El mundo cambia tan deprisa que los sucesos vividos tres, cuatro décadas atrás parecen prehistoria. Lo mismo ocurre con el mundo de las ideas, aún más difícil de atrapar, por su condición abstracta. Abstracta pero tan real como cualquier objeto tangible. Causas y consecuencias retorna a valores tan distintos que hoy parecen ridículos. Aquel mundo de los 70s cuando la juventud, necesitada de un genuino cambio, tomó el camino de las armas para llevar a cabo su visión de vida, que jamás se concretó. Robert Redford es Jim Grant, un hombre de arrugas crecientes que vive en los suburbios, sin grandes novedades en los últimos treinta años. Pero un joven periodista (Shia LaBeouf) destapa el pasado del hombre de vida sencilla: décadas atrás fue parte del Weather Underground, grupo revolucionario que bregó, con sus modos, por los derechos civiles. Esta revelación, sumada a otras que Redford (esta vez en su rol de director) suministra al espectador en pacientes dosis, da inicio a una película que combina el thriller político con el film de huida, pero brindando mucho sitio a la reflexión. Redford es un buen narrador, chocolate por la noticia a esta altura de la historia del cine. Nadie se aburrirá con las sucesivas alteraciones de un guión trasladado con pericia a la pantalla. Pero es posible que el gran atractivo de la película se encuentre más allá del devenir de la historia de los personajes. Es en la concepción de estos donde se juega el sentido de un film como Causas y consecuencias, al fin y al cabo, un film de ideas. La gran “valentía” del film arranca con el mismísimo comienzo: los terroristas (palabra que existe desde mucho antes que Bin Laden se cruzara de bando) también cocinan, ríen, comen; ABC que el cine norteamericano conoce de memoria y siempre usa a favor de su conveniencia: la cámara causa empatía. Gran mérito en un casting excelente: al contrastar las figuras de Redford, Susan Sarandon y Julie Christie (en el rol de activistas que se niegan a renunciar a aquellos ideales perdidos) con LaBeouf y Anna Kendrick (la psicoterapeuta de la genial 50/50), la película corta camino y enseña pronto las diferencias de dos generaciones tan distintas que ni siquiera parecen pertenecer al mismo mundo. Claro que el cine no se hace de ideas sino de planos y escenas; cuando los cuestionamientos ya han sido comprendidos y el devenir de lo argumental es lo que cuenta, la película halla sus límites: un film a medio ritmo, con demasiados diálogos. Al fin de cuentas, ¿a quién le importan las utopías derrotadas de tiempos pasados? Para entonces Redford ya se ha decidido por los dramas cotidianos de los personajes y deja sin responder aquella pregunta que late por allí abajo, en las entrañas de la cultura actual y que, cada tanto, perturba a unos pocos nostálgicos: ¿cómo sería el mundo si aquellos ideales hubieran triunfado?
Otra tradicional película de Campanella. Y qué curioso que lo sea, tradicional, ya que se trata de una incursión en terreno inexplorado por el director: la animación 3D, el cine para “los bajitos” (chiste que delata la edad del escriba, quien igual, se enorgullece de conservar vivo el niño que todos llevamos dentro). De Campanella. En otro terreno pero las marcas de fábrica están. Todas. Lo barrial, los amores perseverantes y el orgullo por las raíces permanecen intactos. Todos conceptos de un cine, por llamarlo de algún modo, para adultos. Pero también hay correrías, gags para que los chicos flasheen con los personajes. Flor de golazo (vale como chiste obvio, juro que no pude evitarlo) de Metegol: abarca a todos. La película más costosa de la historia del cine argentino (en coproducción española) comienza con un homenaje a una peli yanqui: 2001, odisea en el espacio. Pero pronto aparece el gen argento: dos primates descubren la pelota y, en vez de divertirse juntos, se pelean. Con el mensaje inequívoco de que será la unión la que haga fuerza contra los de afuera, Campanella regresa a los valores morales en los que cree y vuelve a dar batalla para torcer ese vaticinio caprichoso que se empecinó con estas pampas: el 2000 nos encontrará unidos o dominados (chiste histórico: vale, che). Sus valores alla Luna de Avellaneda se derraman en tal forma que dan vida a ese cuento que el padre narra a su hijo, moderno, playstationero, escéptico. “En un lugar cercano, hace poco poco tiempo…” La historia ocurrió en el pueblo de Amadeo (voz de David Majasnik), un genio del metegol de cafetín, que alguna vez osó ganarle al Grosso (Diego Ramos). Años después el Grosso se ha convertido en figura estelar del fútbol y, dinero y maldad globalizada en mano, regresa para arrasar el pueblo. Progreso vs. Barrio: Campanella al mango. En el medio ocurre el hecho fantástico, el inspirado en un cuento de Fontanarrosa, el que atrae a los pequeños: los muñecos cobran vida y, sobretodo, hablan de un modo familiar: el Beto (Fabián Gianola), es el agrandado (quién si no, con ese apodo) y habla como Riquelme; el Capi (Rago), como un porteño chanta; y Loco (Fontova)… contrólate un poco (éste se lo robé a Sabina). Así como es cierto que todos los tanques para niños contienen “moraleja” (lo cual no está mal, al fin y al cabo los cuentos tradicionales tenían como propósito que los niños europeos no se adentrasen solos en los bosques), sabrá cada cual si concuerda o no con Campanella respecto de estos valores anti-cristianosronaldos. Más aún, cada cual sabrá si gusta de sus antihéroes nobles. Pero nadie puede negar su oficio como narrador. Que tienen que ver con nuestra idiosincrasia. Que divierte, entretiene y dice. Muchas cosas. Muchas ideas. Con tecnología que nada envidia de las foráneas pero, al menos por esta vez, suena en nuestro acento.
Después de los guiones intrincadísimos y el drama persistente de La piel que habito, Los abrazos rotos, La mala educación, Almodóvar simplifica la ecuación. Ese reduccionismo tiene que ver con los orígenes. Los amantes pasajeros es, comparado con esos filmes complejos, apenas un divertimento. Pero claro, hay gente que sabe divertirse y gente que no. El cineasta español se anota entre los primeros. Quizá por escuela ochentosa, o por comenzar a estar “de vuelta de todo”, o sencillamente porque de esto de cine sabe un poco, su película “pequeña” (la de ambiciones moderadas y homenaje a un destape superado décadas atrás) se convierte en un vuelo divertido. Sean todos bienvenidos. Abróchense los cinturones. Lo de vuelo es una metáfora obvia pero eficaz: el film muestra apenas una larguísima escena a bordo de un avión descontrolado. Con sólo una escala narrativa, por medio de una secuencia en tierra (los minutos más flojos, que importan más como aire al guión que por su peso en sí), Almodóvar presenta sus personajes de un modo disparatado. A miles de pies del suelo, la única persona despierta de clase turista llega a cabina para comentar que es vidente y las ve negras para el vuelo. Piloto, copiloto, azafatos y unos pocos pasajeros de primera se enfrentan, con sus estridencias, a la amenaza real de muerte que supone un puente de aterrizaje empacado. Esas estridencias responden al universo-Almodóvar: gays, bi, mulos, drogotas, dominatrixes, alcohólicos. Para todos los gustos. Zarpada, sí, pero más kitsch que visión de mundo, Los amantes pasajeros resulta un resumen del catálogo de obsesiones de un genial director que supo contar como pocos una década, los 80s, de cambios de la cultura española. Años donde la perversión social (sexo desenfrenado, libertinaje, abusos de todo tipo) fueron la respuesta a un régimen franquista que practicó durante medio siglo otra clase de perversión, relacionada con el horror ¿Cuánto sentido tiene un regreso a ese mundo en pleno 2013? El sentido de lo lúdico, que no es poco. Y Almodóvar no está solo en ese viaje retro. Los siguen las viejas caras que tan fieles le han sido: Antonio Banderas, Penélope Cruz (en papeles efímeros), Lola Dueñas, Javier Cámara, Carlos Areces, Raúl Arevalo, Hugo Silva, Antonio de la Torre, Cecilia Roth. Algunos de estos nombres han superado fronteras. Otros se han quedado dentro de España. Alguno puede resultar desconocido para el espectador común, pero bastará con su cara en pantalla para ser reconocido. Lo mejor del cine ibérico continúa orgulloso de filmar con Almodóvar. Es comprensible: con él, la diversión está asegurada.