El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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El placer de observar(la) Diez años pasaron luego del estreno de La mujer sin cabeza para que Lucrecia Martel realice Zama, basada en el libro homónimo de Antonio Di Benedetto. Manuel Abramovich, por una amiga en común, consiguió el mail de la directora y le propuso registrar el rodaje; ella, con humildad y algunas dudas, aceptó. Así surgió Años luz, cuya búsqueda no está enfocada en dar a conocer los pormenores de la filmación como se podría sospechar, sino en retratar a la responsable de esta manifestación artística, para desentrañar desde un punto de vista privilegiado su esencia creativa. Gracias a la idea, perseverancia y agallas del director de Soldado, podemos sentirnos cerca de su naturaleza en acción, como nunca antes lo estuvimos y nada menos que al momento de realizar esta gran y esperada obra. Lejos de ser un making of, es un documental que comparte una experiencia única, un encuentro con una persona que admiramos (con sobradas causas), tanto nosotros como él, que dedica la preponderancia de sus encuadres a descubrirla. Es estar ahí, en el detrás de escena que tanto intentamos imaginar, potenciado en su momento con El mono en el remolino, aquella crónica de rodaje que anticipó el propio estreno de la película. Es comprobar desde un vouyerismo ideal el fulgor que desprende su cine, ese toque imperceptible que sentimos al verlo, más allá del hecho estético. El resultado termina siendo una revelación, y al mismo tiempo, una ratificación de su genio. La creación de un universo palpable es la mayor característica del cine de Martel, forjado desde una cadencia particular tanto en el transcurrir de las imágenes como en los textos, en el devenir de los personajes que se desenvuelven encerrados en su propio silencio, en el influjo del sonido que atraviesa las figuras y el paisaje , en el uso laberíntico del espacio. Años luz añade el vector que falta. Se dedica a dilucidar lo imperceptible, aquello que otorga una sensibilidad implícita, que no podemos explicar desde lo técnico o lo narrativo, sino que tiene correlación con la notable influencia personal y artística de la directora. Con una construcción que realmente termina emocionado, el documental refleja lo sintomático del arte, donde queda demostrada su capacidad para dirigir no solo una película, sino un equipo que está a disposición de la creación de su imaginario. La impasibilidad que mantiene aún en los momentos más tensos, su humor, su forma de ver y hacer las cosas, es de otro planeta. Con esto demuestra que formalmente sus obras son como es ella en su rol activo en dirección, en consonancia con el ritmo, la armonía, la profundidad que estas desprenden. Su labor se manifiesta completa, desde el trabajo con la cámara, los encuadres, la luz, el sonido, los actores, los diálogos. Años luz refleja su fundamental incidencia en cada rubro y la contemplación que ella impregna, verificando que el resultado es calculado, como si todo estuviese resuelto y fuera tangible aún antes de estar terminado, desde su propia percepción. Es inevitable pensar en Leonardo Favio en este punto. Sin embargo, hay una diferencia en la concepción: él, sabemos, lo hacía desde lo visceral, ella desde su capacidad sensorial, que aquí queda demostrada. Luego de un escueto intercambio de mails directos entre el portador de la idea y la musa inspiradora que dejan en evidencia que la idea es ajena a la producción de la película, estamos en el rodaje, observándola a Lucrecia Martel en sus gestos, sus ademanes, sus preocupaciones, siempre con una mirada profunda y vehemente. Por momentos, el personaje forastero parece no ser notado. Pero la presencia de Manuel está ahí a pesar de su omnisciencia, desde una cámara estática, donde el uso del teleobjetivo lo mantiene lejos, pero cerca. Él solo contra el mundo. Lucrecia demuestra por momentos el disgusto de su proximidad, de su existencia persiguiéndola desde el lente de su cámara atenta. Es así que deja constancia en más de una ocasión sobre la molestia que representa este invasor en su set, y hasta lo pone a prueba. Pero podemos suponer que la protagonista juega con esta presencia. Sabemos que accede a ponerse un corbatero, porque escuchamos su voz pese a la lejanía de la cámara. Al fin y al cabo, podemos creer aunque está atenta a un asunto de no menor importancia, este hecho la divierte y hasta quizás también es consciente de la puesta en escena del documental, como algo dentro de su esencia que no puede evadir (de hecho sabemos que tuvo incidencia en el corte final del documental). Años luz es cronológica a la filmación de Zama y va siguiendo la transformación de los escenarios y de los personajes. Los planos se dedican a contemplar el trabajo de la directora, pero también hay encuadres que muestran desde otro punto de vista la misma película con la voz en off de ella dando indicaciones, entre ensayos, repeticiones, hasta el resultado final. No quedan afuera las problemáticas que van desde un avión pasando, hasta un caballo que se escapa. Hay momentos sublimes, como la elucubración y la actitud de ella frente a algunas escenas o la intensa mirada a cámara de Daniel Giménez Cacho (Diego de Zama). El uso del sonido es impecable, como corresponde a una película donde ella es la protagonista. Es así que Manuel Abramovich evidencia que el goce de disfrutar el cine de Lucrecia Martel se manifiesta por lo excelso de su técnica, por las historias cargadas de una densidad notable, pero también por algo más, que es su mirada ante el mundo. Por eso, el gran logro del documental es, sin ánimo de spoilear, el sueño de conocerla en acción con el de fin de entender la magia silenciosa que desprende su filmografía, algo que no solo se disfruta plenamente, sino que también se agradece.
La cámara escolta a una vieja ambulancia en su transitar por una angosta ruta de tierra rodeada de pastizales. Sabemos que el recorrido es lejano, porque apreciamos la transición desde el amanecer hasta las primeras horas de la mañana. Su destino está del otro lado del puente de madera, aquel que separa el pueblito perdido de El Dorado del resto del mundo. Esta distancia que se manifiesta en la primera escena pone en evidencia el porqué de ciertos comportamientos de sus habitantes, que parecen sobrevivir por sus propios y esotéricos medios en lo remoto del territorio que los vio nacer. Por eso la ambulancia en este caso no significa una urgencia, sino la medicina tradicional abriéndose paso a las supersticiones de los lugareños, que no confían sino en sus propias curas y utilizan cintas, piolines, centímetros, palabras mágicas, sapitos y adrenalina. Mediante estos recursos, según ellos, pueden sanar todo tipo de dolencias, malestares, hasta enfermedades, pero lo que los habitantes hacedores de estos tratamientos basados en la fe y la buena voluntad no pueden curar es el espanto. Si uno sufre este mal, existe un último y al parecer único remedio: visitar en las afueras a Jorge, un señor de avanzada edad que trabaja en las plantaciones de zapallo, quien gracias a un método polémico (y hasta ilegal) puede librar a la persona de dicho padecimiento. Por medio de entrevistas frontales a un selecto grupo de familias en sus propias moradas y su cotidianeidad, nos vamos poniendo al tanto de la curandería que practican a diario, algunas de ellas conocidas y habituales como la cura del mal de ojo o el empacho, con eje principal en la intriga que genera en el espectador la afección que da título a la película. Luego de esta primera parte de presentación de personajes, historias y dones naturales, pasamos a convivir con ellos en sus actividades diarias, hasta en sus festejos. De este modo, el documental va dando conocer la conciencia colectiva del pueblo aislado a partir de sus costumbres y creencias, pero también de su conservadurismo e irracionalidad frente a ciertos tópicos. A través de comentarios, teorías conspirativas, interpretaciones, chusmeríos, posturas y gestos, vamos a entender el perfil de cada uno, pero a la vez del conjunto, exponiendo formas de ser y de pensar –¿Propias de todo pueblo rural o únicamente del que nos ocupa? En mis años de estudiante de cine, como práctica para la materia Dirección I, realizamos un ejercicio-cortometraje basado en el cuento Nunca más la veo del libro Las doradas manzanas del sol de Ray Bradbury, pretencioso quizás para el nivel de tiempo y producción que manejábamos. Pero el gran problema de su realización resultó ser la elección apresurada de la pareja de actores amateurs, de unos cincuenta años aproximadamente. Entre el acartonamiento que presentaban, que no recordaban el texto y la intensidad casi ridícula a la hora de actuar, creíamos que estaba todo perdido. Sin embargo, una vez frente a la computadora con el material, cambiamos el género y terminamos creando una comedia que causó bastante gracia en su proyección; casi un éxito podríamos decir. ¿Cómo? Con el mismo procedimiento que me trajo este recuerdo mientras veía El espanto: sacándole nuestras indicaciones audibles, dejando los silencios anteriores y posteriores a la “acción” en el que ellos se preparaban para comenzar a hablar, dejando que sus gestos y tosquedades le imprimieran la intensidad a los planos. Pablo Aparo y Martín Benchimol, con su mirada distante, intentan generar este tipo de humor para darle un efecto adicional a las declaraciones de sus protagonistas. Ciertamente, las opiniones de ellos son verídicas, pero en el recorte uno termina juzgando su ignorancia. Esto genera un malestar porque el mismo espectador, tanto como los directores, comienza a mirarlos con superioridad, y ya no con la ternura o compresión aparente del comienzo. Las posturas homofóbicas, machistas o encubridoras nos hacen sospechar lo peor de este grupo humano que se maneja con gran soltura frente a la cámara, como si estuviera acostumbrado a convivir con ella. Por momentos el film parece un fake, lo cual sería satisfactorio, aunque pronto nos damos cuenta que es solo la realidad que eligieron los realizadores para mostrarnos. Si bien resulta técnicamente eficaz y la idea funciona, se genera una dicotomía porque por un lado queremos conocer a los personajes y por el otro nos molesta que sean humillados por su modo de vivir y ver las cosas. No existe una opinión contraria que salve al pueblo de su estancamiento en el siglo XIX; tan solo la nuestra, siempre ayudada por la elección que se nos sirve en pantalla.
Perros callejeros ladrando, una iglesia frente a la plaza, locales con aleros de chapa y persianas bajas, plátanos y palmeras, calles de tierra y una ruta transitada a lo lejos componen la radiografía del lugar. Teléfonos inalámbricos, lata de chicles Ouch (pero con cigarrillos), cintas de colores y pulseras de mostacillas, aros de perlas, toalla gastada con la imagen de Frutillitas, casetes, equipo de música con la radio sintonizada en el viejo dial de la Rock and Pop: no caben dudas, estamos en los años 90, en un Conurbano alejado de la ciudad. Allí cuatro adolescentes en traje de baño matan el tiempo por separado en la hora de la siesta, acompañadas por el adormecimiento meditabundo del verano. El borde de una piscina, un sitio alejado en el parque, un dormitorio, un cuarto de baño con ventana al exterior, son los lugares donde vemos que ellas se sienten a gusto en sus casas, mostrando en su (in)acción ciertos rasgos de personalidad. Ya reunidas por la tarde, se preparan para salir. La ropa cambia de mano, se la prueban, se observan, juegan. Un flyer indica el destino de la noche: un Festi-Punk donde está anunciada la mítica banda de Gerli Alerta Roja (que no va a ser jamás nombrada, sino que parece ser un guiño personal de la directora). En una mochila en común, que será intercambiada por turnos durante la salida, guardan los cien pesos que juntaron entre todas, una Guia T y sus documentos de identidad con tapas verdes. No hace falta más nada, aunque cada una llevará encima su kit individual: chupetines, cigarrillos, monedas o walkman, según el caso. La espera del colectivo en la ruta indica la distancia que las separa de Capital. El recorrido eterno a la tierra prometida hace emerger la incertidumbre de lo que les depara la aventura. ¿Cuánto dura un recital? pregunta una, comprobando que el rock y por ende ir a ver bandas en vivo está de moda en la actualidad, sobre todo para adolescentes que agotan entradas Early Bird de Lollapalooza en un día, pero no así en los 90, cuando ese ambiente era estigmatizado como propicio para inculcar todo tipo de desviaciones; cuando el rock en sentido general, ni hablar del punk, parecían malas palabras. Ellas, a pesar de no tener preferencia de estilo a simple vista, se entregan a la noche. Bailan al ritmo adrenalínico de acordes que bien podrían confundirse con los de Los Brujos (siendo en realidad música original de Henry Navia para la película, acorde a la rememoración de aquellos años). Bailan todas, menos la única identificada con estilo rockero, quien constantemente se pone los auriculares que salen de su riñonera, como un síntoma más de postura o evasión. Las demás van desde lo naif hasta lo rebelde, pero disfrutan el pogo, la música, estar ahí, y logran arengar a la otra, que termina cayendo en la tentación de divertirse. Luego, empezarán las complicaciones. La falta de celulares es evidente y se siente en la narración un cierto énfasis para resaltar esta carencia. Paisaje para algunos puede resultar casi una utopía, pero así era todo: más difícil, a la vez menos expuesto, quizás más divertido o insoportablemente aburrido según el momento. No había forma de saber dónde encontrar a alguien sino era por la casualidad o el conocimiento, había que tener siempre monedas para teléfonos públicos y tratar de no perderse. Ni hablar de Uber, ni siquiera de remises, que recién comenzaban a circular para pasajeros ocasionales. En la deriva que las hace transitar por las temerosas calles del centro, el teléfono móvil parece ser un mcguffin pero en ausencia; es su falta lo que hace avanzar la trama y lo que coarta posibilidades que hoy serían elementales. Si bien la nostalgia es inevitable, vale aclarar que no hay excesos en función de mostrar la época, sino un devenir que la expone por sí misma. Todo retratado con gran sensibilidad, como si se tratase de un recuerdo fragmentado y lejano. Jimena Blanco elige planos cerrados con poca profundidad de campo para moverse durante toda la película, como una cámara espía que las muestra y acompaña en su camino incierto, también en su abulia. Las cuatro actrices, salvo en ciertos diálogos por momentos muy estructurados, compusieron cada personaje de forma genuina, creando con una mirada todo un mundo personal, mostrando con sus gestos lo inaccesible. Sin ahondar en preámbulos, dejándose llevar por las acciones, la primera mitad del relato permite el fluir de los personajes sin reparos. La directora y co-guinista (junto con Lucila Comeron), conocida por sus trabajos de producción, logra transmitir en su ópera prima la sensación de libertad que da el hecho de escapar a un lugar lejano sin que nadie lo sepa y a la vez, la inquietud de transitarlo. Pero en la segunda mitad las protagonistas caen en su estereotipo. No son juzgadas, pero sí sentenciadas a su perfil. Los abruptos sucesos que se precipitan hacia el final, sin entrar en detalles de la trama, son innecesarios para el nivel intimista que propone la película. Este grupo no duda, no baja la guardia, no experimenta lo que lo rodea. En definitiva, observamos seres previsibles que no se mueven de su status, ya sin la libertad que gozaban al principio del viaje. Es decir que en vez de crecer, se exponen. En Paisaje las cosas terminan siendo lo que parecían ser, y eso es una decepción. A tal punto que cuando una de las chicas revela su secreto, otra afirma: “era obvio”. ¿Necesariamente tenía que ser obvio? Habría sido más interesante un vuelco hacia la ambigüedad, o que las confesiones generasen valor agregado. Amén de resolver la trama o dar un golpe de efecto, no era esa la propuesta inicial. La calidad visual, el ritmo y la intención hacen que el film resulte, con todo, recomendable.
Es difícil hablar de Dry Martina sin referirse a las dos anteriores películas del Che Sandoval, director mimado del festival y que por segunda vez participa en la Competencia Internacional en el [20] BAFICI. Las películas del cineasta y guionista chileno, que ahora componen una trilogía, se caracterizan por la verborragia sexual de sus personajes, con la cámara enfocada en un único protagonista que, guiado por su tendencia a escapar, siempre está en movimiento físico, pero a la vez suspendido en sus emociones. La calle es el lugar favorito, donde el cruce con otros personajes hará a la historia. El sexo es una obsesión, aunque la personalidad impetuosa, soberbia y un tanto desagradable que caracteriza a estas criaturas suele malograr tales objetivos. En Te creís la más linda (pero erís la más puta) (2010) y Soy mucho mejor que voh (2013) esto resulta una constante, pues son films más simples en cuestiones argumentales, que prácticamente se desarrollan en exteriores y transcurren en el mismo día. Dry Martina, por el contrario, incluye más tramas, más espacios y progresión temporal, lo que da lugar a integrar otros personajes que adquieren vida propia fuera de la del rol principal. También conforma un cambio de paradigma respecto de los personajes misóginos característicos del director (aunque lo que odian en realidad sea a ellos mismos): ahora la protagonista es una mujer. Amén del género, los tres comparten el estatus de antihéroes natos. En los títulos de las películas de Sandoval, que sintetizan satíricamente la trama, queda muy clara otra diferencia, como se puede leer a simple vista: en los dos primeros casos está en primera persona y en interpelación contra la mujer, mientras que en Dry Martina describe la situación de la protagonista desde afuera, refiriéndose mediante un juego de palabras a la falta de excitación que padece. Tres fases del recelo, entonces: en la primer película, ella se la cree; en la segunda, ella es más talentosa. Ahora nos hallamos en la tercera instancia, donde será ella la que transite un camino lleno de guantes de box pegándole a su ego. Pareciera como si el director en esta película vengara a sus dos anteriores protagonistas hombres y entre los tres hubiesen puesto el título. Apenas comenzado el relato, Martina (una impecable Antonella Costa) huye en un taxi después de haber cantado solo medio tema en lo que iba a ser su retorno musical, interpretando no ya sus melodías pop-adolescentes que la llevaron a la fama, sino el repertorio de su madre que parece decirle desde la tumba Soy mucho mejor que voh. Así comienza su escape permanente: de su profesión, de la sombra artística de su madre, de su padre en coma, de su gata en celo, de su representante-esclavo, de su vida aburrida tras haber perdido el mojo desde que su novio la abandonó por una simple empleada de oficina. El sexo también es una válvula de salida y es en lo único que parece pensar Martina para recuperarse de la última década, que no la trató tan bien como la anterior. Entre la desesperación sexual y las frustraciones que se irá acumulando, esta comedia hunde progresivamente al personaje en su decadencia como diva. Dry Martina concibe su humor también desde el choque cultural entre el argot argentino y el chileno, (recuerdo ver en BAFICI las películas de Sandoval, sobre todo la primera, y no entender prácticamente nada de los diálogos por el modismo cerrado y veloz, que bien puede quedar como documento lingüístico-histórico del país vecino). Esta vez, con varias ventajas para el espectador tanto en cuestiones formales como narrativas, el film se vuelve for export con un modelo de producción en evidente evolución. Su narración es más concisa, aunque presente baches en la primera parte. Promediando la mitad del metraje, sin embargo, se vuelve más sólida (quizá por las colaboraciones de guion, entre ellas la de Martín Rejtman). Esto se torna notorio cuando se reafirma la interacción de Martina con su presunta hermana, papel muy bien interpretado Dindi Jane, y el padre de ella, un bien elegido Patricio Contreras que oficia de alguna manera como mediador entre ambos países. Acaso dicha segunda mitad confirme la calidad del próximo trabajo del director, que a partir de Dry Martina posiblemente sea muy esperado.
La voz del silencio presenta desde una perspectiva realista la vida de diez personajes, cuyas conexiones se van a manifestar tanto en cruces casuales como en reencuentros postergados. Este conjunto de seres anónimos dentro de una multitudinaria ciudad como es San Pablo está vencido por problemas de diversa índole: económicos, laborales, de salud física, mental, de vicios, excesos, o pérdidas insuperables. Autómatas de su vida cotidiana, no pueden escapar de su situación; hay quienes lo intentan, aunque el entorno no resulte de ayuda para persistir con su anhelo. El vínculo que une a todos, más allá de los encuentros que proponga la trama, es la soledad que padecen, causada por las adversidades sufridas, por los errores del pasado o por el peso de la realidad que transitan y no saben cómo manejar. Dando su vida por sentado, resignados a su mecanizada cotidianidad, un hecho astronómico hará tambalear el status quo que los mantiene; sino erguidos, sí en pie. Un anunciado eclipse lunar parece ser el responsable de transformar la energía de los protagonistas, dando así un pequeño vuelco a sus peripecias diarias. Los empuja a transgredir su pasividad, a reaccionar o cumplir pequeños objetivos a corto plazo, aunque manteniendo un nivel de pesimismo importante.Es decir, la existencia de este eclipse los ayuda a activar sus espíritus críticos o sus ansias de resolución, pero sólo es un movimiento inicial, que implica un darse cuenta más que un cambio en sí. Con un dinámico comienzo, Andre Ristum muestra, en su tercera película como director, la populosa ciudad paulista. Luego, casi como en un videoclip al compás de los golpes de una música electrónica de gran intensidad, presenta a los personajes en su rutina diaria. Desde allí nos transporta alternativamente a recorrer sus vidas, de forma siempre cronológica durante dos días, hasta llegar al climax anunciado por una gigante luna roja en el cielo. Con ritmo constante, las historias se entremezclan, sin que ninguna línea argumental parezca confusa, inconexa o discordante. La cámara, con el único propósito de exponer las circunstancias, es un ente neutral, salvo hacia el final donde una subjetiva muy bien resuelta nos muestra el estado mental de uno de los integrantes de este microcosmos. Pero sin lugar a dudas, el montaje es la principal virtud formal, como es predecible de sospechar tratándose de una película coral que encuentra la unidad en lo heterogéneo de las historias que retrata. Es inevitable relacionar la intención del director con Ciudad de ángeles (Short Cuts, 1993), de Robert Altman, o con su sucesora Magnolia (1999) de P.T. Anderson, o mismo con Iñarritu en su juego de hilvanar varias lineas argumentales. Sin embargo, a diferencia de las anteriores, aquí el espectador atento puede descifrar las relaciones a través de fotos, por ejemplo, sin que lo tomen por sorpresa las coincidencias. No es tanto la casualidad, o un accidente, o vivir en el mismo vecindario lo que genera las conexiones, sino la relación que ya existe de antemano entre los protagonistas. Por supuesto, también el destino juega un papel importante en estos cruces. La voz del silencio es un collage sobre las flaquezas, adversidades y reveses de una sociedad envuelta en una gran crisis, el Brasil actual. Llena de tintes dramáticos, mostrando la peor faceta del ser humano, se excede en la desesperación y lo vil, imponiendo una mirada con altas dosis de negatividad. Con algún que otro golpe bajo, incluso (a veces hasta arrebatando a los personajes los pequeños logros conseguidos, otras usándolos para adoctrinar). Parece que lo único que falta para completar el triste panorama es que la película transcurra en Navidad, sin pretender con esto citar la gran Felicidades (2000)de Lucho Bender, que con la misma intención,por lo menos, apelaba a un humor que terminaba siendo satisfactorio. La voz del silencio deja un gusto amargo quizás excesivo, a pesar de su válida intención crítica.
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La región salvaje podría conformar solo un drama realista donde la violencia, la homofobia, el machismo, la opresión institucional, la insatisfacción sexual y el amarillismo de la prensa sean las premisas para evidenciar. Pero un ingrediente extra entra a jugar en la historia: una criatura alienígena venida en un meteorito, con el poder de dar placer sexual único a quien se atreva a sus tentáculos. Quien lea lo anterior puede creer que esta película por su extravagancia es grotesca o absurda. Sin embargo, resulta todo lo contrario. Dentro del realismo que plantea, el agregado de ciencia ficción impulsa la propuesta, como una gran metáfora de lo que puede llegar a hacer una persona, a lo que se puede someter, en pos de su placer individual, además de poner en dimensión las temáticas antes mencionadas y mostrar que el empoderamiento de la mujer también es sexual. La película comienza con un meteorito cruzando lentamente el espacio exterior. El corte nos lleva a una mujer desnuda, dentro de una cabaña, masturbándose con un prominente tentáculo. Es decir, en los tres primeros minutos ya están presentados los pormenores fantásticos del film. Inmediatamente nos enteramos de que el bicho, que se vuelve adictivo para quien lo frecuenta, en determinado momento se aburre, y las personas cautivadas por el placer supremo que brinda se vuelven sus víctimas. El relato entonces sigue en la presentación de otros personajes, como si el meteorito, los tentáculos y la cabaña no existieran. No hace hincapié en mostrar al monstruo y sus gestas sexuales, sino en contar la historia que transitan los personajes que hacen a la obra. Sin embargo, la cámara con sus lentos travellings hacia adelante o hacia atrás, la música incidental de intriga, la fotografía de tonos fríos y rojos sangre, o incluso raíces, ramas, que figuran ser los tentáculos, acompañan con una dosis formal de terror durante todo el metraje. Es que esa presencia maligna que está latente en el pueblito de montaña implica la amenaza constante que verificamos que allí existe, pero más allá de la bestia, que por su condición alienígena de ciencia ficción lo más probable es que no sea fiable. El hombre está demostrado que puede acechar y ser aún peor. Después de leer el monumental libro de Roberto Bolaño 2666, a uno le queda bastante claro que el feminicidio en México no es solo una causa atroz de muertes, sino que además nunca se encuentra (o se busca) al verdadero culpable. La dimensión de esto es tan grande, tan virulenta, tan desproporcionada, que en La región salvaje nos tranquiliza que el responsable de los crímenes sexuales pueda ser un alien y no un humano, como sucede en la realidad. Por ello podemos considerar que el antagonista de la película no es la criatura venida del espacio exterior sino Ángel (la paradoja de su nombre no parece casual), que se muestra como un macho cabrío, que se agarra a trompadas siempre que puede, que ejerce violencia con su mujer. Un ser frustrado, reprimido, con doble moral, a quien creemos capaz de cualquier cosa. Él representa, acaso, a la sociedad mexicana bajo los valores del patriarcado, pero en realidad la otra gran antagonista encubierta del film es su madre: un ser despreciable, retrógrado, que se cree superior, influenciada por una religión católica que se siente en su discurso y el de sus nietos inculcados por ella. Su hijo, de hecho, termina siendo víctima de sus preconceptos, nunca se rebela sino que se sigue apañando en las nociones impuestas mientras hace su voluntad ocultando, mintiendo y ejerciendo violencia. En los trabajos previos de Amat Escalante ya habíamos visto la radiografía de un México profundo, con impactantes imágenes sobre la realidad social de este país. Ahora el director ganador de la Palma de Oro por Heli revierte la crudeza agregando el elemento de ciencia ficción para afirmar su cometido, dejando una sensación aún más provocadora. Cabe destacar las escenas de soft-porn sobrenaturales, arraigadas en los efectos visuales y en la excelsa fotografía de Manuel Alberto Claro (colaborador de Lars Von Trier); esta otorga la atmósfera adecuada ante el riesgo de ridiculez en ciertos momentos. Algo es seguro: La región salvaje, por la que obtuvo el León de Plata en Venecia, no pasa inadvertida y pone en la mira a Escalante como uno de los mejores directores de la actualidad mexicana.
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