Un film monstruoso. La bestia colosal Godzilla regresa a la pantalla en esta secuela del film de 2014, presentándose como un evento mucho más grande e impactante al estar repleto de otros dioses/monstruos legendarios que resurgen para traer caos a nuestro mundo. El film de Michael Dougherty cumple en parte con lo prometido, ya que aquellos momentos que tienen a las fantásticas criaturas en escena rebozan de un despliegue visual enorme, al menos ocasionalmente. Pero es todo lo referido a construcción de personajes e historias donde el film desde un comienzo flaquea y no hace más que derrumbarse en su fallido desarrollo. Y a pesar que intenta a toda costa poder subsistir, pareciera quedar hundido por las gigantescas pisadas de los titanes. Es cierto que este tipo de blockbusters no han de ser vistos con una mirada demasiado analítica ni esperando un guion contundente que los acompañe, pero el film ni siquiera logra cumplir del todo el cometido de entretener y ofrecer un espectáculo en su larga duración de 131 minutos. Porque es en la forma torpe e incomprensible que se suceden y registran los eventos del film donde se hallan los problemas, algunos tan grandes como el monstruo que da nombre al film en cuestión. La historia sigue el drama familiar de los Russell, un ex matrimonio de científicos que perdieron un hijo en la catástrofe del primer film y que ahora separados velan por su única hija Madison (Millie Bobby Brown). La joven adolescente vive con su madre, la doctora Emma Russell (Vera Farmiga) quien trabaja para la agencia Monarch, encargada de ubicar en todo el mundo a los hibernantes titanes como Godzilla para evitar un nuevo desastre. Claro que esto no tardará en suceder. La presencia de otra organización liderada por Jonah Alan (Charles Dance) es la que toma el control de la investigación haciendo que, junto a Emma y su uso de un sonar bioacústico, controle uno a uno el despertar de las bestias. Todo este plan es lo que pone en marcha la presencia de los clásicos monstruos o kaijus, todos pertenecientes a las sagas cinematográficas japonesas de Godzilla, como la polilla gigante Mothra, la prehistórica ave de lava Rodan o la mítica hidra de tres cabezas Ghidorah. El fin de traer a estos titanes, en principio desconocido, se sostiene únicamente por un caprichoso y bastante pobre discurso ambientalista que posee más contradicciones que criterio a medida que avanza la trama. Es así como la historia se va conformando y dilatando en situaciones que tienen a los personajes manteniendo debates y conflictos entre ambas organizaciones y, en medio de ellas, al doctor Mark Russell (Kyle Chandler) intentando alejar de todo ello a su hija y ex mujer. Claramente un film de este tipo precisa que haya interacción entre personajes reales y una historia como sustento del combate entre titanes. Si tan solo se tratase de monstruos gigantes luchando entre sí agotaría su recurso en poco tiempo. Pero lo cierto es que no hay construcción alguna lo suficientemente bien realizada que justifique las situaciones protagonizadas por los humanos que interfieren y entorpecen algunos de los pocos mejores momentos que posee el film, como lo son el primer enfrentamiento entre Godzilla y Ghidora en la Antártida o el despertar apocalíptico de Rodan sobre las cercanías de una ciudad en México. El poderío visual del film se relaciona pura y llanamente con la imponente presencia de los monstruos, tanto sea en combate como en algunos momentos en solitario donde la belleza del CGI —al menos cuando está bien logrado— ofrece una variedad de imágenes que por sí solas son inolvidables, al contrario de lo que ocurre mayormente con la trama, y por ende con gran parte del film. Y es que también se hace casi imposible seguir con lógica los sucesos y diferentes momentos de peligros ofrecidos por la historia. La abundancia y una narrativa desprolija hacen que lo visto en pantalla colapse de manera caótica entre tanta espectacularidad alternada y fragmentada con subtramas que lo único que hacen es ganar tiempo en pantalla para un arco bastante simple que no requiere de ello. De esta manera, Godzilla 2: El rey de los monstruos se logra disfrutar cuando se centra en el espectáculo que su título ofrece, pero la mayor parte del tiempo, cuando no lo hace, resulta un film monstruoso, en el peor sentido de la palabra. No llega a ser un desastre del todo abismal, pero tampoco es un producto lo suficientemente entretenido o épico como para dejar una huella recordable tras de sí. Dicho esto, mejor poner a hibernar una vez más a los titanes, al menos hasta que la mirada de un director adecuado les brinde la gloria que estas criaturas legendarias se merecen.
1, 2, Ultraviolento. La exitosa saga del experto asesino obligado a salir de su retiro para tomar venganza, al que da vida Keanu Reeves, regresa con un nuevo capítulo donde la acción pura y dura sigue siendo el motor del film. La tercera entrega continúa en el punto exacto en el que concluyó su predecesora, con John Wick junto a su fiel pitbull corriendo por su vida que es amenazada al ser perseguido por todas las familias mafiosas y asesinos a sueldo de Nueva York. Como se ha puesto un precio de 14 millones de dólares para dar caza al implacable mercenario de pocas palabras, todo el mundo ruega por un pedazo de John Wick, lo que implica que el director dobla la apuesta ofreciendo un mayor caos y acción encarnizada por doquier. En esta ocasión, una vez cumplido el tiempo de ventaja que le dio su viejo protector Winston (Ian McShane), el protagonista no cuenta con ningún tipo de protección, por lo cual es él contra el mundo. Arraigado bajo ese simple puntapié inicial, el film de Chad Stahelski resulta una alucinante experiencia, intensa y adrenalínica. Claramente esa sensación de fuerza imparable ya estaba presente en los dos filmes anteriores, pero en esta ocasión es utilizada reinventándose en cada secuencia de acción, con una mayor inventiva coreográfica cargada de cruda violencia. De esta manera, cada enfrentamiento de John Wick funciona como algo jamás visto, por más absurdo que pueda resultar por momentos: aquí solo hay lógica para la acción en toda su expresión. Es así como el film no pierde tiempo en implosionar, con todo lo que tiene para dar a los pocos minutos de haber comenzado, comenzando con una serie de secuencias que tan solo pasarán a detenerse como elemento para tomar respiro, preparándonos para una dosis siempre más cargada que la anterior. La variedad de espacios y entornos donde se producen los enfrentamientos es lo que permite esa carga intensa de violencia, a la vez que gracias a ello también hay una sensación de cambio constante que impide que el film se vuelva repetitivo. Al menos eso en lo que refiere a gran parte de su desarrollo, ya que no evita flaquear un poco, más que nada con todo lo relacionado a la participación de Sofia (Halle Berry), una vieja compañera de John con la que se halla en Marruecos y que resulta lo menos interesante del film. Pero sin tardar demasiado, y regresando a la ciudad del protagonista, es que la historia regresa a brindarle lo mejor al espectador. El guion que conforma a cada una de las entregas de la saga no es nunca nada demasiado elaborado, pero sí lo es la espectacular manera en que cada momento de acción y cada espacio en el que se sitúan los personajes se encuentran narrados de una forma única. Es por ello que se puede pasar de una cruenta pelea en una biblioteca (utilizando tomos de libros como armas) a una lucha dentro de una armería (tomando armas blancas como herramienta de combate) a otro enfrentamiento en medio de un establo, siendo los equinos los elementos para poner fuera de juego a sus oponentes… como no podía ser de otra manera. Es debido a esa originalidad constante que funciona tan bien en el componente de acción, y sobre todo que acompaña perfectamente a la presencia invencible del protagonista, lo que hace a los films de John Wick un disfrute total en la forma de golpes y sangre. Este tercer film de la saga resulta realmente toda una fiesta para los fanáticos del género de acción, pero más que nada también para todo espectador que tan solo quiera encontrar una experiencia única que lo colme de alegría luego de verla. Y es que a pesar del dolor y la crudeza encarnizada que deja un reguero de sangre tras el paso de John Wick, la virtuosa manera de llevar a cabo el nivel de violencia es de una espectacularidad tal que resulta imposible reaccionar ante ella de ninguna otra forma más que encantado de presenciarla. Con el estreno de este tercer capítulo estamos lejos de haber presenciado lo último de John Wick, siendo que ya se ha confirmado una cuarta parte para estrenarse en 2021. Siempre es un placer ver en pantalla a Keanu Reeves, y si ello implica verlo matando a todo aquel que signifique un problema para él o para su perro, más aún. John Wick no descansa y aún hay muchas más cabezas por cortar, o por disparar, o la manera más original de asesinar que se le ocurra en el futuro.
Un mundo no ideal. Siguiendo con el proceso de traducir los clásicos de Disney a versiones live-action, ahora le llegó el turno a Aladdin, uno de los films más queridos de la casa del ratón y de los más importantes de su época dorada de los años 90. Esta nueva adaptación, a cargo de Guy Ritchie, falla en todo su cometido de trasladar la gracia de la aventura animada a su artificiosa realidad. Los elementos que arruinan el bello relato basado en el cuento de Aladino y la lámpara maravillosa se encuentran en el intento de realizar una adaptación fiel al film de 1992: no todo lo que funciona en la animación tiene por qué funcionar con actores de carne y hueso… y CGI. Y eso es lo que pasa a ejemplificar una y otra vez esta nueva versión. Una de las fallas más notables del film de Guy Ritchie es que dentro de la fábula narrada hay grandes problemas al recrear escenas calcadas del original. Pero lo que no ha sido tenido en cuenta es que mientras que el primer film jugaba con un humor muy de caricatura y con un tono muy autoconsciente, si se trasladan muchos de esos gags o presencia cómica a una estética dentro de todo más realista que está lejos de funcionar. Por un lado, esto se da principalmente con la presencia del poderoso genio de la lámpara (antes interpretado por el hilarante Robin Williams con su humor tan característico, ahora con un Will Smith carente de gracia y carisma), personaje a través del cual ocurre la mayoría del estrepitoso humor. Por otro lado, el resto de los personajes principales tampoco fluyen de manera natural dentro de la creación del mítico reino árabe de Agrabah. Los roles protagónicos están divididos entre el experto ladrón Aladdin (Mena Massoud) que desea convertirse en príncipe y la bella princesa Jasmine (Naomi Scott) quien anhela ser la futura sultán del reino sin necesidad de tener que estar casada con un igual para ello. Si bien es una buena elección tener como protagonistas a un actor y actriz poco conocidos, lo cierto es que la artificialidad estética y actoral que rodea al desarrollo de la historia impide enérgicamente que se puede empatizar con estos personajes con tan poco carisma como química entre sí. De manera curiosa, el mejor personaje que funciona es uno que no pertenece al film original, y es el de la criada del palacio Dalia (Nasim Pedrad, actriz de SNL) que con su cómica presencia ofrece algunos de los mejores momentos. Sin embargo, por más pequeños momentos que hagan más amena a la aventura musical que ofrece el director, es la totalidad del conjunto y la unión del mismo lo que sale perdiendo. Una escena clásica como lo es el vuelo sobre la alfombra mágica al son de la canción Un mundo ideal, aquí se ve representada con escaso virtuosismo y sentimiento en pantalla. Y no es que momentos como éste salen perdiendo en comparación con el film original, sino que visto por sí solo, el remake no posee un atractivo alguno que pueda interesar a toda la familia, como a lo que bien se supone que están dirigidos este tipo de producciones. Para los más pequeños indudablemente es un film que va a funcionar, pero no es uno que vaya a perdurar en la memoria de los más grandes, mucho menos a una mirada analítica, no tanto en relación a su contenido sino a su forma. A pesar de que la variedad de números musicales, ligados a las canciones de la versión animada, no funcionan en pantalla, logran remitir nostálgicamente a lo bien logrados que estaban en la original. La inclusión de dos temas nuevos interpretados por Jasmine, si bien son fuertes en su intención haciendo oír la voz de una mujer que no dejará su destino a manos de los hombres, lamentablemente tampoco llegan a funcionar dado que se encuentran en discordancia con los momentos del film en que se encuentran. Todo lo mencionado es lo que termina haciendo que haya una falta total de intención en lo realizado y en sus descuidos estéticos y narrativos. Sin mencionar en los problemas de identidad étnica que posee el film al retratar el tono del film como una producción india cuando la historia se centra en personajes árabes. Ni la relación de amor de Aladdin y Jasmine, ni los momentos humorísticos ligados al Genio, ni las malévolas intenciones del visir real Jafar (Marwan Kenzari), son situaciones llevadas a cabo de forma eficaz, también afectadas con un despliegue visual que sobrecarga constantemente a las imágenes sin poseer un elemento vital: entretenimiento. Así, mientras que Aladdin tiene tres razones para utilizar los deseos que el Genio puede cumplirle, el film de Guy Ritchie tiene razones de sobra para ser un producto fallido.
El significado de las palabras. Basado en la vida del prestigioso autor literario de El Hobbit y El señor de los anillos, y más allá ser una biopic, el film recurre a la juventud del escritor para encontrar en sus vivencias la inspiración de su futura obra, incluyendo el placer y la importancia hallada en las palabras. La vida de Tolkien (interpretado en su juventud por Harry Gilby y luego por Nicholas Hoult) es narrada con una fuerza poética que refleja, a veces más sutilmente que otras, la pasión y la importancia tanto del arte literario como de los vínculos de amistad y amor. Así, las ideas que terminarían forjando un anillo para gobernarlos a todos, se establecen en las importantes relaciones forjadas por el autor a temprana edad. La amistad con sus tres compañeros de Birmingham que crearían un selecto grupo intelectual para debatir acerca del arte en todas sus formas —ficción, pintura y poesía— y la relación amorosa con la talentosa pianista Edith Bratt (Mimi Keene y Lily Collins) son la pulsión artística que incita a la mente del protagonista a conformar el universo de fantasía más importante de la literatura. Si bien, como demuestra el film, la génesis de su imaginación se encuentra desde un principio en la pasión por la lectura inculcada por su madre, es a través de las relaciones y la atracción intelectual que nacen de ellas donde la inspiración alimenta aún más la pasión de su creador. El relato alterna los tiempos narrativos sin respetar mucho la cronología al pasar por la infancia del autor, su experiencia como combatiente en la Primera Guerra Mundial y los maravillosos años previos junto a sus amigos, todos sucesos igual de importantes que dan forma a la poderosa imaginación. Sabido es que el autor creó su propio y complejo lenguaje que luego sería parte del dialecto élfico de sus relatos. De esta manera, la importancia de la lengua funciona como núcleo del film, ya que al igual que los diferentes sucesos que forman a persona y artista, la relevancia del mismo reside en el significado detrás de los hechos, y por ende, de las palabras. Por ese motivo, el relato no se limita meramente a recolectar sucesos y guiños de lo que luego llevaría Tolkien al papel, sino que resignifica esos elementos denotando el sentimiento y la implicancia que termina por definir las vivencias del escritor inglés en su viaje creativo que más tarde se transformaría en tinta, papel e imaginación. Cual diccionario audiovisual, el film no solo repasa biográficamente al autor sino que encuentra las definiciones que conformaron su mente creativa. Paradójicamente, si los horrores de la guerra dieron lugar a la creación del mal que representa el anillo único, el peso del bello mundo de la Tierra Media creada por Tolkien está en la fuerte presencia de la vida y la belleza de la misma, la cual se encuentra representada en su comunidad de cuatro amigos (o hobbits) y en el amor de un simple mortal por una mujer dotada de un aura que la asemeja a un ser fantástico —el autor y su amada siendo los verdaderos Aragorn y Arwen. Más allá de los simples guiños referenciales, lo que hace el film es construir significado en los hechos y vivencias, dotarlos de trasfondo. La vida que el autor volcó en palabras de ficción, aquí son convertidas en imágenes. En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. En el corazón del amor y la amistad, vivió y creció un autor. Sus palabras y el significado de las mismas continúan viviendo, haciéndolo inmortal y por ende, un ser fantástico más.
Comadrejas y moralejas. El director ganador del Oscar Juan José Campanella regresa a la pantalla grande con una nueva versión del clásico Los muchachos de antes no usaban arsénico (José Martínez Suárez, 1976), que para el director de Luna de Avellaneda y El secreto de sus ojos, se trata de uno de los mejores films del cine nacional. Manteniendo la presencia intencional de ser una comedia negra, el relato cambia la guerra de los sexos que poseía la original para convertirla en una batalla generacional, una seguidilla de duelos actorales que pierde más de lo que termina ganando debido a la artificialidad y la poca sutileza de sus diálogos, evidenciando un uso del lenguaje más teatral que cinematográfico. La historia, a cargo de Campanella y Darren Kloomok, se centra en la ácida mirada y las diferencias entre lo viejo y lo nuevo, entre el pasado casi olvidado y el avasallante presente carente de respeto —ambos aspectos están representados por sectores o grupos de personajes. Por un lado, las reliquias vivientes del cine clásico que se encuentran perdidas dentro de una imponente casona a las fueras de Buenos Aires: una vieja leyenda de la cinematografía, la actriz Mara Ordaz (Graciela Borges) que habita en los pasillos de los recuerdos junto a su marido y co-estrella de sus films Pedro De Córdova (Luis Brandoni), el director de ambos, Norberto Imbert (Oscar Martínez) y el elocuente guionista Martín Saravia (Marcos Mundstock, más conocido por ser integrante del grupo cómico Les Luthiers). Por otro lado, la modernidad y villanía del relato se encuentra en la presencia de Francisco Gourmand (Nicolás Francella) y Bárbara Otamendi (Clara Lago), quienes a través de falsos halagos buscan hacerse con la propiedad para lograr un importante negocio inmobiliario. El problema del film subyace en la escasa construcción que realiza en torno a sus personajes y en la nula naturalidad con la que las intenciones de cada uno de ellos se hacen presentes. Constantemente la historia apela al humor sin lograrlo, no porque el tono ácido y mordaz que maneja no resulte bueno, sino porque son lo acartonado y subrayado de su mensaje y moralejas escénicas lo que lo tornan torpe y descuidado en su forma. En el sentido actoral, los que de mejor manera hacen creíbles a sus personajes son Mara y su guionista Martín. La primera, más cercana a la Norma Desmond de Sunset Blvd. (Billy Wilder, 1950) que a la estrella olvidada que interpretaba Mecha Ortiz, hace que la historia se encuentre enfocada en un juego de humor y guiños al mundo de la cinefilia nacional e internacional, a la vez que la presencia de su antiguo guionista acude a la rápida mordacidad de las palabras y el intelecto. Sin embargo, ese empecinamiento por reforzar y evidenciar constantemente la autoconciencia cinéfila del film hace que el elenco que da vida a los personajes esté más en función de ello, denotando ser una extensión del propio y poco verosímil libreto, que en desarrollar y hacer partícipe al espectador de lo que se busca narrar. Mientras que en el apartado visual hay un gran logro por la puesta de cámara y la manera en que el director escoge captar con un brillo encantador a las apagadas figuras del estrellato, es la poca naturalidad de la química entre personajes, lo forzado de los diálogos y las situaciones cómicas nacidas de ellos, lo que demuestra que Campanella tiene más talento contando a través de las imágenes que basándose en el guion como construcción narrativa. En ese aspecto, no es sino hasta su tercer acto que la historia capta la atención gracias un bien estructurado ritmo de tensión y humor que nace de un clima de suspenso, que ejecuta herramientas cinematográficas al mismo tiempo que habla sobre ellas, creando con sus personajes un homenaje respetuoso al cine y su poderío —quizás lo único respetuoso ofrecido por el film. A su vez, resulta llamativo que un film como Los muchachos de antes no usaban arsénico, de más de 40 años, posea aún hoy en día un efectivo poder interpretativo, cuando bien sabido es que el cine clásico generalmente no contaba con ello al tener una impronta más artificial. De forma contraria, El cuento de las comadrejas se muestra como un claro ejemplo de modernidad avejentada, artificiosa. El director rehace un film que según él es de los mejores y no logra hacerle justicia. Todo lo contrario. El pasado lucirá apagado y casi olvidado, pero la arrogancia del presente sale perdiendo en comparación. Los muchachos de antes no usaban arsénico y los directores de antes no eran demasiado obvios.
Adorable criatura. Basado en la mundialmente popular franquicia de videojuegos y animé, el primer live-action de Pokémon es un deleite visual que crea un increíble mundo futurista, integrando a la perfección a las famosas criaturas con los humanos que los rodean. Orientado no exclusivamente al público de fanáticos, el film está repleto de guiños y detalles pensados para la multitud de seguidores, a la vez que la narrativa y el humor del mismo se presentan de manera tal que los que no estén tan familiarizados con este mundo puedan disfrutarlo tanto como los que sí. Si bien es cierto que el valor del film reside más en su forma que en su historia —la cual no busca más que ser un entretenimiento apto para todo público— la unión de aventura y el realismo mágico del diseño de los personajes animados funciona como un gran balance de divertimento. La historia sigue los pasos de Tim (Justice Smith), quien debe desentrañar lo que ocurrió con su padre, un detective de policía que falleció investigando acerca de una toxina que violenta a los apacibles pokémon. El joven será acompañado en su búsqueda de la verdad por un amnésico Pikachu (voz de Ryan Reynolds), el personaje más popular de la franquicia a quien el humano extrañamente puede entender con precisión lo que dice, en vez de oír el acostumbrado “pika pika” que el animal suele emitir. De esta manera, el film se cimienta en una seguidilla de situaciones divertidas que nacen de la fórmula de pareja dispareja entre personaje humano y animado. La gracia irónica tan propia de Reynolds está al servicio de dotar a su personaje de un humor políticamente incorrecto que lo aleja en parte de la identidad original del animé, al mismo tiempo que logra complementarse con el aspecto tierno y la expresividad encantadora que hace desear poder abrazar al pokémon eléctrico como lo adorable que es. Esa integración tan bien llevada entre la personalidad humorística del actor que le pone voz al personaje y la personalidad propia del roedor animado, es la misma que funciona de manera excepcional en lo que es la creación de Ryme City, la ciudad del futuro que se encuentra plagada de detalles que construyen su entorno al mismo tiempo que brindan innumerables detalles y apariciones para sorprender a los seguidores. Es así como esa interacción de criaturas y humanos conforma tan bien dicho mundo otorgando un vistazo, en primer o segundo plano, a varias de las especies (de 806 que son hasta la fecha) y su interacción con los personajes. La investigación llevada a cabo por Tim y Pikachu los pone frente a distintos personajes que dotan a la aventura de momentos divertidos y de tensión, como puede ser el gracioso interrogatorio a un Mr. Mime, un pokémon mimo que solo se comunica a través de pantomimas, la batalla clandestina contra un Charizard y un Gyarados, bestiales pokémon de fuego y agua, o la presencia del Psyduck perteneciente a la joven periodista Lucy (Kathryn Newton), el cual sufre de jaquecas corriendo el riesgo de desatar en cualquier instante sus poderes psíquicos ante los protagonistas. En general el film goza de dichos momentos, siempre mayormente en relación a la originalidad de los comentarios de Pikachu o a la presencia de los distintos pokémon que se van encontrando en el camino, pero nunca hay un gran peso argumental en el misterio del caso o el desarrollo de los personajes humanos. Hay un leve atisbo de ello en Tim y la forma en que aprende a relacionarse con su partenaire animado, además del distante vínculo que mantuvo con su padre, pero personajes como la mencionada Lucy o el magnate Howard Clifford (Bill Nighy) poseen un nulo trasfondo o crecimiento en sus respectivos arcos, lo que hace que ese realismo tridimensional tan bien logrado en la construcción de mundo y el diseño de las criaturas, se vea despojado de relevancia argumental en lo que a personajes y a su desarrollo se refiere. Además, esto también sucede en algunas secuencias de lo más grandilocuentes, como una correría sobre el lomo de gigantes Torterras o en parte del clímax final, donde el exceso de acción le resta verosimilitud y relevancia al relato. Dicho esto, si bien que el punto menos logrado de la historia es el desarrollo de su guion, el film logra salir bastante airoso. Esto se debe a las dosis de aventura y la extensión de mundo creado, sumado al gran aprovechamiento que el director hace de Pikachu como factor humorístico y emotivo —a fin de cuenta se trata del corazón y motor del film, y en ese sentido es de los elementos que mejor funcionan. Incluso para quienes conozcan Pokémon: La película (Kunihiko Yuyama y Michael Haigney, 1998), esta nueva entrega de la saga funciona como una secuela directa de aquel primer film al tener como puntapié inicial y némesis a Mewtwo, un poderoso pokémon creado genéticamente por humanos. De esta manera, Pokémon: Detective Pikachu se sirve de las bases del inmenso mundo ya conocido y lo expande de una manera novedosa, lo cual trae frescura a la saga además de lograr acercar a un nuevo público que puede entender y disfrutar de su aventura sin necesidad de conocimientos previos: diversión para los viejos y nuevos espectadores, unidos por el cariño hacia una adorable criatura.
El golpe bajo de las drogas. Hace unos meses fue llevada a la pantalla la complicada relación entre un padre y su hijo adicto a las drogas en Beautiful Boy: Siempre serás mi hijo (Felix Van Groeningen, 2018). Cual complemento o efecto rebote, la llegada de Regresa a mí trae consigo la sensación de estar ante situaciones vistas o que se encuentran rodeadas por el mismo efecto que apela a la sensibilidad en estos films dramáticos. Holly (Julia Roberts) es una madre de cuatro hijos que se divide entre el bienestar de la familia que formó con su segunda pareja y la estabilidad de su hijo mayor Ben (Lucas Hedges), un adicto en recuperación que sorpresivamente vuelve al hogar para la víspera de navidad. El director Peter Hedges, también padre del actor protagonista, perfila la historia a contar hacia un público de facilidad emocional. Los elementos dramáticos a los que recurre varían entre intentos de golpe bajo y una visión de la adicción más cercana a la moralina de autoayuda y superación personal. Holly y su familia se ven dispuestos a aceptar una vez más a Ben, pero al mismo tiempo no se permiten el confiar del todo en él. Es allí que el film alterna entre las tentaciones y el sufrimiento del personaje que lleva más de 70 días sin consumir drogas, con las inseguridades y los miedos de una madre que quiere proteger y creer en el bienestar de su hijo. Pero es en la forma en que la historia dispone los elementos principales, incluyendo lo que ocurre con los personajes como la manera visual de contarlo, donde la misma no logra sentirse natural. Julia Roberts — y Lucas Hedges, sobre todo— demuestran, momentáneamente, la fuerza interpretativa que permite que algunas situaciones resulten más realistas, pero es el exceso melodramático lo que devela más una intención de emocionar a la fuerza que la de realmente construir lo verosímil del relato en base a un buen guion; y es allí donde se expone la poca naturalidad del mismo. Incluso, el film se fragmenta en dos, un 2×1 cinematográfico, cuando el eje y la tensión emocional pasa en gran parte por recuperar al perro de la familia, tras haber sido robado por un viejo dealer de Ben. Toda la búsqueda del animal está dispuesta para dotar a la historia de un suspenso como intento de hacer que el público se preocupe realmente por Holly y Ben, quienes deben entrar en relación con las viejas asociaciones del último, una excusa también para unir y entender más a madre e hijo, cada cual luchando su propia batalla en pos de proteger al otro. Pero esta construcción narrativa hace que el film se sienta dividido, sin poder alcanzar en ningún aspecto el nivel suficiente como para que uno se interese realmente por los personajes y su situación. Así, Peter Hedges desaprovecha y minimiza un tema relevante como la adicción a las drogas y pone la mirada en emocionar al público sin los condimentos adecuados para lograrlo.
De la A a la ZZZZZZZZ. Con soberbia refinada es que el director Farhad Safinia lleva a cabo la historia real de dos hombres que iniciaron la descomunal tarea de dar forma al diccionario Oxford, el más completo de la lengua inglesa. Por un lado, se encuentra el profesor James Murray (Mel Gibson), principal responsable de recolectar y definir el contenido de los tomos del diccionario. Por el otro, el doctor William Minor (Sean Penn), un ex militar estadounidense que es internado en un psiquiátrico de Londres tras asesinar por error a un hombre. Cada cual se abocará a la tarea de dar forma al volumen enciclopédico al mismo tiempo que se forjará una amistad entre ambos. El film se presenta y desarrolla de manera clásica, siguiendo la fórmula del cine de época donde cada aspecto que lo conforma se desenvuelve de manera correcta. Pero justamente la corrección es lo que le juega en contra a una historia que carece de pasión al ser contada y no logra transmitir la empatía necesaria para con sus personajes. Atestiguamos a un hombre como William, quien vive bajo el acecho de los fantasmas de su pasado militar, la culpa de haber dejado viuda a Eliza (Natalie Dormer), madre de cinco sin sustento alguno, y la tortura física y mental de los barbáricos métodos del doctor Richard Brayne (Stephen Dillane). Y a pesar de todo ello que podría ganarse la empatía y el interés del público, la manera desapasionada en que es narrada la historia borra toda posibilidad de lograrlo. El director construye a sus personajes tanto por separado como en conjunto, dotando al film de eventos que se desencadenan con naturalidad, brindando igual de importancia a la labor lingüística como también al estado mental del paciente psiquiátrico. Pero al mismo tiempo devela una necesidad melodramática que intenta por sobre todo provocar una emocionalidad que, debido a su tediosa implementación, jamás logra. El sentimiento, la pasión están allí de forma ausente, un dejo de intención que asoma levemente y que es enterrado bajo el letargo del relato. De forma contradictoria, mientras los protagonistas dedican años de su vida a archivar y definir la nueva lengua inglesa en lo que se convertiría uno de los diccionarios más prestigiosos, el film de Safinia por definición es un manual poco práctico con un lenguaje conocido pero que no dice mucho ni transmite el peso de importancia que en su forma alega tener. Así, Entre la razón y la locura funciona como un acercamiento a la historia detrás de las palabras, pero es en la lectura misma que hace de los hechos que el material pierde a su lector, o mejor dicho espectador, conforme la narrativa avanza de manera poco interesante. El contar con el talento de actores de renombre como Mel Gibson y Sean Penn no le asegura una efectividad o mayor peso del que el guion y la forma narrativa les ofrece para trabajar. Conocido es el refrán “las palabras se las lleva el viento”. En el caso de este film, lo único que se lleva las palabras es el tiempo del espectador.
Mendoza, mirada monstruosa. La provincia de Mendoza, región donde suceden los hechos del film, se presenta distinta a la hermosa imagen con la que se la suele relacionar. Aquí la belleza geográfica rural y de su naturaleza mantiene su imponente belleza de forma trastocada, una alteración del orden y lo natural bajo la oscuridad de la inquietante calma que la rodea. El nuevo film de Alejandro Fadel (El amor-Primera parte, Los salvajes) realiza un viaje al lado oscuro de la provincia, describiendo un horror que va más allá del acecho de una criatura, sino que se forja en la irrupción de lo apacible con la extrañeza y lo enigmático de sus climas que se tornan cada vez más agobiantes. El film de horror se ve impregnado de una atmósfera enrarecida que se presenta y recibe como algo totalmente diferente a la manera en la que el género es tratado, incluso dentro de la producción nacional. La historia se encuentra rodeada de juegos trípticos, una frase que da nombre al film, tres montañas con forma de M y un triángulo amoroso que la tiene a Francisca (Tania Casciani) entre el cariño y el cuidado de su inestable marido David (Esteban Bigliardi) y el apasionado amor que mantiene con su amante, el oficial de polícia Cruz (Víctor López). Las diferentes tríadas que plantea el film toman forma de simbolismos y epicentros que alimentan al llamado monstruo. La criatura que ataca a mujeres y les corta la cabeza con su larga cola, es más un síntoma de esa sociedad rural que un monstruo ajeno a la naturaleza humana. Ante la calma y pasividad de los días, la tierra mendocina aumenta su temperatura desde la locura y la violencia que se abre paso en sus sierras. Abandonando su origen de formación rocosa, las sierras provocan un reguero de sangre como si se tratara de la herramienta que se utiliza para cortar. La investigación policial que lleva a cabo Cruz, intensificada al convertirse su amada en otra víctima, se conforma a través del enrarecimiento como clima principal de la historia. Pero el actor que se pone en la piel de Cruz no logra acompañar dichos climas, debido al inalterado rostro o las líneas de diálogo que modula de manera tal que en muchos momentos dificulta su entendimiento. Es por ello que la figura protagónica resulta uno de los elementos menos logrados del film, haciendo que la terrorífica atmósfera tan bien transmitida pierda fuerza cuando el sujeto se encuentra en escena. Sin embargo, a pesar de que el rol protagónico sea el punto más bajo del film, o el pico de la montaña central con menor altura, la obra de Alejandro Fadel funciona y maravilla por el increíble trabajo visual y sensorial que realiza, creador de sensaciones. La fotografía y las tomas con las que describe el ambiente natural que rodea a los personajes, la presencia escasa del monstruo en pantalla y su diseño con efectos prácticos, son los instrumentos que implementa el director de manera soberbia, haciendo que ello sea el latido violento, las pulsaciones que dan vida a monstruo y creador, a film y director. En la vida rural de Mendoza, nadie puede oírte gritar.
Retrato animado de la vida: buena pero no perfecta. El director japonés Mamoru Hosoda se presenta una vez más con un relato sencillo, emotivo, que trasciende por su perfecto estilo de animación y el corazón de la historia en el lugar adecuado para volverla una maravilla entrañable. Centrada en cómo un niño percibe sus primeras experiencias de vida, el mundo del pequeño Kun se ve puesto patas arriba con la llegada de Mirai, su hermana recién nacida. Con esta relación como puntapié y eje central de la historia, el director apela a lo cotidiano y a las reacciones más humanas para envolverlas con elementos fantásticos, convirtiendo el crecimiento y aprendizaje en lo extraordinario del día a día. El film se compone de distintos episodios en la vida de Kun y su familia en los cuales el niño lidia con los celos de su hermana y los sentimientos de confusión y soledad ante la atención que deben darle los padres a la bebé. Las inseguridades y temores típicos de la temprana edad son abarcados con un importante matiz de realismo. Sean los celos y disputas del niño con su hermana o sus padres, los caprichos y negaciones o el miedo a la hora de aprender a andar en bicicleta, cada una de las problemáticas que se van presentando a lo largo de la historia son muy familiares y reconocibles para el espectador. Así, el director retrata con grandeza esos pequeños momentos de la vida y más allá de la exageración de los rostros o movimientos animados, los personajes se ven humanos en la pantalla. El padre de Kun le dice a su hijo que hay una primera vez para todo y, siguiendo esta idea, el film se enfoca en las primeras experiencias mostrándolas con la ingenuidad y lo infantil que resultan pero al mismo tiempo denotando la importancia fundamental que estos momentos poseen en la vida del infante al igual que las reacciones de los adultos ante ellos. Todo lo pequeño conlleva un peso enorme para quienes lo transitan con el desconocimiento de una primera vez. Y esta cuestión tan realista y llevada acabo de manera tan poética, también encuentra su lugar dentro del realismo mágico al que se recurre en la historia. El árbol que se halla en el jardín de la casa familiar es el nexo espiritual al cual se puede acudir para conocer el pasado y futuro de sus integrantes. De esta manera es que Kun, con cada conflicto vivido, conocerá mágicamente a las versiones futuras de su hermana y de sí mismo, la versión infantil de su madre o a su bisabuelo en sus años de juventud. Lejos de resultar confusos o rebuscados, los viajes en el tiempo son tratados con una sencillez que deposita su fuerza en la emocionalidad nacida de los encuentros de Kun. En cierta forma funciona como un diálogo interno que ayuda al niño a poder comprender de mejor manera las actitudes tomadas por sus padres, las igualdades y las experiencias humanas que no solo los conformaron a ellos sino que también se encuentran formándolo a él desde temprana edad. A pesar de las distancias y de los tiempos pasados o futuros que el niño fanático de los trenes recorre sobre los rieles de la vida, el film mantiene el contacto humano cercano al espectador para que éste pueda ser interpelado fuertemente por la mágica historia. Mirai es un film que, al igual que la visión de vida que posee, se compone de pequeños momentos que se destacan resplandeciendo de manera mágica con el sentir de lo cotidiano, construyendo la personalidad de su protagonista y haciéndolo crecer al mismo tiempo que logra lo mismo con la sensación de bienestar dejada al público —en su sencillez halla una belleza propia, lo que hace buena a su historia. Y como dice la madre de Kun y Mirai: “Buena está bien. Mientras no sea mala”. Y eso justamente, es todo lo que es y precisa ser Mirai.