima la directora Mariana Chenillo ganó, entre otros premios, el Astor de Oro a la mejor película en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata 2009. Si bien es cierto que no son muchas las películas que se atreven a enfrentar el tema de la muerte de forma tan directa y, además, que lo hagan a partir de la mirada oblicua que implica el humor negro, la realidad es que para ser una comedia esta película no genera muchas risas (a diferencia, por ejemplo, de lo que pasaba con Muerte en el funeral). Al margen de uno o dos momentos logrados, a lo más que aspira 5 días sin Nora es a la sonrisita de señora que entendió el chiste. Esta "sutileza", dirán algunos, es señal de la madurez de esta película. No es nuestra opinión. El humor -negro- fluye en su totalidad a través del personaje de José, el ex-marido. Pero los chistes en realidad no tratan el tema de la muerte en sí, sino que se dirigen contra la religión -judía-. A estas alturas del siglo XXI andar asustando a un rabino al ofrecerle en pleno Pesaj una porción de pizza con jamón más que irreverente resulta un poco triste. Una discusión en la que el único argumento de José es "Dios no existe" o plantar una cruz en un velorio judío no buscan más que generar un risa cómoda que rápidamente se resuelve en un drama de sentimientos y desemboca en una reconciliación cósmica. Nadie se va a inquietar demasiado con esta película; a lo mejor algunos lloren, otros saldrán de la sala contentos por haber disfrutado de una película tan madura.
El pasto de la política Podría parecer paradójico: el último director clásico de cine sigue entregando películas que resultan inclasificables. ¿Qué es Invictus, una película histórica, una película sobre deportes, una película política, un alegato contra la violencia y el odio social? ¿Una película sobre la compasión y el perdón? Eastwood es un director clásico porque cree sobre todas las cosas en la historia que está contando. Y en este caso la historia está basada en hechos reales: la liberación de Nelson Mandela de la cárcel; su elección como presidente, la situación de Sudáfrica después del apartheid y, sobre esto, el mundial de rugby de 1995 que se celebró en Sudáfrica. La sorpresa que puede sentir el espectador al leer esta (u otra) sinopsis es la misma que presentan unos cuantos personajes en la película: ¿qué tiene que ver la política con el deporte? A Eastwood no le interesa tanto darnos respuestas como contar eso que nos quiere contar. Y en esta oportunidad el peso está puesto claramente sobre la figura de Nelson Mandela (muy bien interpretado por Morgan Freeman). Por momentos el Mandela de Invictus se parece a otros personajes de Eastwood (y, con esto, a personajes del western): un hombre solo que debe sobreponerse al mundo gracias a su fuerza de voluntad y a sus creencias. Pero aparece un elemento nuevo, que cada vez gana más peso en la obra de madurez de este director y que hasta ahora no se había articulado de forma tan clara: la compasión. ¿Cómo es que un hombre pasa 27 años encerrado en una carcel y sale dispuesto a perdonar? ¿Cómo es que Sudáfrica podría armar un futuro? Son los detalles los que van construyendo esta película: los paseos matutinos de Mandela, la mirada de los guardaespaldas negros al recibir compañeros blancos, los chicos en la calle, el periodista deportivo, la casa y las conversaciones familiares de Francois Pienaar (interpretado por Matt Damon), el pasto de la cancha. Nada sobra en esta película y a la vez cada personaje parece tener vida propia. Solo un clásico puede hacer convivir sin roces en una misma película la historia general de un país (con toda su complejidad) y las vidas privadas de tantos personajes. Posiblemente, el punto más objetable de Invictus sea el uso de la música, que por momentos tiende a resaltar demasiado ciertas escenas. Pero todo forma parte de la apuesta: Eastwood se ha decidido a abordar sin rodeos temas muy complejos y a la vez muy potentes. Esta mirada tan llana tal vez despierte recelos entre los espectadores, pero si la persona sentada en la butaca se atreve a dejarse llevar, descubrirá una película que se eleva a ritmo parejo hasta grandes alturas.
El roce de las nubes Ryan Bingham (personaje interpretado por George Clooney) se dedica a despedir gente. Empleado de una empresa que ofrece servicios tercerizados, Ryan viaja por todo Estados Unidos para hacer el trabajo sucio que diferentes empresas no quieren hacer por sí mismas: "dar de baja" a su personal. Un día en una ciudad, otro día en otra, de punta a punta, pasa mucho más tiempo viajando que en su casa. Vive en el aire. Todo lo que sabemos de este personaje es que eligió este estilo de vida (sin ninguna "explicación psicológica"), que le gusta y que es bueno en lo que hace. Vivir en el aire significa no tener hogar, no vivir en ninguna parte, no tener relaciones verdaderas. Las azafatas y las recepcionistas lo saludan por su nombre cuando pasa su tarjeta de socio exclusivo. Como es de suponer con un personaje que tiene una filosofía de vida tan definida, a lo largo de Amor sin escalas Ryan se topará con situaciones que lo harán replantearse sus elecciones: primero, una relación amorosa con una mujer que, como él, también vive en el aire (aunque un poco menos); después, una relación laboral con una jovencita que, aunque dedicada a su carrera, quiere encontrar el amor; y finalmente, el casamiento de su hermana, que lo obliga a volver a su pueblo de origen y revivir su pasado. El tercer largometraje de Jason Reitman comparte puntos con sus obras anteriores (Gracias por fumar y La joven vida de Juno): el uso del montaje, el tipo de diálogos, una línea general en sus protagonistas, un tipo de música para la banda sonora, una sensibilidad muy básica y directa. Incluso volvemos a encontrar (como en Gracias por fumar) al hombre carismático que se dedica a envolver los hechos con palabras a favor de una empresa. A pesar de lo que puede hacernos suponer la profesión del personaje interpretado por Clooney (despedir gente en medio de una de las peores crisis económicas que haya vivido Estados Unidos), Amor sin escalas no es una sátira social. Si bien presenta algunos elementos de "denuncia" (fundamentalmente en las entrevistas de despido, filmadas con un gran margen que permite desarrollar la humanidad de los despedidos), ese claramente no es su centro. Reitman está mucho más interesado en el personaje de Clooney que en su entorno. Ryan Bingham representa en cierta forma el ideal del hombre neoliberal: desapegado, egoísta, libre de ataduras, entregado a su carrera; pero más allá de eso (y este es el gran acierto de Reitman) es un ser humano que en la piel de George Clooney adquiere toda la carnadura, el encanto y la verdad de un héroe (o antihéroe) con el que nos podemos identificar. Más allá de la "película de denuncia", mucho más allá de los parámetros fijados para la comedia romántica, Amor sin escalas sabe darle verdadera vida a sus personajes (mérito que comparten sus actores) y una libertad que los hace tambalear, equivocarse y volverse a equivocar. No hay verdades claras en esta película. Sí, lo que Reitman dice sobre la crisis económica en Estados Unidos (y el sistema en el que se produjo) es probablemente lo máximo que llegue a decir una película producida en Hollywood, aunque no termina de ser demasiado contundente. Pero en algún punto de la proyección eso deja de importar. Con su gran ojo para los detalles de las relaciones humanas y una sinceridad un poco ingenua pero muy directa, Reitman arma el espacio para que vivan sus criaturas y nos conmuevan. Los aviones vuelan, vemos pasar las nubes y nosotros quedamos colgados del aire.
Super Sherlock Una primera aclaración para evitar malentendidos: los fanáticos, seguidores o simplemente quienes pretendan fidelidad a las novelas de sir Arthur Conan Doyle no deberían ver esta película. De la fuente original, Ritchie apenas ha conservado la ambientación, el nombre del compañero de aventuras, un violín (atonal) y una inteligencia casi sobrehumana para su protagonista. El lado positivo es que se intenta dar una vida nueva (aunque demasiado ansiosa de novedad) a un personaje que hacía mucho que no rondaba por la pantalla: se llega al extremo de aclarar en los créditos que los personajes de Sherlock Holmes y el Dr. Watson "aparecen en las novelas de Arthur Conan Doyle". Evidentemente, la película intenta atrapar públicos jóvenes y posiblemente lo logre. El lado negativo es que quien entre a la sala esperando ver "una de Sherlock Holmes" probablemente salga antes de que termine la función, completamente horrorizado. Es sabido que una película histórica habla más sobre la época en la que fue filmada que sobre la época en la que supuestamente está ambientada. De esta forma, en el Londres del siglo XIX tenemos un Sherlock Holmes canchero, musculoso, moralmente cuestionable, "genial" en una visión un tanto trivial, de sexualidad liberada, que utiliza su inteligencia superior para deducir qué golpes serán más efectivos contra su adversario de pelea. De esta fórmula de ingenio "Sherlock Holmes más corporalidad exacerbada más charm" surge un nuevo personaje posmoderno que clama a los cielos por una secuela y que recuerda más al Iron Man que interpretara el propio Robert Downey Jr. que al ingenioso victoriano. Buena parte del personaje (y, sobre todo, de su relación con el Dr. Watson) recuerda muy de cerca al personaje de Dr. House de la serie televisiva (otra versión de Holmes que, a pesar de la actualización temporal y el cambio de profesión, es más fiel al concepto original de la resolución del enigma). Hechas estas aclaraciones, podemos decir que a quienes les hayan gustado las anteriores películas de Guy Ritchie (entre otras, Snatch, cerdos y diamantes y RocknRolla) probablemente les guste también Sherlock Holmes. Tenemos de vuelta chistes cancheros, violencia superficial, trucos de cámara puestos para remarcar cuán cool es lo que estamos viendo (como los recurrentes ralenti que explican con detalle, para que nadie se lo pierda, lo que acabamos o vamos a ver). Ambientar una película en el Londres decimonónico siempre paga y Ritchie no se priva de mostrar unos lindos planos digitales de la ciudad. Si con todo esto la película es disfrutable (y lo es) se debe exclusivamente a la presencia de Robert Downey Jr., gran actor resurgido de sus propias cenizas que, si bien no se aleja de un nuevo registro que ha encontrado (como dijimos, su actuación recuerda mucho a la de Iron Man), carga sobre sus hombros con el personaje del nuevo Holmes y con toda la película. Este Holmes no podría haber existido sin la sonrisa de Downey Jr. Jude Law probablemente nunca pasó tan desapercibido como en este momento, pero la muy linda Rachel McAdams llena muy bien su rol. Como es de rigor, la película se cierra abriendo un futuro caso, a la espera de una secuela. Los productores, imaginamos, estarán listos para lanzarla al ruedo apenas sepan si a esta primera parte le va bien en el mercado. Todo hace suponer que va a ser así. Y si hacen una secuela, la iremos a ver con gusto.
Filosofía barata y balas de goma Resulta difícil tomar en serio una película que pone como mensaje en el contestador de su protagonista la frase: “Te comunicaste con la casa de alguien que no tiene nada que perder y nada que ganar”. A lo mejor esta no era una película para tomarse en serio, aunque su tono grave, su voz en off filosófica y su acercamiento a temas como el de los desaparecidos y los marginados parecen indicar lo contrario. En realidad no queda muy claro cómo hay que tomarse Matar a Videla. Vamos con lo básico, el argumento: un joven de 24 años que vive en Capital pero es del interior comprende (según nos dice su incesante voz de narrador) que la vida no tiene sentido, que vamos a morir sin haber "cambiado nada", que somos piezas de un sistema inhumano y rutinario. Abrumado por esta evidencia (aunque no visiblemente angustiado) decide suicidarse y antes de hacerlo comienza a cerrar su vida: renuncia al trabajo, corta con su novia (interpretada por Emilia Attías), visita a su familia en el pueblo, se reúne con los amigos. Un día, deambulando por las calles, se encuentra con una manifestación y de pronto comprende que puede (y debe) dejar un último legado antes de morir: va a matar a Videla. Comienza a planear. No vamos a contar el final, pero digamos que hay un giro inesperado, un cura de por medio y la verdad revelada por boca de Estela Carlotto en un sueño. La calidad técnica de la película deja bastante que desear, con imágenes sobreexpuestas, diálogos prácticamente inaudibles, malos encuadres. Pero aun si quisiéramos dejar de lado estas limitaciones (hasta cierto punto justificables) y las actuaciones un tanto rígidas, hay elementos que fueron planeados concientemente y resultan francamente incomprensibles. Un ejemplo es la escena (altamente teatral, burda como si se trata de una telenovela) en la que Julián, el protagonista, sale a comer con sus amigos en el pueblo. Todo está dispuesto para remitir al cuadro de Leonardo Da Vinci La última cena. Se entiende la referencia: es la última comida del protagonista con sus amigos. Están todos los elementos: la mesa larga y angosta, las personas dispuestas de un solo lado de la mesa o en las esquinas (artificialidad explicable en un cuadro pero que resulta insostenible en una película), la distribución de los platos. ¿Cuál era el sentido de citar de un modo tan obvio este cuadro, además de la idea de una "última cena"? ¿Debemos interpretar resonancias mesiánicas en este jovencito? ¿Hay algún matiz más allá? Todo en esta película parece responder a una mirada adolescente, en lo que la adolescencia tiene de más torpe y limitado. Otro ejemplo: el modo en el que la voz en off reflexiona, mientras ve pasar por la ventanilla del tren una villa miseria, acerca de los marginados que crea el sistema para que "los ricos sean más ricos" no tiene más justificativo que reflejar la "melancolía" de este joven que descubre que el mundo es injusto. O el modo en el que la tortura y desaparición de personas durante la última dictadura militar en Argentina y los marginados del 2006 de alguna forma poco definida y casi mística remiten exclusivamente a la figura de Videla. No hay complejidades ni compromisos reales, todo está tamizado (como se dice en los créditos finales) por el mundo mental de este joven abúlico y posmoderno. Si al fin y al cabo Matar a Videla no era más que el retrato de este chiquito conflictuado, ¿para qué invocar semejantes temas? Todo sea por demostrar cuán sensible es el protagonista a "los problemas de la vida". Resultaría gracioso si no tocara, como dice la propia película, una herida que está abierta.
Tan francés... Si quisiéramos repasar todos los lugares comunes del "típico cine francés", bastaría con ver Cena de amigos. No falta ninguno: acción casi nula, hipertrofia del diálogo, personajes "bien construidos", intrigas amorosas, reflexiones sobre la vida, quesos . Todo gira en torno a una cena que una pareja parisina de clase media alta organiza para un grupo de amigos y parientes. Preparan la comida, compran flores, los invitados dicen que no van a ir y después aparecen. Todo muy mundano. Vemos llegar uno a uno a los invitados, conocemos sus historias y la crisis particular que están atravesando en ese momento. Una situación de espacio y tiempo tan limitados podría habernos hecho creer que Cena de amigos estaba basada en una obra de teatro preexistente, pero no es así: el guión fue coescrito por la directora Daniele Thompson (de quien se vio por estas latitudes Lo mejor de nuestras vidas) y su hijo. Aun así, la teatralidad está muy presente, empezando por esa situación arbitraria pero que revela la interioridad de los personajes y pasando por los diálogos en los que se habla sobre la vida y la muerte como quien habla sobre el clima (y que incluyen un brindis "A la vida y al amor"), que definen tan claramente lo que se quiere decir. La ciudad de París aparece representada de una forma terriblemente banal, con el infaltable plano de la torre Eiffel iluminada de noche, las imágenes del Sena y la gente en la calle. Esta mujer tan enamorada de París plasma una mirada que parece la de un turista. La mayoría de los diálogos (que ocupan, como dijimos, la mayor parte de la película) están filmados con un muy convencional plano y contraplano que de tanto ir y venir en algunos momentos resulta confuso. Los personajes, tan bien delineados, caen fácilmente en casilleros absurdos (como la "J. K. Rowling francesa", que escribe un libro infantil ¡sobre un chico con síndrome de Down que tiene poderes mágicos!) y el personaje de Manuela, la española que baila flamenco, usa aros enormes y polleras blancas con lunares rojos, está tan cerca del estereotipo que casi resulta graciosa. Para generar algo como una tensión narrativa, la directora decide cortar arbitrariamente la cena en un punto cualquiera, avanza un año para mostrarnos cómo han cambiado sus personajes (porque así es la vida) y después nos va contando de a retazos, a través de flashbacks muy mal usados, cómo terminó aquella cena que de una forma u otra marcó la existencia de estos personajes. Todo termina en baile y sonrisas (porque así es la vida). Con una situación tan mínima, Thompson podría haberse dedicado a explorar los detalles de ese universo tan restringido en el cual decidió encerrarse, pero no lo hace. Las cosas pasan en esta película puramente en función de su "significado", cada línea está encajada como una pieza del rompecabezas. La cámara no encuentra placer en lo que está viendo y el espectador, tampoco. Por ejemplo, no tenemos ni un solo plano del famoso plato polaco del que los personajes hablan durante toda la película, una receta de la abuela del anfitrión que se comenta una y otra vez y que la directora decide agregar al comienzo de los créditos finales. Pero no está filmado. Thompson no parece estar interesada en el cine ni en sus posiblidades; se interesa sólo por sus personajes, tan bien construidos, tan profundos, tan franceses...
Mensajes enlatados Sin ser insoportable, Silencios tiene más de un problema. Quiere ser un panfleto contra el aislamiento y, como todo panfleto, resulta un tanto esquemática y vacía. Con una alta dosis de naturalismo/minimalismo, esta película cuenta las historias de por lo menos cuatro “protagonistas” que, en algún punto o en otro, se conectan entre sí aunque no entre todos. La primera pregunta que uno podría plantearse es a qué se debe esta multiplicidad de historias. Tal vez sea un intento de generar un “retrato de sociedad” o simplemente de reflejar situaciones de vida en las que ciertos personajes se encuentran “estancados”. Hay un trabajo sobre la relación con la violencia (latente o manifiesta, física o psicológica) recurrente. Por momentos no resulta claro qué es lo que la película quiere decir, aunque en todo momento es evidente que está intentando decir algo. Uno de los problemas más graves de Silencios es justamente ese: siempre quiere decir pero nunca se interesa por mostrar y por eso resulta por momentos tan profundamente anti-cinematográfica. Son muchas las imágenes que aparecen para “ilustrar” una idea que ya estaba clara en el guión pero que, como esto es cine, tiene que verse aún si la imagen no interesa. Un ejemplo mínimo: hay insertos cortos en los que vemos a una persona decir, por ejemplo, “Sí” al otro lado del teléfono sin que esa imagen cargue con ningún tipo de significado. Las imágenes le sirven a la directora en tanto transmiten una idea o permiten escenificar un diálogo muy directo. Por otro lado, esa idea previa tampoco es tan poderosa como para hacernos olvidar todo lo demás. De hecho, el guión maneja pocos conceptos por personaje y se dedica a repetirlos. Los personajes (centro de gran peso en Silencios) son de un esquematismo llamativo. Parece como si cada uno hubiera sido puesto en la pantalla para ejemplificar algo. Vamos con otro ejemplo: toda una subtrama de la película gira en torno a un cura pedófilo. Pero no se dice nada interesante sobre él o su situación. Incluso se muestran escenas de la seducción/abuso con bastante detenimiento pero no parecen estar ahí más que para que el espectador piense Ah, qué malos son estos curas pedófilos. En un momento se suelta en diálogo una interpretación explicativa: estos curas se vuelven pedófilos porque la iglesia los fuerza al celibato y el aislamiento. Parece ser la tesis de toda la película: no hay que aislarse. Se lo dice al final: -No estás sola, no tenés que aislarte-. Y el blanco predilecto de la crítica es la clase media alta que viva “aislada” en su mundo al límite de lo caricaturesco. Como puntos más interesantes, cabe destacar las escenas de contenido sexual que, con relativa crudeza, perfilan cierta verdad y la actuación de Marta Lubos, que con una indudable fotogenia roba nuestra atención. Sin embargo, su personaje ciertamente querible aunque también ligeramente esquemático (“Es la persona más feliz que conozco”) vira hacia el final a extremos de santidad en los que lo arbitrario de su construcción salta a la vista. Y ahí llega la moraleja.
Fantasmas y terrorismo de estado A cualquier espectador argentino le resultará incómodo ver Aparecidos, película española dirigida por Paco Cabezas (hasta ahora su primer largometraje) que está ambientada en la Argentina, fue filmada en la Patagonia y en Buenos Aires, y aborda, tal como sugiere su título, uno de los aspectos más dolorosos de la historia del país. Pero no se trata de una película política y probablemente en eso radique su incomodidad. Aparecidos es, e intenta concientemente ser, una película de género; en este caso una película de terror. Hay una trama, fantasmas, escenas nocturnas, efectos de sonido. Incluso cuenta con uno de los rasgos menos interesantes de las películas de terror filmadas en la década del `90: la autoconciencia. En más de una escena los personajes de la película hablan sobre cómo son “normalmente” las películas de terror, sobre cómo deberían ser, sobre lo que debería pasar en esta película que los espectadores estamos viendo si se tratara de una película de terror. Este esfuerzo por “no ser como las otras” no hace más que inscribirla dentro del presente del género y lo que tenemos es “una de terror” bastante efectiva. El problema para el espectador argentino es que, como indica el póster de la película, esta historia está “basada en hechos reales”. Los hechos reales son, como dijimos, el secuestro, la tortura y la desaparición de personas durante la década del `70 en Argentina por parte del terrorismo de Estado. Lo que arranca como una road movie de terror (como muchas) empieza a ponerse escabrosa al poco tiempo y al final termina embistiendo directamente el asunto. No hace falta ser demasiado imaginativo para suponer que a más de una persona le va a resultar indignante que se tome el tema de los desaparecidos como “excusa” para una película de fantasmas. En lo personal, diría que no es ese el mayor problema de Aparecidos, sino, por el contrario, su aspecto más interesante: cómo se aborda desde el género un tema como ese. No se trata, como parecen pensar algunos, de banalizar un hecho doloroso y todavía no resuelto, puesto que una película de terror es tan película como cualquier otra. La mirada del género podría haber echado una luz oblicua sobre un tema que resulta casi inabordable. Pero no es el caso de esta película. No se trata simplemente de que el regodeo en el género por sí mismo obstruya casi todo lo demás, sino de que con una mirada exótica y superficial Aparecidos no termina diciendo casi nada. Sí choca de frente contra el tema, lo pone de manifiesto; pero se centra en lo particular y deja de lado las complejidades. Como película de terror, viene a sacudir el mundo un tanto anquilosado de la representación de los desaparecidos. Como película sobre desaparecidos, tiene poco que aportar.