El caso de Woody Allen es el ejemplo a mano que siempre tendrán aquellos que gustan de acusar a los críticos de cine de ser snobs. Porque no hay caso: Blue Jasmine merece (¡otra vez! ¿cuántas van?) un “Excelente”. Sólo hay que ponerse un poco en los zapatos del crítico que tiene que analizar aspectos expresivos, narrativos y técnicos de un film. Expresivos: la nueva película del pequeño genio neoyorquino retoma la mirada crítica que filmes más “adorables” como Medianoche en París o A Roma con amor habían resignado en pos de otro plan. Por medio de Jasmine French (el personaje interpretado con relieve, matices y maestría por Cate Blanchett), Woody deja los personajes queribles y vuelve a trazar los rasgos primordiales de un ser siniestro, frágil, odioso, seductor, antihéroe. Realista. Pero la provocación no se detiene allí. Acostumbrado, desde hace décadas, a reflejar la problemática de las clases medias-altas y altas (para hablar de los suburbios allí está el otro genio ya anciano: Clint Eastwood), esta vez Allen da vuelta la tortilla y muestra otra cara de la riqueza: lujo, confort y glamour que son, en realidad, estafa, pose y la palabra prohibida entre las prohibidas al momento de hablar de elegantes mujeres de la high-society: ¿prostitución? ¡Jamás! Eso queda para otro tipo de mujeres. Para las esposas millonarias de turbios empresarios del sector privado deben utilizarse vagos eufemismos: “frivolidad” tal vez, quizá cierto grado de “desconocimiento”, la confianza traicionada. Narrativos: el film comienza el derrotero de la empastillada Jasmine con un feroz paso atrás: la pobre (ahora en todos los sentidos) mujer debe molestar a su hermana pobre (en el sentido literal) pidiéndole alojamiento en una San Francisco que no tiene, ni por asomo, el nivel de Manhattan. Allen se ha reservado varios datos: qué sucedió con el dinero, con el esposo, con el hijo. Al punto de partida narrativo que supone la pérdida de la fortuna, el director y guionista suma expectativa, esa inquietud que crece en el espectador y lo hace quedarse pegado a la butaca en busca de saber más. Porque después de la depresión, o mejor dicho, al tiempo de la depresión, Jasmine traza un plan honesto que pronto modificará. Eso de trabajar es para indignos. Quedaría, para finalizar, el análisis de las resoluciones técnicas de la película. Pero luego de la tradicional presentación con tipografía romana sobre fondo negro, Woody Allen vuelve a explicar que, en cine, la técnica debe ayudar a aquello por contar: la historia. Lección de austeridad cinematográfica que reivindica la vieja sentencia de que no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita: con su sencillez en la cámara y una edición impecable (fruto de un guión de precisión quirúrgica), Blue Jasmine reconstruye sus dos mundos con sinceridad, sin exageraciones; entrega y oculta información en dosis justas; saca de cada nombre (Alec Baldwin, Sally Hawkins, Andrew Dice Clay, Bobby Cannavale, Peter Sarsgaard) el mayor jugo interpretativo y, combinando todo esto, alcanza la cima expresiva-narrativa-técnica: quitar solemnidad a los momentos cumbres y dar relieve a los mundanos. Jasmine transpira cada vez más. Sus ideas se agotan, el Xanax causa menos efecto, el alcohol escasea. Con la copa cada vez más vacía, la pobre enfrenta a la pregunta del millón en lo que a mujeres como ella respecta: ¿“Con quién me tengo que acostar para tomar un Martini?”.
Sebastián De Caro, Gastón Pauls, qué gente hermosa. Claro que para coincidir en esto, hay que coincidir en esto. No hay otra ¿Qué significa “coincidir”? Existe un tipo de cine que precisa, para disfrutarse, que el espectador comparta cierto tipo de visión de la vida. Nadie puede forzar este punto. 20 000 besos, película debut de De Caro, tiene todos aquellos condimentos que le gustan a esta banda que ya hizo de las suyas en la serie televisiva “Todos contra Juan” y en la hermosa comedia Días de vinilo. Y esto es: cierto respeto por el fracaso, un poco de regocijo dolinesco en la melancolía, un puñado de pasiones de clase media, veneración por el cine de los 80s y la idea de que la noche (muchísimas escenas del film trascurren en ese momento del día) debe ser recuperada por la sociedad como disfrute, sin miedo. Entonces, marcha el mensaje que la distribuidora jamás querría oír, pero como crítico, Cinematiko tiene que decirtelo: A vos, lector, espectador, flaco, chabóoon: No insistas; si no compartís estos gustos esta película no es para vos, así de sencillo. ¡Pero ojo! Porque si el rock no fue sólo un entretenimiento en tu juventud, sino que hizo las veces de educación (la educación que no supieron darte agotados maestros que te repetían aburridísimos el libro de Historia 8 que ni ellos creían), el cine de De Caro puede encender más de una alarma en tu persona: no sos nada original, pero esto también puede ser positivo: hay otras personas como vos, no estás sólo en un mundo (aparentemente) repleto de garcas. 20 000 besos cuenta la historia de un muchacho que acaba de separarse de la novia, pero el siome del jefe acaba de hacer un curso de coaching de estos que están tan de moda y está ridículamente positivo: el mundo es un lugar incomprensible para quien sólo quiere dormir. Entonces llega la orden de trabajar en equipo con la descerebrada de Luciana, una chica jovencita que no sabe ni quién fue Morrison (cabe desear que al menos sepa quién fue Lennon), pero está más buena que comer dulce de leche del pote. De Caro tiene el talento suficiente para llevar a la pantalla un guión (hecho en complicidad con Sebastián Rotstein) sin perder frescura, manteniendo su estilo de humor, sin resignar rigurosidad cinematográfica. Algo similar, combinación justa entre capacidad y pasión, ocurre con la excelente interpretación en los actores (Walter Cornas, Gastón Pauls, Alan Sabbagh, Clemente Cancela, Eduardo Blanco y una inolvidable Carla Quevedo). El resultado es una bellísima comedia, con todos los rubros técnicos bien resueltos, que jamás perturban el espíritu de lo hecho a pulmón. Con cierta reminiscencia al cine indie estadounidense (por cuestiones que tienen que ver con el desenlace, el film puede recordar a una película que no conviene mencionar), pero con un acento bien porteño; con sus fiestas de frikis noventosos/dosmilosos; con algunos charcos narrativos en la segunda mitad que no llegan a perjudicar el desarrollo del film, 20 000 besos inicia, que nadie lo dude que así será, su camino como “film de culto” para un público determinado: pavotes de treinta y pico que creyeron que la cultura rock & pop lo cambiaría todo y, al ver que aquello no ocurrió, se sientan a contarse sus frustraciones en una plaza, cerveza de por medio, a la luz de la Luna: sin juicio de valor, quienes piensen que eso es “vagancia”, tienen todo el resto de la cartelera de estrenos para elegir. Para quienes disfrutan de la amistad alimentada mientras los otros duermen, 20 000 besos puede ser la mejor comedia del año.
Tan sólo una semana atrás escribí con motivo del estreno de Wakolda: “Es posible que La caída (Der Untergang, 2004) haya abierto la puerta a filmes que abordan de un modo distinto la temática del nazismo. Sin demonización en su accionar, el holocausto se rebela como la industrialización en la matanza de gente”. Cosas de las distribuidoras, con apenas siete días de diferencia con la historia de Mengele en Bariloche, otra buena película acerca del después de la Segunda Guerra llega a la grande. Hannah Arendt y la banalidad del mal contiene, precisamente, ese tipo de lectura compleja. Por mi desconocimiento del personaje histórico de Arendt, omití su mención al momento de escribir aquel otro artículo, que tan oportuno habría venido al caso. Pero no lo conocía y me perdí el dato. Y eso que el período más polémico de Hannah Arendt comienza justo aquí, en Argentina (también), con el recordado caso del secuestro del fugitivo nazi Adolf Eichmann. La directora Margarette Von Trotta se toma varios minutos para recomponer la vida de Hannah Arendt en Nueva York, donde su prestigio como escritora y filosofa judía la ha convertido en una de las voces más respetadas a la hora de analizar el Holocausto. Con escenas mundanas, Von Trotta prepara el terreno para lo que vendrá, la segunda mitad del film, cuando Arendt viaje a Jerusalén para presenciar y escribir sobre el juicio a Eichmann. Pero el resultado parece no ser el esperado por muchos: Arendt escribe un larguísimo artículo en el que analiza toda la problemática, sin lugares comunes ni corrección política. De regreso a EE.UU, la vida de la escritora se verá alterada. Dicen que escribió algo que no escribió o quizá falló la prosa al momento de la comunicación o tal vez ella sí escribió aquello de lo que la acusan: decidirá (ojalá que lo haga sin apuro, sin certezas atolondradas ni juicios express, como invita a hacerlo el film) el espectador. Esta claro que no tiene sentido hablar, en una crítica de una película así, de los recursos técnicos y la fotografía y la posición de la cámara; basta con decir que Bárbara Sukowa interpreta con justa frialdad el personaje y que Von Trotta maneja con acierto los tiempos de la biopic, Hannah Arendt y la banalidad del mal es una película de ideas. En este punto, en la ineludible invitación a la reflexión, en su vocación polémica, en su feroz resistencia a todo reduccionismo intelectual, radican los enormes méritos del film. La directora comprende esto y permite a los textos el tiempo necesario para ser desarrollados y abrazados. Logra esto evitando caer en los vicios de un film lento (logro importante de dirección), e incluso maneja bien las tensiones y alcanza un gran climax en la escena de un discurso memorable. Arendt parece reclamar: lean mi artículo; no lean lo que dicen los demás que dice mi artículo. Pero se sabe, en tiempos de medios de comunicación, esto es casi un imposible.
Patagonia desolada. Tormentosa. Inmensa. Más de medio siglo atrás una familia se dispone a cruzarla en coche. Un hombre de acento raro les pide ir tras ellos en su propio automóvil, para no perderse en los infinitos caminos de tierra. Llegar a Bariloche parece una aventura en sí. Lo que no sabe la familia es que su aventura no concluirá con apenas pisar destino. Allí empezará un drama con aristas más siniestras aun: una auténtica historia de terror. Lucía Puenzo, la autora de la novela Wakolda, se dispuso a poner en imágenes su prosa. La tensa travesía que abre el film debe comprenderse como una excelente pintura de época, reconstrucción no simplemente por estética sino por acciones (no es lo mismo cruzar la Patagonia ahora que sesenta años atrás). Esta decisión de ahondar en las ideas a través de hechos revela a Puenzo como una gran narradora. Ni mucho prólogo ni mucho palabrerío ambiguo: acción. Wakolda cuenta una visión: los días de Mengele en Bariloche. No se trata de un documental ni una opinión política; para eso están los ensayos y los panfletos. La directora teje una trama que contiene varias líneas narrativas, la enorme mayoría, ficticia, salpicada por un puñado de datos biográficos: una bonita niña bajita que es la burla de su grado; una madre (Natalia Oreiro) que quiere ayudarla y la confía al médico (Alex Brendemühl) en quien cree; un padre (Diego Peretti) que desespera a medida que comprende quién es este hombre de acento foráneo; una red de inteligencia judía que persigue a los nazis que han huido a destinos inhóspitos; una institución de alta sociedad que hace la vista obesa ante los fugitivos. El film se desarrolla con una tensión creciente, como dice el refrán, lenta pero sin pausa. Puenzo maneja con sapiencia los hilos de la angustia y logra acceder a ésta porque esquiva los lugares comunes y la esperable corrección política. Mengele no es, en su tenebrosa Wakolda, un asesino en serie, desquiciado, que ha disfrutado con sus muertes. Todo lo contrario, es un hombre educado, bien vestido y hasta seductor; el disfraz perfecto que confundía a las abuelas de antaño (y a algunas madres actuales también), que creían que un tipo bien vestido jamás podía anidar terribles intenciones. Pero Puenzo se guarda un último as para sembrar la duda ¿Tiene este Mengele terribles intenciones? ¿O sólo se trata de un médico que quiere pasar la hoja de la masacre más grande la historia, pero ciertas personas rencorosas y ancladas en el pasado no se lo permiten? Qué nadie se apure con la respuesta. Al fin y al cabo, a diario leemos en los periódicos más vendidos propuestas similares para los genocidas locales, como si la absolución dependiera de cuestiones de… fama. Es posible que La caída (Der Untergang, 2004) haya abierto la puerta a filmes que abordan de un modo distinto la temática del nazismo. Sin demonización en su accionar, el holocausto se rebela como la industrialización en la matanza de gente, el método aplicado al exterminio y también, la investigación con personas en pos de conseguir un hombre mejor, mejor a su criterio, claro. Todos recordarán la polémica suscitada con motivo del estreno de aquella película: ¿un Hitler más humano? En todo caso, un Hitler como lo que fue: un humano. Wakolda puede comprenderse del mismo modo. El film tiene la lentitud precisa de quien arma un relato cotidiano donde el terror fluye por debajo. No se trata, queda claro, de una película de terror baboso: aquí no hay sangre ni asesinatos ni sobresaltos ni nada de eso que sacuden las scary movie norteamericanas. Sin embargo ¿cómo definir al film sino como una película de horror? Con su industrialización escalofriante (la fábrica de muñecas “Wakolda”), con su sacrificio en –supuesto– provecho de un tercero (la acepción que el diccionario guarda para el término “holocausto”), Lucía Puenzo entrega una película donde Mengele no es un monstruo sino un doctor. Hay quienes pensamos que así, con carita linda, ojos azules y bigote recortado, asusta mucho más. Y peor aún: causa mayor daño.
Atención porque todo lo que rodea a El hombre de los puños de hierro puede no ser más que una suma de malentendidos. Por ahí anda la firma de Quentin Tarantino y esto puede llamar a la primera confusión. Tarantino es productor. El film que reúne a Russel Crowe y Lucy Liu con mecanismos ultramodernos, todo bañado en salsa ponja, perdón, china, es una realización de RZA. ¿Y who´s RZA? Un rapero que anduvo metiendo mano en las bandas sonoras de los filmes de Quentin y ahora se lanzó a la dirección. Con sólo comprender esa predilección por la estética oriental (que remite al instante a Kill Bill) y ver un par de escenas de acción, la conclusión surge de inmediata: RZA asimiló la influencia del realizador de Tarantino. Y aquí ha llegado el momento de ponerse serio: ¿qué es el cine de Tarantino? O más simple: ¿qué es la “influencia de Tarantino”? RZA parece responder: filmar alla Tarantino es estetizar al máximo la pantalla, alternar recursos visuales, tener debilidad por lo oriental, musicalizar con audacia, bañar de sangre y crueldad todo, reírse de lo solemne, disparatar la narración y, último punto y por cierto muy positivo, divertirse al filmar. El cine de Tarantino tiene todos estos condimentos. Pero el director de Pulp Fiction suele usarlos como lo que son: recursos, cuestiones técnicas (por supuesto, el espíritu lúdico no es un recurso formal, aunque puede pasar a formar parte según se lo vuelque en lo filmado). En su visión, RZA recorta las decisiones formales de Tarantino y hace de éstas una simple sinécdoque: una partecita, importante pero parcial, es el todo del director que tanto admira. Para RZA, Tarantino no es el magistral dialoguista de Perros de la calle, no es el obsesivo pop (de popular) de Pulp Fiction, no se embarra en las frustraciones cotidianas de Jackie Brown, jamás agudizó la mirada acerca de los horrores que el ser humano puede cometer con sus pares (¿hace falta aclarar a cuáles filmes se hace referencia?). RZA toma recursos estéticos y los desliga de la razón para la que han sido pensados. Esto tiene una palabra, original del alemán y cuyo sentido ha mutado por el uso coloquial de nuestra sociedad: kitsch. Lo kitsch es aquello que copia lo estilístico desechando las razones que han inspirado el original. ¿Y es ese universo que entrega RZA un novedoso sitial estilístico lleno de imaginativas resoluciones? Basta con decir que, a diez años de Kill Bill y a casi quince de Matrix, la película parece antigua. El rapero se anota a una larga lista de directores que filman a la manera de. Hay muchísimos de estos, sin embargo, ninguno de sus filmes vienen a la mente al momento de escribir: son todas películas que se olvidan rápido. El cine homenaje a tiene vida corta. No hay mucho que aportar, desde el lenguaje escrito, a lo que trae aparejado la trama del film. Se trata de una película de guerreros en la antigua (y fantástica) China. Con este mínimo dato, ¿te imaginaste algo acerca de qué la va el film? Seguro que estás bien rumbeado. Esta crítica le ha otorgado demasiado lugar al director-maestro y poco al director del film en cuestión. Pero antes de terminar es necesario referirse a una de las tantas confusiones que las primeras líneas habían prometido esclarecer: El hombre de los puños de hierro es un film para los más chicos, chicos del dosmil, esta claro. Muy seria a la hora de tomar su disparatado mundo, filmada con los mayores cuidados estilísticos, supersanguinaria, apiolada en lo sexual, la historia de estos guerreros en la antigua china jamás sale del público adolescente. Y son estos, en su insobornable entusiasmo por batallar y divertirse, los que mayor lugar le otorgarán al film de RZA. Al fin de cuentas, quizá así sea como deba ser. De hecho, “el insobornable entusiasmo por batallar y divertirse” jamás puede tomarse como algo menor.
Un juego cotidiano. Los chicos bajan por las escaleras, a ver si le ganan al padre, que lo hace por el ascensor. Pero esta vez papá llega abajo y de los chicos ni mu. No están en planta baja ni en los pisos medios. Antes, el director Patxi Amezcua había presentado a los personajes primarios y secundarios, las relaciones entre todos y otros hechos que se desperezan mientras despierta la mañana que cuenta Séptimo. La pantalla se ilumina con un paneo bien lejano que enseña una Buenos Aires que se agranda a medida que la cámara se acerca, hasta llegar a un edificio en donde trascurre la cotidianidad de una familia cuyo matrimonio acaba de terminarse. Buena introducción para una película que bien puede comprenderse como Cine Nacional (en realidad, coproducción con gran participación española). Este es un film de suspenso “porteño: vida, problemáticas y cultura encuentran, acierto total de Amezcua, al mejor interprete posible en Ricardo Darín. La película que regresa al actor predilecto de los espectadores argentinos a las pantallas, tras la exitosa Tesis sobre un homicidio, resulta uno de esos filmes de única escena (salpicada por, valga la contradicción, pequeños cambios de escenario y algunos apuntes exteriores). Estructurado definidamente en las líneas del thriller, el guión de Alejo Flah y el propio Amezcua cumple con las leyes del género y salpica de pistas, pistas falsas, nombres, sucesos secundarios y distintas tesituras los primeros minutos de la película. Como tantos thriller a contrarreloj, aunque sin la urgencia ni espectacularidad de las pelis norteamericanas, Séptimo es una buena propuesta si se lo despoja de prejuicios previos: hay algo de simplificación en las opciones y resoluciones que la trama irá entregando con el correr de los minutos. No conviene agregar mucho más sobre los conflictos a resolverse en el film. Un elenco que incluye a Belén Rueda, Luis Ziembrowski y Osvaldo Santoro suma nombres en la pequeña comunidad que configura un edificio donde algo inusual ha ocurrido. El hecho de evitar una carrera de interminables (y agotadoras) vueltas de tuerca, como se estila en Hollywood, hace que la atención del espectador se concentre en “el cuento”, cómo viven los personajes el conflicto, cómo se va a resolver este asunto que bien podría ocurrirle a cualquiera. Sin confabulaciones macrogubernamentales, sin cifras exorbitantes, sin serial killers torturadores: un thriller donde la desesperación pasa por lo cercano, lo confiable, la cruel certidumbre de que hasta la vida más ordinaria puede ser sacudida de un momento a otro.
Basta con revisar la historia personal de Valérie Donzelli para encontrar cuánto tiene de autobiográfico su nuevo film: una pareja debe lidiar con la enfermedad que ataca tempranamente a su bebé. La actitud tomada por Donzelli y su esposo fue tenaz. Ni llorar sobre los hechos arbitrarios y sin respuesta (“¿por qué a nosotros?”), ni bajar los brazos ni pelearse entre sí; la decisión es plantearle batalla a la insanía. De ahí el título original de la película La Guerre Est Déclarée, estrenada en Argentina como Declaración de Vida. El film parte de la base que los protagonistas cuentan con la fortaleza interna para librar esta batalla (algo que no toda la gente puede, porque hay cosas que no se escogen). Esa reserva de energía es la que asegura eludir el dramón lacrimógeno por una razón que fluctúa entre lo humano y lo cinematográfico: esta gente puede enfrentarse a lo desesperante de otro modo: ¿la enfermedad quiere guerra? Ellos se la darán. Para hacerlo se plantean casi una estrategia: dosificar las fuerzas, rodearse de seres amados, distribuirse tareas y, más que nada, no perder la alegría. Filmada en digital, decisión que le otorga a la imagen mayor urgencia pero, también, inferior calidad, la película inicia en un momento, tan sólo un momento en la vida de un chico (nadie puede decir que una imagen a los ocho años represente un “final” de película): a los ocho años el niño se continúa tratando. El film es un larguísimo flashbacks de un jovencito que hoy día la pelea, como todos. Esa decisión quita, al relato, la angustia que provoca la idea de la muerte inminente (otra decisión de dirección y guión para evitar caer en lo melodramático). Lo que continúa es un repaso batalla a batalla, con el ojo puesto en los detalles, en la catarsis que supone para Donzelli (directora, coguionista y protagonista) contar cómo fue su experiencia; puesto en términos psicoanalíticos, algo muy cercano a la “sublimación”: de un hecho traumático, generar una obra artística que será entregada a terceros. Declaración de Vida es una de esas películas que valen como entrega, como acto de valentía ante la temática a contar, como canto de esperanza. Escena a escena, en cambio, el film combina secuencias más y menos logradas. En su rol de directora Donzelli persigue los momentos distintivos que provoca una historia semejante, pero no siempre obtiene la sutileza necesaria para volcarlos al film. Para llegar a esos momentos (uno podría comprenderlos como “el nervio” del film) Donzelli se ayuda de las herramientas estéticas del cine, tipo de cámara (mencionada líneas arriba), musicalización, edición ágil. Algo similar ocurre con la búsqueda del humor, cierta irreverencia ante lo terrible que no alcanza la decidida desfachatez de la genial 50/50. Con apenas cuarenta años, vaya si las ha pasado Valérie Donzelli. Su extensa carrera en el cine (en distintos roles) llega al punto cumbre con La Guerre Est Déclarée. Para enfrentar el momento se reunió de los seres que han pasado con mayor trascendencia por su vida: el rol de Romeo lo cumple el padre de su hijo, Jérémie Elkaïm, y las escenas están rodadas en los hospitales públicos donde se desarrolló la infancia del niño. A estos últimos, precisamente, está dedicada la película.
Cine usado. Otra vez. Como propaganda. Triste. Como propaganda de la peor, la bélica. Más triste. Sus usuarios son los que suelen ser (al cine como propaganda lo han usado muchos, pero pocos tanto como la industria norteamericana) y la misión quizá no sea tan evidente: ¿justificar próxima invasión a Corea del Norte? Mm, psee. No. Hay algo más complejo que nada tiene que ver con los hombrecitos de los ojos rasgados. Alguna vez escribió un escritor checo radicado en París: “¿Te imaginas a la juventud francesa yendo entusiasmada a luchar por la patria? La guerra ya se ha hecho impensable en Europa. No políticamente. Antropológicamente impensable: la gente ya no es capaz de luchar”. Para que a EE.UU. no le ocurra lo de Europa se filman películas como Amenaza roja. ¡Pero basta! Esto es cine, no política. Y aunque resulte dificilísimo separar los tantos, hay que intentarlo. El film de Dan Bradley comienza de modo inteligente: en una ciudad pequeña del interior norteamericano unos muchachos dan rienda suelta a su cultura (antropología): chicos juegan al fútbol americano en universidades, sus familiares van a verlos, los jóvenes se reúnen por unas cervezas. Pero de improvisto el cielo se llena de paracaidistas. La ciudad está siendo invadida. La escena del “desembarco” es, sin duda, lo mejor que tendrá la película para ofrecer. Filmada con pericia, espectacularidad y hasta imaginación por parte de Bradley, la secuencia alcanza momentos de tensión interesantes. El tema viene después. Poco debería importar la bandera norcoreana al momento de hablar en términos cinematográficos. Reemplacemos coreanos por extraterrestres y la cosa debería funcionar igual. La historia que continúa se desarrolla en tiempos demasiado acelerados, como si el film extrañara los tiempos del formato serie. Con mayores tiempos, el guión habría podido desarrollar mejor los personajes y sucesos siguientes: un adolescente (Josh Peck) que desprecia lo militar –pero en cuestión de días será mejor que Rambo; su hermano ( Chris “Thor” Hemsworth) que fue marine en Irak y en esto de matar gente algo sabe; un padre que alienta la guerra como único método aún a costa de su vida y la de sus hijos; las historias de supuesto amor (es imposible cobrar el mínimo afecto por los enamorados con tan poco tiempo disponible); y lo más endeble de todo, aquello que podría haberle dado mayor volumen intelectual al film: las visiones morales sobre la guerra, la guerra de guerrillas, los fundamentos de cada uno (incluso de los coreanos) para sostener el camino que han tomado. Pero no. No hay tiempo. Entonces, todos estos puntos se vuelven risibles; los diálogos, absurdos; las decisiones tomadas, insólitas. El problema de estas películas que no tienen ningún sustento dramático (y por drama se entiende cualquier minima idea que no sea balacera y correrías) suele ser el siempre el mismo: en los minutos, segundos de pausa que propone el director para cambiar la escenas, surgen los bostezos. La acción no puede parar porque todo se cae a pedazos. En la última parte comienzan a surgir los fraudes narrativos más característicos del cine de acción berreta: una adolescente apunta con precisión desde cien metros y un soldado invasor ultraentrenado yerra a dos metros: a esta altura, apenas un detalle respecto de todo el desvarío anterior. El film puede comprenderse como una remake de la película que John Milius filmó en 1984 con Patrick Swayze y Charlie Sheen. Eran tiempos de la Guerra fría. Casi treinta años después parte del cine norteamericano ha cambiado poco. O peor aún, no ha evolucionado nada.
Dedicado a todos los que se quejaban de los vampiros modernos, dietéticos, contenidos y musculitos: Drácula es el vampiro-vampiro, de esos que ya no se hacen (¿?). Pero, nobleza obliga, fans de Crepúsculo, la seriedad con la que Stephenie Meyer contaba la historia de sus Cullen se extraña en esta nueva visión del conde transilvano. Clasistas y retrógrados que quieran convencer a las adolescentes de acudir a los verdaderos vampiros, no lo van a lograr con Dracula 3D. Darío Argento, experto en cine de horror machazo, vuelve al gran texto de terror gótico de todos los tiempos. Pero también, al texto romántico de un eterno enamorado: Drácula nunca fue el vampiro chupasangre que mata por que sí. Argento parece no decidirse por ninguna de las visiones del conde y esta confusión será determinante cuando el caos domine la versión, parecida en lo central al original de Bram Stoker, pero con pequeñas variaciones: Jonathan Harker (Unax Ugalde), prometido de Mina Murray (Marta gastini) viaja al castillo del conde para clasificar viejos libros. Drácula (Thomas Kretschmann) observa un daguerrotipo de Mina y cree ver en ella a su mujer, la Condesa Dolingen, fallecida siglos atrás. Mientras Harker es encerrado en el castillo, los extraños asesinatos se suceden en el poblado cercano donde espera Mina. Historia para rodar un film excelente hay. De hecho, Coppola filmó una versión exquisita un par de décadas atrás. Argento parece tomar una decisión aguda respecto de lo que va a hacer: la historia la conocemos todos, con Drácula no se trata de “qué”, sino del “cómo”. Su Drácula 3D parte de una buena base. Apenas unos minutos alcanzan para identificar el interesante uso estético de un económico 3D. La pantalla parece dividirse en pocos y chatos planos distanciados por profundidad. El efecto recuerda a los libros infantiles, esos que arman una estructura casi teatral cuando se abren. Libro viejo, teatro y Drácula son compatibles, claro que sí. La introducción corta camino y define los principios del film: este Drácula no es dietético, contenido ni virgen; una joven atraviesa el bosque a media noche para recibir lo que su cuerpo reclama, es decir, su deseo es mayor que su miedo (Argento cumple con los manuales del cine machazo: tener una actriz como Miriam Giovanelli y no desnudarla no podría entenderse más que como un error cinematográfico). Apenas pasado el revolcón, todos los problemas llegan al film. La estética teatral de la cámara 3D empieza a ser invadida por efectos especiales muy malos (efecto ochentoso y Drácula no son compatible, no). El guión pierde la paciencia narrativa del comienzo y los personajes comienzan a morir sin ton ni son: Drácula se ha vuelto el vampiro chupasangre que mata porque sí. Pero las matanzas no resultan terroríficas. Las resoluciones graciosas (por llamarlo de algún modo) se cargan las escenas. Más cerca el final, más se caen a pedazos los diálogos. Falla todo. Argento se ha rendido ante el “cómo”. La última parte de Drácula 3D se vuelve un ejercicio de facultad o una mala broma de frikis (gracias hermanos españoles por la palabra). La historia del conde desesperado no merecía terminar en grillo flúo (habrá que ver el film para entender). Pero sobretodo, la bella novela de Bram Stoker merecía la oportunidad: de llegar a las juventudes que leyeron Crepúsculo y piensan que esos son los únicos vampiros posibles. Ese habría sido un buen objetivo. Semejante historia lo merecía.
¿Conocen la anécdota que hizo posible a Salem Lot, la novela de vampiros de Stephen King? El escritor terminaba de leer Drácula y le preguntó a su esposa Tabitha qué sucedería si el antiquísimo conde apareciese en Nueva York. La señora King dudó unos instantes y respondió: “Lo pisaría un taxi”. La conclusión que sacó Steve fue contundente: si vinieran vampiros buscarían sitios tranquis, casi inhóspitos. La novelista Cassandra Clare se animó a lo que tantos han desechado, porque suena a imposible: hacer una novela bien fantasiosa en plena ciudad del Siglo XXI. El resultado es una obra acorde con los tiempos (estos donde las sagas fantástico-románticas están tan de moda), que trabaja y pule estéticas a fondo para que no termine todo en ridículo, aunque el verosímil siempre pende de un hilo. Cazadores de sombras llega a la pantalla grande adaptada por Harald Zwart. El director de La pantera rosa II sale airoso del primer gran desafío que surge al llevar el lenguaje literario al cine: crear un universo de imágenes para las palabras que se suceden una tras otra en un libro. Con aire gótico, mucho cuero y maquillajes remarcados, el mundo de cazadores, licántropos, hadas y otras monstruosidades encuentra su lugar en la ciudad moderna, un lugar no demasiado original pero efectivo. La reconstrucción estética es el punto fuerte del film, a no dudarlo. El punto débil tiene que ver con lo narrativo (segundo desafío al mudarse de un lenguaje artístico a otro). La historia es así: la normalita Claire (sabido es que las femme fatal pierden terreno día a día en Hollywood) vive en NYC con su madre, en una convivencia que no atraviesa el mejor de los momentos, cuando se entera que no es una chica corriente. En menos de un día se verá involucrada en una feroz batalla entre seres extraños y variados, entre quienes no falta el que anda tras ella, disputándole el lugar al amigo tímido que jamás le había confesado su amor. El director Zwart elige un ritmo aceleradísimo y parejo para aquello que tiene que contar. Sin muchas pausas, con poca paciencia para desarrollar los personajes, el film se acomoda en la dudosa estructura de la elipsis constante: nuevas revelaciones abren sitio a nuevas escenas. La trama se define como una línea siempre hacia delante, episódica, sin crear entrecruzamiento ni circularidad (trama, precisamente) donde crezcan las historias: se “suman” las historias, no crecen. El problema de este tipo de estructura es siempre el mismo: resulta muy difícil establecer un lazo afectivo entre lo narrado y el espectador. Cuando las revelaciones se vayan a lo familiar (al fin y al cabo nada nuevo, Vader supo confesarle a Luke que era su padre) poco significarán: ¿Y a mí que me importa si apenas te conozco? Quizás las novelas de Clare logren esa empatía; el arte de la novela tiene, obviamente, otros tiempos. Cuanto más nombres y sitios y giros suma Cazadores de sombras, más recuerda a los guitarristas virtuosos que se hacen solistas. Notas y notas y notas pero jamás sale la canción. En pos de alzarse como la nueva saga adolescente, el film de Zwart, el primero de una serie de cinco títulos (¿serán?), por el momento sólo ha demostrado tener una carismática actriz (la simpática Lily Collins). Brilla por su ausencia la sensibilidad femenina de Crepúsculo (Stephenie Meyer compartió con S.King la idea del pueblito tranqui para la residencia de seres extraños; las marquesinas y los monstruos no hacen buen maridaje), o el cuestionamiento voraz de Los juegos del hambre. Más que brillar por ausencia, la ausencia es la que brilla. La ausencia de ideas; complicado punto de partida para cualquier emprendimiento.