A la vera del camino Ganador del concurso Incaa-Ancine 2011, el filme dirigido por Paulo Nascimento se centra en la historia de un ex combatiente de la Guerra de Malvinas. Al oeste del fin del mundo (Al oeste do fim do mundo) cuenta con un escenario tan inhóspito y misterioso como la vida de su protagonista. Después de que su ex mujer lo abandonara, León (César Troncoso) dejó a su hijo al cuidado de su madre y se alejó para instalar una pequeña estación de servicio en Uspallata, al pie de la Cordillera de Los Andes. La monotonía de sus días transcurre entre la compañía de su amigo Silas (Nelson Diniz) y la tranquilidad del lugar, que sólo se modifica cuando algún auto se detiene a carga combustible. Pero tanto la visita de Javier (Alejandro Fiore), un antiguo teniente de la Guerra de Malvinas, como el arribo de Ana (Fernanda Moro), una joven brasileña que se separó de su marido y busca un futuro en Santiago de Chile, le permitirán al protagonista recomponer su historia. Lo significativo de Al oeste del fin del mundo es que logra construir una atmósfera silenciosa y pausada, que atrapa al espectador. El paisaje encuadra una película en la que lo más atractivo es ir conociendo, a través de los escasos diálogos, pero no por eso poco profundos, la vida de los dos personajes centrales. En el caso de León, sus emociones y sentimientos probablemente fueron los mismos que los de muchos ex combatientes. Porque el hecho de no ser reconocidos por la sociedad como verdaderos héroes, los condujo al aislamiento más desgarrador. Mientras que Ana intenta escapar del maltrato de su marido y necesita perdonarse a sí misma por un acontecimiento del pasado. Las interpretaciones de Troncoso y Moro consolidan el relato y lo hacen verosímil. Los momentos más enriquecedores se producen mediante las miradas y cuando intentan dialogar cada uno en su idioma. Lo más sobresaliente del film de Paulo Nascimento es que propone una historia sencilla y, a la vez, profunda. Pero Al oeste del fin del mundo también se distingue por mostrar la inmensidad de un paisaje marcado por el silencio y la magnitud de sus montañas. Aspectos que lo consolidan no sólo como un escenario que acompaña al relato sino como un protagonista tácito.
Cerró hace poco tiempo el Fest de Cine Brasileño en Buenos Aires en su edición 2015, y este film fue de la partida, destacado por sus curadores. Producción compartida con el país hermano, “Al Oeste del Fin del Mundo”, cuarto largometraje escrito y dirigido por Paulo Nascimento, es una cinta sobre la soledad, el dolor y las angustias de un pasado que lastima, a pesar de encontrarse lejano en el tiempo, pero fresco en la piel. Cerca de Uspallata, Mendoza, en un paraje alejado, manejando una estación de servicio como actividad, conocemos a León (César Troncoso) separado de su mujer y su hijo por voluntad propia. Su pasado lo ha marcado, es ex combatiente de la guerra de Malvinas y este recuerdo, tiene un peso decisivo en su actualidad. Lo sabemos. Troncoso encarna a un hombre atormentado, pero silencioso, herido pero no agonizante, en una labor fantástica, por la entrega gestual que constituye la columna vertebral de su personaje. En ese espacio, recibirá visitas: Silas ( Nelson Diniz, ese brasileño extraño que emana misterio con su moto) y Ana (Fernanda Moro) quienes con pocas palabras, serán los únicos sujetos con los que León se relacionará. Cada uno tiene su impronta, aunque la mujer instalará un conflicto particular en el escenario que juega León, que quizás no sea fácil de resolver. El haber sentido el odio y la desazón y el hecho de ser fugitiva , hará que sea temeraria en su accionar, cuestión que descolocará al anfitrión. Hay un escenario imponente, pocas palabras y mucho silencio. Lo no-dicho cobra un peso importante en la cinta y está bien llevado, a pesar de sentirse austero y áspero desde la butaca. Entendemos el porqué de la elección de esas líneas, aunque quizás un tratamiento más frontal o directo harían perder el valor de la cinta en su conjunto. “Al oeste de fin del mundo” es una cinta introspectiva, que emana dolor y reflexión y aunque el recorrido sea cuesta arriba, depara alguna sorpresa luego de llegar al punto más emotivo y complejo de la historia. Sí, hay que decir que sin Troncoso en el cast, este proyecto no tendría la profundidad que tiene. Afortunadamente el actor uruguayo es un referente único para dotar de impacto a la cinta. No es perfecta (insisto con la advertencia al que le cueste la contemplación y el silencio en el cine) pero sí, un buen producto, modesto y emotivo.
Un muy interesante coproducción argentino brasileña, Una reflexión sobre segundas oportunidades, la guerra de Malvinas, violencias y soledades.
Viejo teatro argentino En La novia polaca (1998), un granjero solitario daba refugio, al borde de las pasturas holandesas, a una mujer de aquel origen, que buscaba ponerse a resguardo de los tratantes que la habían explotado. En la coproducción brasileño-argentina Al oeste del fin del mundo no hay tráfico humano ni nada semejante, pero la situación básica se parece mucho. No se trata ya de los Países Bajos, sino de la Mendoza más árida, con la cordillera por marco, ni de un granjero, sino del dueño de una estación de servicio, tan poco amigable como aquél. La mujer brasileña que anda por allí de paso, intentando llegar a Santiago, no consigue que nadie la lleve a dedo, por lo cual se irá quedando como sin querer. Cuando quieran enterarse, ella le estará cocinando y él habrá dejado de echarla. Como sostenían las abuelas en tiempos jurásicos, en Al oeste del fin del mundo al hombre se lo conquista por el estómago.Protagonizada por el actor uruguayo César Troncoso (el más conocido de su país, gracias a películas como El baño del Papa y Norberto apenas tarde) y la nativa de Rio Grande do Sul Fernanda Moro, el desarrollo de Al oeste del fin del mundo es como el de Las acacias, bajando del camión a un parador rutero. De modo más acusado que el protagonista de aquélla, el personaje masculino pasará de la parquedad más hermética al enternecimiento, del abroquelamiento al confesionalismo, del puro presente al pasado que vuelve. Su huésped ocasional hace un recorrido semejante. Que ambos huyan de traumáticas relaciones paterno-filiales hace de su relación más un juego de espejos que un encuentro con el otro. Leo huye sin moverse, Ana lo hace intentando desplazarse. Como en Las acacias, en algún recodo del camino aguardan las revisiones, redenciones, reparaciones.“Lo último que queda de la patria es el idioma”, larga Leo, en un ataque de retórica patriótica, reviviendo el recuerdo que aún lo hiere. Veterano de Malvinas, el hombre no puede sacarse de encima el sentimiento de derrota, de humillación, de amargura. Lo hace entre erupciones de altisonancia. No es el único que sufre de eso. “Cuando todo sale mal hay que buscar a la familia para recomenzar”, dice Ana. “¿Para qué querés irte?”, responde su anfitrión. “¿Para recuperar tu vida mediocre?” En ese momento es como si el viejo teatro argentino de los años ’50 y ’60, con sus diálogos “llenos de verdades”, hubiera renacido entre el viento, el polvo y la desolación del oeste mendocino. “¿Vos sabés que éste es un viaje sólo de ida, no?”, refrenda el mecánico alegórico, entre el rasgueo de una guitarra reiterada.
Solitarios en busca de refugio Casi toda la acción de esta coproducción argentino-brasileña transcurre en una modesta estación de servicio de una ruta de Mendoza muy próxima a los Andes. El árido lugar es un paraíso de silencio y aislamiento para quienes buscan refugio y aspiran a alguna redención. Como León, el ex combatiente de Malvinas que allí se ha recluido, o como Silas, el enigmático motociclista brasileño, su única y esporádica relación. Hasta que el azar lleva al lugar a Ana, la joven del mismo origen que también carga un pasado doloroso. Hay visible correspondencia entre el entorno y el ánimo de los personajes. Y también, claro, con el lenguaje contenido del director gaúcho, que logra imágenes elocuentes, sostenido por muy ajustadas labores actorales y una puesta expresiva y de rara madurez, más allá de algún apunte accesorio un poco forzado. Flaquezas menores que no restan méritos al film.
El arte de la declamación El comienzo de Al oeste del fin del mundo muestra un escenario desolado, despojado, digno de la tradición apocalíptica de ficciones futuristas. Al mismo tiempo, recupera cierta iconografía del western a partir de la recurrencia a los planos generales donde una estación de servicio y un hombre son como hormigas dentro de una geografía inconmensurable. En algún paraje fronterizo en Mendoza encuentra su refugio León, un ser introspectivo, parco, veterano de Malvinas, quien mantiene apenas contacto con un motoquero brasileño que aparece y desaparece cual espectro. La sequedad de los personajes es proporcional a la mirada del director. Prácticamente no hay movimientos de cámara y las escenas se tejen como postales que hablan del estancamiento del tiempo y del eterno presente del protagonista. La rutina se altera con la llegada de Ana, una joven brasileña que intenta arribar a Santiago y por un percance cae allí. Hasta aquí el film se sostiene con su propuesta ascética; sin embargo, desde el momento en que surge la necesidad de conocer el pasado traumático de los personajes, se opta por mecanismos de psicología rudimentaria: algún que otro flashback muy feo como la inclusión de signos obvios y usuales (fotos, cartas). Es en ese entonces que la morigeración de León se transforma en misoginia y resentimiento hacia Ana por unos cuantos minutos hasta que, optando nuevamente por senderos comunes, la joven ablande el corazón del veterano de guerra. Un plano detalle con las manos que se juntan al borde de una bañera podría ser una regla básica de la novela rosa y es una de las formas que elige Nascimento para dar cuenta del avance de la relación entre ambos. Es una pena a esta altura del metraje, dado que los logros visuales se ven afectados por un discurso timorato acerca de la guerra, los hijos y la familia. A esto último también contribuye la construcción de diálogos donde se pronuncian sentencias al estilo de películas como Darse cuenta, cuando el cine nacional se encontraba sujeto aún al lastre de la peor tradición. Una frase hecha tras otra inundan progresivamente el panorama y la historia se rinde al plano sonoro de la declamación. Se podrían citar numerosos ejemplos de este arte confesional inconveniente pero es preferible resguardar, en todo caso, algún recuerdo ocular de la primera media hora donde la apertura hacia un espacio cinematográficamente explotable mantiene las esperanzas. Esta sensación se disipa cuando lo anterior es clausurado por el débil tratamiento de los personajes y los discursos o la forzada inserción de soluciones narrativas para cerrar una historia que nunca empezó.