Tras ganar uno de los premio principales del FIDMarseille 2020 con Río Turbio, Tatiana Mazú González presentó en el festival platense otro notable trabajo que la consolida como una de las referencias ineludibles de la nueva generación (tiene apenas 31 años). Si bien en Río Turbio ya había algunos elementos autobiográficos, se trataba de una apuesta mucho más experimental en lo narrativo, lo visual y lo sonoro. En Caperucita Roja también va de los personal (lo familiar) a lo social, pero con una búsqueda más sencilla y cristalina, aunque no por eso menos arriesgada y valiosa. Caperucita Roja es la historia de cuatro generaciones de mujeres de una familia, pero la esencia es recuperar las vivencias de la abuela Juliana, quien tuvo de niña una vida extremadamente dura en el monte y una granja de España antes de romper con un sino inevitablemente trágico para huir y radicarse en la Argentina en busca de una vida mejor. Largamente octogenaria, la encantadora anciana (y brillante en el arte de la sastrería) va charlando en tono confesional sobre todo con sus nietas Sofía y Tatiana, aunque también recita poemas, canta viejos temas y ofrece una acumulación de recuerdos dominados en muchos casos por el dolor. Atentas a la vida de su abuela, las jóvenes recuperan combativas canciones de la época de la República y contrastan la existencia en un principio sometida y resignada de Juliana con el discurso empoderado de las jóvenes, parte de la avasallante marea verde que lucha por consolidar y ampliar los derechos de las mujeres. Suerte de péndulo entre la admiración y el amor que sienten por la abuela y la búsqueda por romper con siglos de relaciones impuestas por el patriarcado, Caperucita Roja es un ensayo sobre los encuentros y las diferencias generacionales. Un retrato hilado, bordado con sensibilidad, humor, inteligencia y rigor. Contra todos los lobos de este mundo.
En el universo del cine contemporáneo argentino, existe un ecosistema sensible y memorioso de películas dirigidas por chicas. Chicas formadas en una ola feminista donde la libertad y los derechos son innegociables, en la necesidad de apelar a la conciencia histórica, a la reflexión sobre el presente y sobre el pasado, a la memoria personal que se dibuja dentro de la memoria histórica y así lo privado y lo público forman parte de una continuo semejante a una marea multicolor. En este grupo, la voz y la mirada de Tatiana Mazú González (aquí la entrevista) resalta. Su cine muestra el modo en el que ella se relaciona con la realidad: su infancia, su hermana, los sonidos, el tiempo que transcurre lento y veloz, su militancia verde, su conciencia histórica. En Caperucita Roja la pasión por los relatos, por el simple hecho de contar historias se vuelve un elemento vivo, una acción preciada por la familia. Esa abuela que cuenta cuentos, esas nietas que no sólo escuchan sino que colaboran en la construcción del relato es la matriz sobre la que se construye la película. Contar es como coser, hilvanar palabras, probar frases, armar un tapado es como armar un relato polifónico. El contar y el coser como tareas de chicas que también cantan y a la vez reclaman por sus derechos. Naturalizar este reclamo es central, aquello que estaba normalizado en las épocas de la abuela ahora se problematiza, se vuelve un organismo vital arrasado por esa fuerza revolucionaria del feminismo que se lleva puesto al capitalismo y al patriarcado. No hay hombres en la película, sólo generaciones de mujeres que en la cocina- lugar doméstico e íntimo- , releen la historia enclavada en los relatos populares como el de Caperucita y en las canciones de la abuela. Esos relatos con los que han crecido estas niñas, donde las heroínas – tal vez como la abuela- estaban silenciadas e inmóviles ahora se tensan; y en esa tensión surge la interrogación. Mazú González logra agitar, hiperventilar las imágenes, los textos, los sonidos que han estado anestesiados por el peso de la historia y que ahora despiertan y se resisten a una lectura normativa. Las generaciones son interpeladas pero amorosamente, de un modo donde el diálogo entre la abuela y las chicas es posible. La potencia de la luz revive esas especies de naturalezas muertas, la luz sobre las plantas del jardín y sobre el espacio del campo. Esa luz logra alumbrar aquellas cosas que parecían dormidas, secas. Hermosa escena la de la nieta hablando con la abuela acerca de la guerra donde la protagonista es esa pared en la que un pequeño cuadro de Las meninas ofrece una encantadora clave de lectura. Así como la abuela cruzaba ese bosque para ir a trabajar, las chicas cruzan las fronteras, las revierten y logran pasear por un bosque donde las caperucitas son ellas mismas, las propias protagonistas de los relatos que conjuran la aparición de los lobos probables. El feminismo y la clase, la reflexión política y social, los lazos familiares son narrados con humor transformando el cine en una experiencia sensible, intimista pero que a la vez resuena cierto quiebre en la hegemonía cinematográfica y también social. La cálida paleta de colores, la extrañeza del sonido y la experimentación narrativa suman también desde lo formal apostando a horadar la experiencia del espectador. CAPERUCITA ROJA Caperucita Roja. Argentina, 2019. Guion y dirección: Tatiana Mazú González. Fotografía: Joaquín Maito. Edición: Josefina Llobet. Sonido: Julián Galay. Duración: 93 minutos.
Desde siempre, el cuento Caperucita Roja entusiasmó a los niños que, como tradición oral, mostraba el choque entre el bien y el mal a través de una niña que es amenazada por un lobo convertido en su propia abuela para engañarla. Este film retoma esta anécdota, aunque sus personajes transitan por un camino que difiere de la trama original. Aquí hay una anciana costurera que, acompañada por dos jóvenes muchachas, llega a Buenos Aires desde su pueblo natal español en momentos en los que la guerra civil dejaba un tendal de muertos y heridos. Un día una de sus cuidadoras desea que la anciana le enseñe el oficio de coser y recortar modelos y así ella comienza a fabricar un abrigo rojo con capucha mientras que el terceto recuerda con emoción, entre las cuatro paredes de la casa, la necesidad de retrotraerse al pasado en el que cada una de ellas vivieron desengaños y felicidades. Con estos elementos surgidos del cuento infantil, la directora Tatiana Mazú González (El estado de las cosas, Río Turbio) elaboró una cálida trama de la que surge con emoción la necesidad de convertir un antiguo cuento en un relato entretenido y puramente femenino. Un elenco que logró la necesidad de aportar ternura, una impecable fotografía y una música de suaves tonos apoyan a esta Caperucita Roja que es rescatada con el necesario armazón del antiguo relato.
En "Caperucita Roja" (2019) hay un intento de recuperar lo efímero de los recuerdos y la oralidad como refugio de la memoria para a partir de esto generar un relato sobre cómo la historia particular, a partir de la multiplicación de subjetividades de una propia familia, puede universalizar su propuesta. Enfocándose en su abuela Juliana, un personaje al que construye a partir de retazos de la propia protagonista e imágenes de archivo que consolidan mucho de aquello que se dice verbalmente, Tatiana Mazú González contrasta la lucha feminista actual, consciente, potente, de ella misma y su hermana, con la temprana liberación de su abuela española, una mujer que pudo escapar del destino de servidumbre que le habían asignado desde pequeña y que un día se animó a llegar a Argentina para forjar su destino. Entre charlas amenas, discusiones acaloradas, platos de comida, y la costura como nexo, que hilvana recuerdos y telas, en la presentación de ideas y la superposición de imágenes, pero también en la utilización del rumor como signo sonoro característico, la excusa de la confección de un saco rojo con capucha es sólo un índice sobre aquello que el clásico cuento de Perrault relata, y que, una vez más, tiene a una nieta y su abuela como protagonistas. La realizadora potencia esa historia desde la experiencia de Juliana, explorando sensorialmente dos elementos claves del lenguaje audiovisual, el sonido y la imagen, con los que agrega profundidad y espesor para que la clásica estructura de la propuesta no se quede naufragando en ella, al contrario, proponiendo algo nuevo y exponiendo sus ganas de trascenderla, algo que finalmente logra. Juliana cose, se recuesta, cocina, limpia, se asea, se tiñe el pelo, canta, recita cuentos de hadas de memoria, pero también discute, con las más jóvenes, quienes desde la lucha que llevan adelante por conquistas de géneros que aún no llegan, consolidan una épica familiar que transita, en cada caso, la convicción de ir por los deseos y concretar sueños en cada momento de la vida. Por momentos conservadora, Juliana se queda en silencio ante algunos cuestionamientos y revelaciones (aborto, violencia de género, acoso callejero), pero aun en su mirada reprensiva se percibe el amor que día a día ofrece a los suyos, permitiéndose no estar de acuerdo con aquello que dicen, hacen, o han hecho en el pasado, y no por ello distanciarse del afecto. La cámara de Mazú acompaña, se introduce en la intimidad de una mujer y su descendencia con una historia de largo aliento que permite, más allá de su particularidad, comprender en ella el relato vívido de miles de inmigrantes que han llegado al país y se forjaron, con tezón y esmero, un destino diferente al que se les había asignado.Impulsada por las más jóvenes Juliana escribe, deja en papel, de puño y letra sus memorias, sus recuerdos, algunos de los cuales la directora trae a colación o ilustra con imágenes de archivo, de espacios anhelados, y, principalmente, de la fuerza de la actual marea verde que resignifica cada palabra que Juliana enuncia, cada canción de antaño entonada, independientemente si esté de acuerdo o no con su contenido. Caperucita Roja explora el universo femenino dentro de varias generaciones de una familia sin eufemismos ni subrayados, lo expone, lo deconstruye, y lo vuelve a unir en un discurso visual y sonoramente potente que además se hace entrañable por su protagonista, Juliana, una mujer que supo luchar por lo suyo, que sigue peleándola día a día, haciendo valer su género, aún sin ser consciente de ello.
“Caperucita roja” de Tatiana Mazu Gonzalez. Crítica. Un documental que no te dejará indiferente. Este jueves 4 de noviembre llega el estreno de “Caperucita roja” un documental de Tatiana Mazu Gonzalez, a quien tuvimos el gusto de entrevistar en el marco del Festival internacional de cine de Mar del Plata 2020. Tras su paso por varios festivales podremos verla en las salas de cine de nuestro país. Un encuentro generacional entre una abuela y su nieta guía esta narrativa de búsqueda experimental. Conversaciones que van desde la guerra civil española, derechos laborales, aborto, hasta las luchas feministas que toman las calles. Algo que principalmente llama la atención es el atractivo visual y sonoro que surge de la diversidad de técnicas y formatos. Implementando la superposición de imágenes y repetición dentro del encuadre, materiales de archivo, sonidos en revés o que pivotan en el estéreo y encuadres poco convencionales. Generando así una constante llamada de atención y diferenciación con la cual tratar un tema, tal vez mundano, como la reconexión entre una nieta y su abuela. Lo cual trae consigo el salto generacional, que pareciera ser abismal, entre alguien que nació a principios del siglo pasado y otra a finales del mismo. Mientras cosen un disfraz de caperucita roja, plantean su forma de ver la vida. Ya sea si está bien trabajar 18 horas o no, los acosos verbales en la calle o el deseo de maternidad. Jamás se plantea una mirada crítica o juzgadora, se entiende que cada una es hija de su tiempo y si la abuela parece tener una visión más inocente de la vida es por su crianza y las vivencias de su época. Podemos ver además, en las escenas donde el material de archivo se hace presente, a una abuela que pareciera ser eternamente anciana. Lo cual se traduce en una fuente de sabiduría como plantea el dicho, “el diablo sabe más por viejo que por diablo”. Incansablemente activa y perspicaz, absorbe todo lo que sucede a su alrededor. Compartiendo muchas veces el plano junto a la directora, que poco a poco socava información. Consiguiendo robarse la película en dos momentos clave. En un primer lugar la charla con su nieta en el momento que se corta la luz. Recibe una noticia fuerte que la moviliza, pero jamás pierde la compostura y se las arregla para dejar en claro su posición y su aceptación. La otra escena es la final, donde ella pasa de ser un actor social registrado a tomar la cámara con sus manos y grabar a su nieta. De manera imperfecta, desprolija, al tiempo que narra el cuento de Caperucita, cerrando de esta manera una especie de ciclo, con broche de oro. En este sentido, podemos afirmar que “Caperucita roja” de Tatiana Mazu Gonzalez es un documental altamente recomendable. Es por demás entretenida y técnicamente atrapante. Y si bien la directora ya se despacho con otros documentales, siempre esperaremos con ansias sus próximos proyectos.
Los créditos iniciales y la primera escena de Caperucita roja (2019) plantean dentro y fuera del plano simultaneidades temáticas y estéticas. Mientras aparecen los logos del INCAA y de la productora Antes Muerto Cine, oímos una voz pueril en son de juego. Al fondo se oyen varias mujeres hablando. Su madre la quería con locura, y su abuela aún la quería más. “Caperucita roja”, Charles Perrault Segundos luego vemos a la niña sentada en el piso mientras todavía se oyen las voces fuera de escena hablando de algo roto. Ella peina su caballo de juguete y la cámara la contempla a media altura. Esta perspectiva y las diagonales en el plano formadas por el espejo y el armario de la casa advierten que la obra será no un cuento inocente sino más bien una reflexión sobre la infancia y la juventud desde las épocas vitales posteriores. Por esto surge una tierna y pícara complicidad cuando vemos de dónde provienen las voces de esa primera escena. Los distintos tonos de voz integran a un grupo familiar reunido en torno a la memoriosa abuela que recita, entre olvidos y aciertos, “Barba Azul” y “Blanca Nieves”. Sus hijas y nietas leen en voz alta los ajados y remendados ejemplares. Entre ellas se cuenta Tatiana Mazú, la directora. En ese plano secuencia de casi cinco minutos también habrá voces por fuera de la imagen. Esta y otra escena al final serán las únicas con una duración tan prolongada. Así brindan pistas para prepararnos a una obra plena de detalles en general. Además acá todas las versiones están reflejadas a nivel técnico. Para esto la cámara de Joaquín Maito, con quien ya ha trabajado Mazú antes, hace movimientos puntuales y, en algún instante de los casi cinco minutos, incluye los rostros de las cinco mujeres en escena. Esto nos indica que cada voz tendrá su valor momentáneo, si bien el centro de todo el documental será Juliana, la abuela, sentada aquí en una esquina. Tatiana la aprovecha en sintonía con las figuras ambivalentes que fueron Caperucita y el lobo en las versiones clásicas de Perrault y los hermanos Grimm. Sus recuerdos narran una infancia apenas rearticulada en esta obra por lugares y objetos en escena mientras su voz cuenta y susurra los excesos familiares del entorno. La emigración, su trabajo como costurera y finalmente la relación con su nieta presentan posturas contrastantes. Porque la abuela también fue y es lobo, y hay un plano general donde visualmente ella lo parece mientras camina colina abajo. La escena a semioscuras casi al final se puede hilar con aquel plano secuencia. En la penumbra de un apagón, la abuela y Tatiana conversan sobre las costumbres actuales y tocan el tema del aborto. Así como la escena está cortada en varios planos y ya no comprende un solo corte como la primera, el tema llenará de silencios su conversación y el encuadre de sus cuerpos se cerrará cada vez más. El casco vestido por la también artista visual brinda la iluminación y también nos indica múltiples sentidos. Tatiana ilumina por cuestiones prácticas para distinguir el espacio y a la vez ahonda con preguntas y anécdotas en una incomodidad crucial con respecto a su abuela. El problema vendrá luego, cuando la realizadora quiera forcejear sus inquietudes políticas y partidistas en un relato que prometía ser sobre la memoria y la dificultad de las versiones. Que la realizadora opte por incluir sus posturas puede ser una válida y valiosa reacción frente a aquella incomodidad de su abuela. Pero este radicalismo quiebra la agudeza de aquella primera secuencia y la fiereza cómplice en la complejidad de los vínculos. “Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la abuelita” (“Caperucita roja”, Wilhelm y Jacob Grimm) Así, las cabezas cortadas por el encuadre, los tonos rojizos, las narraciones, los videos caseros, los susurros, los cantos y cuadernos nos preparan emocionalmente con el montaje de Josefina Llobet. Las sobreimpresiones posteriores constatarán de a poco que en cada perspectiva del relato está lo intuido y no dicho. Pero el final casi sabotea el íntimo activismo femenino de la obra cuando Tatiana viste una caperuza roja frente a un exangüe lobo partidista como el macrismo.
Un documental con momentos encantadores y mágicos, con atmósfera de cuento de niñez clásico pero que se mezcla, saltando generaciones entre el destino de una abuela de dura niñez y una nieta que festeja a una nueva generación feminista. Qué tienen en común estas generaciones, se plantea la realizadora Tataian Mazú González que indaga en el pasado de esa mujer que nunca dejó de trabajar, ni de sufrir, con su propio camino de realizadora. Entre una y otra, además de esas conversaciones íntimas, campea una caperucita roja real que se escapó siendo una niña a través de un bosque, porque lo que dejaba atrás era el lobo feroz de la esclavitud encarnada en el padrino abusivo. Y después los recuerdos de la guerra, de su oficio de costurera, de sus opiniones y de sus silencios frente a lo nuevo que no le cuesta tanto entender. Más que un tapado rojo que cosen entre las dos: el vestido de la intimidad y el cariño para una mujer que se empodera, que tiene el lujo de una abuela con sus versos y la tradición de las canciones de trinchera de los republicanos. Un documental pleno de climas y descubrimientos.
"Caperucita roja": lo personal es político La película ofrece una cosmovisión en la que el punto de vista femenino es el que organiza el relato. Son las mujeres de tres generaciones de la familia de la directora las que le van dando forma a una mirada colectiva. “El tiempo es la historia”, dice Doña Juliana en algún momento de Caperucita roja, el documental dirigido por su nieta, Tatiana Mazú González, que la tiene como protagonista. Es justamente a partir de un retrato familiar que la directora intenta dar cuenta de su tiempo y de la historia, a través de un relato en el que lo personal y lo histórico se van montando y superponiendo hasta tejer una narración coral. Para ello Mazú González utiliza distintos registros, que van de grabaciones domésticas en VHS, provenientes del archivo personal; registros de distintas reuniones en las que las mujeres de la familia se juntan a charlar, generalmente en torno al oficio de costurera de la matriarca; hasta imágenes de la comarca en la campiña española, de la que Juliana emigró a mediados del siglo pasado. Juliana es una de esas típicas señoras españolas muy menudas, pero que parece contener en su interior una fuerza inagotable. Una mujer cuya mirada del mundo está marcada inevitablemente por lo que le tocó vivir siendo niña. Un espanto que algunas veces fue íntimo, de maltrato personal en el seno de una familia campesina que no era la propia. Otras veces encarna en una época en la que la guerra fue madre de horrores demasiado vívidos como para querer recordarlos, pero que aún así perviven en la memoria. En esa cosmovisión no hay diferencia entre republicanos y nacionales: al fin y al cabo, fue por el enfrentamiento entre ambos que ella debió abandonar su patria para buscarse otra, atravesando el vasto océano. La película también ofrece una cosmovisión particular, en la que el punto de vista femenino es el que organiza el relato. Son las mujeres de tres generaciones de esta familia –la abuela, sus hijas y sus nietas— las que le van dando forma a una mirada colectiva que consigue hacer que alrededor de lo femenino gire un universo que, sin embargo, sigue teniendo a lo masculino como centro. Es ese corrimiento del eje lo que provoca que el retrato que hace del mundo esta versión ad hoc de Caperucita roja acabe siendo, a su manera y modestamente, disruptivo. Lejos de estar ausente, lo masculino se mantiene en un fuera de campo discretamente ominoso. Caperucita roja juega con el molde del cuento tradicional, pero yendo más allá de los límites de la historia de la niña acosada por el lobo. También hay referencias a otros relatos propios del universo de los cuentos de hadas y algo del espíritu de la novela Mujercitas renace en esas tertulias en las que las mujeres comparten sus puntos de vista respecto del tiempo y la historia. Mazú González logra que la candidez conviva de forma armónica con lo siniestro, con solo recorrer el linaje de una familia. Tal vez la película en algún momento ceda ante el pecado de la obviedad, sobre todo en la expresión demasiado literal de algunas ideas, pero eso no impugna sus no pocos aciertos.
QUÉ RECUERDOS TAN GRANDES TIENES Cuando nos encontramos ante un título tan reconocido como Caperucita roja llama la atención el enfoque que tendrá la propuesta. Este cuento tradicional representa una historia universal y particular a la vez. Dado su carácter de difusión, principalmente oral, aparece el estilo con el que cada persona cuenta la historia, los datos que agrega y el ritmo al relato. Pero es la estructura principal de Caperucita roja la que se presenta como rasgo común. En la historia del film pasa algo parecido. Es posible encontrar similitudes familiares en el planteo de los vínculos que realiza, aunque luego, cada una tenga su impronta particular. Caperucita roja invita a conocer la relación de dos nietas, ya adultas, pero jóvenes, con su abuela. Al comienzo, se las puede ver juntas recitando de memoria un cuento tradicional. Entramos desde los primeros minutos a un mundo particular que se ha dado entre estas integrantes de la familia. Esas palabras tan comunes entre ellas, tan llenas de sonrisas cómplices, muestran el lenguaje construido, aquello que se vivenció y hoy representa parte de la esencia que las constituye. María Elena Walsh en Serenata para la tierra de uno dice que “el idioma de la infancia/ es un secreto entre los dos”. Caperucita roja se acerca a esos secretos familiares que han forjado un vínculo tan cercano entre las nietas y la abuela. El film capta momentos cotidianos en los que comparten conversaciones, en los que se miran y transmiten el amor que se tienen. Al igual que el cuento tradicional, los diálogos de estas protagonistas integran lo específico de su vínculo pero trascienden lo individual mostrando aspectos que bien son identificables en muchas familias. Vemos entonces ciertas costumbres familiares, ritos e historias compartidas. La abuela es mostrada como un ser divino, al que cuidan, escuchan y adoran. Hay un gran trabajo desde el film para mostrar el respeto y amor de las nietas hacia ella. Sin embargo, esto no quita que las jóvenes repliquen sus dichos. La diferencia en pensamiento ante la brecha generacional es inminente y ellas no se quedan calladas. A través de la paciencia y con mucho tacto, las nietas ponen en cuestión muchas de las opiniones tan naturalizadas por su abuela. El intercambio entre ellas además de generar mucha ternura es por momentos cómico porque la señora mayor opta en varias ocasiones por hacer silencios, acompañados de alguna cara de extrañeza ante las diferencias de opinión. En contraste con las jóvenes que buscan confrontar para repensar aquellas costumbres que nos limitan, su abuela prefiere no llevarles la contra. Caperucita roja es un film con una construcción muy centrada en los detalles necesarios para el espectador pueda identificar aquellas miradas cómplices de quién sabe lo que se ha compartido en la infancia y de adulto puede recordarlo junto a esa persona. La estética acompaña este objetivo, generando un clima propicio para poder hacer foco en el modo amoroso en el que se hablan y los recuerdos que atesoran.