Extenso trabajo que apenas se ha visto en diciembre en pocas funciones especiales, abarca la vida de Raúl Alfonsín hasta 1999, cubriendo la campaña presidencial, viajes a EE.UU. y Cuba, el juicio a los comandantes, diversas internas, la crisis de Semana Santa, La Tablada, el austral, fuertes discursos de exaltación y de choque frontal, y episodios menos conocidos, como un acto clandestino en Lobos, 1967, y un encuentro secreto con el líder socialista Agustín Tosco en los 70. El material contiene singulares testimonios de parientes, amigos y enemigos, incluyendo ex guerrilleros, cara pintadas y peronistas históricos que en su momento lo combatieron.
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A través de un personaje ficcional, Arnaldo André revive su infancia. Porque son sus propios recuerdos los que cuenta en esta obra. Ilusiones, costumbres, un pueblo todavía chico, San Bernardino, a orillas del Ypacarai, que entonces era totalmente azul, las siestas, las chanzas de las mujeres lavando ropa en la orilla, la escuela alemana “Johann Heinrich Pestalozzi”, que aún existe, y amable, levemente caricaturizados, personajes como el comisario, el peluquero, el cura, o el soldado que asustaba a las chicas con su pretendida visión de rayos X. Junto a esos recuerdos agradables están otros, de cosas que aquel niño no llegaba a entender. Haría apenas su lectura, de ahí el título, su interpretación ingenua, incompleta. Por ejemplo, la vida de los residentes alemanes (ellos fundaron el pueblo, ahí descansa el cuñado de Nietzsche, quizás ahí se refugió cierta gente después de la guerra), y su lengua, más difícil que el guaraní, o las charlas de los mayores sobre política (Stroessner estaba en sus comienzos, la Fundación Eva Perón llegaba hasta Paraguay, liberales y colorados chocaban entre sí, los pobres seguían siendo pobres). Y la muerte. La del padre, lo que convierte al niño en el hombre de la casa. Luego, otras dos. Como en una obra de Losey, algo más, no llega el niño a comprender en su momento, y es la relación de dos figuras trágicas, la maestra reprimida y el guerrero exiliado, que solo se comunican mediante poemas de Schiller (“Éxtasis por Laura”, “La partición de la tierra”) que el niño lleva sin advertir lo que eso realmente significa. El amor, la soledad, acaso. Así, envuelto en la mirada costumbrista, está el aceptado drama de la vida. La lectura se completa recién con los años. Buena película, que despierta sonrisas y dolores. Se estrenó allá hace cinco años, pero acá recién le dieron sala. Quizá por eso André no hizo otra. O quizá solo quiso hacer ésta, como otros escriben sus memorias. Lo ayudaron muy bien Hugo Colace, director de fotografía; el recordado César D’Angiolillo, editor; Julieta Cardinali, Mike Amigorena, Loren Acuña, Calolo Rodríguez, Ramón del Río, Jesús Pérez, los entonces chicos Diego González, Celso Franco, Lali González (estos últimos, luego protagonistas de “7 cajas”). A descubrir, el amistoso cameo de Luisa Kuliok, chipacera con un cigarro en la boca.
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Brest, Francia. Por esas razones y sinrazones de la vida, una joven entrega al servicio público de adopción el niño que acaba de parir. Con delicadeza, la asistente social le explica cómo despedirse de su criatura, dejando una esquela por si años después el hijo quisiera saber quién fue su madre biológica, si alguna vez lo quiso, en fin. Ahora empieza el trabajo de enfermeras, pediatras, asistentes y padres temporales, hasta que el servicio decida qué padres adoptivos le convienen a ese recién nacido. Porque, como explica una de esas personas a cargo, el trabajo no es encontrarle un niño a unos adultos que quieren ser padres, sino encontrarle los padres más adecuados a un niño que ya viene con algún problema. Esa es la historia que acá vemos. Sensible, no sensiblera. Sencilla, no simplona. Debidamente explicativa, pero no discursiva. Para más, bien interpretada por un elenco sin brillos inútiles, con Gilles Lellouche como el atento padre temporal y Elodie Bouchez como la aspirante a madre adoptiva, aunque no tenga pareja y ya muestre sus primeras arrugas. Unas idas y venidas en el tiempo, y subtramas quizás innecesarias, afectan levemente el relato, pero éste es un defecto menor frente a la importancia y la emoción que el mismo contiene. Autora, Jeanne Herry, hija menor del cantante Julien Clerc y de una popular actriz de los 70, Miou-Miou, nacida Sylvette Herry. El título original es “Pupille”, pero alguien le puso, para su difusión en estas tierras, un título mucho mejor, “En buenas manos”. Ahí es donde debe quedar un bebé cuando se lo entrega en adopción.