Los banqueros cómplices y el gran periodista RJW repasa los primeros años en la vida de Rodolfo Walsh entre testimonios y material de archivo. Azor indaga desde la ficción en la complicidad de la dictadura con las finanzas internacionales. De manera coincidente con el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, el pasado jueves se estrenaron dos películas de valía. Cada una, a su manera, indaga en las heridas abiertas por el terrorismo de estado. A propósito y entre otras consideraciones, vale recordar que el cine es una herramienta vital, por su capacidad para actualizar lo ocurrido y volver a mirarlo, a vivirlo. Sin este ejercicio, no hay reflexión posible. De allí la necesidad de películas que recuerden, cuantas veces sea necesario, los hechos ocurridos durante la última dictadura cívico-militar. En primera instancia, el estreno de RJW de Fermín Rivera (disponible en Cine.ar Play) revisita desde el documental los primeros años en la vida de Rodolfo Walsh, a partir de un consumado ejercicio de archivo junto a los testimonios aportados por Patricia Walsh, Juan José Delaney, Silvia Adoue, Roberto Baschetti, Juan Forn y Jorge Lafforgue; a los dos últimos, recientemente fallecidos, está dedicado el trabajo. El documental de Rivera lleva adelante una notable “película de montaje” (definición un tanto tautológica pero válida), en donde la información de las imágenes se complementa de manera diversa con los aportes de la banda sonora. Es decir, son dos instancias las que entran formalmente en juego, y cada una de ellas –imagen y sonido– construye de modo particular pero recíproco. De este modo, las voces que atraviesan RJW delinean un paisaje de recuerdos, anécdotas, pareceres, mientras la voz en off que toma la carnadura de la propia letra de Walsh las integra. En este recorrido, aun cuando las imágenes se condigan con lo que se escucha, lo que agregan es siempre algo más, entre fotografías y material diverso, que agregan semánticamente más posibilidades. Así surgen, desde el retrato oral polifónico, episodios tales como la niñez de Walsh, su (traumático) paso por un internado irlandés, la pobreza de su familia, la relación con su padre; más adelante tendrán lugar las primeras traducciones, el vínculo con la novela policial, y el descubrimiento de una voz literaria propia. Después y consustancial, será el surgimiento del peronismo, junto a las contradicciones internas de un lúcido hombre de letras que piensa lo que sucede mientras incurre en contradicciones. Allí y por eso, el golpe del ’55, y un texto celebratorio del propio Walsh, dedicado a los aviadores. Seguramente, éste sea el abordaje menos frecuente de la vida de Walsh. Y si de un momento bisagra se trata, allí está la frase oída sobre un “fusilado que vive”, que despertará a las pesquisas que alumbrarán a una de las obras capitales de la literatura y la investigación periodística argentina. Hasta allí llega RJW, hasta ese umbral definitorio. Lo que surge, durante sus precisos 70 minutos, es un periplo inmenso, extraordinario, en la vida del ejemplar escritor y periodista, asesinado por la última dictadura. En otro orden, la cartelera comercial estrenó el film Azor, ópera prima del director Andreas Fontana, nacido en Ginebra y con estudios de cine en Buenos Aires. Interesado por la historia latinoamericana, con particular atención a lo sucedido durante la última dictadura argentina, Fontana narra la historia de un banquero suizo, preocupado por restablecer los lazos con Argentina, misteriosamente rotos tras la tarea de su antecesor, ahora desaparecido. Corre 1980, y este hombre concurre al país en compañía de su esposa; los dos observan impávidos, previo ingreso al hotel, el accionar policial cotidiano. Será apenas una de las múltiples situaciones aberrantes pero normales, en la vida de un país que dice, según el conserje, vivir años de fiesta tras el mundial de fútbol. El peregrinar de Yvan –el banquero privado que interpreta Fabrizio Rongione– es cauto. Se informa a través de los clientes de su compañero –¿dónde estará?–, evita juicios de valor, y asiste como testigo y espectador a la doble cara de un sector que vive de acuerdo con sus privilegios de clase pero teme por su destino. “Azor”, título del film y palabra que integra uno de sus diálogos más relevantes, remite a una expresión francesa, dedicada al silencio cómplice, a hacer de cuenta que nada pasa. De esta manera, el banquero comprende primero y actúa en consecuencia. Allí donde, se supone, debiera tener un parecer diferencial, no será así. Se trata, en suma, de un hombre de finanzas. Y si está en un país ajeno, es porque busca beneficios. RJW retrata la biografía de Rodolfo Walsh. La mesura narrativa de Azor, sin estridencias ni golpes de efecto, da cuenta de la adopción de un punto de vista incómodo, el de un cómplice, el de un engranaje sustancial a los negociados asesinos de la última dictadura. Cuando alcanza su desenlace, el film logra una de sus escenas más macabras, de lógica fría y bancaria, dedicada a calcular porcentajes y ganancias. Todo ello narrado con la misma finura y meticulosidad del resto del argumento. Vale destacar la tarea de Juan Pablo Geretto en la piel de un abogado chanta, de sonrisas siniestras, que da su mano sucia mientras aconseja cómo comportarse. Él sabe de imposturas y falsedades. En una sociedad carcomida y rota, con el gobierno en las manos de genocidas, que además fungen beneficios personales en su alianza con el poder financiero internacional.
Azor es una película completamente atípica. En esta se representa una época oscura de la historia argentina, tantas veces elegida por los cineastas vernáculos de las últimas cuatro décadas, pero lo que cuenta ha sido escasamente representado: los negocios y la relación de los bancos extranjeros con los resortes del poder económico nacional ligado a la última dictadura cívico-militar.
De manera natural y casi sin darnos cuenta, Azor nos mete en un terreno siniestro para explorar la complicidad de la clase media y alta de Argentina en los crímenes perpetrados por la dictadura.
Juegos de artificio. El cine siempre es verdad y artificio, aunque hay ficciones que apuestan claramente a esto último, procurando que lo lúdico o lo absurdo se impongan por sobre la representación verosímil: ejemplos hay muchos y diversos. El más reciente film de la dupla Cohn-Duprat (los mismos de El hombre de al lado y El ciudadano ilustre) propone, precisamente, una suerte de juego ácido en torno a las actitudes egocéntricas y competitivas que suelen habitar el mundillo del cine. Para ello se vale básicamente de tres personajes, envueltos en la preparación de una película surgida del anhelo de un millonario de dejar un legado prestigioso. El punto de partida es válido pero la propuesta termina siendo vistosa en términos escenográficos tanto como trivial en cuanto al enfoque del medio que supuestamente retrata. Dichos personajes, en principio, son estereotipos: la directora excéntrica (y por lo tanto lesbiana), el actor popular (y por lo tanto mujeriego), el actor prestigioso (y por lo tanto casado con una mujer que es una caricatura de lo progre). Todo lo que va ocurriendo es la demostración, una y otra vez, de lo que cada uno de ellos representa: los extravagantes métodos y las exigencias de la directora, la falta de sutilezas del galán exitoso, las muestras de irritación del inflexible actor serio por todo lo que considera vulgar o contrario a sus principios. Algunos sarcasmos desperdigados funcionan, incluyendo dos o tres reflexiones sobre determinados conceptos (si una película es mejor o peor, por ejemplo) que, con invariable displicencia, dispara la realizadora (Penélope Cruz logrando, a pesar de todo, hacer creíble y querible a su personaje); asimismo, puede advertirse cierta búsqueda en el criterio de la dirección artística (responsabilidad de Alain Bainée) y el empleo de planos generales exhibiendo edificaciones exuberantes por donde circula el trío en cuestión. Si por momentos asoma el recuerdo del cine de Jacques Tati, queda solo en la cáscara: en Competencia oficial los sitios sirven únicamente para confirmar lo que sabemos de los personajes (ejemplo: la casa del actor prestigioso) o adornan la acción sin provocar gag alguno relacionado con la monumentalidad arquitectónica. Una frialdad publicitaria se impone, y si la intención fue articular un universo cerrado en sí mismo, cabe preguntarse cuánto representa al cine actual –más aun teniendo en cuenta que se trata de una película realizada por directores argentinos– esos ámbitos lujosos y el desentendimiento por problemas de financiación, producción, contratos, etc. Ocasionalmente el film insinúa juegos con el sonido, aunque sin plasmar nada ingenioso al respecto. En tanto, las situaciones supuestamente graciosas son de una insignificancia que defrauda, como lo demuestran las secuencias de los besos y de las puteadas. La confusión de la pareja culta escuchando un disco cuyos sonidos se confunden con los martilleos del vecino tiene su gracia, pero no puede decirse que sea un recurso cómico brillante. El hecho de que el empresario millonario (José Luis Gómez) no haya leído el libro cuyos derechos compró es una ironía tan obvia como las características del sótano donde el actor prestigioso (Oscar Martínez) da sus clases o la manera en que les habla a sus amedrentados alumnos. Innecesario e insensible, además, el regodearse con una supuesta enfermedad mortal de uno de los personajes como recurso para una sorpresa posterior. ¿Habrán visto alguna vez Cohn y los Duprat (Mariano y su hermano Andrés, coguionista y actual director del Museo Nacional de Bellas Artes de CABA) un film de Buñuel? Competencia oficial –que, curiosamente, en ningún momento muestra la proyección de algo filmado, ni siquiera en una computadora, de la misma manera que el equipo técnico que suele acompañar cualquier rodaje de este tipo aquí parece prescindente– termina siendo apenas una serie de bromas poco perspicaces sobre algunos aspectos del quehacer audiovisual, con escenas que se extendien varios segundos más de lo conveniente y tramos que se corresponden más con el espíritu de ensayos teatrales que con la aventura de hacer cine. Otros son los problemas de Azor, ya que, en principio, su historia ligada a los intereses y sospechas que reinaban en la Argentina de la última dictadura apunta a la intriga. El realizador, suizo radicado desde hace unos años en nuestro país, desconcierta al imprimirle a la llegada a Buenos Aires de un banquero privado europeo (Fabrizio Rongione, actor habitual en el cine de los hermanos Dardenne) para sustituir a su socio desaparecido, un tono seco, indolente, desdramatizado. Es cierto que los ámbitos en los que se mueve dicho personaje (caserones, una estancia, un hotel, el hipódromo, el Círculo Militar) son espacios confortables pero privados de vitalidad, elegantemente fríos, en los que todos (aun formando parte de un sector social con privilegios) expresan el miedo o la tensión de la Argentina de 1980 –año en que transcurre la acción–, como si no disfrutaran mucho de nada. Pero el clima de distanciamiento y desconfianza no debería llevar al protagonista a un intercambio tan débil o artificioso con sus diversos interlocutores. Si muchas de las personas con las que se relaciona son desconocidas y eso lo inhibe, o reprimen la sinceridad, no debería ocurrir lo mismo con su propia esposa (Stéphanie Cléau), quien –mientras fuma todo el tiempo impostando gesto distinguido– nunca parece expresar emoción alguna. Las alusiones a la vida cotidiana durante la dictadura (“La situación aquí era catastrófica” dice el conserje del hotel, como señal de complicidad o justificación, del mismo modo que otros personajes afirman “Estamos en una etapa de purificación” o “Los parásitos hay que erradicarlos”), o a ciertas características de nuestra oligarquía (“Mis hijos no hacen más que especular, solo piensan en la plata”, se lamenta un terrateniente), a veces completan adecuadamente el friso sombrío y otras recuerdan a cierto cine argentino declamado de años atrás. Sin dudas, un lastre de Azor es la elección –o la dirección insuficientemente eficaz– de los actores, que dialogan con despareja convicción combinando el francés y el inglés con el español. Entre ellos casi no hay argentinos: apenas el realizador Pablo Torre (como un oscuro obispo casi salido de un film de terror) y el santafesino Juan Pablo Geretto (en un papel diferente a los que suele interpretar), además de la fugaz aparición de otro director, Mariano Llinás. Este último colaboró también en el guion: precisamente, puede decirse que el tono de Azor recuerda a algunas películas en las que Llinás intervino como guionista (Secuestro y muerte, La cordillera). Aquí hay también un rodeo algo difuso por sitios a los que el ciudadano de a pie no tiene acceso, deslizándose ligeras referencias a una que otra figura histórica. En la búsqueda del protagonista y en el desenlace, parte de la crítica ha visto algo de El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad; asimismo, ciertos elementos (el guitarrista que entretiene a los visitantes a la estancia, la mezcla de idiomas entre hombres de negocios en pleno campo argentino) traen a la memoria a Paula cautiva (1963, Fernando Ayala, basada en un cuento de Beatriz Guido). Pero desde su título intrigante, la división dudosamente necesaria del relato en cinco capítulos y la voluntad de involucrar al espectador en una trama tenebrosa sin generar empatía ni suspenso, Azor –aunque luce esmerada en términos formales– se sumerge en asuntos deseables de ser rescatados por el cine de manera desangelada, como demasiado preocupada en no caer en las fórmulas de un thriller. Por Fernando G. Varea
Tras su estreno mundial en la 71º edición del Festival Internacional de Cine de Berlin y su paso por numerosos festivales internacionales, Azor, ópera prima del director Andreas Fontana, llega a las salas argentinas el 24 de Marzo. La película, co-producción Suizo-Argentina (Alina Films / Ruda Cine) que retrata los abdominales años de la última dictadura Argentina, está protagonizada por Fabrizio Rongione y Stéphanie Cléau y fue filmada íntegramente en el país.
Yvan de Wiel es un banquero suizo que llega a Argentina en 1980, para reconstruir los negocios privados que quedaron abandonados por la extraña partida de su socio. La primera escena deja claro cuál es el contexto del país: la represión militar, el saqueo, el terror y los secretos. Azor cuenta, de un modo austero y asordinado, un aspecto central de la dictadura, cívico, militar y eclesial: aquel espacio oculto de los negocios privados vinculados con los delitos económicos y la corrupción, que marcaron, junto al endeudamiento externo, el nacimiento de un nuevo modelo de especulación financiera y fuga de divisas. El negocio de la banca privada suiza es llevar dinero, generalmente originado en ingresos no declarados, a Ginebra, para depositarlo en bancos locales. La idea de la confidencialidad es la llave del negocio. Esa garantía de secreto es usado por el realizador para organizar la trama de Azor: nadie dirá demasiado sobre lo que quiere decir. Casi todos los diálogos de la película son vagos, y la realidad se debe reconstruir apenas con unos pocos indicios. La única certeza es la amenaza impuesta por la dictadura. La tarea del banquero recién llegado a Argentina será aprender a escuchar, a entender no solo un idioma que no es el suyo, sino también a comprender lo que sus interlocutores darán por sobre entendido. Andreas Fontana, director de la película, logra que el espectador esté justamente puesto en el mismo lugar que Yvan de Wiel, y deba reconstruir él mismo los sentidos de cada una de las conversaciones. René Keys, su socio, abandonó repentinamente los negocios en Buenos Aires, como si algo lo hubiera obligado a huir. Nadie sabe ni por qué, ni cómo, ni cuándo. Ni siquiera dónde está. Eso obligó al formal de Wiel a llegar a la capital argentina para tratar de cerrar algunos contactos pendientes. Esos encuentros con empresarios, abogados encumbrados, diplomáticos, terratenientes y algún obispo, son un modo de contar la situación del país desde la óptica de personas poderosas. En esas citas el realizador trabaja sobre los espacios, los tiempos, los lenguajes, e incluso sobre aquello que une a grupo de clase tradicional, más allá de las fronteras nacionales. La alcurnia del banquero y su estilo, como el de casi todos sus interlocutores, se tensa con los nuevos jugadores del negocio. Las formas tradicionales de generaciones frente a lo nuevo que surge en el marco de la dictadura, que abrió las puertas a la financiación de la economía nacional. En esa tensión el carismático, irreverente, atrevido y arriesgado Keys resolvía con sus artes aquello que el apocado y formal de Wiel parece no poder resolver. El único contacto que su antecesor no pudo encontrar lleva un nombre en clave: Lázaro. Ese negocio parece ser el más grande, pero también el más amenazante. Fontana construye el recorrido hacia ese encuentro final como un thriller político, aunque alejado de los códigos que abundan en la mayoría de las películas de este género. La amenaza se instala desde la primera escena y, salvo un personaje, la mayoría se expresa cuidándose de no decir nada que pudiera dejar evidencia alguna. El clima, sin embargo, es de salones amplios, gestos gentiles, cordialidad y relaciones generalmente diplomáticas. El protagonista mira y escucha, trata de desentrañar, habla poco. Lejos del lenguaje simple del negocio del dinero, la ilegalidad de los negocios aquí entrama otras ilegalidades más subterráneas, menos imaginables. No habrá que decir demasiado, no hay que tirar un tiro, ni mostrar una sesión de tortura para que todo eso aparezca. Ese es un gran mérito del realizador. El trabajo sobre el tiempo y el espacio aportan a la construcción de la sospecha. Siempre hay un lugar oculto, alguien que espera más allá de lo que se ve, siempre hay un más tarde, un después y un otro encuentro. Con eso Fontana también muestra la mirada del foráneo, ya que de Wiel es siempre el extraño, el ajeno. Con esa impronta el banquero se mueve para hacer negocios en la Argentina amenazante e incierta de la dictadura, como un río oscuro en plena noche. AZOR Azor. Suiza, Francia y Argentina, 2021. Guion y dirección: Andreas Fontana. Interpretes: Fabrizio Rongione, Stéphanie Cleau, Pablo Torres, Ellie Medeiros, Agustina Muñoz.Duración: 100 minutos.
Yvan de Wiel es un banquero privado suizo que llega a la Argentina junto con su esposa en plena dictadura militar para cubrir a su socio, que misteriosamente desapareció. Es así como buscará recuperar a los adinerados clientes del banco que quedaron sin cobertura ante esta situación, al mismo tiempo que intentará descubrir qué es lo que pasó con su colega. La ópera prima de Andreas Fontana es una coproducción argentino-suiza que busca abordar un costado poco conocido de la dictadura militar, centrándose en la figura de la banca privada y cómo se desenvolvió en este contexto. Todo esto está contado a partir de la llegada de un personaje extranjero a nuestro país, que no es consciente de lo que sucede, sino que se va enterando de la real magnitud a partir de situaciones con las que se cruza en su camino y los dichos de otras personas con las que interactúa. Sin embargo, existe mucho silencio a su alrededor y complicidad de las altas esferas con las que trata, algo que se relaciona con el título del film y que va cobrando más sentido con el correr de la cinta. Esto genera que la mayor parte de la información se sugiera más de lo que se explica, haciendo que el espectador vaya sacando sus propias conclusiones pero sin generar confusión en su desarrollo. Entre tantas historias sobre la dictadura que venimos viendo desde hace varios años está bueno encontrarse con una que ofrece una mirada diferente y desde afuera, volviéndose algo novedoso e impactante. La recreación de época está bien lograda con su vestimenta y ambientación característica para retratar a la clase alta de ese momento, como también la utilización de la música para acrecentar los instantes de tensión, suspenso y misterio, sobre todo cuando el protagonista se va acercando a aquellos secretos de la historia y política argentina que se esconden en personalidades empresarias, religiosas y militares, y su relación con la desaparición de su compañero. Tal vez la película se pierde un poco en un ritmo algo pausado, pero nada que opaque la interesante crítica que le hace a la banca privada y a las altas esferas de la Argentina y su complicidad durante la dictadura militar, a través de una mirada extranjera y sutil pero que construye un clima perturbador y punzante. Un buen debut para el director suizo.
"Azor": el corazón de las tinieblas La película aborda los años de la dictadura cívico-militar desde una perspectiva poco frecuente en el cine de ficción: la de las clases altas. Cuando a mediados de los años ’70 Francis Ford Coppola adaptó El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, al contexto de la Guerra de Vietnam, no tenía forma de imaginar que esa obra, o más aún, su propia película, también podrían servir para contar la historia de una dictadura que, por esos mismos años, comenzaba a destruir lo que quedaba de un país en el extremo opuesto del continente americano. Y aunque ni la novela ni Apocalypse Now figuran como fuente de inspiración de Azor, opera prima del director suizo formado en Buenos Aires Andreas Fontana, de algún modo sus recorridos no dejan de resultar análogos. Ambientada en 1980 en Buenos Aires, ciudad y provincia, Azor aborda los llamados "años de plomo" desde una perspectiva poco frecuente en las obras de ficción: la de las clases altas. El protagonista es Yvan De Wiel, un banquero suizo de alcurnia, representante de la banca privada, que llega a la Argentina para atender algunos asuntos que su socio Keys dejó inconclusos antes de abandonar repentinamente el país sin destino conocido. Lo que De Wiel encuentra es una versión decadente de la aristocracia local, atravesada por un miedo que es ajeno al imaginario construido en torno a esa clase social durante la dictadura militar, usualmente asociado a una actitud festiva más que al temor. No es que en lo festivo no esté presente, todo lo contrario. De Wiel se la pasa entre recepciones, visitas al hipódromo y excursiones rurales, donde se reúne con sus clientes. Sin embargo, Azor construye con precisión el clima de agobio en el que se vive y que no es ajeno a los poderosos, entre quienes el silencio suele ser la mejor forma de mantenerse a salvo de un horror que la película nunca muestra de forma directa. En su lugar elige poner al protagonista en contacto con una serie de personajes que se presentan como emergentes de esas sombras: un abogado desagradable, un empresario prepotente, un obispo siniestro. Pero también con una mujer de familia patricia, aterrorizada por lo que ocurre o un estanciero con una hija desaparecida, cuyas experiencias los acerca al lugar de las víctimas (aunque la película no los justifica). Como en la película de Coppola, el misterio se va construyendo en torno a la figura del ausente, sobre cuyo carácter los rumores se apilan para darle forma a la leyenda. Acá Keys representa para De Wiel lo mismo que el coronel Kurtz para el capitán Willard: una figura que tanto lo atrae como lo repele y cuyo misterio de a poco lo va seduciendo, empujándolo a adentrarse en un paisaje cada vez más abismal, peligroso y demencial. Que el protagonista sea extranjero ayuda a crear la atmósfera enrarecida que perciben quienes deben avanzar en un territorio desconocido y hostil, característica que ayuda a fortalecer el paralelo entre Willard y De Wiel. Keys, al que algunos califican como seductor y valiente, pero otros como un pervertido peligroso, se convertirá en una obsesión para el suizo, quien a pesar de su carácter opuesto de a poco comenzará perder ciertos límites, en una transformación que la película realiza sin apuro. El tramo final representa el definitivo descenso al infierno, donde quedan expuestas algunas de las tramas que justifican tanto miedo y silencio, incluso los de quienes pertenecían a los círculos sociales más altos. Ahí también tiene lugar el último paso en la metamorfosis de De Wiel (la referencia kafkiana es oportuna), de quién nunca se sabrá si, expuesto a la locura, acaba siendo poseído por el espíritu demoníaco de Keys o si, por el contrario, recién ahora revela su verdadera naturaleza. Azor construye su intriga con pericia, sosteniendo el clima opresivo a fuerza de acción dramática, extraordinaria fotografía y una banda sonora sumamente eficaz. La secuencia de cierre, selvática y nocturna, luego de que De Wiel se despide de su último contacto, aparece como una cita en la que este viaje al corazón de las tinieblas se superpone con su versión coppoliana.
Es una película sorprendente y fascinante. Su realizar el director suizo Andreas Fontana escribió también el guión con Mariano Llinás, utiliza los ecos lejanos de una historia familiar que no es literal pero que despertó sus ansias creativas y de investigación. Lo que muestra el film es a nuestro país en pleno año 1980, con los ecos del mundial todavía vigentes y un terrorismo de estado en plena acción que se evidencia desde el principio. Pero el mundo que se muestra es otro, porque el protagonista es un banquero suizo que viene a reemplazar a otro enviado de la entidad que desapareció en raras circunstancias. Y ese hombre que trata con las clases poderosas argentinas, incluidos representantes de la curia, militares, funcionarios, empresarios, viene a hacer negocios, a proteger dineros y bienes, con la discreción y prolijidad que todos identifican con los banqueros suizos. Negocios con dinero de dudosa y sangrienta procedencia, donde el enviado suizo comprende que no solo es un agente necesario sino parte de un juego siniestro y perverso en un clima cada vez más oscuro y ominoso. Con el aire de un thriller político logrado con creciente tensión, donde un destino individual, una personalidad, entre mandatos y necesidades urgentes se revela y se hermana con un país.
Lo primero que llama la atención de Azor es su originalidad. La etapa de la última dictadura militar en Argentina ha sido muy transitada por el cine nacional, pero nunca una ficción había puesto el foco en la trama secreta que unió en ese período los negocios de los poderosos del país con la banca privada suiza, cuya rigurosa política de protección de los datos del cliente garantiza una opacidad que muchos de los que recurren a sus servicios necesita imperiosamente. Azor se ocupa entonces de un asunto importante -más allá de las lecturas políticas en las que queda inevitablemente involucrado, el de la fuga de capitales es sin dudas un tema clave de nuestra agenda económica-, pero no lo hace desde la perspectiva de la denuncia exaltada, sino de una manera mucho más sutil. Su mirada no es testimonial, sino sociológica. La ópera prima del suizo Andreas Fontana funciona como un eficaz ensayo de los usos, los modales y las costumbres de una clase social que valora especialmente las redes de influencia y los pactos de silencio como sustento básico de un sistema que la beneficia, en abierto desmedro de los que no pertenecen. Todo lo que ocurre en la película está teñido de un persistente misterio, de un clima sugestivo y enigmático, aun cuando la historia tiene una línea argumental clara, definida y deliberadamente austera: un banquero de Ginebra que opera en el más alto nivel llega a la Argentina de la represión ilegal para reemplazar a un colega que repentinamente desaparece de escena sin mayores explicaciones. No hay mucho más que eso. Y la alegoría es evidente: no es exótico conectar la metodología de persecución política de aquellos años con ese fantasma que sobrevuela el relato como referencia directa o implícita en algunas de las conversaciones de quienes lo protagonizan, cargadas siempre de una solemnidad impostada que todo el elenco (integrado por actores casi desconocidos en Argentina, algunos no profesionales y que incluye un cameo de Mariano Llinás) interpreta a la perfección. El clima de Azor puede recordar al de aquellas intrigas esquivas que supo tejer tan bien Jacques Rivette (uno de los autores más singulares de la nouvelle vague), pero con un temperamento necesariamente más oscuro, dadas las circunstancias de su contexto histórico. La explicación de este abordaje diferente sobre una época clave y muy dolorosa de la historia argentina contemporánea está relacionada con el origen y las vivencias personales del cineasta: Fontana es suizo, nieto de un banquero privado de Ginebra y ha vivido la suficiente cantidad de tiempo en la Argentina como para vincular toda la información que tiene como bagaje en un primer largometraje sólido y atrapante que cita, al iniciarse y en el epílogo, a El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, otra meditación certera sobre un viaje de exploración a un territorio dominado por la crueldad y el egoísmo, atravesada también por la gravedad, las complicidades non sanctas y el suspenso.
Hay algo interesante y sórdido que se cuece a medida que el relato de la propuesta avanza. El fuera de campo dice mucho más que sus personajes, potenciando la mirada foránea sobre una clase y una actividad donde el silencio, además de ser necesario, fue cómplice del plan de exterminación militar.
texto publicado en edición impresa.
LA SINIESTRA ESTRUCTURA DEL PODER Yvan De Wiel, un banquero privado de Ginebra, viaja a Argentina en plena dictadura para sustituir a su socio, extrañamente desaparecido. Desde su llegada se convertirá progresivamente en un personaje que bien podría pertenecer a Kafka. Observará con sigilo y temor creciente la siniestra estructura del poder con la que debe negociar: militares, familias ricas, curas y unos cuantos brutos más en un país oscuro. Y un banquero afligido no es algo que, en principio dé pena, pero hay que decir que uno acompaña el desmoronamiento emocional de un tipo que transita un laberinto sin saber cuál será la puerta por donde le clavarán la puñalada. Si hay algo que sugiere bien la película es que el terror de Estado, además de llevarse puesta a una generación, también limpió a los propios o a aquellos que ocupaban lugares sociales jerárquicos, incluidos extranjeros. Pero más allá de la cuestión política, Azor forma parte del conjunto de varias ficciones recientes (entre ellas La larga noche de Francisco Sanctis de Francisco Márquez y Andrea Testa, con la cual comparte la misma estética de colores apagados) que parten del marco de la última dictadura para trabajar atmósferas y moldes genéricos. En este caso, siempre es más importante el derrotero agobiante del protagonista que profundizar sobre el contexto, generalmente sugerido con detalles y líneas de diálogos que contribuyen a su armado, por momentos, un tanto empaquetado. En todo caso, prevalecen los gestos del banquero y de su mujer, perdidos en una red de contactos perversos. Dos cuestiones se podrían pensar en torno a cómo se resiente el proyecto. La primera, el oportunismo de la época escogida (un clisé del cine argentino) en pos de un objetivo que funcionaría igual en otro marco; la segunda, la carencia de una resolución acorde con el resto de la historia.
Azor se se presenta como una película que viene a contar una arista diferente sobre la última dictadura militar en Argentina. Por supuesto, “diferente” no es lo mismo que “interesante”. A lo largo de esta tediosa película se narra la historia de un banquero suizo que llega a nuestro país junto con su esposa para ocupar el lugar de un socio, que parece haberse esfumado misteriosamente. A lo largo de la película, cuyas escenas saltan de una reunión social a otra, de un jardín bellamente fotografiado a otro, de una charla ambigua a otra, el banquero irá entrampándose cada vez más en una trama siniestra que conecta a la banca privada con el financiamiento de crímenes de lesa humanidad. El guion, coescrito con Mariano Llinás (que hasta se regala un ¿simpático? cameo) cree tener los elementos para un thriller implotado sobre venderle el alma al diablo, una especie de reinvención de El conformista trocando el fascismo por el terror de las Juntas. Sin embargo, el efecto conseguido es el de un cierto sonambulismo muy falto de tensión y expectativas: de tan fuera de campo, el horror de la dictadura desaparece y se reemplaza por una sucesión de escenas dialogadas -no sin pericia, cabe decir- en las cuales el entramado se hace cada vez más explícito. Un clímax, tan esperable como insatisfactorio, clausura una película que solo se conforma con transcurrir.
El banquero suizo Yvan de Wiel y su mujer visitan por primera vez la Argentina. Un viaje de turismo y negocios, en plena dictadura militar. Aunque transitan por los espacios del poder, en los que se mezclan empresarios con obispos, estancieros con militares, las señales de la represión están por todas partes. Y algo más, que deja servida la intriga desde el primer momento: De Wiel llega siguiendo la huella de una desaparición, la de su socio René Keys. En su ópera prima, Andreas Fontana, suizo que ha vivido en Buenos Aires, viaja a lo siniestro, a través de la mirada de su protagonista, por los corrillos de esa sociedad civil, cómplice y aprovechadora, sobre la que vuelve a discutirse en su fecha de estreno: otro 24 de marzo. Se sabe, las situaciones de crisis, como las guerras y las dictaduras, son oportunidades de negocios para ciertos sectores, y ese es el universo en el que se sumerge esta película. Sumando con creatividad la distancia de la mirada extranjera, a los asuntos de la Argentina del momento, en lo formal y lo discursivo. Con una caligrafía hecha de reuniones sociales en salones de la alta sociedad, palcos del hipódromo, hoteles de lujo y bellas casas de campo, hombres de traje y mujeres enjoyadas se dicen por lo bajo —o no tan bajo— los negocios que quieren lavar. Hablan de los millones que quieren sacar y de lo mejor que está el país tras “la limpieza tan necesaria”. Azor, palabra que designa cierta funcionalidad del silencio, es una película extraña, sombría, seca como el gesto de su protagonista, estupendo Fabrizio Rongione. Un hombre gris, llegado para hacer negocios, cuyo debate interno se trasluce apenas, de la forma más sutil. Hablada en español y francés, con un elenco estupendo, y un guión escrito en colaboración con Mariano Llinás (que tiene un pequeño papel), Azor es una película de terror bajo la forma de un thriller enrarecido. Una intriga política de acción asordinada, por momentos un poco estática, aunque nunca aburrida. Será porque, en su retrato de esos entresijos, en el gesto reprimido del diplomático De Wiel, logra captar el miedo, que mandaba aún entre aquellos que hacían como si no pasara nada, mientras fugaban millones a la banca suiza, secreta y neutral. Así, sin salirse de ese registro contenido, Azor cierra el arco, en el dilema de su protagonista, con una secuencia estremecedora. Un inventario, la prolija y rentable burocracia de la muerte.
Thriller sutil que incomoda a paso lento pero seguro La ópera prima de Andreas Fontana propone una historia macabra sobre un banquero de Ginebra, Suiza, y sus vínculos con la clase alta argentina durante la última dictadura cívico militar. El cineasta suizo Andreas Fontana llega a las salas argentinas con Azor, su ópera prima en la que parte de la historia de un banquero de Ginebra, Suiza, y sus vínculos con la clase alta argentina durante la última dictadura cívico militar. Un debut prometedor de un realizador que sabe construir climas asfixiantes. Corre 1980 y Yvan De Wiel, un banquero privado de Ginebra del más alto nivel, viaja a Argentina en plena dictadura militar para reemplazar a su socio, objeto de los rumores más inquietantes, al desaparecer sin dejar rastro. Entre salones lujosos, piscinas y jardines bajo vigilancia, se instala un duelo a distancia entre los dos banqueros que, a pesar de sus métodos diferentes, son cómplices de una misma forma de colonización discreta y despiadada. Yvan se deja llevar por impulsos capitalistas, ajeno a los horrores que transita la Argentina de ese momento, lo que aporta logradas pátinas de oscuridad al personaje. Azor es, ante todo, una película de sutilezas y silencios incómodos. No hace del thriller un espectáculo, sino que elige modos más delicados y menores para profundizar en la trama. Y esto no siempre le calza a la medida: por momentos la historia se ralentiza y se enfrasca en su propio juego de códigos. El punto más fuerte del filme es la culminación, la gran revelación que desentraña aquello que nadie dice y todos sospechan. Durante ese tramo final, Azor es arriesgada y refuerza su mirada de escaparle a la norma de las películas convencionales sobre la temática, ofreciendo trucos nuevos muy ingeniosos.
Azor, de Andreas Fontana (Fuera de Competencia) Con la colaboración en el guión de Mariano Llinás, y contando con una valorable nominación a los Premios Gotham, "Azor" se trata de uno de los títulos más relevantes de todo el Festival. Para centrarnos en la historia debemos ir hacia la Argentina de 1980, tiempos oscuros donde la Dictadura Militar gobernaba aplicando uno de los genocidios más brutales que hayan ocurrido en la región. En este caso, el punto de vista elegido será el de un banquero suizo, que llega al pais para reemplazar a un misterioso hombre, llamado Keys, que parece haberse esfumado de la faz de la tierra. Con una atmósfera de intriga permanente que recorre cada una de las escenas, Fontana introduce la mirada de un extranjero dentro de un contexto terrible, donde tras cada silencio, resuena la tragedia. Un entramado de personajes de la elite tan magnéticos como siniestros refuerzan un film que en cada uno de sus capítulos va volviéndose más y más interesante. Valiosa y original visión de un proceso nefasto de la historia nacional.
En Azor, hay dos maneras distintas de hacer lo mismo, y una sola funciona. Yvan es un cuerpo entumecido bajo la apariencia de sobriedad y diplomacia; Keys es una fuerza carismática que entendió los códigos de una aristocracia decadente, y ahora es un fantasma. Dos banqueros suizos en su viaje al centro de la última dictadura argentina, al mundo cerrado del palco en el hipódromo, el campo terrateniente y el lujo vencido con pileta en el jardín. Un guion inteligente, construido sobre lo no dicho, un gran fuera de campo hecho de enigmas, pistas falsas y rumores contradictorios, que forman un relato subterráneo en el que se mueve un hombre de negocios en su tour de force por los miedos y angustias de una elite que ha perdido el monopolio del saqueo, el control de las víctimas de la represión.
El filme Azor (2021), dirigido por el suizo Andreas Fontana, escrito en colaboración con Mariano LLinás, recrea una faz poco transitada en el cine de la dictadura cívico militar. Se introduce en el corazón de las tinieblas de las clases altas y muestra la fuga de capitales y los turbios negocios que se tejen entre militares y alta burguesía. Lo hace a través de los ojos de Yvan De Wiel, representante de la banca privada suiza que llega al país en plena dictadura en reemplazo de su socio Keys, desaparecido de un día para otro, para seguir haciendo negocios… EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS Yvan De Wiel (Fabrizio Rongione) proveniente de Ginebra llega a Buenos Aires con el fin de reemplazar a Keys su socio que ha desaparecido sin dejar rastros como si se lo hubiera tragado la tierra. A simple vista, Yvan parece un hombre sobrio, lacónico y algo pusilánime en contraste con su antiguo socio Keys, apreciado por sus muchas virtudes, alguno de sus clientes dará su impresión, “tanto talento y semejante caída”, por lo que podemos intuir un final trágico. Su mujer Inés (Stéphanie Cléau) hace a la vez de asesora y consejera, “Mi marido y yo somos solo una persona, él”. Leerá e interpretará a los personajes con los que se irán relacionando, sugerirá actitudes y hasta vestuario para cada ocasión. Lo que hace pensar en una hipocresía creciente bajo la que se parapeta la clase alta. Nadie habla de sus verdaderas intenciones. Todos usan una máscara, se refugian en el silencio y en la sugerencia. Lo que va creando una atmósfera corrosiva de vaguedad e incertidumbre que irá creciendo a medida que la narración avance. Como si todo el relato estuviera cifrado en el conocido understatement, se dice menos de lo que en realidad se quiere decir. O la teoría del iceberg de Hemingway, que sólo permite ver apenas la punta de la totalidad de lo que permanece sumergido. Se sabe que una regla de oro del poder es que domina a través del silencio o diciendo menos de lo que se espera que diga. El itinerario de Yvan se transformará en un viaje al interior del mal, encarnado en cada uno de los personajes con los que se encontrará, al estilo de la novela de Conrad, El corazón de las tinieblas. Por eso mismo, la clave del relato la encontraremos en su título, Azor, cuidado con lo que decís. El núcleo de la historia residirá en lo que está elidido, en términos cinematográficos, con el fuera de campo que el espectador deberá reconstruir. Lo que no se ve, todos los puntos ciegos por los que se nos escapa la historia. Y en términos narrativos, la clave estará dada con aquello que no está, lo ausente, los desparecidos Keys y Leopolda, cuyos nombres quedarán flotando en el ambiente, cada vez que sean evocados, convirtiendo la atmósfera en algo cada vez más agobiante y espeso. Leopolda, veremos un bellísimo plano fijo de ella montada a caballo, es la hija desaparecida -por cuestiones políticas- de un rico estanciero que, en un rapto de locura o desesperación, le confiesa a De Wiel que desea abrir una cuenta a su nombre, sin que se enteren sus hermanos… La intriga, que se va abriendo en círculos, por momentos va creando un juego de espejos, en el que desfilarán personajes tan tenebrosos y funestos como los tiempos que se viven en aquel entonces. Aparecerá Tatoski, un sórdido y fantasmal obispo, en el Círculo de Armas, que en medio de una charla con De Wiel, lo conminará a actuar, con un “seamos codiciosos”, alentándolo a hacer una inversión muy arriesgada en términos financieros. El abogado Farrell o el inescrupuloso empresario Deckerman que quieren pertenecer a la alta sociedad ejerciendo su poder sobre De Wiel con un trato intimidante. O el militar retirado que se dedica a la exportación de cueros, cuya mujer intercala el español y el francés con inusitada soltura, como si alternando lenguas encontrara un punto de fuga que le permitiera despegarse de su agobiante presente. Hablará sobre el país como un coto de caza, “nos persiguen como si fuésemos conejos”, dirá. De hecho, será su hija, la que ponga al descubierto en un comentario en medio de una reunión en una piscina, sobre la desaparición de un hombre y la de todos sus bienes, incluidos sus caballos. Lo que deja ver a las claras que las clases altas estaban bien informadas y al tanto de lo que estaba pasando. No asombra que los miembros pertenecientes a la alta burguesía comiencen a inquietarse, incluso a estar alertas frente a la amenaza constante del avance implacable de las fuerzas de seguridad sobre la población. Se sabe que para principios de los ochenta la mayor parte de los subversivos habían sido aniquilados, con lo que los militares aún contaban con una estructura represiva montada y bien aceitada que podía alzarse, como sucedió, contra los ricos empresarios, sobre todo banqueros y financistas, que consideraban sospechosos de financiar subversivos, con el solo fin de desapoderarlos de sus bienes. Azor registra no sólo los valores, las formas de hablar y de actuar, el decorado exterior de una época, sino el modo de ver el mundo, es decir, nos muestra una visión del mundo de aquella clase alta algo venida a menos, dispuesta a reacomodarse o a reinsertarse dentro de ese nuevo orden social, el régimen dictatorial más sangriento de la historia argentina, cuya matriz se basaba en la sustracción no sólo de vidas humanas y de bienes, sino de la misma historia “otra desaparecida” que iba siendo meticulosamente borrada o destruida. Acaso no sorprenda la transformación de De Wiel, que sigue a la perfección el arco dramático que recorre de punta a punta, partiendo de la ignorancia o de la prudencia, mostrándose callado y renuente a hablar en recepciones, galas y fiestas, hasta hacerse de una sagacidad tan rapaz como el azor del título, que también es un ave de rapiña, porque lo más probable es que no se trate de una transformación del personaje sino de una revelación. Una epifanía, es decir, que se echa luz en ese interior que permanecía oculto y que finalmente queda a la vista al haber sido develado. Yvan, al igual que el personaje de Marlow en el relato de Conrad, se irá internando en la espesura de una jungla, tanto física como espiritual, acercándose así a ese corazón de las tinieblas que no es otra cosa que el mal, o en términos de Marlow, el horror…
Los banqueros suizos de los genocidas Los retratos cinematográficos del Proceso de Reorganización Nacional, autodenominación de la última y salvaje dictadura cívico militar que gobernó Argentina entre 1976 y 1983, son muchos y se han venido acumulando desde el regreso a la democracia e incluso antes mediante películas metafóricas en línea con la trilogía policial de Adolfo Aristarain, aquella de las magníficas La Parte del León (1978), Tiempo de Revancha (1981) y Últimos Días de la Víctima (1982). El autogenocidio, típica lógica del Tercer Mundo gracias a su dirigencia tilinga y fascista que ve enemigos por todas partes, siempre fue de la mano de los delirios, la enorme mediocridad, el neocolonialismo económico y el pillaje más burdo en materia de las posesiones de los enemigos políticos e ideológicos en primera instancia, nos referimos a una insurgencia guerrillera que ya había sido destruida por la Triple A durante el gobierno del mamarrachesco Juan Domingo Perón y la arpía de su esposa María Estela Martínez de Perón, entre 1973 y 1976, y de los contrincantes dentro de la misma oligarquía dirigente, suerte de canibalismo del establishment que extendía a los “colegas” las tácticas del terror, el acoso, la censura, la desaparición y los fusilamientos a plena luz del día que militares, policías y socios del empresariado y la banca antes sólo aplicaban a los “subversivos” y demás militantes de izquierda de la cultura, el sindicalismo y las organizaciones sociales. Azor (2021), ópera prima de Andreas Fontana, un realizador suizo que de hecho vivió en Argentina, prometía explorar con sumo detalle otra arista del tópico en cuestión en lo que respecta a esta connivencia entre la junta militar y la banca suiza para depositar en el país europeo el botín robado a las miles de víctimas, algo similar a lo ocurrido en ocasión de la Segunda Guerra Mundial cuando los usureros suizos se hicieron de casi todo el oro que los nacionalsocialistas habían saqueado en los territorios arrasados: lamentablemente el convite que nos ocupa no funciona como thriller, estudio o epopeya testimonial a lo Costa-Gavras, Glauber Rocha, Ken Loach o Gillo Pontecorvo, ya que su ritmo es en verdad soporífero y su discurso redundante al extremo, tampoco como película de autor al cien por ciento, en especial debido a que se muestra excesivamente preocupada por los sermones semi tácitos y tontuelos vía diálogos declamativos y unos silencios asimismo cansadores, e incluso falla como retrato de la complicidad de turno porque deja en segundo plano el horror real de las muertes y se concentra únicamente en la burbuja de banalidad y privilegios de las elites económicas vernáculas, esos parásitos cotidianos del pueblo, en una jugada que reproduce inconscientemente la misma estupidez y ceguera de directores del nuevo milenio que jamás salieron de la autoindulgencia burguesa y una idea lavada e inocua del espanto del período. Si bien la rutinaria realización de Fontana, coescrita por el impresentable total de Mariano Llinás, aquel de bodrios tremendos del onanismo seudo intelectual local como Historias Extraordinarias (2008) y La Flor (2018), ha sido comparada en parte con la estructura narrativa de Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola, por este periplo de descenso al infierno, y con el tono en general de El Conformista (Il Conformista, 1970), de Bernardo Bertolucci, por situar a un secuaz del fascismo en el centro mismo de un relato englobado en el terror ubicuo de las amenazas que llegan como rumores y se desatan con violencia, en realidad las analogías le quedan muy grandes a Azor porque el sustrato anodino del film no va más allá de una anécdota mínima y no del todo bien trabajada a lo largo de un desarrollo que se extiende más de lo debido a pura torpeza por la tendencia a girar siempre sobre lo mismo sin variación verdadera alguna, ahora vía un relato que nos presenta la llegada de un banquero suizo y su esposa en 1980 a Buenos Aires, Iván (Fabrizio Rongione, actor fetiche de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne) e Inès de Wiel (Stéphanie Cléau), quienes pretenden reemplazar a un socio desaparecido/ asesinado, René Keys, mientras se reúnen con lacras varias como terratenientes, empresarios, abogados, milicos, burócratas y hasta algún que otro monseñor que celebra la “limpieza” que la dictadura estaba llevando a cabo. Las actuaciones de Rongione, Cléau y Pablo Torre Nilson como el nefasto clérigo son muy buenas aunque el resto de los intérpretes deja bastante que desear dentro del típico marco preciosista pero castrado de sexo y sangre del cine ultra baladí contemporáneo, como si la fotografía elegante de Gabriel Sandru y la atractiva y estridente música de Paul Courlet compensasen la falta de ideas de la propuesta y sus latiguillos quemados o trasnochados símil cruza entre la Nouvelle Vague más seca, el suspenso de acumulación dramática que nunca explota y la decadencia altisonante del poder antropófago y demencial a lo La Caída de los Dioses (La Caduta degli Dei, 1969), de Luchino Visconti, aunque desde ya sin el desparpajo, la efervescencia y la vocación hiper rupturista del clásico italiano. Fontana, en cambio, aburre con la alegoría bien vulgar del título acerca del silencio cómplice, muchos tiempos muertos de cadencia arty hueca, el machismo marca registrada omnipresente de aquella etapa, el desprecio cruzado dentro del mismo régimen y sus recovecos mafiosos, los recursos teatrales minimalistas, mucha cámara estática festivalera de otro tiempo y sobre todo esta semblanza faustiana de fondo que ya se vio mil veces, hoy con Iván reemplazando en el desenlace a Keys al aceptar licuar las propiedades de los asesinados de una forma que definitivamente su predecesor no había consentido, ambos muy amigos de los genocidas…
AZOR No es la primera vez que Suiza incursiona en una coproducción con Argentina: Chaco (Chaco, Danièle Incalcaterra y Fausta Quattrini, Arg. It. Sw.2019) o Tango desnudo (Naked Tango, Leonard Schrader, Arg. Sw. Jp. EEUU. 1991), Memoria del Saqueo, Fernando “Pino” Solanas, Arg. Fr. Sw. 2004) entre otras son muestras de una colaboración continua y de larga data. Quizás no sea tan ilógico cuando uno se entera que Urquiza, en Entre Ríos, tuvo un programa de créditos blandos para que las familias suizas que sintiéndose estafados por los bajíos a los que los llevaron, no se vayan o vuelvan a su patria y puedan tener las tierras propias de calidad laborable, algunos de aquellas familias, hoy son pujantes empresas de agroindustria. El film de Andreas Fontana, de abuelo banquero en Ginebra, visita un doble problema en el film (doble, triple, cuádruple, bah) encara un problema que tiene múltiples aristas. La complicidad de la Banca (acá en particular la suiza) con la dictadura militar argentina, a través de los supuestos verdaderos dueños del poder, viejas familias de corte conservador, en palacios de arquitectura ecléctica, “afrancesada” principalmente. A pesar de que en los reportajes Fontana hace alusión a las dificultades y la profusa investigación, supongo, que el film no tiene el mismo peso para alguien que no vivió la dictadura y alguien que la padeció, también depende de dónde se ubique uno en el espectro ideológico y tendrá percepciones bastante distintas del film. El mismo discurre de manera severa, ordenada, con buena puesta y buenas actuaciones, a través de un banquero que está intentando recomponer una cartera de clientes que dejó un antecesor suyo y no se sabe por qué ni cómo desapareció. (La falta de ésta información “mete” el film en una nebulosa que es sospechosa). El film avanza a la manera de un policial, incluso, y para bien, podría haber sido escrito por un argentino, un film noir con los personajes invertidos, pero siempre antes del golpe del ´76 no después. No olvidarse que Martínez de Hoz es el que trajo la banca electrónica. En los últimos momentos, de manera lograda, el film tiene un giro macabro que le da un tinte siniestro el cual parece venir al salvataje ideológico, sin embargo el film es, en su conjunto, dudoso camina por lugares de doble filo en varias afirmaciones que hace; en los falcon que faltan. Nadie niega que le gustaría vivir de fiesta en fiesta, de reunión en reunión, a las clases altas las muestra preocupadas por el qué dirán, chabacanas y tontas presuntuosamente ignorantes, (recordar lo que dijo Duchamp a su paso por Buenos Aires). Manejados por uno militares inescrupulosos y un referente de la Iglesia que haría temblar a Lord Vader, el banquero es el zorro en el gallinero, con cara obviamente de zorro (en los cuentos tradicionales europeos, el zorro siempre es un niño disfrazado de zorro). Sin embargo, y acá es donde la atmósfera del film se enrarece, están silenciadas todas las voces periféricas, los mozos, los proveedores, el lavavajilla, el que saca a hacer sus necesidades al perro, no se muestra los doping y estafas en el hipódromo tampoco. El problema entre montoneros y el ejército está mostrado como dos caras de una misma clase como si el problema del país fuese que hay dos bandos de la oligarquía que se disputan el poder. La reducción simplista del conflicto, y los conflictos, no merecen ser resuelta en una serte de venta clandestina de chatarra. El verdadero titiritero, es una persona oculta en el tigre que vende los restos de los saqueos, desde cierto punto de vista es una infamia. Si bién se saquearon y se vendieron los bienes de los detenidos-desaparecidos, no hubo nunca tal centralización, y tampoco la Argentina vivía un sueño aristocrático, más bien los liberales con aires de modernización arrancaron de cuajo todo aquello que se oponía a sus intereses, la Iglesia siempre fue el frontman, y no el ejecutor de la compra y venta de bonos de riesgo, para eso tenían gente especializada. Dicho esto diré lo otro: el film adolece de lo que hoy está en el candelero y es la post-memoria, aquello que también se suele llamar memoria heredada, una memoria de la memoria. Si Todorov, frente al discurso del no olvido (no hay que olvidar las atrocidades del nazismo), levantó el derecho a olvidar, la post-memoria lo que hace es tomar como fuente cierta la memoria. Acá hay un problema serio, ya que para los juicios por lesa humanidad fue importante la memoria, dar crédito a la memoria fue la base para poder juzgar a los criminales, incluso en un juicio de abuso, es indudable que la memoria juega un papel preponderante cuando se adolece de otras pruebas. Hay que ser muy cuidadoso dónde y cómo se la emplea; para eso hay especialistas, degradarla de esta manera es degradar no sólo la memoria activa, sino la relación que hay entre el Derecho jurisprudencial y la memoria. No es menor el problema, ¿cómo creer a alguien que se confiesa víctima, si todo el tiempo se degrada la memoria, el decir de la memoria como fuente de verdad?. Este, cosa que no tiene que ver directamente con el film, es el verdadero estado de situación y el problema de fondo, qué es la realidad y qué es la verdad, o cómo a través de la memoria, y haciéndonos cargo de nuestras subjetividades, podemos seguir hablando de la verdad como horizonte sobre el cual pactamos nuestras vidas Sin embargo divulgado esto, parece que al día cobró fuerza de documento el “me contaron”, el “yo lo vi”, aquello que ya los griegos requerían en el habla legislativa y es que los hechos deben ser enunciados de tal modo que puedan ser de alguna manera corroborados. En este film, la figura del “bagallero”, con cierta remembranza gitana, dicho sea de paso en realidad es el verdadero maestro titiritero; más parece un cuento japonés que otra cosa, el viejo que limpia el bar es el jefe de los bandidos: Zatoichi( 座頭市, Zatōichi). Es cierto que hubo internas en el partido militar, pero es una verdad como verdad es que el cristianismo no era homogéneo en sus inicios, es una verdad de “perogrullo”. Es cierto también que desaparecieron bajo la mínima sospecha incluso los suyos, es cierto que les importaba nada la vida de los trabajadores de sus fábricas, campos y agroindustrias, pero convertir eso en una belle époque pasada por algún barbitúrico es un poco fuerte. Y como siempre la mujer y acá también, o es victima que hace que no sabe o es victimaria, la que mueve el ego de los hombres, algún día los hombres deberán rendir cuenta de estas miradas sobre la mujer que no cesa a pesar de los días que vivimos; el resto, como el juego idiomático con la palabra Azor, es lo mínimo necesario para que un guión funcione. PD: Podría uno decir que esas eran las mujeres de la época, y yo contestaría, no, esas son las mujeres que el director decidió mostrar.
Esta coproducción entre Suiza y la Argentina transcurre en Buenos Aires y alrededores en 1980 y se centra en un banquero de Ginebra que viene a reemplazar a su socio y a hacer negocios con empresarios, políticos y militares locales. Esta coproducción suizo-argentina tiene una premisa intrigante y una ejecución igualmente sugerente. Lo que cuenta es la historia de un banquero suizo que llega a la Argentina en 1980 para ocuparse de los negocios que el banco privado en el que trabaja tiene con políticos, militares, empresarios y hasta la curia local, quienes tienen sus dineros invertidos en cuentas basadas en Ginebra. Viene, también, a reemplazar al enviado anterior que, misteriosamente, desapareció sin dejar rastros. Es un viaje de presentación y también de descubrimiento. Es una elegante pesadilla que se desarrolla en salones refinados, restaurantes caros, casas de campo, salones privados y embajadas mientras afuera el país se está desangrando. AZOR (una palabra cuyo «significado» quedará claro más adelante) deja en evidencia ese choque de entrada, ya que en su primera escena vemos a Yvan De Wiel (Fabrizio Rongione) llegando a Buenos Aires con su esposa Ines (Stéphanie Cléau) en un auto de la Embajada de Suiza y viendo cómo se está deteniendo a una persona a pocos metros. La policía frena el tráfico mientras hace su «operativo» y cuando eso termina pide documentos a los del coche. Tras mencionar palabras como «Embajada de Suiza» y «turistas», los recién llegados pasan como si nada sucediera. Es la puerta de entrada a un mundo de lujos y negocios secretos, llamados telefónicos con cifras y reuniones privadas en salones frecuentados tanto por la oligarquía local como por los altos mandos militares. De a poco, De Wiel se va dando cuenta no solo de cierta tilinguería local respecto a Europa (todos parecen hablar francés) sino que se va enterando que su antecesor, René Keys, no solo era muy distinto a él en términos de personalidad y trato (a Yvan se lo ve tímido ante los poderosos) sino que probablemente estaba involucrado de una manera un tanto sospechosa con su clientela. Junto con su mujer, en tanto, se van reuniendo en distintas casas de la ciudad o en importantes caserones en el campo con familias adineradas que les van contando algunos secretos e historias personales, algunas de las cuales son un tanto «complicadas». Para ambos es un viaje a un lugar decadente lleno de ricachones y herederos que viven pendientes de una Europa idealizada. Y lo que deben aprender a hacer es a manejarse entre esos tiburones que buscan hacer negocios, sí, pero también imponer cierto control, demostrar quien es el que manda. Con elementos de «El corazón de las tinieblas«, la novela de Joseph Conrad (con Yvan como Charlie Marrow y René como el misterioso Kurtz), es claro también para Fontana que los suizos no son solo víctimas de un grupo de ambiciosos locales sino que son también parte del perverso juego económico y tan o más responsables al habilitar ese tipo de oscuras transacciones. Con un elenco de actores en su mayoría desconocidos cuya credibilidad no siempre es la mejor (se puede ver allí a Mariano Llinás, que colaboró en el guión, en un cameo, y al realizador Pablo Torre encarnando a un siniestro monseñor), AZOR logra de todos modos superar ese problema porque funciona en un universo enrarecido que lo habilita. En ese sentido la película, cuyas peripecias acumulativas y sugerente extrañeza formal hacen recordar al cine de Hugo Santiago y descendientes, opera con una atmósfera que parece arrancada del cine de autor europeo de los años ’70. Sus climas ominosos y sutilmente perturbadores dan la sensación al espectador de estar descendiendo por los círculos del infierno inventados por algún Dante porteño. Y la película, cinematográficamente hablando, va «oscureciendo» cada vez más las desventuras de Yves, no solo por lo nocturnas que se van volviendo sus actividades sino por lo que empieza a descubrir adentro suyo. A la vez AZOR –premiada y celebrada en varios festivales, además de figurar en varias listas internacionales como una de las mejores películas de 2021– también muestra cómo se puede contar una sociedad como la porteña (en especial la ricachona/aristocrática ya que aquí, salvo algunos militares, nadie parece haber cruzado jamás del otro lado de la avenida Rivadavia salvo para ir al campo) a partir de una mirada extranjera, una que ve cómo ciertas actividades y costumbres que asumimos como cotidianas tienen mucho de siniestro. Entre el drama y el thriller, entre el pasado y el presente, entre la experimentación formal y la tensión narrativa más clásica, la película de Fontana es una verdadera sorpresa dentro del panorama del cine hecho en la Argentina. Por un realizador extranjero, sí, pero con una innegable impronta local.