Salvar el universo, contentar a los fans. 11 años, 22 films, todo un recorrido que hizo crecer a los personajes del ambicioso MCU (Marvel Cinematic Universe) y llevarlos al punto final de una etapa y una era de tanques superheroicos con Avengers: Endgame. La pieza final que no reluce como esa perfecta y poderosa gema del infinito que fue Infinity War, pero que le brinda a los más acérrimos fans de Marvel todo lo que podían querer. Una forma de ganarse la aprobación del público con un cierre efectivo de la saga, aunque sacrificando en el camino parte de los logros y el cambio otorgado por las acciones y la tridimensionalidad del gran villano Thanos (Josh Brolin). Los hermanos Russo, quienes han sabido demostrar con creces lo excelentes narradores que son, abren el film con otra de las tantas víctimas que perecieron ante el fatídico chasquido de Thanos. La familia de Clint Barton/Hawkeye (Jeremy Renner) se vuelve un recordatorio del cariño de los personajes y de lo que se perdió en los trágicos eventos del film anterior. A partir de allí, en los primeros minutos, los Russo relatan con maestría y un fuerte peso dramático el lugar que ocupan los sobrevivientes y los abatidos héroes perdedores. Todos tienen alguna pérdida, todos tienen culpa, responsabilidad y lamentos por aquellos que ya no están, y el film logra que el factor dramático haga avanzar a los protagonistas, volviéndose un ejemplo para los que aún siguen con vida, al mismo tiempo que se encuentran perdidos dentro de la tragedia, incluso a cinco años de los hechos de Infinity War. Los icónicos y fuertes personajes que representan a los mayores héroes del Universo aquí son vistos por vez primera como seres vulnerables, alicaídos, carentes de fe y sin soluciones para lo ocurrido. Si antes conocíamos a Thanos como alguien nefasto con un trasfondo que ayudaba a entender sus acciones, aquí los héroes no son vistos más que como humanos, con sus fallas y la carga del dolor. De manera inteligente se nos presenta a los personajes más poderosos sin la iconografía o la presencia que los aleja de la realidad del espectador. De esta manera, Steve Rogers/Capitán America (Chris Evans) es alguien que aún lucha contra los fantasmas de su pasado y su presente, al mismo tiempo que lidia también con los problemas de quienes lo rodean. Tony Stark/Iron Man (Robert Downey Jr.) se encuentra abatido y carente de fuerzas para luchar, a la vez que la prioridad deja de ser salvar el día sino cuidar a su reciente familia, y el alguna vez Dios del trueno Thor (Chris Hemsworth) es solo alguien que perdió su imponente aspecto físico y se dio a la bebida. Si bien el último personaje funciona como un excelente alivio cómico, el ahora gran Lebowski de Asgard mantiene el humor con el que fue dotado en su tercer film bajo la dirección de Taika Waititi, pero la decadencia física y espiritual que funciona como gag a la vez sirve como otro aspecto del duelo de los personajes. Y si bien todos los aspectos que rodean a este nuevo abordaje de los personajes es de lo mejor que tiene el film, el mismo comienza a fallar en base a dos factores. Por un lado, el hecho de que el villano sea vencido a los pocos minutos, algo que es sorpresivo pero que pierde la columna vertebral que antes le dio el equilibrio y tono justo a la tragedia griega de los Avengers. Y aunque más adelante en la trama se vuelve a contar su presencia, ningún momento del personaje en pantalla posee la fuerza o relevancia que poseía cuando lo conocimos. Por otro lado, la misión de viajar a distintos puntos del pasado para recuperar las gemas del infinito y poder traer de regreso a todos los caídos no termina de funcionar. La aventura goza de grandes momentos sumamente increíbles, allí tenemos secuencias como la batalla cuerpo a cuerpo entre el Capitán America del presente y el pasado, el vaivén de acción donde Clint y Natasha (Scarlett Johansson) optan por sacrificarse en pos de una gema, o el debate metafísico y moral sobre la alteración de la línea temporal que mantienen Bruce Banner (Mark Ruffalo) con la mística The Ancient One (Tilda Swinton). Pero la aventura en sí misma no termina de convencer en términos narrativos ya que le juega en contra el hecho de que todos los eventos que se llevan a cabo, con sus idas y vueltas, carecen de sorpresa y evidencian el tono esperanzador de que el éxito esta vez pertenece únicamente a los héroes. Así, no hay amenazas muy grandes ni riesgos para el equipo. Sí, en el camino perderán a dos de sus integrantes más importantes, pero a diferencia de la emotividad lograda con la catástrofe universal, aquí todo lo esperado para satisfacer a los fans está servido en bandeja y la estructura del film termina siendo llevar a cabo una misión que es cumplida satisfactoriamente. Ni siquiera se cuenta con la química tan bien lograda anteriormente entre personajes muy disímiles, a excepción del regreso de la gran dupla cómica de Thor y Rocket (voz de Bradley Cooper). Sin embargo la emoción está enfocada en celebrar la fuerza de los protectores más que en relacionarse al desarrollo o a lo que tiene para decir el film. Lo que ocurre es que a nivel forma y contenido la propuesta no posee demasiado; Avengers: Endgame apuesta a lo seguro y toma caminos poco arriesgados. A su vez, lo que sucede con las decisiones mencionadas es que, además de contentar a las masas que glorifican y dependen de estos héroes —haciendo que también estas deberían haber caído bajo el poder del titán loco —empobrecen al personaje del villano que se presenta desdibujado. El film pierde, en el camino, ese logrado nuevo acercamiento a los personajes al volver a los estereotipos y al triunfo de los Avengers, no solo como vencedores ante la oscuridad sino también corrigiendo lo ocurrido, borrando el peso dramático de los hechos y de los hombros de sus personajes. De allí que lo más acertado cerca de su conclusión resida en lo que personajes como Tony y Steve significan para sus seres queridos, para el público, pero por sobre todo lo que significó toda la aventura vivida—no solo lo que implica a Avengers: Endgame, sino remarcando todo el paso a lo largo de los distintos films. Así, su significado y su recuerdo prevalecen y se refuerzan sin necesidad de grandes actos heroicos sino en relación a la humanidad de ellos y los vínculos formados —sea Tony formando una familia o Steve disfrutando de la vida que nunca pudo tener. Por ese motivo, es cuando los Russo recuerdan dónde está el verdadero valor de los héroes, más allá de cualquier acto de salvación cósmica, que le brindan al film sentimiento y relevancia en su punto final. Entre tanta grandiosidad y valentía que no escapa del lugar común y que funciona como mero entretenimiento, también hay lugar para actos pequeños que engrandecen al universo. Algo tan simple, como bailar con alguien querido.
Cuando no solo los muertos regresan. En una época donde las remakes continúan en su auge, no es de extrañar que otro clásico del género de horror vuelva a la vida. Es así como llega a las pantallas Cementerio de animales, que no solo es otra adaptación de una de las mejores y más cruentas novelas de Stephen King, sino también una remake del film de finales de los ochenta dirigido por Mary Lambert. La primera adaptación a la pantalla resultaba ser un gran trabajo del cine de género a la vez que captaba muy bien el tono de la novela —algo de lo que sirvió de gran ayuda fue que el guion estuviera escrito por el propio King. Sin embargo, y contra todo pronóstico, la nueva adaptación a cargo de Kevin Kölsch y Dennis Widmyer también realiza una increíble reescritura del material original, tan inquietante y desconsoladora como su trama requiere. La macabra historia de la tierra sobrenatural, más allá del cementerio de animales, que regresa a los muertos a la vida, dialoga acerca de la aceptación de la muerte, del manejo de la pérdida y la imposibilidad de algunos para aceptar el duelo. El elemento de horror irrumpe en la vida de la recién mudada familia Creed, y entra en oposición con la racionalidad del padre de familia Louis (Jason Clarke), un médico que, por ende, es alguien que ante toda circunstancia apela a la lógica. Es interesante cómo, por gran parte del metraje, el elemento angustiante se proyecta a través de la relación familiar y cómo los distintos personajes afrontan la idea de la muerte. Es así el caso de su mujer Rachel (Amy Seimetz) que lidia con una sombra de su pasado y que describe a su persona como alguien negada ante la muerte, cual tema tabú. Incluso las repercusiones a temprana edad de la pequeña hija Ellie (Jeté Laurence) o la visión de la experiencia y el entendimiento por parte del vecino Jud (John Lithgow) resultan elementos de interés. La presencia y el vínculo establecido con Ellie es uno de los aspectos más destacados de esta nueva versión, que se atreve a apartarse considerablemente tanto del film como de la novela original al ser ella quien muere arrollada por un camión y no su pequeño hermano Gage. La muerte de un infante siempre es algo impactante, pero la justificación del cambio yace en la gran construcción realizada a través del vínculo con sus padres y el proceso de la niña de nueve años de descubrir y entender la muerte como algo natural. El contexto que se le es dado al personaje cobra mayor relevancia y profundidad, con lo cual a la hora de atestiguar su muerte y el impacto causado hay toda una narrativa que amerita y construye eso.Pero claro, el film no se olvida que se trata de una historia de horror, y logra un equilibrio entre el drama familiar, la experiencia y mirada de cada cual sobre vida y muerte acompañado por el terror más escalofriante. La presencia de Church, el felino reanimado de Ellie y las secuencias oníricas en las que Louis es advertido del poder del cementerio por el espectral Victor Pascow (Obssa Ahmed), son de lo mejor en cuanto a aspectos de género que posee el film. Pero el mayor logro continúa siendo el enfoque dramático, sobre todo en aquellos momentos donde se destaca la presencia y el carisma actoral de John Lithgow. Si el film comienza a sufrir complicaciones lo hace en su tercer acto, donde el balance tan bien desarrollado en casi su totalidad pierde ante los lugares comunes del género. Como si los directores se olvidaran del valor dramático construido y solo dejaran para el climax final situaciones convencionales del cine de horror y que vuelve a alejarse del material original, pero esta vez de manera fallida. Así, el valor dramático de la historia se ve opacado con un final que contradice a la idea explorada de la muerte. Si en el relato original teníamos al padre de familia con el dolor de la pérdida en carne viva y entregado a la negación de aceptar el duelo, aquí todo ese peso narrativo es eliminado por medio de una conclusión que no tiene mayor explicación que un capricho que busca ser efectista en relación al terror más burdo. De esta manera, Cementerio de animales es en gran parte un buen ejemplo del cine de género que termina viéndose afectado por su tramo final. El film fallece a minutos de llegar a su final y ni siquiera sus directores tienen el poder del cementerio para resucitarlo. La remake se presenta y se construye con gran fuerza e impacto pero llegado un punto, y como bien dice el personaje de Jud, a veces la muerte es mejor.
El otro Capitán Marvel. Hace tan solo unos meses que llegó a las salas de cine Capitana Marvel como la primera heroína del Universo Cinematográfico Marvel y el primer estreno superheroico del año. Ahora es el turno de otra adaptación comiquera por parte de la competencia; el otro Capitán Marvel que, por cuestiones de derechos, solo lo nos referiremos a él a través del enérgico grito de Shazam!. El film cuenta en todo momento con esa misma energía poderosa que recorre el impacto de un rayo en el joven Billy Batson (Asher Angel), dando muestra del buen uso de las bases del cómic en la forma de una comedia familiar. Shazam! no teme al ridículo y, a diferencia de los malogrados y solemnes films de DC que le preceden, abraza el humor en toda su expresión, lo que hace que el trabajo de Samberg sea en todo momento una fiesta para la audiencia, y lo es aún más gracias a la excelente química en pantalla de los dos niños protagonistas pero más aún en todas las escenas en las cuales la versión adulta de Billy —esto quiere decir cuando está convertido en Shazam (Zachary Levi)— interactúa con su hermano adoptivo Freddy (Jack Dylan Grazer). Esto se debe a que, a fin de cuentas, este es un film con niños y sobre niños y eso irradia cada escena y cada expresión y comportamiento de la caracterización de Levi. La historia de un niño que es escogido a través de la magia para ser el campeón protector del mundo con la fuerza de los dioses griegos está colmada de iconografía popular nacida de las páginas de los cómics. Pero el camino tomado para ser contado es el no olvidar que se trata de un niño con superpoderes, lo que implica que con un gran poder llegan muchas irresponsabilidades, enojos y autodescubrimientos muy propios de la edad de sus jóvenes protagonistas. Todas las ideas tomadas para abordar estas divertidas problemáticas son muy acertadas en su tono y en la forma en que repercute en la amistad/hermandad de Billy y Freddy. La manera en que Levi encarna a este poderoso superhéroe remarca enfáticamente que siempre se trata de un niño. De allí nacen las divertidas secuencias en que va probando y descubriendo sus distintas habilidades o lo que significa lidiar con un cuerpo que de un momento a otro a cambiado considerablemente como una etapa de crecimiento acelerada. El carisma y la gracia del personaje residen en la capacidad de su actor para no hacer que el público olvide en ningún momento que quien lleva puesta la capa es, en el fondo, tan solo un chico de 14 años. La elección del villano de turno, y la forma en que se desarrolla su arco, es otro de los elementos fuertes del film ya que, al igual que su contraparte, se trata simplemente de un niño. Todo lo que motiva la maldad del doctor Sivana (Mark Strong) se debe a la falta de una infancia y un rechazo constante por parte de su familia. La ira de toda una vida y el resentimiento de no haber sido digno de llevar el manto de Shazam se expresan como enojos de un chico caprichoso y envidioso que, con la liberación de siete demonios que representan los pecados capitales, puede desatar un mal terrible sobre el mundo. De esta manera, la falta de madurez tanto en el héroe como en el villano es un hilo conductor que varía dependiendo del lado del bien o el mal en que la historia se deposite. Shazam! apela a la diversión y lo entrañable de sus personajes, haciendo que el humor y el corazón del film tengan igual importancia, así como Freddy y Billy la tienen, tanto en conjunto como por separado. Samberg lleva a cabo una producción que, sin apelar a la grandeza o al heroicismo al que nos suele tener acostumbrados el género, busca simplemente divertir a través de la simpatía y el cariño de los personajes. Billy es un huérfano que, en el proceso de ser un superhéroe, debe aprender a sentirse parte de la familia que le da acogida. Los protagonistas del film logran eso mismo con la audiencia, el espectador la pasa bien y llega a entender a los personajes de tal manera que, de algun modo, se termina sintiendo bienvenido a ser parte de la familia que lo adoptó por unas horas al ver el film. Tan solo es necesario gritar Shazam! para sentirse como en casa.
120 horas. El primer film en solitario de Mariano Cohn —en esta ocasión, su compañero en la dirección Gastón Duprat cumple el rol de productor y coguionista— comienza con una premisa simple. Ciro (Peter Lanzani) es un ladrón que ve la oportunidad de robar el estéreo de una camioneta 4×4, y lo que comienza como un acto delictivo más, se transforma en una tortura psicológica y una trampa mortal al quedar encerrado dentro del vehículo. El humor y la desesperación por el encierro no tardan en llegar a los pocos minutos de comenzada la historia, mientras la ausencia de diálogos y la ansiedad desatada van perfectamente acompañadas por la forma enérgica por la cual el director filma dentro de esa jaula sobre ruedas. Eso al menos hasta que comienza la interacción vía teléfono entre el ladrón y Enrique (Dady Brieva), el dueño de la camioneta. La labor actoral de Peter Lanzani se destaca no tanto a través del diálogo sino en la forma que trabaja con su cuerpo y la impotencia vivida en su situación de encierro. El estar atrapado dentro de un vehículo que se encuentra fuertemente blindado e insonorizado, deja al protagonista atrapado durante cinco largos días y eso hace que progresivamente se pueda apreciar el deterioro físico y mental que sufre a lo largo del film. El director ingeniosamente varía y alterna los planos generando una sensación claustrofóbica a la vez que permite que la manera de filmar no se vuelva repetitiva al permanecer el 80% de la historia filmada dentro de un mismo espacio. Pero lo contrario se da cuando el director debe apelar a la interacción de diálogos, es allí donde el trabajo de guión y actuación sufre complicaciones y hace decaer por momentos el tan bien logrado e intenso ritmo de thriller. Sabido es lo adeptos a la polémica que son tanto Cohn como Duprat, por ello es que a partir de la particular situación del protagonista el film abre el debate acerca de la inseguridad, tema más que recurrente en la realidad del día a día, sobre todo en Argentina. Y si bien los diálogos y la incisiva mirada del director son los que traen a colación la problemática, al mismo tiempo son esos mismos diálogos y las actuaciones por parte de Brieva y Lanzani los que forzosamente ponen en evidencia su discurso, empobreciendo al film en su desarrollo. Las ideas planteadas por Cohn juegan con las intenciones de lograr un atractivo vaivén, uno que haga al espectador comprender a ambos personajes y estar del lado de uno o del otro dependiendo de la situación. Sin embargo, y en mayor parte por la artificialidad con la que que están llevadas a cabo las actuaciones —más que nada la de Brieva— es que el film no puede alcanzar dicho propósito, resultando en uno de los trabajos más flojos del director hasta la fecha. La polémica se plantea y muchos de los elementos que hacen al film y que van dar que hablar están puestos meramente para alcanzar ese objetivo. Y en ese sentido lo logra pero de una manera un tanto cobarde; como alquien que agita un panal de abejas y, cuando lo peor sucede, el responsable no se haga cargo. El director dialoga y aplica una mirada que se ríe y condena a ambos aspectos de una misma sociedad, el pobre y el rico, el que goza de privilegios y el que no, quienes delinquen y el hartazgo violento de una sociedad cansada que busca hacer justicia por mano propia. En tan solo una cuadra de barrio, Cohn retrata toda una sociedad, pero lo hace depositando un pie sobre cada lado de la divisiva línea social. Así, el film provoca pero con cobardía de decir realmente lo que piensa al respecto, abordando un tema delicado para terminar tomando una postura cuasi neutral con el mero fin de polemizar al respecto. Y si bien es claro que los responsables de films como El ciudadano ilustre o El hombre de al lado (y su paródica secuela que es anunciada como un gag dentro de 4×4) suelen ser muy clasistas por medio de la línea de pensamiento de sus trabajos, aquí pareciera encubrirse, sabiendo provocar pero no animándose a las consecuencias de tomar una posición. La camiseta de Boca del protagonista o la parodia reggaetonera con el gracioso tema Ruta 666 compuesto por Dante Spinetta, son elementos puestos allí burlonamente para incitar una provocación en el público. Pero al mismo tiempo, y en varias ocasiones, se disfraza como una simple humorada que, por parte del director, pareciera no atreverse a ser realmente honesto con su discurso a través de ninguno de los personajes. Lo más cercano a eso es deslizar un gratuito “Hay que matar a esos negros de mierda”, un comentario que se incluye a través de la boca de un extra como un culposo señalamiento de que la gente es así, más no sus guionistas. 4×4 es un film que en gran parte funciona si es observado bajo su disfraz de thriller y tour de force, pero que se siente culpable y cobarde a la hora de hacerse cargo de su mensaje y de las ideas que indaga. La polémica sin duda alguna estará presente, tanto si el film gusta o no, y de allí nace el valor del mismo; del hecho de invitar al diálogo y al intercambio de opiniones a raíz del film. No obstante, si bien el trabajo de Mariano Cohn tiene sus aciertos, sobre todo en lo referido a la dirección y la puesta en escena, son sus elecciones discursivas y la poco eficiente manera de articularlas en boca de los personajes lo que hace que 4×4 termine resultando un trabajo desparejo y no del todo logrado.
Pintando una vida. Centrado en la vida del pintor del post-impresionismo Vincent Van Gogh (Willem Dafoe), el nuevo film de Julian Schnabel, director de Basquiat y La escafandra y la mariposa (entre otros), opta por narrar exclusivamente a través de la visión del artista. De esta manera, el realizador norteamericano transmite al espectador los sentimientos e inquietudes que el pintor trabaja desde su arte, depositando a la cámara como el punto subjetivo por medio del cual busca —y logra— acercarse y entender al artista en cuestión. Si bien el film no deja de ser una biopic más, lo interesante del mismo y lo que hace que se diferencie del resto, es la manera en que opta por narrar las vivencias y la locura del artista plástico. Por un lado, gracias al mencionado uso del punto de vista subjetivo, con el cual se aprecian tanto las inspiraciones que dan forma y color a sus cuadros como también el virado de tonos azules, el cual refuerza sus períodos de depresión e inestabilidad mental y emocional. Por el otro, los movimientos bruscos, al relacionarse con el mundo de ciudad o la nublada visión, dan cuenta de sus estados alterados que paulatinamente van cobrando mayor lugar en el campo cinematográfico como en la mente de un Van Gogh que pierde el juicio rodeado de belleza —la misma a la que acude el director para contar su historia. Schnabel construye la vida del artista dando lugar a la introspección y al proceso creativo con grandes silencios y momentos de reflexión con la mirada del protagonista embriagado por la belleza sin igual de la naturaleza, la cual se presenta como la vida misma siendo la fuente de su inspiración. La relación de pintor y naturaleza es el centro del film, ya que el director se ve interesado en la comunión que se forma entre la exploración artística y los paisajes del sur de Francia que estimulan la visión de Van Gogh. A la vez, ello lo somete a la locura nacida de la incomprensión de aquellos que no ven de la misma forma que él —o que mucho menos logran comprenderlo. La relación de Van Gogh con su hermano Theo (Rupert Friend) y especialmente la fuerte amistad con su colega Paul Gauguin (Oscar Isaac), y razón del famoso corte de oreja, le brindan contexto y mayor profundidad a la creación y el pesar del protagonista. Es a través de las interacciones con cada uno de los personajes que se puede apreciar la soledad que asolaba al personaje y que le supo dar tanto inspiración como incomprensión por el público en general como también por sus seres más queridos y cercanos. Haciendo uso de dichas interacciones, las mismas son siempre remarcadas y trabajadas con una belleza estética como elemento que subraya los diferentes estados y pasajes de la vida del artista, preponderando al igual que en su arte los tonos azules o amarillos, dependiendo de los sentimientos que el film escoge retratar. Así, el último trabajo de Julian Schnabel logra destacarse gracias a los recursos estéticos que brinda, para indagar acerca del genio artístico de un pintor que, adelantado a su época, creó obras para un público que no le era contemporáneo, sino que llegaría mucho tiempo después. Ese público es el que ahora puede seguir disfrutando de su arte en la forma de un film que habla sobre el hombre y su obra, y lo hace inspirado en el trabajo del pintor holandés. De esta manera, la obra de Van Gogh logra ser eterna e incluso transformarse en otra expresión de arte como lo es el cine.
Yo voté por Kodos. Rupert Wyatt, director responsable de la primera entrega de las precuelas de El planeta de los simios, lleva a cabo un film de ciencia ficción con intenciones de elaborar una crítica a la política estadounidense. Con una ausencia completa de mérito alguno o de un mensaje fuerte, La rebelión no se destaca en su forma narrativa ni mucho menos en su discurso. El thriller político con alienígenas como legisladores parte de una premisa interesante: qué ocurre cuando los líderes políticos le ceden el control para gobernar a una raza extraterrestre. Pero es la total falta de ritmo lo que hace que el film se hunda en su malograda historia, sin poder en ningún momento escapar de su larga caída al abismo del aburrimiento. La trama sigue los pasos de Gabe (Ashton Sanders), un joven que perdió a sus padres a raíz de la invasión alienígena y recientemente a su hermano Rafe (Jonathan Majors) en un intento de rebelarse contra los autoritarios gobernantes. Es así como Gabe intenta involucrarse con el grupo de rebeldes para acabar con la política actual, depositando una mirada por parte del director que cuestiona el punto intermedio entre activismo y terrorismo. Es por ello que la historia cuenta también con el punto de vista de Bill (John Goodman), un agente a cargo del monitoreo y rastreo de la población —especialmente de Gabe por sus posibles contactos con la rebelión. Dividida entre la toma de decisiones de ambos personajes que funcionan como representantes de dos sectores muy disímiles de esta realidad del futuro, las acciones y pensamientos que los rodean lejos están de cobrar significancia. Esto se debe al hecho de que la historia nunca se esfuerza para que el espectador se interese o preocupe realmente por los personajes o los acontecimientos que se van desarrollando. Secretos y planes tanto de los agentes del gobierno como del grupo protestante están allí como condimentos del thriller para una trama que se muestra compleja cuando en realidad es clara y poco relevante al igual que su mensaje, haciendo prevalecer como constante el desaprovechamiento de buenos actores como es el caso de Goodman o el de Vera Farmiga —en un rol menor que caprichosamente tomará relevancia para un sorpresivo pero caprichoso giro final. Las escasas y poco atractivas secuencias de acción, los forzados diálogos que exponen ideologías políticas y humanistas, la fría y nula emocionalidad de los personajes, son elementos que por acumulación hacen que la empatía o el interés por lo que ocurre sea algo imposible de conseguir. La ausencia de ritmo o el tono nada interesante de las ideas que plantea, le exigen al público una prolongada paciencia y todo su esfuerzo para no caer bajo el poder del sopor nacido del film. Al menos, quienes sucumben bajo su efecto pueden agradecer el evitar continuar viendo un film tan poco interesante; para los que no y logran llegar a ver La rebelión en su totalidad, quien les escribe los acompaña en el triste sentimiento.
Eso ya se ha visto. Centrado principalmente en la figura de Mary Stuart (Saoirse Ronan), reina de Francia y legítima heredera del trono de Escocia, el film de la directora Josie Rourke se encuentra cargado de alianzas y traiciones típicas de las historias con problemáticas palaciegas. Es a través del increíble diseño de arte, maquillaje y la bella geografía de los espacios naturales escoceses, que se sostiene el fuerte peso dramático y el valor artístico del film, elementos que se encuentran en sintonía con la impecable interpretación de la joven actriz protagónica. Sin embargo, el film no logra percibirse o disfrutarse sin evitar recaer en muchos lugares comunes de los dramas de época —lo que lo convierte en uno más en una larga trayectoria de obras similares. Los arreglos y disputas entre la corona escocesa y la inglesa, entre la valiente reina Mary y la poderosa reina Elizabeth (Margot Robbie), destacan en su contenido pero no demasiado en su forma. Sin embargo, es interesante la manera en que la directora aborda el lugar de dos mujeres con mucho poder y el modo por el cual se refleja que las guerras, las traiciones y la avaricia son herramientas manejadas por el hombre y las instituciones eclesiásticas. Siendo Mary parte de la fe católica y Elizabeth de la protestante, la iglesia es un elemento no menor dentro de las diferencias entre las dos monarcas, pero sobre todo lo es en manos de los hombres que se encuentran por debajo de ellas y que ansían el poder del trono. Si la fe mueve montañas, entonces la iglesia mueve la política y rige al mundo —al viejo y al nuevo. Es así como personajes como el clérigo John Knox (David Tenant) o el secretario de estado William Cecil (Guy Pearce), desde el poder de la iglesia y el político respectivamente, son ejemplos de las nefastas fuerzas que rigen igual de poderosas y vehementes. Lo interesante de la figura de la reina Mary es la fuerza con la que prevalece ante todas las ataduras de poder y los actos deplorables llenos de injusticia que le van siendo impuestos a lo largo del film. Si bien la imagen de la monarca por momentos peca de ser idealizada como una persona noble y bondadosa ante todos los flagelos sufridos, lo cierto es que también es retratado para bien y con digna admiración la manera en que siempre intentó luchar por lo que es justo e independizarse de las imposiciones de su corte. Que destaquen dichas características de la fuerte personalidad de la protagonista, ayuda también a marcar las diferencias y la relación en oposición que surge de la reina Elizabeth, quien admira la valentía de Mary pero no evita ser más que una herramienta al servicio de los hombros que anhelan el control de las dos naciones. Es en relación a la cercanía y distancia que se halla entre ambas mujeres y los temas mencionados que la mejor escena del film y el mayor momento de despliegue actoral es en la única escena que las dos protagonistas se encuentran a solas frente a frente. En este momento destacado, se puede observar a cada una despojada de todo, desnudando sus sentimientos en una escena que lejos de la frialdad cortesana y los diálogos cuasi en soliloquios, logra inundar las imágenes con sentimientos y pasión. El film de Josie Rourke tal vez sufra del marco teatral y ceremonial con el que se suele asociar a esta clase de obras, y del que tiene en cuantiosa cantidad. Pero es gracias al talento y la energía con la que Saoirse Ronan demuestra haberse ganado el protagonismo, que el film logra prevalecer y no se vuelve sumamente tedioso de ver. Así, Las dos reinas no pasará a la historia como un clásico de la cinematografía pero la fortaleza de la figura de la reina Mary queda resonando con los ecos de su historia gracias al poderío de la actriz que se puso en sus zapatos y que llevó con honra la corona real.
Un elefante sin mucho vuelo. Como viene sucediendo con muchos clásicos animados de la casa del ratón, ahora le llegó el turno a Dumbo para tener su versión live-action y nada menos que bajo la dirección de Tim Burton. La historia del pequeño elefante circense con grandes orejas que es separado de su madre y que deberá tomar vuelo propio —literalmente— se reescribe de manera en que la ternura y hermosura del relato original estén presentes. Pero conforme a su desarrollo, el film se pierde entre una excesiva cantidad de elementos y una duración que terminan borrando parte la magia. Ya desde su comienzo, la historia evidencia problemas en su forma —desde la dirección de Burton—, donde el recorrido del colorido tren del Circo de los hermanos Medici y la presentación a través de los vagones de sus artistas, se ven reducidos a un montaje que vuelve torpe y con falta de ideas el inicio del film. Esa falta de imaginación es lo que marcará muchas de las nuevas tramas e inclusión de personajes que desafortunadamente no terminan de funcionar con el resto del clásico original. Como en esta versión no hay animales antropomorfos que interactúen con el protagonista, dicho rol es otorgado a los niños Milly y Joe (Nico Parker y Finley Hobbins) que, en búsqueda de paralelismo empático con el paquidermo, han perdido recientemente a su madre y su padre Holt (Colin Farrell) acaba de regresar de la guerra tras haber perdido un brazo en batalla. Sin mucho que ofrecer a la trama, Holt y sus hijos simplemente cumplen la función de elementos explicativos para poner en boca de los personajes lo que va ocurriendo con el elefante, muchas veces en relación a situaciones que incluso son muy claras a la vista, lo que hace que la historia solo funcione para niños muy pequeños. Esto se añade al hecho de que en gran medida los personajes humanos funcionan como hilo de comprensión y cuidado hacia el animal, cuando en el relato original claramente se hallaba una importante crítica al maltrato animal que ejercían sobre Dumbo —aquí solo visible en un par de estereotipos de villanos, uno del magnate V.A. Vandevere (Michael Keaton), que con su presencia y caracterización al menos le brinda su buena dosis de carisma al film. Es gracias al personaje de Keaton y a la increíble y divertida presencia del maestro de ceremonia Maximilian Medici, interpretado por Danny DeVito —actores fetiches del director que no se reunían en pantalla desde Batman vuelve— que el film suma en gracia y encanto. Una vez que el villano en cuestión aparece en escena y más aún su impresionante parque de diversiones Dreamland, el apartado visual comienza a destacarse más gracias a la extravagancia del maravilloso arte tan propio de Burton que por su contenido. Es allí donde el aspecto estético del film logra sobresalir y encontrarse en sintonía con la magia del elefante que, con la ayuda motivacional de una pluma, puede volar con sus inmensas orejas. Y es que si hay algo que se mantiene intacto e incluso se transmite de mejor forma gracias al impactante diseño de efectos visuales, es el elemento entrañable que describe al maravilloso Dumbo y la relación de afecto con su madre. Cuando el film es consciente de que ello es el corazón mismo de la historia, y no las tramas que lo dilatan en su larga duración, es cuando mejor funciona. El apego emocional le brinda sentimientos verdaderos y palpables al resultado final, ante tantos diálogos y aspectos de más artificiosos con los que se rodea al film y que terminan ocultando la verdadera magia; la de Dumbo y la que alguna vez, con mucho talento, el director supo tener.
Reflejo social. El ganador del Oscar Jordan Peele (mejor guion original de su ópera prima Huye) regresa una vez más al género de terror con Nosotros, su segundo largometraje, en esta ocasión, dejando de lado la problemática racial como tema central y abordando al film desde una mirada más sociopolítica. El director liga la desigualdad social a un relato de horror fundado en el subgénero de las invasiones de hogares con la inclusión del elemento sobrenatural del doble malvado o doppelgänger.De esta manera, y durante gran parte del film, la inquietante tensión que despliega la historia con la idea de los dobles funciona como un reflejo retorcido de los personajes y como crítica del reflejo social, que injustamente posiciona a ciertos sectores y clases por encima de otros. La historia presenta a Addy (Lupita Nyong’o), una mujer casada y con dos hijos que se encuentran vacacionando en su casa de veraneo cerca de la costa de Santa Cruz, California. El personaje aún lidia con los traumas de su niñez tras haberse perdido en la misma costa hace más de 30 años y haberse encontrado con su doble exacto. No es hasta que esa misma siniestra gemela vuelve a invadir su vida, acompañada de los terroríficos dobles de su su esposo e hijos, que el film carga sus escenas con una atmósfera de rareza y tensión constante. La elección de planos que construyen la manera de narrar del director, sumado a la excelente doble interpretación de Lupita Nyong’o, le dan a esta pesadilla una dualidad que se divide entre el terror y lo hipnótico, resultado de no poder apartar la mirada de sus imágenes. El elemento fantástico se convierte en un relato dentro de la historia que es contado, a través de la gutural voz de la versión maligna de la protagonista, para metaforizar acerca de la desigualdad; sobre cómo entre iguales, aquí literalmente, se encuentra esta línea divisiva que escoge quiénes viven con privilegios y quiénes no; o de cómo Addy disfruta de la vida y su sombra de las hirientes sobras. Con esta manera de vincular y depositar la tensión entre los personajes, que divide al espectador entre la preocupación por Addy y su familia y el entendimiento detrás de la ira de sus doppelgängers, el terror es fundado a través de un vínculo personal y por ello logra ser relevante e impactante de ver más allá de lo fantástico. No obstante, el enfrentamiento tan personal planteado comienza a desdibujarse a partir de que la situación de dobles se expande por toda la zona en la que se encuentran, llegando a la familia de una pareja de amigos de los protagonistas, e incluso también a un nivel mucho más grande aún. Cuanto a más escala llega el conflicto, y más se interesa el director por darle una explicación al elemento fantástico, es que el film pierde paulatinamente el encanto terrorífico de su comienzo. Las ramificaciones del problema hacen que indudablemente se pierda el hasta entonces muy logrado enfoque personal en relación a los personajes: tal vez evidenciando una búsqueda por describir más el trasfondo de su mensaje, pero que por su pretensión de volverlo más grande termina perdiendo fuerza y hace que el desarrollo de la segunda mitad del film se vuelva un tanto problemática. Lo cierto es que pese a sus dificultades argumentales, Jordan Peele demuestra que es un gran contador de historias —sobre todo desde lo visual— logrando ofrecer un trabajo mucho más pulido que su film anterior. A pesar de que los problemas y giros un tanto forzados que agrega a la historia desvirtúan en parte el relato, Nosotros logra seguir sosteniéndose gracias al nivel actoral de su actriz principal y la forma en que enriquece a la totalidad del film con cada encuentro entre Addy y su doble. Es el talento de ella(s) lo que hace que los logros del director terminen uniendo al film, evitando que éste termine por desmoronarse, si bien en muchos momentos parece estar muy cerca de hacerlo. Así, Nosotros será un film divisivo entre el parecer del público, pero no pasará desapercibido. Jordan Peele, al igual que la doble de Addy, busca separarse de lo que hizo en su trabajo previo y lo logra optando por una historia que tal vez no da todo de sí pero que resulta impactante y atractiva para los ojos del espectador.
Adiós, vaquero. Robert Redford, leyenda viva de Hollywood con una larga trayectoria como actor, director y productor, ha decidido retirarse con un film que es una carta de amor a su carrera además de una sentida reflexión sobre el paso del tiempo y lo que se hace con ello al final de una vida. David Lowery, director de Mi amigo el dragón y Una historia de fantasmas, construye una narración cargada de nostalgia entre quienes conocen la carrera del actor de Butch Cassidy y Sundance Kid y la entrañable verdadera historia de Forrest Tucker, el longevo ladrón de bancos que interpreta Redford en el film. El director narra con un montaje ágil que deposita al personaje en las escenas del crimen a la vez que alterna con la calma del personaje que intenta pensar y vivir la vida bajo sus propias reglas. Forrest forma equipo con dos ancianos compañeros, Teddy (Danny Glover) y Waller (Tom Waits), quienes están allí no solo para darle cierta comicidad a la llamada “Pandilla cuesta abajo” sino para poner en mayor foco al personaje de Forrest y entender su placer por lo que hace. Los asaltos jamás son llevados a cabo con violencia, siempre hay presente una amabilidad y caballerosidad tan propia de la imagen de Redford que con su carisma se gana el aprecio de sus propias víctimas. Es una persona que, pese a estar a mitad de sus 70s, necesita la dicha que le otorga la vida criminal sin necesidad de que alguien salga lastimado —de allí que cada robo cometido es realizado con una galante sonrisa en su rostro. El film se desarrolla alternando entre la ola criminal que acompaña a los bancos que recorre Forrest y la bella relación entre él y Jewel (Sissy Spacek), una mujer que conoce al darle un aventón tras haber cometido un asalto. La romántica amistad le brinda al film esa mirada nostálgica del ayer además de los interrogantes que se presentan en el ocaso de sus vidas. De esta manera, el tiempo es uno de los temas fundamentales del film, el cual envuelve a los personajes en torno a las decisiones tomadas en la vida, reflejando la idea de aprovechar cada instante lo más posible. Esto lo logra sin caer en la cursilería, apelando a la gracia y al carisma de sus protagonistas —sobre todo de Forrest— sin avalar sus actos criminales, sino mostrando los errores y virtudes que describen el poderoso espíritu que lo mantiene en movimiento. La historia cuenta con otra línea narrativa en paralelo que concierne al detective de policía John Hunt (Casey Affleck), quien pareciera ser el único que realmente quiere entender y dar caza al líder de la banda criminal. Si bien este arco va en una sintonía armónica en relación al resto de la trama principal, quizás sea el aspecto que menos funciona del film, en gran parte porque la presencia en pantalla del personaje de Affleck no logra empatía alguna como sí ocurre con el resto del elenco. Hay algo entrañable en el encuentro de John y Forrest, el entendimiento tácito a través de las miradas y la comprensión del policía al conocer más del hombre al que intenta apresar, pero en el arco individual de este personaje hay cierta falta de ritmo y personalidad que mientras se desarrolla es imposible no desear que la historia vuelva rápidamente al querido protagonista. Siendo imposible separar a protagonista de personaje, Robert Redford se adueña de la historia y sabe lograr, a sus 82 años de edad, una de las interpretaciones más entrañables de su carrera. La manera en la que se luce en pantalla y el corazón puesto en el espíritu indomable de su personaje, hacen que su despedida del cine sea algo de admirar —y por supuesto, difícil de aceptar. El trabajo en conjunto entre Redford y el director deposita respeto y amor por el séptimo arte con una emotiva historia, de esas que dejan una cálida sensación de bienestar luego de verla. Adiós vaquero, y gracias por tan bello cine.