NO ACLAREN QUE OSCURECEN Pesadilla en la calle Elm es el regreso a la pantalla de uno de los personajes más emblemáticos del cine de terror de los 80. La total falta de estilo y algunas decisiones poco afortunadas en la historia hacen de este film una experiencia efímera destinada al olvido. Como sabe cualquier admirador del cine de terror, Pesadilla en la calle Elm es la remake de Pesadilla en lo profundo de la noche, el film de Wes Craven que generó un gran éxito y una serie de films en los 80 y los 90. El maestro del cine de terror creó en aquel film a un villano llamado Freddy Krueger, personaje que, sin buscarlo, se convertiría en el eslabón perdido entre los viejos monstruos del cine de terror y los asesinos seriales sangrientos de la nueva generación. Las diversas secuelas de aquel film –una de las cuales dirigió nuevamente Craven- y la serie de televisión marcaron el interés genuino por un personaje que, veintiséis años más tarde, vuelve para los fieles seguidores y para toda una generación que no pudo disfrutar del film anterior. Las comparaciones son siempre odiosas y, en este caso, irrelevantes, por lo tanto, lo más razonable es analizar el film que ahora se estrena sin juzgarlo por su vínculo con el otro título. Resta sí recordar que la premisa que le dio todo su encanto a Freddy consiste en que el villano habita en las pesadillas de los jóvenes y en ese estado es capaz de matarlos. Este nuevo film, dirigido por Samuel Bayer, es pequeño, sencillo y sin un concepto estético definido, lo que que lo convierte en una experiencia más bien neutra. Pesadilla en la calle Elm comienza con un tono no demasiado sangriento, con una escena que define las limitaciones del film. En general, todo el largometraje busca más el golpe de efecto y sorpresivo que el shock de situaciones truculentas o el desarrollo complejo de las escenas para crear suspenso. La versión anterior devino poco a poco en una saga cada vez menos adulta y oscura; acá el punto de partida parece evitar el exceso propio de los films de terror actuales, como indicando un camino hacia el público más joven. Hacia la mitad de la película, la trama comienza a cobrar un poco más de fuerza para después volver a apagarse en el último tercio. El motivo del descenso del interés es una necesidad ridícula de querer ponerle al personaje y a la historia un sentido psicológico que no hace más que enterrar a la película en una serie de contradicciones ideológicas pero también cinematográficas. En un film y un género donde la psicología debe sí o sí quedar metaforizada –y suele ser su mayor encanto-, los creadores de Pesadilla en la calle Elm creyeron que dándole a Freddy un pasado, podrían darle algo novedoso a la remake. Se equivocaron, porque al hacer de Freddy un pedófilo que abusó de la protagonista del film en la infancia, lo convierte en un personaje sin ninguna posibilidad de simpatía o humor tolerable para el espectador. Imaginen hacer un cambio así con Drácula o Frankenstein… Indudablemente lo que expone un film como este es que los que lo crearon no creen ni confían en los aspectos más esenciales y puros del cine de terror. ¿Por qué entonces perder el tiempo viendo esta película habiendo tantos otros grandes exponentes del género disponibles?
AL OTRO LADO DEL RÍO En su séptima película, Daniel Burman explora el mundo de dos hermanos mayores (Antonio Gasalla y Graciela Borges) y el particular vínculo de amor y odio que han establecido durante su vida. Film melancólico y crepuscular, Dos hermanos no está exento de algunos momentos de humor y simpatía. La actuación de ambos protagonistas es descollante en esta adaptación de la novela Villa Laura, escrita por Sergio Dubcovsky. El cine de Daniel Burman es un caso especial dentro de nuestra cinematografía. Por un lado es un representante auténtico del cine argentino de la generación de fines de los 90, aquel que provocó notorios cambios en nuestro cine, y por el otro es un director cuya obra posee fuertes conexiones con las formas más clásicas y conocidas del cine clásico nacional. Su filmografía fue volviéndose cada día un poco más popular y su forma de filmar fue ganando efectividad y clasicismo, dos caraterísticas que no le han impedido a su vez realizar algunos juegos que bordean la modernidad. En Dos hermanos Burman explora una etapa del ser humano que no había sido centro de sus films anteriores: la vejez. Mientras que en films como El abrazo partido, Esperando al Mesías y Derecho de familia los jóvenes son los protagonistas, aun con la salvedad de que en está última y en El nido vacío ya se manifiesta el tema de la asunción de la adultez y de la crisis frente al crecimiento de los hijos adolescentes, en Dos hermanos los protagonistas ya rondan los sesenta y setenta años. Cabe remarcar que el director no solo da este salto en la cronología de la vida, sino que también tiene la sensibilidad suficiente como para hacer que la estética del film, sus tiempos, su humor y hasta su romanticismo resulten acordes a dos personajes de esa edad y no a la edad propia. Mientras que la mirada es la de un joven, el desarrollo y el perfil de los personajes están bien controlados para representar a los protagonistas. Y como siempre en Burman, la simpleza de la superficie no es más que eso, la superficie. Este vínculo entre hermanos solitarios, posiblemente destinados desde la niñez a quedarse juntos, está lleno de hallazgos que abarcan toda la gama posible dentro de la elección de tono y estilo elegidas por el director. No es casual, y de hecho es la virtud que hace la diferencia, la elección de ambos actores. No podría ser más efectivo el casting si se trata de elegir a actores profesionales, es decir, verdaderos actores. Antonio Gasalla realiza el mejor papel de su carrera en cine y aunque lo hemos visto actuar durante muchos años en televisión, no hay que dejarse engañar, es justamente lo que ya sabemos de él lo que potencia los matices de su papel. Lo mismo ocurre con Graciela Borges, la máxima estrella del cine argentino de los últimos cincuenta años. Desde su debut en Una cita con la vida, dirigida por el último director clásico, Hugo Del Carril, hasta sus maravillosos trabajos en La ciénaga y Monobloc, Borges no ha perdido jamás su estatus de estrella y su fotogenia insuperable. Actriz fetiche de Leopoldo Torre Nilsson y de Raúl De La Torre, “la Borges” ha demostrado y demuestra acá que es un animal de cine, una estrella en estado puro, pero también una actriz de primer nivel. Entre el hermano gay apocado, dedicado de forma significativa al paciente oficio de ser orfebre y la hermana diva venida a menos, aferrada a un glamour de perfil alto que ya no existe, se genera un vínculo doloroso, cruel, una dinámica que los une y los separa, como el Río de la Plata une y separa las dos orillas de Argentina y Uruguay. La teatralidad de muchas situaciones no es forzada y se ve bien declarada por el hecho de que hay una obra de teatro en el centro del film, de la misma forma que el hecho de que sea sobre Edipo la obra ya no hace necesario decir más nada sobre el tema. Pero más allá de todo lo que ocurre en la película, incluyendo sendas historias de amor, la línea que conduce al final va a encontrar a los dos hermanos juntos. Ni la belleza de ese amor maduro que encuentra él, ni la simpatía de ese enamoramiento glamoroso de ella (no podía sentirse atraída por nadie salvo que, como hace, le encontrara un parecido con alguien famoso) podrán torcer un destino en común, un vínculo que no se apaga y que es de por vida. Ser hermanos no es algo que se pueda elegir y en el crepúsculo de la vida –y del film– la sangre que los une puede más que cualquier cuenta pendiente o enfrentamiento.
LA NIÑA DESAPARECE Destinada a convertirse en la mejor versión del famoso personaje creado por Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton es tan poco respetuosa del origen que dio paso a la película, como fiel a los temas, motivaciones visuales y obsesiones que atraviesan toda la carrera del propio director. Alicia en el país de las maravillas está basada en el reconocido personaje literario que produce ha producido interés y devoción en todo el mundo. Más allá de la novela de Lewis Carroll, el fenómeno Alicia -por utilizar una expresión mediática- posee vida propia desde hace muchísimo tiempo, pues ha derivado en las más variadas adaptaciones cinematográficas y televisivas e, incluso, en infinitas formas literarias a los largo de más de un siglo. Sin embargo, a la hora de realizar un buen film, el libro siempre ha sido un problema debido, en gran medida, a su forma, a las situaciones que en él se plantean, a sus dilemas de lógica y a su narración alejada de los cánones clásicos. Posiblemente, la simpatía de los personajes y las extraordinarias aventuras intelectuales y físicas de su protagonista sea lo que le ha permitido convertirse en un libro tan popular y experimental a la vez. Pero el cine no ha podido lidiar con eso. El film de Tim Burton sale desde el inicio al cruce de estos "problemas" para enfrentarse a la novela desde un lugar totalmente distinto a lo hecho hasta ahora. Es -citando palabras de Alicia- "absurdo y sentido" que la que posiblemente se convierta en la versión más famosa del personaje sea la que entra en mayor contradicción con la forma de la novela y, posiblemente, con su espíritu. No es incoherente, por otro lado, que Tim Burton haya decidido hacerlo así. El director de El joven manos de tijera y Ed Wood siempre ha sido un hábil narrador, y sus film, por más distintos que sean entre sí, se han caracterizado por poseer una narración fuerte, clara y clásica. Por otro lado, ya ha quedado demostrado en un gran cantidad de oportunidades que llevar la novela de Carroll a la pantalla sin efectuarle cambios produce un efecto catastrófico. Los estudios Disney fueron los responsables de la versión de Alicia más popular, hecha en dibujos animados en 1951. Y es el mismo estudio, dedicado desde siempre al cine infantil, el que ha decidido poner su nombre, sumarlo al del famoso personaje y multiplicarlo por el director más prestigioso y a la vez más cercano a ese universo. El fantasma de la pedofilia -en el origen de la creación de la novela, allá por el siglo XIX- ha sido tal vez la razón por la cual el personaje de Alicia de la película no tiene la misma edad que la niña del libro, sino que es una joven de diecinueve años, que vuelve a aquel mundo en un momento clave de su vida. Disney no quiso que salieran a la luz las posibles lecturas ambiguas, de la misma manera que Tim Burton prefirió aferrarse a la reflexión sobre el libro y su propio cine más que a lo que el material de base le daba. Y aunque se extraña el nonsense lleno de humor del libro de Carroll, la película consigue, de todos modos, reunir sentido y cohesión, y producir incluso genuina emoción. Como en El gran Pez -film que se conecta abiertamente con éste-, de lo que se trata acá es de un elogio y defensa de la fantasía como manera de recrear la dureza de la realidad. Mientras que en la novela de Lewis Carroll, en la segunda página, Alicia ya está cayendo por el pozo; en la película hay un prólogo y un epílogo que le dan sentido -así de contradictorio podrá sonar para muchos- a la historia. Alicia ha llegado a una edad en la cual debe decidir su camino. Una propuesta de matrimonio, que todos, menos ella, desean que acepte, es el punto de partida que la lleva a una crisis de identidad. Es notable el parecido entre este film y La dama desaparece (1938) de Alfred Hitchcock, en el cual una joven que iba rumbo al matrimonio se embarca en una aventura que termina por cambiar el destino que se le había asignado. El pozo, literal o metafórico, en el que cae y el mundo subterráneo que encuentra, literal o asociado al inconsciente, son el espacio en donde Alicia deberá conocerse a sí misma, saber quién es y cuál es el camino a tomar. Podríamos sumarle a estos dos films maduros de Burton Charlie y la fábrica de chocolate, donde el personaje burtoniano por excelencia acepta abandonar la soledad y compartir la nieve con sus seres queridos y no sólo producirla para ellos, como en El joven manos de tijera. Alicia ha crecido y de su padre ha heredado el respeto por la fantasía y el desprecio por la hipocresía, otro tema muy presente en las películas de Burton. Como todos sus personajes, Alicia es solitaria, pero auténtica, noble y, por lo tanto, diferente a su entorno. La Alicia niña, criada con la capacidad para soñar y metaforizar los conflictos, recurre una vez más a ese universo de fantasía -plagado de pistas que indican que es el mismo mundo del que ella huye momentáneamente- y recupera las fuerzas que parecían flaquear en su soledad y sus deseos a contracorriente. Burton, por otro lado, no escatima recursos para que la fantasía brille en un verdadero festín visual. Y también encuentra un elenco de una solidez fuera de serie. Tanto Helena Bonham Carter, como la reina Roja, y Johnny Depp, como el sombrerero loco, realizan actuaciones brillantes, dignas de un premio (¿se acordará el Oscar dentro de un año?). Burton, lejos de la caricatura a la que ambos personajes estaban destinados, les abre el juego para convertirlos en personajes trágicos, mucho más cercanos a los freaks burtonianos que a toda la gente normal del entorno de Alicia en el mundo real. Esta nueva Alicia, la más popular que haya conocido el cine, es una heroína espectacular, mezcla de diferentes modelos de mujer independiente de todos los tiempos. Tal vez el verdadero origen de ese film no haya sido el del genial libro de Carroll, quien amaba a una pequeña a la que le dedicó el personaje principal, sin embargo, Burton reivindica para Alicia tanto el universo de la fantasía como herramienta de conocimiento, como la idea de una niña que al convertirse en mujer decide tomar sus propios rumbos e ir más allá de lo que podría esperarse de ella. En definitiva este es el mundo que retrata el film de Tim Burton, el de una Alicia que ha crecido y se ha convertido en adulta.
CON UNA AYUDITA DE MIS AMIGOS El regreso de Terri Gilliam a la cartelera demuestra la coherencia y la identidad del director, así como también la locura y originalidad de sus proyectos. A esto hay que sumarle que esta película quedará para la historia del cine como el último trabajo de Heath Ledger, quien no logró terminar el film, pero que, gracias a la magia del cine y a un poco de ingenio ha logrado aparecer una vez más en la pantalla. Terri Gilliam, el director de El imaginario mundo del Doctor Parnassus, es un realizador muy particular, un verdadero autor en el sentido de que sus films poseen una estética coherente a lo largo de los años y una iconografía reconocible de forma inmediata. Su carrera comenzó junto al legendario grupo cómico británico Monty Phyton, al que dirigió en Los caballeros de la mesa cuadrada (Monty Phyton and the Holy Grail, 1974). Su trayectoria como director arrojó varios films de culto, como Brazil (1985), verdadero clásico de los 80. Luego vendrían film más o menos industriales, pero tanto en Los aventureros del tiempo (1981), Las aventuras del Barón Munchausen (1989), Pescador de ilusiones (1991) o 12 monos (1995), entre otros, se puede observar siempre un universo particular, único, muy parecido a sí mismo. Al ver El imaginario mundo del Dr. Parnassus uno podría definir -a modo de juego- esa estética Gilliam como una mezcla entre Tim Burton y Emir Kusturica, es decir, una fantasía original inmersa dentro de un universo sórdido, una especie de circo decadente, que en su nuevo film es casi un concepto literal. Aunque esto no significa que Guilliam se apropie de mundos ajenos, sino por el contrario, su estilo responde a una mera afinidad entre universos estéticos. Cabe decir también que el cine de Terri Gilliam posee dos características más que están presente de forma constante en sus películas: por un lado un placer por el trazo grueso y vulgar, tanto en las situaciones, en los ángulos de cámara como en el sentido del humor, un trazo grueso que no es accidental, sino producto de una búsqueda estética. La segunda característica habitual es el acento que pone en las situaciones por encima -y en detrimento de la narración-. Sus films tienen en general una estructura que no avanza, sino que resulta una combinación de sketches y momentos cuyo clima es la esencia misma del cine de Gilliam. Tal vez por eso Pánico y locura en Las Vegas (1998) parezca un film que sólo él podía "contar". El imaginario mundo del Dr. Parnassus es la confirmación de todo esto e incluso, por momentos, el film de Gilliam más cercano a sus escenas de animación durante su paso por el grupo Monty Phyton. Sin duda los admiradores del director tendrán en esta película lo más auténtico de él. Aquellos que, por el contrario, no se sientan atraídos por este universo, esta película será la corroboración de todas las sospechas. El hecho de que el guión haya sido cambiado para cubrir la ausencia de su protagonista -Heath Ledger murió durante el rodaje- no hace más que potenciar la locura y la intencional confusión narrativa del film. A esto hay que sumarle la falta de energía de Ledger que reciente el film. Por el contrario, a Johnny Depp -uno de los tres reemplazantes, junto con Colin Farell y Jud Law - le alcanza con una escena para demostrar hasta que punto él es un actor talentoso que merece la fama que posee. Incluso si el papel lo hubiera interpretado él desde el inicio habría sido un acierto para la película. Finalmente, el esfuerzo por terminar el film y la presencia de estos tres actores -a los que hay que sumarles a Christopher Plummer y Tom Waits en otros roles- lo convierten en un espectáculo rico en lo visual y en lo emocional. El título final lo dice todo: Un film de Heath Ledger y sus amigos. Una sentida y sincera despedida para un actor que se fue demasiado pronto.
EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO El clásico personaje del cine de terror vuelve a la pantalla en una versión brillante de la leyenda del hombre lobo. Con una dosis exacta de superproducción, espíritu clase B y violencia contemporánea, la película dirigida por Joe Johnston podrá no ser prestigiosa entre los críticos, pero ya tiene un merecido espacio popular dentro del cine actual. Con aires de Shakespeare y respeto por la tradición del género, se trata del mejor film del hombre lobo con espíritu clásico que se haya hecho. Sobre gustos no hay nada escrito, dicen. Pero la crítica es posiblemente una de las formas más polémicas e intimidante de escribir sobre los gustos. En manos de expertos impunes, se moldea lo que está bien y lo que está mal. Texto tras texto, se va creando un canon que luego es muy difícil de quebrar. Claro que hay tantas películas y tantos críticos que no hay dos cánones iguales, pero sí tendencias que a esta altura de la historia del cine y la crítica cinematográfica son realmente molestas. Lo que a priori es bueno o malo se ha convertido no sólo en escribir sobre gustos, sino también en formas represivas de establecer lo que se debe pensar, y esto alcanza tanto a los críticos como a los espectadores. El hombre lobo (The Wolfman, 2010), dirigida por Joe Johnston, es por supuesto una candidata al desprestigio. Todo film de terror, salvo que venga bajo el brazo de cineastas prestigiosos como Stanley Kubrick, tiene las de perder con respecto a los films de festivales o los dramas realistas y sórdidos que se multiplican año tras año. Vamos a repetirlo, pero en serio: sobre gustos… Cada uno puede gustar del film y el género que su sensibilidad le dicte, que quede claro. Es la sumatoria de tendencias la que se vuelve sospechosa. Más aún en nuestro país, donde los críticos muchas veces no logran esquivar las olas a favor o en contra provenientes del extranjero y simplemente se dejan arrastrar. En la década del 30 los estudios Universal llevaron a la pantalla los grandes personajes de la novela de horror gótico del Siglo XIX, también algunas leyendas antiguas y algunas mezclas entre ambas categorías. Grandes presupuestos, actores que se volverían inmortales como Bela Lugosi y Boris Karloff y directores que con los años recibirían una importante reivindicación, como Tod Browning y James Whale. En los 40, esa fórmula quedaría parcialmente agotada y la posta la tomaron los estudios RKO, y bajo la supervisión de Val Lewton se haría una serie de films en los que la forma de encarar el terror se conocería luego como “sugerido”, y que no era más que el talento de grandes artistas puesto en un cine de presupuesto clase B. Como en los 30, el público apoyó, mientras que el prestigio y la defensa de los expertos llegarían años más tarde. A fines de los 50 el género se trasladaría a Inglaterra con los estudios Hammer (la casa Hammer) a la vez que en Hollywood el terror pasaría a instalarse aun con más fuerza en la clase B y tendría como estrella máxima e insuperable a Vincent Price. Es en esta década, y la que le siguió, donde irrumpe la sangre en el género. Acá, en El hombre lobo, se aúnan las tres tendencias. El clasicismo –de personaje y puesta en escena- de la Universal, el espíritu talentoso y narrativo de la RKO, y la sangre y la violencia de la casa Hammer y el cine de terror de los 60. Incluso hay espacio para sutiles homenajes a Aullidos y Hombre lobo americano, dos versiones modernas y cargadas de humor de la leyenda. ¿Un mezcla fallida? No, una sumatoria que le da al film una calidad que sorprende. Olvídense de los Oscars, mucho más olvídense del festival de Cannes, El hombre lobo es la clase de film profundo y movilizador no por la obviedad manifiesta de sus temas, sino por la universalidad y trascendencia de los mismos. No por nada el hombre lobo es una leyenda. Lo es porque habita en el imaginario colectivo y, por lo tanto, ahonda en miedos, inquietudes y deseos de todos. Mientras que la obviedad, la sordidez y el aburrimiento dominan gran parte del cine europeo, las películas realizadas en Estados Unidos siguen apostando a la narración, las distintas capas de interpretación y lectura de las historias y el cuidar al espectador a la vez que se le ofrece una mirada sobre su existencia. El hombre lobo está dentro de los films que logran ese objetivo. Gran parte de eso se debe al director Joe Johnston, creador de films que siempre apuestan a lo narrativo, a lo entretenido y a lo sorprendente. Verdadero cultor del cine de perfil bajo, Johnston no ha conseguido jamás la fama de Spielberg, Zemeckis, Burton o Cameron y tampoco parece buscarla. Su carrera es como la de los directores de segunda línea del Hollywood clásico o de los directores clase B. Rocketeer (The Rocketeer, 1991), Jumanji (1995), Cielo de octubre (October Sky, 1999), Jurassic Park III (2001) y Océano de fuego (Hidalgo, 2004) son parte de una filmografía que a las claras demuestra la eficacia de las historias contadas mediante la sensibilidad y el gusto por la aventura y la fantasía, dos elementos estos últimos muy despreciados a la hora de dar premio. El hombre lobo es una remake del film de 1941 dirigido por George Waggner y escrito por Curt Siodmak. Este clásico, con Lon Chaney Jr. en el rol protagónico y Claude Rains y Bela Lugosi en otros roles, llegó tardíamente al esplendor de la Universal y jamás tuvo el glamour de Drácula o Frankenstein. Aun así, Lon Chaney Jr. sería para siempre “el” hombre lobo de la historia del cine. Volver al origen le permite a esta película saltearse toda la ironía postmoderna y volver a las fuentes. Intensa, violenta, llena de tragedia, esta nueva versión es una impecable exploración del relato gótico y los temas que subyacen en él. Un elenco importante –para nada clase B- que tiene a Benicio Del Toro y Anthony Hopkins por delante, acompañados por Emily Blunt, Hugo Weaving y Geraldine Chaplin, le da solidez a todo el film, que a su vez es notablemente espectacular en su equipo técnico, que suma a nombres como Walter Murch (montaje), Milena Canonero (vestuario), Danny Elfman (música) y Rick Baker en maquillaje. Este último elige, con notable inteligencia, el camino del maquillaje de los 40. No será el más verosímil para los buscadores de lógica y realismo (vean como les va a ellos en el film, por cierto), pero es sin duda un hallazgo de belleza y dramatismo. Una lección que nos trae este film es fácilmente reconocible como herencia del cine clásico: todo hecho con la máxima calidad, sin perder el rumbo del entretenimiento y sin ceder en la exploración de la experiencia humana. Esta tragedia, que se nos sugiere shakesperiana, nos recuerda que los grandes relatos universales no le han sido nunca ajenos al gran público, al contrario, y deberíamos tal vez comenzar a creer que son estos los relatos que seguirán vivos dentro de cien o doscientos años, y no esas burdas exploraciones narcisistas y pretenciosas que hoy se llevan premios y reciben buenas críticas, pero tienen -y hasta se huele- una clarísima fecha de vencimiento.
SOLO VIVIMOS UNA VEZ Vivir al límite (The Hurt Locker), dirigida por Kathryn Bigelow, cuenta la historia de un escuadrón que desactiva bombas en Irak. El film es una obra maestra y una de esas películas que recupera con total efectividad el arte cinematográfico por excelencia. Suspenso, emoción y el trabajo de una directora que merece, además de los premios ya obtenidos, el Oscar. En caso de ganarlo, pasará a figurar, en más de un sentido, en la historia del cine mundial. Los primeros meses del año son los más fuertes en lo que a premios de la industria cinematográfica refiere. Y si bien los premios no deciden los méritos de un film, sí colaboran a que éstos entren en la historia del cine. Ayudan pero no hacen milagros. Muchos films ganadores del Oscar a Mejor Película han sido olvidados y ni hablar de los premios a Mejor Dirección. Es cierto, los premios no nos dicen necesariamente si una película o un director son buenos, aunque es una gran satisfacción saber que a veces se premian a los mejores films y a los mejores directores. Vivir al límite (The Hurt Locker es el título original) de Kathryn Bigelow se merece ambos premios, y si los gana no sólo se habrá premiado al film y a su realizadora con justicia, también se habrán logrado -aunque esto no debe ser tomado como el motivo de premiación- dos reivindicaciones, diferentes entre sí, pero igualmente importantes. Vayamos primero a estas cuestiones y luego pasemos al análisis de la obra de Bigelow y de Vivir al límite. 1. La cuarta es la vencida. Los Oscar ya llevan 81 entregas, la del 2010 será la entrega número 82. No siempre hubo cinco directores nominados por año pero más o menos se puede calcular la cantidad de nominaciones. En estos 81 años sólo tres mujeres fueron nominadas a Mejor Dirección. En 1977 Lina Wertmuller (Pascualino siete bellezas, 1975), en 1994 Jane Campion (La lección de piano, 1993) y en el 2004 la primera directora norteamericana en recibir nominación, Sofía Coppola (Perdidos en Tokyo, 2003). Obviamente ninguna ganó ni tampoco eran fácil la competencia. Tanto Campion como Coppola se llevaron en sus manos el Oscar a Mejor Guión. No estamos aquí juzgando cada premio en particular, sino la sumatoria de los premios y lo que nos dice la ausencia de mujeres directoras en las nominaciones. Lo que nos dice es obvio, que las mujeres no han tenido el espacio que se merecen en la historia del cine en lo que a dirigir films se refiere. A las pioneras de la historia del cine (previas al Oscar) les siguió Dorothy Arzner, la gran directora y prácticamente la única, antes de la Segunda Guerra Mundial, del Hollywood clásico. Entre sus películas más importantes y significativas se encuentran: The Wild Party (1929), Tuya para siempre (Merrily We Go to Hell, 1932), Hacia las alturas (Christopher Strong, 1933), La esposa de Craig (Craig's Wife, 1936), Matrimonio y señorío (The Bride Wore Red, 1937), Baile y pasión (Dance, Girl, Dance, 1940). A partir de los 60 se generó un cambio que llegaría de lleno al cine industrial en los 80, cuando se les dio mayor espacio a la mujeres directoras. Pero fue demasiado el optimismo para lo que finalmente se logró, porque no fue dentro de la industria donde se les permitió desplegar su arte, sino en el ámbito del cine independiente, por su condición de ser un espacio en donde el riesgo económico es menor. Y ahí está la clave de todo: donde está el dinero y el poder, las mujeres no dirigen. Cierta hipocresía de la industria, porque muchas mujeres producen; aunque tampoco las mujeres productoras han logrado, por ejemplo, ganar el Oscar a Mejor Película en solitario. En ese grupo de mujeres que entraron en Hollywood en los 80 estaba Kathryn Bigelow, quien demostró, desde el comienzo, poseer un talento superlativo. Si Bigelow llegara finalmente a recibir su Oscar, lo hará por su trabajo en un film, pero a la vez se convertirá en la primera mujer en ganar el Oscar a la Mejor Dirección. Ese camino que la llevó hasta allí fue peleado durante décadas por muchas mujeres directoras, aunque la más emblemática de todas es Dorothy Arzner. 2. Una larga historia de cine puro Alfred Hitchcock nunca ganó el Oscar a Mejor Director, Howard Hawks tampoco. Alcanzan estos dos nombres para esbozar una teoría acerca de qué tipo de cine no gana premios. Pensemos también en Raoul Walsh, Fritz Lang, Anthony Mann, Don Siegel, todos realizadores que podrían conectarse con la mirada del cine que tiene Kathryn Bigelow, y que, en general, no reciben nunca el prestigio de un premio como el Oscar. En el cine contemporáneo, directores como John Carpenter o Michael Mann también padecen el mismo problema, aun siendo directores muy valorados entre los expertos. Ni hablar de directores como George A. Romero o incluso Tim Burton, tan aferrados a los géneros. A otros como Steven Spielberg les llegó el momento cuando hicieron films como La lista de Schindler; o a Robert Zemeckis con Forrest Gump o, un fuerte competidor de Bigelow este año, James Cameron, por Titanic. Y aun queda muy bien, en algunos ámbitos, no ser prestigioso o quedar al margen de la Academia, lo cierto es que hay una tendencia a desvalorizar por, parte de la industria, los films que, paradójicamente, explotan a la perfección las posibilidades del lenguaje cinematográfico y las herramientas más puras que este arte proporciona. Vivir al límite es cine puro. Es una película visual, puramente visual y llena de suspenso. La famosa definición de suspenso que daba Alfred Hitchcock sostenía que si tenemos a un par de personas, hablando de béisbol o de cualquier otro tema, alrededor de una mesa, y a los cinco minutos estalla una bomba y los hace volar por el aire, ¿qué tiene la audiencia?: apenas diez segundos de tensión. Ahora bien, si tomamos la misma escena y les hacemos saber a la audiencia que hay una bomba debajo de esa mesa y que va a estallar en cinco minutos, la emoción que se logra en el público es totalmente diferente. Entonces la misma charla se ha vuelto irrelevante, el espectador ya ni la escucha, sólo quiere que los personajes se vayan de allí. Pero Hitchcock decía algo más: la bomba no debe nunca explotar, porque si lo hace el espectador no tendrá alivio y se sentirá defraudado. En Vivir al límite, la acción gira en torno a un comando desactivador de bombas en Irak. Por lo cual tenemos las máximas hitchcockianas llevadas al extremo del suspenso. Hay muchas bombas, siempre hay bombas, diferentes clases de bombas con distintos mecanismos y un tiempo breve para desactivarlas. Y sabemos, además, que a veces estas bombas estallan y matan. Más la posibilidad de que haya francotiradores dispuestos a matar al que desactiva la bomba y de que cualquiera puede ser un potencial activador de dichas bombas a control remoto. Así que, luego del prólogo del film, habrá en el film muchas bombas que no estallarán, y algunas pocas que sí. Resumido de esta forma, queda claro que Vivir al límite es un film visual, en el que la imagen lo dice todo, la puesta en escena lo construye y un montaje impecable le termina de dar un cierre perfecto al trabajo de la directora. Con personajes que son profesionales que trabajan al estilo de los films de Howard Hawks o de John Carpenter, dos grandes influencias en el cine de Bigelow, y dos directores que buscan el análisis de la psicología de los personajes sólo a través de sus acciones. ¿Seguirá este estilo cinematográfico extraordinario siendo ignorado a la hora de los premios o este año será, además de todo lo dicho, la reivindicación del cine puro? 3. Violencia y emoción Al final del capítulo 2 del libro The Cinema of Kathryn Bigelow, Hollywood Transgresor, la autora del texto, Robynn j. Stilwell, dice que los elementos principales del cine de Bigelow son tres: géneros (genre), género (gender) y violencia. Interesante resumen de una filmografía tan compleja como la de esta directora. The Loveless, su opera prima -codirigida con Monty Montgomery- es de 1982, su film más reciente, Vivir al límite, es del 2008, durante estos años dirigió un total ocho films, siendo algunos más populares, otros más prestigiosos, más de uno film de culto y la película que analizamos acá, su título más prestigioso. Bigelow nació el 27 de noviembre de 1951 en San Carlos, California. Su primera pasión fue la pintura, donde desarrolló una carrera y donde pasó de estudiar en San Francisco a New York en un programa de becas del Museo Whitney. La beca incluía un estudio donde desarrollar su obra y Bigelow se encontró finalmente con un cuadro suyo exhibido en tan prestigiosa institución. Luego estudió cine en la universidad de Columbia, aunque su corto llamado The Set-up (1978) lo realizó antes. En ese corto, curiosamente, género y violencia se daban la mano, dos elementos que volverían siempre en Bigelow. Dos hombres se golpean mutuamente y, en off, dos filósofos analizan la situación. En coincidencia con este período, Bigelow vio todo el cine que pudo, asistió a seminarios dictados por Andrew Sarris y se fascinó con las más variadas corrientes cinematográficas. Su primer largo, The Loveless, es un film afectado por una mirada no del todo narrativa del cine, un clásico ejemplo de estética proveniente de otra mirada del arte. Willem Dafoe interpreta a un motoquero de los 50, en un film que evoca a films como por ejemplo El salvaje, el clásico con Marlon Brando. En el libro ya citado Bigelow explica que se resistía todavía a lo narrativo y que el film es más bien una meditación. Lleno de momentos sin acción, de pequeñas situaciones que desmitifican la glamorosa apariencia de los motoqueros, la rebeldía de los protagonistas con respecto al sistema, el individualismo vs. el grupo, el cuestionamiento de los géneros cinematográficos y de los géneros sexuales asoman aquí y seguirán haciéndolo en el cine de Bigelow. Su siguiente film, Cuando cae la oscuridad (Near Dark, 1987) es un neo noir western de vampiros que evoca tanto al cine de cowboys como a los films clase B y, en particular, a John Carpenter. Con varios de los actores de James Cameron -quien se convertiría luego en su esposo- la película posee un destino de film de culto que no tardó en respaldar el tiempo. Bigelow pone a los géneros cinematográficos de cabeza y crea personajes con roles sexuales complejos, poco habituales, y, como ocurría en el film anterior, bordeando la androginia sin caer en trazos gruesos. Testigo fatal (Blue Steel, 1989) fue su primer proyecto mainstream y cuenta la historia de una mujer policía novata, Jaime Lee Curtis, que pierda su arma, la cual es tomada por un asesino que jugará con ella toda la película. Policial melodramáticamente exagerado, con un nada oculto análisis del universo fetichista, la película se perdió en una ola de films de los 80 y se pasó por alto nuevamente la controvertida y transgresora mirada de la directora. Algo de Madigan (1968) de Don Siegel parece asomar aquí, con esa historia de policía que pierde su arma y debe soportar los crímenes que se cometen con ella. Su mayor éxito lo lograría con Punto límite (Point Break, 1991) que no sólo se convirtió en su film más popular, también, en su película más emblemática en muchos aspectos. Las conductas obsesivas de los personajes, las adicciones al vértigo y la intensidad, la androginia, el homoerotismo y las alteraciones de los roles sexuales. La acción trepidante que aquí llegara a su punto más alto y una tensión sólo igualada por Vivir al límite. Este policial sobre un policía encubierto, Johnny Utah (Keanu Reeves), que debe capturar a una banda de asaltantes de bancos, surfers, liderado por Bodhi (Patrick Szwayze) es una verdadera obra maestra del género. Otra vez Don Siegel, esta vez con su maravillosa The Killers (1964), parece asomarse aquí, cuando vemos a (un hombre con máscara de) Ronald Reagan liderar la banda. Días extraños (Strange Days, 1995) era un film incendiario que planteaba un futuro donde la ciudad de Los Angeles, a fines de 1999, estaba al borde del colapso y donde la adicción a las emociones fuertes se vendía con unos sistemas que eran grabaciones de experiencias intensas vivida por otros. Un ex policía (Ralph Fiennes) descubría, sin quererlo, el encubrimiento de una golpiza policial que terminaba en asesinato. Una clara alusión al caso de Rodney King que parecía anunciar una debacle total al final del milenio. Ni la espectacular puesta en escena, ni el impresionante plano secuencia en subjetiva inicial, ni Juliette Lewis cantando covers de P.J. Harvey le interesaron al público. La historia de amor, con un hombre femenino y una mujer masculina (Angela Bassett) no pareció gustar demasiado o tal vez el hecho de que fuera apasionada e interracial también afectó el resultado. El peso del agua (The Weight of Water, 2000) pasó sin pena ni gloria, a pesar de la exploración de tensiones y transgresiones sexuales analizadas con una mirada nada complaciente. Amenazada por quedar fuera del sistema, Bigelow tomó rápidamente K-19 The Widowmaker (2002) notable e incomprendido film que transcurría en un submarino soviético y le permitía explorar universos de tensión y violencia masculinos. Profesionalismo, ética, lealtad, temas interesantes con dos protagonistas también interesantes: Harrison Ford y Liam Neeson. Verdadera clase de narración cinematográfica que no fue valorada como correspondía. La violencia en el cine de Bigelow jamás ha sido gratuita, la mirada del mundo masculino y femenino siempre ha sido lúcida y original, el análisis de los roles de género en la sociedad y la deconstrucción sin afectar la narración de los géneros cinematográficos la convierten a Bigelow en una cineasta siempre interesante y con una mirada digna de análisis. De hecho, sus compañeros de generación han triunfado en muchos de los temas que ella ha trabajado, pero a la larga no pudieron salir del todo de la mirada inequívocamente masculina de los temas. Bigelow sí, ha logrado ver y construir ambos espacios cuando se lo ha propuesto en sus films. 4. Adictos a la intensidad Vivir al límite es una de esas películas cuya forma narrativa es llevadera y clásica, pero a la vez explora formas no tan estructuradas de guión. La suma de grandes escenas que van construyendo los temas y el espíritu del film. Muchos grandes directores clásicos supieron armar relatos clásicos que, como ocurre aquí, se construían con gran libertad, confiando en la inteligencia del espectador y en la fuerza y el sentido final del film. "La guerra es una droga" dice el fragmento de la frase inicial que queda cuando el resto de la frase desaparece. Una droga sin sustancia, como se la denomina hoy día, una adicción que no depende de una sustancia como drogas o alcohol. Los personajes del cine de Kathryn Bigelow se obsesionan con aquello que les fascina, se sumergen hasta el fondo en aquello que les da intensidad. Como en Bodhi, en Punto límite, que busca una ola perfecta que finalmente lo tragará, pero le evitará el encierro, el Sargento Superior William James (Jeremy Renner en una actuación tan impecable que uno hasta puede olvidar que actúa) no puede dejar de enfrentarse a las bombas más complicadas y peligrosas y desactivarlas en el terreno más hostil posible. Cada escena, cada desactivación -o no- de cada bomba es una secuencia que cierra como una historia propia y va acumulando tensión y adrenalina a lo largo de las dos horas y diez minutos que dura el film. Luego del perfecto prólogo, la película deja ya al espectador en tensión el resto de la historia. Con alivios, claro, pero que pronto conducen a otro momento de tensión. Un espectador que no se entrega a este juego o un crítico que ignora el lenguaje del cine, tal vez se sientan tentados a pensar que el film no trata de nada, cuando en realidad el film es de una solidez absoluta. Analiza, mediante su espectacular suspenso, la personalidad de aquellos que no pueden encontrarse a sí mismos, sino a través de las experiencias extremas (lo que pasaba también en Días extraños y en Testigo fatal), pero lejos de plantear un juego obvio, Bigelow expresa esto a partir del lenguaje del cine. Una puesta en escena más que brillante nos sumerge de lleno en cada momento del film y nos hace participar en primera fila de la experiencia de sus protagonistas. Es la directora, y ninguna otra cosa, la que consigue que todo tenga la potencia que vemos en la pantalla. Nuevamente Bigelow se sumerge en un mundo masculino, aunque los temas del film excedan al género. Y, ahora en la otra acepción de género, el film pertenece al cine bélico. Y como toda obra maestra del cine bélico, el film no expresa un discurso ni a favor ni en contra de la guerra, más bien la describe, la toma como espacio donde ocurre la historia. Estos soldados tiene un trabajo, el protagonista tiene una adicción a ese trabajo y una necesidad de intensidad permanente. No se expresa palabra alguna que pueda considerarse una inclinación política, aunque cada espectador podrá interpretar alguna. Justamente el no hacer un discurso político hace de esta película una víctima fácil de diferentes ideologías. El suspenso a lo Hitchcock, el profesionalismo a lo Hawks, la herencia de Siegel, la asociación con Cameron, Mann o Carpenter son sólo para construir alrededor de Bigelow un árbol genealógico. Pero cada escena brillante, cada momento extraordinario del film, le corresponden a su inspirado y poderoso trabajo. Trabajo que ya ha cosechado muchísimo premios y que merece haber llegado hasta el Oscar. Lo gane o no, Kathryn Bigelow ha entrado definitivamente en la historia grande del cine mundial.
LA UNIÓN HACE LA FUERZA Resulta gratificante poder decir, como espectadores, que nos hemos acostumbrado a la presencia de Clint Eastwood como director, año tras año, siempre con un nuevo título estimulante, complejo, lúcido y, por supuesto, clásico como pocos. Invictus es un film basado en hechos reales, y si bien ésta no es la primera vez que el realizador toma la realidad como base de inspiración, en esta ocasión se trata de la historia reciente: la Copa mundial de Rugby celebrada en Sudáfrica en 1995, y de uno de los personajes más importantes del mundo contemporáneo: Nelson Mandela. Hacer cine político es siempre una trampa, pues el discurso que se busca expresar termina muchas veces por reducir todos los elementos del film en pos de destacar las motivaciones ideológicas que originaron el proyecto. No hace falta, de cualquier modo, pensar demasiado para saber que si Clint Eastwood busca en una película llegar al espectador a través de su discurso político, nunca lo hará en detrimento de su oficio de cineasta, ni del arte, ni del mero entretenimiento. Aunque Eastwood jamás ha sido un cineasta político en el sentido tradicional, sino más bien, un observador lúcido de la sociedad; y no sólo de la de su país de origen, sino de la sociedad en general. Sus maestros, Don Siegel y Sergio Leone, le mostraron el camino de la narración y el lenguaje del cine. Sus referentes más notables, como John Ford o Howard Hawks, tampoco dejaron nunca de lado el lenguaje cinematográfico ni su mirada del mundo. El Mandela que aparece aquí representado y la historia que se cuenta podrán estar más cerca o más lejos del personaje real y de los hechos, pero Eastwood sabe que esto, aunque parezca un poco fuerte, es secundario. Las licencias poéticas que el director se puede haber tomado poseen un sentido, y ese sentido está en el film. Mandela se parece aquí al Lincoln de El joven Lincoln, de John Ford, en el sentido de que se explora su simpatía y su sentido del humor, y se lo eleva con sutileza, pero con seguridad, como una figura histórica detrás de la cual vendrán la unión y la fuerza. No es raro que Eastwood haya elegido a este estadista y a la historia del Mundial de rugby de Sudáfrica de 1995. Por un lado, porque es una clásica historia de un equipo perdedor que, a puro corazón y sacrificio, debe elevarse como campeón. Por el otro, por ser una metáfora acerca de aquello que hace que una sociedad crezca. Verdadera obra en contra de las antinomias, Invictus propone un discurso muy poco popular en muchos países y épocas. De haberse realizado este film en Argentina, para utilizar un ejemplo concreto, habría sido, probablemente, acusado de las más horribles calumnias. Es que la película propone el perdón como motor para ir hacia delante, dejar atrás el pasado y avanzar todos juntos, amigos y enemigos, en pos de un ideal común que eleve a la nación. Claro que también el film puede ser interpretado como una lectura sobre el momento que Estados Unidos atraviesa en la actualidad, su crisis, su nuevo presidente, su mirada al futuro. El rugby funciona como funcionaba el mito en las antiguas sociedades y como funcionó el western en la cultura norteamericana. Por eso Eastwood se siente tan a gusto con esta historia y por eso, a prácticamente cuarenta años de su inicio como director de cine, nos entrega esta obra de profundo humanismo y emoción. Detrás de este amable cuento, hay también una sutil nube oscura, ya que nada es tan sencillo como parece. Si aquellos pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla, también hay que decir que aquellos pueblos que sostienen la antinomia y el resentimiento están condenados para siempre al estancamiento y, de alguna manera también, a repetir una y otra vez su historia.
LA MAGIA DE TUS BAILES En el próximo mes de enero se estrena en la Fundación Proa, Copacabana, el esperado documental de Martín Rejtman (Silvia Prieto, Los guantes mágicos), que describe la vida de la comunidad boliviana en Buenos Aires a partir de la fiesta de Nuestra Señora de Copacabana. Con notable criterio estético, el director arma un film original que se adentra en un mundo ajeno al espectador porteño, a pesar de tratarse de una comunidad con la que convive a diario. Lo maravilloso del cine, en particular del cine documental, es que en apenas una línea se puede resumir de qué trata un film y, a la vez, no se está diciendo nada sobre el mismo, sino que hay que verlo para poder entender qué ha decidido hacer el director con ese punto de partida. Así las cosas, la idea de un documental sobre la comunidad boliviana en la Argentina es -a priori- fácilmente asociable a un cine social de denuncia o a una simple mirada lineal y políticamente correcta acerca de ese grupo migratorio. Pero está claro que, en manos del realizador Martín Rejtman, el film debería tomar otros derroteros, menos obvios y más interesantes. Y las sospechas se cumplen con creces. Luego de unos primeros travellings laterales en los que se muestra un barrio de Capital Federal en donde se arman los festejos de la comunidad, el film se sumerge en una serie de escenas que le otorgan ya su esencia y su sentido. Se observan entonces diferentes grupos que ensayan o se presentan bailando en la Fiesta de Nuestra Señora de Copacabana. Decir que el film se juega todo en estas escenas no es exagerar. Se podría afirmar que Rejtman cumple con una dualidad casi contradictoria: la de mostrar por un lado un mundo tal cual es y, por el otro, realizar una puesta en escena con sutiles elementos de artificio y notoria presencia de una intención estética definida. Este pequeño juego al que el director nos introduce nos lleva a cuestionar la naturaleza misma del documental, género en el cual los realizadores más respetuosos y comprometidos ideológicamente terminan realizando films anodinos e incluso contradictorios con sus intenciones originales. Rejtman no es un cineasta político en el sentido tradicional, por lo que el sentido político que el film pueda tener se desprende del propio lenguaje y de las situaciones, y no de una bajada de línea forzada del director. En esas primeras escenas de bailes, Rejtman ya nos conecta con la comunidad boliviana de forma absoluta. Medio film abarcan estas costumbres que se van ganando el corazón del espectador más distante o poco interesado en el tema. El racismo y la tensión que a diario se percibe en la Argentina y de los cuales casi nada se habla en los medios, se verían completamente derrumbados con estos bailes, que generan un nivel de comprensión, empatía y admiración que muy pocos cineastas podrían haber logrado con tanta fuerza. El film no es profuso en diálogos, pero sí lo es en imágenes de grupos de personas bailando, ensayando, compartiendo espacios comunitarios. Y es precisamente gracias a esto que la película gana en belleza y fascinación. Lejos está de una actitud despectiva, claro, pero lejos está también de una actitud paternalista o cínica. En manos de un director mediocre, estas escenas podrían haber caído en el ridículo; en manos de Rejtman, cobran una nobleza extraordinaria. Y así, sin una estructura dramática convencional, pero creando siempre interés, sin declaraciones ni entrevistas, con algunos pocos diálogos filmados con distancia y alguien que muestra un álbum de fotos, Copacabana se va imponiendo en el corazón del espectador con herramientas puras y sin golpes bajos, aun cuando se oscurece un poco en la segunda parte, donde nos sentimos doblemente comprometidos debido a lo que pudimos ver en la primera mitad. Es posible que esta película sea el acercamiento más genuino y efectivo que los medios audiovisuales hayan hecho a la comunidad boliviana. Y eso es mérito de un realizador que aunque dice desconocer el género documental, no caben dudas de que conoce la naturaleza del cine.
VUELO SOLITARIO Esta comedia dramática, o este drama con humor, cuenta la historia de un personaje solitario cuyo trabajo a lo largo de todo su país lo obliga a pasar más tiempo viajando que en su casa. Con habilidad y oficio, el director consigue equilibrar el tono agridulce del relato a medida que devela poco a poco el sentido del film. La siguiente crítica analiza el final del film, por lo cual se recomienda no leerla antes de ver la película. Vamos a pasar por alto la inclusión de la palabra amor en la versión local del título porque merecería un análisis sociológico más que otra cosa, y éste debería hacerse acerca de las personas que lo eligieron y no sobre el film en cuestión. La historia es sencilla y clara. Ryan Bingham (George Clooney, que demuestra en cada nueva película su infinito talento) tiene un trabajo por el cual debe despedir a empleados de diferentes empresas utilizando técnicas que impidan que se produzca un escándalo o una situación violenta por parte de los despedidos. Su trabajo lo obliga a pasar tanto tiempo viajando que prácticamente no tiene un hogar. Como en el film de Wong Kar-wai Days of Being Wild, su personaje parece aquel pájaro de la leyenda, que vuela todo el tiempo sin posarse nunca, excepto para cuando va a morir. No es que Ryan vaya a morir, ni siquiera cuando en un brevísimo pero terrible momento, malinterpreta lo que le dice una azafata que le ofrece una lata pensando que le pregunta si le gustaría un cáncer ("would you like the can, sir" se oye primero como: "would you like the cancer?" ). Pero la metáfora, en Wong Kar-wai y en este film de Jason Reitman, alude a otra cosa, alude a un compromiso, a sentar cabeza, a arriesgar en la tierra y dejar de estar arriba en el aire. Toda la película coquetea con las reglas de la comedia brillante del cine americano, con buen ritmo, música, actores carismáticos y un trabajo de imagen impecable. Pero claro, la profesión del protagonista es lo suficientemente dura como para que uno también vea en eso cierta felicidad prefabricada, cierto orden a punto de resquebrajarse. Entonces la pregunta principal es apenas una: ¿Comprenderá Ryan que el mundo sin compromisos, sin hogar y sin pareja es finalmente un mundo malo? O, por el contrario: ¿Verá finalmente Ryan que las ideas que él tiene del mundo son las correctas y confirmará sus teorías? Lo primero nos llevaría de lleno a un film simpático, amable, una felling good movie, un film para sentirse bien. Claro que a su vez los cínicos y los falsamente progresistas entenderían esto como un ataque a la individualidad, a la libertad de pensar diferente o, simplemente, a no ir por los caminos habituales. Por el contrario, si el film explota sus conexiones con los Hermanos Coen, Robert Altman y American Psycho, entonces la simpatía se reduce, la dureza crece y aquellos que amarían el otro film, pasarían a odiar éste y viceversa. Jason Reitman busca llevar al máximo esta duda. Y creo que toma la mejor de las decisiones, aunque seguro no faltará una tercera corriente que diga que es la peor. Ryan no es una mala persona. Ryan se hace el cínico, pero no lo es. Ryan sí sabe la dureza de viajar solo, de vivir solo, de no tener copiloto, sí tiene miedo al momento en que "una lata, señor" signifique finalmente eso otro que lo atemoriza. Pero a la vez el film le confirma a Ryan sus peores sospechas. Es decir, que no condena finalmente sus elecciones solitarias, al contrario. Y como el pájaro mencionado al comienzo, posa una pata, pero a diferencia de aquel, justo a tiempo logra despegar nuevamente. Todo vuelve a empezar, para bien y para mal. Algunos actos de genuina generosidad en tierra lo enaltecen, pero su destino, o sus destinos, están allá arriba, en el aire.
DEMASIADO ELEMENTAL Es muy tentador y fácil convertirse en inspector de policía para juzgar con dureza la fidelidad al personaje creado por Arthur Conan Doyle, en este nuevo film de Guy Ritchie. Sherlock Holmes toma al detective más famoso de la historia como punto de partida de una nueva serie de films que muestra, una vez más, la inmortalidad del personaje. Arthur Conan Doyle tuvo durante toda su carrera de escritor una bendición y una maldición: Sherlock Holmes, el personaje, fue la creación más popular y exitosa de su obra, pero a la vez, el nombre que opacó al resto de su prolífica y ecléctica producción literaria. Quienes admiramos profundamente al escritor escocés de familia irlandesa, hemos pasado en general por ese momento en el cual nos hemos preguntado cómo podía ser que un personaje tan maravilloso fuera rechazado por su autor. Recuerdo que el primer libro que compré en mi vida fue Estudio en escarlata, casualmente la primera aventura del famoso detective y su compañero, el Dr. Watson. Este Doctor, una especie de alter ego de Conan Doyle, solía ser el narrador de las historias de Sherlock Holmes. Descubrir estos relatos es, para cualquier lector, un momento maravilloso pues las historias son apasionantes. Es por ello que, hasta que uno no lee el resto de la obra de Conan Doyle, resulta difícil entender el rechazo del escritor por su más inolvidable personaje. Cuentos, novelas, ensayos y hasta dramaturgia fueron el grueso de su obra y, hay que reconocer, que en muchos casos esta última es lo mejor de su obra. No sólo Holmes y Watson fueron personajes con varios relatos, también el Profesor Challenger, creado en otro clásico: El mundo perdido (The Lost World), volvió en otras historias, así como el impar Ettiene Gerard fue protagonista de relatos llenos de humor e ingenio. Novelas de caballería como La compañía blanca (que alguna vez John Ford pensó en llevar a la pantalla) o Sir Nigel, también merecerían un espacio de mayor importancia en la historia de la literatura. Como si esto fuera poco, los cuentos de médicos, piratas, boxeadores, militares, y sus relatos de terror y ciencia ficción son obras maestras que muestran la capacidad de Conan Doyle para utilizar diferentes tonos y géneros. Cansado de su creación más famosa, el escritor intentó matarlo, pero la presión fue tan grande que Sherlock Holmes tuve que volver y seguir con sus aventuras. Ya en los últimos años de su vida -murió en Londres en 1930-, Conan Doyle pudo observar cómo el cine comenzaba a explotar de forma sistemática al detective de Baker Street. Si bien hay muchos ejemplos de películas individuales -hasta Billy Wilder realizó un film sobre el detective- en general hubo una tendencia a crear series, cinematográficas y de televisión. Cualquier iniciado en el tema sabe que el más famoso Sherlock Holmes del cine fue Basil Rathbone, y que Nigel Bruce interpretó a su compañero Watson. Para un repaso de estos cientos de films recomiendo -por estar traducido al español, además- Las películas de Sherlock Holmes, de Chris Steinbrunner y Normal Michaels. Y también es recomendable seguir la vida de Conan Doyle a través de las innumerables biografías escritas, ya que su vida es asimismo material de estudio interesante. Toda esta introducción, muchísimo más breve de lo que hubiera querido que fuera, es para hablar de Sherlock Holmes, dirigida por Guy Ritchie, con Robert Downey Jr en el papel de Holmes, y Jud Law en el rol del Dr. Watson. Esta nueva película es la apuesta del cine industrial más importante que se haya hecho en muchos años sobre el personaje, y es posible que se convierta en la más taquillera y famosa de las adaptaciones de ahora en más. El film no es una adaptación de ningún relato de Arthur Conan Doyle, aunque sí, una relectura de sus personajes principales. Pero esto no es una novedad, hace mucho que el teatro inventó historias de Holmes y lo mismo hizo el cine, aunque lo más interesante es sin duda el número importante de pastiches que ha tenido Holmes en la literatura. El pastiche es casi un género literario o un estilo, que toma un personaje famoso y lo coloca en historias nuevas, imitando el estilo y las características, pero siempre de manera apócrifa. En esta categoría entran muchísimos films, incluso el realizado por el director Guy Ritchie. Está claro que el film no respeta de forma estricta al personaje, que coloca mucha más acción y que se aferra a todo aquello que pueda producir un espectáculo grandilocuente más que un policial reflexivo. Se ha enfatizado -según el canon actual- la belleza de los protagonistas con un importante estado físico y un sentido del humor definitivamente excesivo. Y ahí surge la única duda importante, que no tiene que ver ni con Conan Doyle ni con el respeto a su obra. Lo que se observa en este film es una inquietante superficialidad, un deseo de ir por la cáscara de las cosas, una extensión de los recursos sin sentido habituales en su director. Ritchie, realizador de Juegos, trampas y dos armas humeantes y Snatch, cerdos y diamantes, se especializa en el efecto por el efecto mismo, en la acción sin sentido y en ningún tema ni interés en particular. En manos de tal director, la película se sumerge en escenas aburridas y en momentos irrelevantes por demás. Encontrando su mayor interés en la impecable actuación de Robert Downey Jr., que si no tuviera a su alrededor un montaje frenético incluso en escenas intimistas, podría dar aun más en su caracterización de Holmes. Tal vez la siguiente película sea mejor que ésta, tal vez la anunciada presencia del enemigo máximo de Holmes, el Profesor Moriarty le otorgue complejidad al relato. Tal vez cambien el director y el guionista. Todo es hipotético, excepto una cosa que Conan Doyle sabía muy bien: nada ni nadie puede matar a Sherlock Holmes.