BUENAS NOCHES Y BUENA SUERTE Famosa por haber costado muy poco dinero y haber ganado muchísimo, Actividad paranormal no sólo se ha convertido en la búsqueda de la felicidad de todo cineasta independiente que quiere aparecer en el mapa, también en la promesa de ser la película más terrorífica en muchos años. Si bien termina siendo más una promesa que una realidad, en el camino, sin embargo, nadie se salvará de vivenciar un par de buenos sustos. De un tiempo a esta parte, el cine fantástico se ha lanzado a una estética pseudo documental en la que las historias son contadas por una cámara "diegética", es decir, una cámara que está dentro de la historia y forma parte de la misma. El proyecto Blair Witch, Cloverfield, Rec (y sus remakes y secuelas), entre otros títulos, han optado por esta estética tan interesante como limitada, tan prometedora como llena de baches en la lógica. Pero si asumimos que se trata de una forma narrativa concreta y con reglas propias, podemos, al menos por un rato, olvidarnos de las serias grietas que deja en la trama un film contado exclusivamente por la cámara o las cámaras que los personajes usan dentro del mismo. En ese género está Actividad paranormal, un nuevo fenómeno de taquilla que parece llamar la atención sobre si mismo por haberse convertido en récord en la ecuación costo - beneficio. En donde, de seguir este criterio, estaríamos celebrando únicamente la ganancia y no los méritos reales del film. Sin embargo, la ecuación es real, el film costó muy poco dinero -tan sólo 15 mil dólares- y ya pasó la barrera de los 100 millones de dólares de ganancia. Debería descontarse, para no caer en las mentiras de las campañas publicitarias, otros gastos que el film tuvo a lo largo de sus diferentes etapas de distribución, pero aun así el éxito fue tan impactante que Paramount Pictures desarrolló una división en su empresa destinada a hacer films cuyo costo sea menor a un millón de dólares. Volviendo al film, en su camino también sufrió grandes cambios: incluyendo el final, la banda de sonido y algunos cortes que lo redujeron en más de diez minutos (el film ahora dura un total de 87 minutos). No es cuestión de restarle méritos a la película por todo esto, al contrario, aun así siempre es bueno no dejarse llevar por las exageraciones de mercado. El film comienza con el conflicto central expuesto desde el primer momento: una pareja, que se ha mudado a una casa, en donde mientras ellos duermen se suceden una serie de actividades paranormales que los atemoriza, por lo que se deciden a filmar el dormitorio durante la noche para averiguarlo. Todo el film está ahí, en eso que ocurre durante esas noches, en una sólo posición de cámara fija, en una sola idea, en un sólo encuadre que logrará que los espectadores tengan pesadillas recurrentes durante un largo tiempo. La cama de la pareja, a la derecha de cuadro, y la puerta que da al pasillo y a la escalera que conduce a la planta baja, a la izquierda. La puerta, para bien del terror, siempre abierta y ese pasillo, a oscuras. Con tan pocos elementos cada espectador activa automáticamente su memoria y sus temores. No es poco mérito que el film logre despertar eso. El miedo se produce, no hay duda, y con la llegada de cada noche el temor se incrementa. El minimalismo de este film de bajo presupuesto le juega a favor hasta que llega el momento de terminar la historia. Como este género ya parece haber establecido como una norma, el final se pega al clímax, es decir, que no hay un desenlace, sino un abrupto final. En la versión original aparentemente no era así, pero no vale la pena detenerse en lo que finalmente no fue. Sí es interesante detenerse en que el final decepciona, que tiene gusto a poco, y no por lo económico del mismo (eso es muy bueno, un final más largo no habría mejorado el final), sino porque hay una pequeña pero molesta ruptura de código con respecto a lo visto. No ocurre lo mismo en el film español Rec, en donde el desenlace da un giro, sube la apuesta y multiplica el terror hasta dejar sin respiración al espectador. En Actividad paranormal el camino está lleno de intensos momentos de terror, pero el final no asusta, ni inquieta; ni siquiera preocupa, más bien deja indiferente al espectador. En todo caso los méritos reales del terror que produce la película podrían hallarse por la noche, cuando cada espectador vuelva a su casa, apague las luces, se meta en la cama y se disponga a dormir. En ese momento, en el que queremos creer que no hay ente alguno acechando nuestros sueños para convertirlos en una verdadera pesadilla.
PLACERES NO CULPABLES 2012 es la nueva película del director de superproducciones Roland Emmerich. Aferrándose con talento al manual más estricto del cine catástrofe, el realizador consigue sorprender, emocionar y mantener al espectador interesado durante todo el metraje con una película imperfecta pero llena de hallazgos. Films como éste parecen haberse convertido en una experiencia tan placentera para los espectadores como molesta para muchos críticos. Existe una expresión muy utilizada en el ámbito de la crítica cinematográfica, llamada "placer culpable", que hace referencia a esa especie de culpa que a veces sentimos cuando nos gusta una película aparentemente tildada como mala. Por mi parte, no coincido en absoluto con los motivos que inspiran una expresión tan poco feliz. Cuando a un espectador o a un experto le gusta una película, le gusta y punto. ¿Por qué habría entonces de sentir culpa? En el caso del "experto", existe un problema extra: la defensa de un film del que otros expertos dicen que es malo, puede dejarlo en una situación complicada frente a sus colegas o los lectores. El cine catástrofe, un género popular como pocos, no pretende complacer a un sector de los espectadores, sino a su gran mayoría; su apuesta es a la taquilla. Es un cine caro pero masivo, un espectáculo grandilocuente que conmueve a multitudes porque trata precisamente sobre multitudes. Notoriamente inverosímil -por suerte-, 2012 es un film de ficción, y no un documental, más allá de sus juguetonas y ridículas bases "científicas". Cuando el crítico norteamericano Andrew Sarris escribió su legendario libro El cine norteamericano, hacía una reflexión en su prólogo que no fue repetida por ningún otro crítico en ningún otro libro importante posterior. Sarris decía que el crítico es un espectador y que, como tal, no puede vivir la experiencia de ver una película como si no fuera una persona "normal" sentada frente a un film. El crítico generalmente evita eso, por miedo a quedar… ¡como si fuera un espectador común! Y la realidad es que lo somos. Además de saber de cine más que el resto de los espectadores (los críticos que saben, claro) y poder interpretar mejor las películas, tenemos la chance de disfrutar más del cine. Sin embargo, el crítico no aprovecha esa posibilidad, el fantasma del cine intelectual reprime al crítico hasta convertirlo en una mera caricatura de su profesión, incapaz de entender, por ejemplo, los códigos del cine catástrofe. Con este comentario no intento decir que los críticos tenemos la obligación de defender cualquier película por el sólo hecho de ser popular, sino simplemente que tenemos que ser capaces de valorar cierto tipo de cine, aunque con ello se pierdan puntos entre los intelectuales. Roland Emmerich, el director de 2012, ha realizado no sólo películas de cine catástrofe, sino catastróficas (nota: este chiste, muy malo por cierto, ha sido por tradición el lugar común de nosotros, los críticos, frente al género. Creo que queda claro, entonces, cuan imaginativos podemos llegar a ser), y no se lo puede comparar seriamente con cineastas de gran espectáculo y talento artístico, como Steven Spielberg, James Cameron o Bong Joon-ho (The Host). Películas como Día de la independencia figuran entre lo menos interesante del cine industrial, Godzilla es una desgracia, Stargate un perfecto bodrio. Bastan estos ejemplos para mostrarme poco fan de Emmerich. Sin embargo, El día después de mañana y 2012 funcionan. Y decir de una película de cine catástrofe que funciona no es un elogio menor. No es un cine sobre adolescentes abúlicos tirados en el fondo de su casa, no es un film sin estructura y filmado entre amigos, es un espectáculo difícil de hacer, complejo, grandilocuente, donde se ponen en juego cientos de resortes del lenguaje cinematográfico. Es la diferencia entre manejar un monopatín y una nave espacial. Claro que hay arte en el cine pequeño y minimalista, pero también puede haberlo en un film de 260 millones de dólares. De hecho no estaríamos aclarando semejante obviedad si no fuera por este desprecio excesivo hacia el cine catástrofe. Y al desprecio le sigue la burla fácil, la crítica a la poco profundidad de los personajes (¿en dónde estudiaron cine los críticos, en dónde aprendieron sobre personajes y drama?), a los lugares comunes del género (¿cuál es la definición de género?) y al exceso de efectos especiales (¿es acaso mejor matar animales reales en lugar de trucarlo, o que no haya decorados, ni música, ni actores profesionales?). Las películas de arte y ensayo, para llamarlas por uno de sus eufemísticos nombres, envejecen a la velocidad que envejece lo moderno que no se convierte en clásico. Que cada uno haga el cine cuya sensibilidad le pide, que cada uno vea el cine que le produce mayor interés, pero no pasemos por alto los méritos de un film como 2012 sólo por ser espectacular, caro, taquillero y divertido. Cuando uno ve 2012 tiene que entregarse a las reglas del género y del film, una cuestión básica para entenderla y/o para escribir la crítica, en el caso de los críticos. A los cuarenta y cinco minutos de película, las promesas de la catástrofe se cumplen y es mérito cinematográfico la manera en la que Emmerich y su equipo las plasman. Más de cinco escenas, por lo menos, dejan la respiración paralizada hasta saber si los protagonistas se escapan o no. ¿No es maravilloso que eso ocurra sabiendo que el que está en riesgo es el protagonista y que recién ahí está el primer punto de giro del film? Esto no lo solemos decir los críticos, pero deberíamos hacerlo: en esos momentos, pude sentir cómo mis pies intentaban aferrarse más al piso y mis manos se tomaban de los apoya brazos. Y no eran golpes de efectos, ya que el film no posee ni un solo plano que busque hacernos saltar de la butaca por la sorpresa. No conforme con esto, a medida que avanza la trama, los grandes dilemas humanos se suceden y, como siempre pasa en el cine catástrofe, comienzan los momentos de genuina emoción, de solidaridad, de sacrificio y de nobleza. Momentos conmovedores, en los que, como espectadores, podemos pensar en nuestra condición humana, en quiénes somos y en qué queremos ser. Como el protagonista del film, autor de una novela demasiada inocente, criticada con dureza, la película no es un profundo retrato psicológico (o más bien, psicoanalítico), sino un despliegue de ideas sobre el ser humano. No es un defecto del film, es la forma que elige el realizador y el género por el que ha optado. Es fantasía, es cine, es una manera espectacular y entretenida de hablar sobre el ser humano. Siempre resuena en mí el siguiente pensamiento de François Truffaut (crítico de cine y cineasta): "Observé que, por definición, los críticos no tienen imaginación y es normal. Un crítico demasiado imaginativo ya no podría ser objetivo. Precisamente la ausencia de esa imaginación es lo que les hace preferir las obras muy sobrias, muy desnudas, las que les dan la sensación de que podrían ser casi sus autores. Por ejemplo, un crítico puede ser capaz de escribir el guión de Ladrones de bicicletas, de Vittorio de Sica, pero no el de Intriga internacional, de Alfred Hitchcock y forzosamente, llega a la conclusión de que Ladrones de bicicletas tiene todos los méritos e Intriga internacional no tiene ninguno". Es hora de que los críticos recuperemos la imaginación y la capacidad de sorprendernos. Cuando eso ocurre, no sólo llegamos a entender mejor las películas, también nos damos el gusto y el permiso de disfrutarlas más (y sin culpas).
TAN CERCA Y TAN LEJOS Robert Zemeckis (Volver al futuro, Forrest Gump) vuelve al cine digital explorando aun más su paso por el 3D. Buscando en el texto de Dickens material para una nueva experiencia visualmente impactante, Zemeckis no muestra en este film que el cine siempre se trata de lo mismo: contar una buena historia. "Un cuento de Navidad" es una pieza narrativa cuya perfección a esta altura es innegable. Esa perfección no sólo está dada por la universalidad y precisión de la historia, sino también por la prosa extraordinaria de uno de los escritores más grandes que hayan existido: Charles Dickens. Aclaremos, sin embargo, que "Un cuento de Navidad" no es lo mejor que ha escrito Dickens, ni su obra más sofisticada y notable. Poco importa, está claro, mientras que uno está disfrutando de este inolvidable relato. Su estructura perfecta, dividida en tres actos, parece ser, como luego lo interpretaría el padre del lenguaje cinematográfico, David W. Griffith, sobre la obra general de Dickens, la base de todo relato cinematográfico. No está mal que Zemeckis, quien está buscando dar el gran salto a nuevas formas cinematográficas recurra entonces al mismo autor. Robert Zemeckis siempre fue un cineasta preocupado por la técnica. Sus películas, en mayor o menor medida, impactaban entre otras cosas por las búsquedas formales donde la tecnología avanzaba para ayudar a la puesta en escena. Virtuoso como pocos, Zemeckis tiene ya clásicos del cine, como Volver al futuro, ¿Quién engañó a Roger Rabitt?, La muerte le sienta bien, Forrest Gump, Naufrago y Beowulf, entre otros. Su búsqueda de la digitalización de imágenes completa aquí una trilogía comenzada por El expreso Polar y Beowulf -una obra maestra aun por descubrir para muchos espectadores- y que aquí se completa con Los fantasmas de Scrooge. La primera de las tres era para chicos; la segunda, para adultos, y ya comenzaba además la exploración en 3D. Ahora, con este nuevo film, el 3D ya está funcionando a pleno, mostrando su inmenso potencial para el futuro del cine. La historia de Los fantasmas de Scrooge es demasiado conocida como para volver a contarla aquí y, tal vez, eso sea un problema. Narrar una de las historias más conocidas del mundo siempre puede jugarle en contra a un director, y aunque el libro de Dickens hoy no sea tan leído como hace 50 años, lo cierto es que aun sigue siendo un leído, y las innumerables versiones que se han hecho para cine y televisión le quitan, por lo menos, ciertas emociones genuinas que sólo le pertenecen a la ingenuidad. No es excusa, siempre se puede volver a emocionar con una historia bien contada. Y los minutos iniciales de Los fantasmas de Scrooge conmueven. Y lo hacen por dos motivos: el primero: por su retrato de un Londres de la era industrial, lleno de miseria y hambre, con imágenes que hablan de una sociedad donde los marginados estaban más marginados que nunca. No parece una imagen antigua, parece el presente. Tal vez esto sea algo para tener en cuenta, como siempre en Zemeckis, un cineasta particularmente interesado en trabajar discurso a muchos niveles. Por el otro lado, lo que conmueve es la calidad técnica de esa tercera dimensión, cuya capacidad de mostrar nos va sumergiendo en otro mundo. No sólo objetos que van a cámara, sino un fino trabajo de profundidad de campo que excede las dos dimensiones. Pero a ese trabajo preciosista, por momentos arrebatador, y al uso nada complaciente del cine digital para mostrar un mundo sórdido, la película no le proporciona un crecimiento dramático acorde. Será todo sorpresa y fascinación para quienes desconozcan la historia, pero poco queda para quienes hayan seguido el relato de Dickens durante años, tanto en el texto original como en las adaptaciones. Raro es el efecto, más bien distante, de esta nueva obra de Robert Zemeckis que plantea una obvia, pero no por desacertada, idea de que mientras las imágenes se acercan a nosotros, los sentidos pueden quedarse cada vez más lejos.