Alta Suciedad Tras el éxito de La teta asustada (Claudia Llosa, 2009) el cine peruano parece revelarse al mundo entero, o al menos hacerse un poquito más conocido. Si bien es muy poco lo que puede verse por estos lados de tan vasta cinematografía, Dioses (2008), de Josué Méndez, confirma la teoría de que hay un cine más allá Hollywood, y que está en Latinoamérica. Una familia disfuncional de las altas esferas sociales peruanas compuesta por un adolescente enamorado de su hermana, otra que vive en el libertinaje y la promiscuidad, un padre con una novia mucho más joven que él y una mujer de clase social baja cuyo objetivo es ser de la alta sin importarle nada, conforman un universo que sirve como espejo de una sociedad en crisis. Lo peor de la alta sociedad peruana es reflejado sin ningún tipo de pudor y con una mirada adulta por Josué Méndez a través de una historia compleja que evita la moralina. Los personajes de Dioses se presentan tal como son sin ningún tipo de juzgamientos. La forma de actuar consciente –los adultos- o inconsciente –los jóvenes- los llevarán hacia consecuencias irreparables que serán vivenciadas como simples actos naturales. Aquí cada uno será su propio Dios y, a pesar de que todos sabrán la verdadjugarán a no saberla para mantener la pertenencia a mundo hipócrita y de conveniencias. El erotismo estará presente durante toda la historia, pero sin transformarse en un film erótico. El joven realizador eligió contar los sucesos desde una perspectiva en la que se juega más con la insinuación que con lo explícito, como lo hace el personaje de Elisa (Maricielo Effio), con las palabras que utiliza Agustín (Edgar Saba) o los juegos de Diego (Sergio Gjurinovic) y su hermana Andrea (Anahí de Cárdenas). Todos tratados sutílmente o fuera de cuadro, donde los rostros sumamente expresivos hablan por sí mismos. Con un estilo narrativo moderno que remite claras influencias del Nuevo Cine Argentino, el film presenta una estructura clásica en su construcción: una historia con principio, desarrollo y final, cualidad que lo vuelve atractivo y personal. Resultaría imposible no compararlo con Géminis (2005), de Albertina Carri, o La ciénaga (2001) de Lucrecia Martel, por la temática tratada, pero que a la vez logra desprenderse de sus predecesoras con identidad propia. Si Dioses no hubiera sido una coproducción con Argentina, tal vez nunca hubiéramos llegado a enterarnos de su existencia, como pasa con una gran cantidad de películas latinoamericanas que a pesar de tener un amplio recorrido internacional no llegan a ser estrenadas comercialmente – más allá de algún festival- en nuestro país. Por eso es la oportunidad de poder ver un cine que no vemos, y no porque no queramos sino porque no nos dejan.
Decadencia fashion Mantener el status quo significa muchas veces transgredir las propias limitaciones de pensamiento en función del qué dirán, y en esto es un experto el paterfamilias, Agustín (Edgar Saba). Incapaz de ver más allá de los conflictos inmediatos, se le escapa el amor febril que su hijo Diego (Sergio Gjurinovic) siente por su propia hermana, Andrea (Anahí de Cárdenas) y el secreto ya no tan inocente que la propia Andrea esconde. Está demasiado pendiente de su nueva pareja, la jovencísima y hermosa Elisa (Maricielo Effio). Sintiéndose demasiado afortunada con su nueva vida, ella dedica sus días de ocio a intentar pulirse para encajar en la superficial alta sociedad peruana, permanentemente acomplejada por su humilde origen. En este entramado de relaciones complejas, aunque bastante estereotipadas, el director Josué Méndez recrea la hipotética vida de una familia de clase alta, en este caso limeña, aunque con conflictos absolutamente comunes a los de cualquier otro clan en similar situación socioeconómica. Lo mejor dentro de esta trama es el tiempo que se toma Méndez en esbozar la situación de los miembros de clase humilde (las empleadas de la casa de don Agustín, Elisa), que resulta escaso en relación al resto, aunque mucho más rico y próximo a la realidad. Sobre todo, la escena final resume bien el espíritu de la historia. En un elenco que no descolla particularmente, los jóvenes Sergio Gjurinovic y Anahí de Cárdenas se lucen mejor en su tramo de la historia y consiguen captar lo más sórdido y oscuro de la alta sociedad a la que pertenecen. Las contradicciones, dudas y rebeldías propias de la edad quedan bastante bien plasmadas. Los personajes están lejos de ser los dioses del título, pero si se trata de definirlos de acuerdo a una doble moral hipócrita, en función de la cual actúan y se desenvuelven, sugieren un cierto paralelismo con esas divinidades paganas, caprichosas e impunes.
Los que mandan Retrato de una endogámica familia de clase alta peruana. Dioses, del peruano Josué Méndez (1976), transmite, en un raro tono de drama con toques satíricos, el asimétrico cruce de dos clases sociales, en una sociedad con escasa clase media. Por un lado una familia de nuevos ricos. Padre y dos hijos adolescentes: casa con ambientación minimalista, junto al Pacífico, alejada de la despreciada Lima; 4x4, tarjetas de crédito para posibles abortos idóneos; Miami como representación del paraíso; mucho shopping, mucha arrogancia, algo de beneficencia lavaculpas, mucha ostentación: condición más importante que la de disfrutar del dinero. Por otro lado, sumisas mucamas de uniforme y, sobre todo, Elisa: una veinteañera de origen humilde -que oculta con vergúenza- y de gran belleza -aunque, ay, ay, ay, de piel cobriza-, que forma pareja con el autoritario padre de la familia. El personaje de ella va sufriendo transformaciones, conscientes y no tanto, que la llevan a mimetizarse con un mundo en el que pretende entrar a cualquier precio, aunque lo intuya como asfixiante y mediocre. En paralelo, una historia de "amor", que podría haber virado hacia lo revulsivo o lo trágico, pero que se queda -felizmente- en la representación endogámica: Diego, el machito preparado por su padre para mandar, se siente atraído sexualmente por su hermana Andrea, una chica, digamos, de vida licenciosa. Ninguno encaja en el mandato familiar. Y Diego, el que lleva el punto de vista de la historia, es temeroso y reprimido: a padre autoritario, hijo debilitado. El filme tiene el mérito de optar por el humor antes que por el juicio a los personajes. Sin embargo, a pesar de que suene contradictorio, abusa del estereotipo y del cliché: en algunos momentos rozando la parodia, aunque también la realidad, desde luego.
Secretos en una familia de clase alta peruana Diego y Andrea, hijos de un acaudalado empresario, transitan sus horas entre alegres amigos, bailes y fiestas. Pero entre ellos hay un secreto bien guardado: Diego está enamorado de su hermana y ella, por su parte, tiene sus propios problemas que esconder. Agustín, padre de ambos, llevó a su rica mansión a Elisa, su nueva novia, 20 años menor que él, y de una condición económica más humilde. Elisa tendrá que aprender rápido a vivir en ese mundo artificioso si se quiere convertir en la dama de sociedad que siempre quiso ser, en tanto que Diego sufre íntimamente que Andrea viva de amorío en amorío y de sexo sin compromiso. Esta historia pretende reflejar a una familia atrapada en los rígidos mecanismos sociales de la clase alta peruana donde los personajes actúan como dioses más allá de las reglas, de la moral y de la decencia. El director y guionista Josué Méndez intentó dar así una profunda mirada a esos hombres y mujeres que conviven entre lo frívolo y lo hermético, pero tropezó con un guión que carece de fuerza dramática y se pierde entre las enredadas madejas de diálogos repetidos y situaciones morosas. Poco es lo que queda por rescatar de esta trama que, lentamente, va insertándose en lo monótono de las aventuras y desventuras de sus personajes centrales y del coro que los rodea. El film decae a cada momento por su falta de hondura. Tampoco el elenco supo compenetrarse de sus respectivos papeles y los rubros técnicos no pasaron tampoco de la mediocridad.
Radiografía social en clave kitsch Con dosis de sátira, disfuncionalidad familiar y melodrama malsano, la película explora la intimidad de un grupo de millonarios limeños. El director da en el blanco cuando apunta sobre cierto “feísmo”, pero peca de rigidez conceptual. De unos años a esta parte el cine latinoamericano se viene ocupando de radiografiar a los nuevos ricos del continente, surgidos de los procesos de concentración económica del último par de décadas. El cine mexicano es el que hasta ahora lo hizo con más continuidad, desde Batalla en el cielo (2005) hasta Daniel y Ana (2009), pasando por La zona (2007) y Parque Vía (2008). Pero también el cine chileno viene dando cuenta de las vidas privadas de los beneficiarios del pinochetismo (en La sagrada familia, 2004, y La nana, 2009), mientras que el aporte del cine argentino –siempre más interesado en el seguimiento de clases medias y bajas– debe buscarse por el lado de ese dúo de opuestos que son Una semana solos y Las viudas de los jueves. A este cuerpo de films el cine peruano suma ahora Dioses, de Josué Méndez, coproducida con aportes argentinos y el espaldarazo de buena cantidad de fundaciones, dedicadas al apoyo de cinematografías emergentes. Presentada en prestigiosos festivales internacionales (como había sucedido ya con la ópera prima de Méndez, Días de Santiago, que seis años atrás ganó un premio en el Bafici), Dioses explora la intimidad de una familia de superricachones limeños, con mansión en una playa que parece una sucursal local de Marbella. “¿Es la nueva criada?”, pregunta con la peor intención Andrea (Maricielo Effio) a su papá, el industrial metalúrgico Agustín (Edgar Saba), cuando éste le presenta a su nueva y jovencísima pareja, la sobreproducida Elisa (Anahí de Cárdenas). Niña de los ojos de papá, chica malcriada, Andrea se sabe sexy y lo explota a fondo. Nadie se babea con ella tanto como Diego, su hermano menor (Sergio Gjurinovic), que la sigue a todas partes, no deja de mirarla y aprovecha sus borracheras para sobarla. Mientras tanto y con el objetivo de integrarse al círculo de damas playeras, Elisa se pone a estudiar sus temas favoritos de conversación: botánica local, hermenéutica bíblica y mitología griega. Combinando dosis de sátira, disfuncionalidad familiar y melodrama malsano, Méndez da en el blanco cuando apunta sobre lo que podría llamarse “feísmo de nuevo rico”. No muy distantes de sus vecinos del Cono Sur, Agustín y sus pares se pavonean con vasos de whisky, mientras sus mujeres exhiben bronceados excesivos y sus amantes arrasan el shopping vecino. Un baile de disfraces, de motivos andaluces, los muestra en su condición de máscaras o autocaricaturas kitsch, con los hombres posando como Bardems del cuarto mundo y las señoras haciéndose las Penélope Cruz. El feísmo es, en ocasiones, sexual, como cuando Diego se frota contra su hermana. Esas escenas pueden producir malestar estomacal, pero éste se disipa cuando surgen las obviedades. “Deberían invadirnos esos gringos”, proclama una señora, sacando a relucir un cipayismo de manual. Y el kitsch es, a veces, no intencional, como el sueño en el que la trepadora Elisa se avergüenza, también del modo más obvio, de sus aindiadas mamá y abuela. Sin embargo, la escena en la que Elisa va a visitar a sus mayores tiene un relax y espontaneidad que a otras les falta: encerrados en la cárcel de los conceptos prefijados, a los personajes no les sobra libertad de movimientos. A veces, la rigidez conceptual se transmite demasiado visiblemente a la puesta, como en una escena en la que los amigos de Andrea aparecen desparramados por el piso y sillones de la mansión, después de haber tomado demasiado pisco. Están tan prolijamente desmayados, que se tiene la sensación de que el asistente de dirección acaba de acomodarlos, uno por uno y miembro por miembro. Eso no quiere decir que en ocasiones Méndez no acierte más de un pleno, como la magnífica escena de apertura (un plano sobre Andrea bailoteando en una disco, tan fijo como la mirada de su hermano) y otra que es como su contratara, cuando Diego finalmente cobra coraje y se le va encima, en medio de una fiesta. Allí, la disociación entre la banda de sonido y lo que en términos técnicos se llama música diegética (bailan dance, pero se oye un huayno) produce un efecto de distorsión que le sienta como un guante.
En las playas de las afueras de Lima, dándole la espalda a cualquier síntoma político y social que los impugne, en propiedades que emulan Florida o Punta del Este, la vida de las mujeres y los jóvenes se sucede en la más absoluta inutilidad. Una familia conformada por padre poderoso industrial, hija descerebrada y hermano obsesionado sexualmente con ella, ya forman de por sí un triángulo digno del mejor culebrón que se precie. Pero Dioses da una vuelta de tuerca en cuanto al tema de clase, apuntando a la moral desquiciada de las burquesías vernáculas, que en el caso de la historia argentina nos hace acordar profundamente al despilfarro y sordera de las políticas de los 90. A este núcleo familiar se le agrega la nueva esposa del padre, una atractiva mujer mucho menor que reniega de su origen de clase y oculta a su familia (abuela, mujer de pollera, incluida) a los ojos del marido que intenta confirmar a toda costa. Las preocupaciones de este entente se centrarán en su propio olimpo. Los adolescentes de fiesta en fiesta, entre el coma etílico y la ausencia de responsabilidades. La joven esposa, por su parte, concentrada en aprender las pautas de ingreso a la nueva clase social: los nombres de plantas y las claves de la jardinería, la mitología griega y las teorías new age de autoponderación de gurúes del norte. Frente a ellos, las empleadas domésticas trabajan, hablan en lenguas originarias y comentan la flojera de sus patrones, focalizando el esudio como modo de superar esa situación. Aquí encontramos la actuación de la particular actriz que luego protagonizará La teta asustada, Magaly Sollier. Más allá del vuelo cinematográfico que pueda tener la película, es destacable que se estrenen producciones de directores peruanos jóvenes, y da mucho gusto poder ver otras imágenes, como estas que transcurren en parajes y capitales latinoamericanas, algo muy inusual en os circuitos cooptados por los filmes de hechura hollywood. Dioses es la segunda película de Josué Méndez, (Días de Santiago, 2004), y conforma una coproducción interesante surgida entre Perú, Argentina, Alemania y Francia y realizada a partir de Cinefondation, el programa de estímulo del Festival de Cannes.
Pese a ser una coproducción entre Perú, Argentina, Francia y Alemania, Dioses es un film absolutamente peruano que aborda aspectos de la realidad de ese país con una alta calidad narrativa y expresiva. El film revela el innegable talento como guionista y director de Josué Méndez, quien en su segundo largometraje (el primero fue Días de Santiago, el más premiado de la historia de esas tierras), maneja un lenguaje fílmico depurado y dotado de múltiples lecturas. A través de una trama de líneas sencillas y un estilo que se podría encuadrar dentro del costumbrismo, Dioses se propone fundamentalmente establecer una lúcida e incisiva mirada sobre la opulencia. El conflicto central de un joven de la alta sociedad peruana que siente una irrefrenable atracción hacia su propia hermana, encierra sub historias caracterizadas por la hipocresía y la discriminación que involucran a seres que se debaten entre la arrogancia y el desamparo. Méndez deslumbra con su cuidado esteticismo audiovisual sin distraerse de objetivos más profundos, apelando a toques introspectivos y simbólicos que a la vez no desdeñan una buena dosis de entretenimiento. El homogéneo y verosímil nivel interpretativo, en el que hay que mencionar al adolescente Sergio Gjurinovic, redondean una pieza admirable.
Los nuevos ricos peruanos Todo aparece a medias en Dioses, coproducción argentino-peruana dirigida por Josué Mendez bajo un registro que oscila entre la parodia -sin ahorrar estereotipos- y el costumbrismo televisivo, con un elenco dispar y en algunos casos demasiado ampuloso. Esa medianía influye negativamente en las historias que se van entrelazando a medida que dos puntos de vista toman el control del relato: el de Elisa, una joven coya venida a más que acaba de entrar por la puerta grande al mundo de la clase alta peruana, seduciendo a un hombre mayor que ella de muy buena posición económica que no tarda en consentirle sus caprichos; y por otro lado el punto de vista de Diego, el hijo mayor y elegido por su padre para continuar el reinado de una empresa metalúrgica, quien secretamente siente una atracción sexual por su hermana Andrea. Ambos personajes, tanto Elisa como Diego, comparten dos cosas en común: una casona decorada al mejor estilo kitch rodeada de objetos y empleadas domésticas y la sensación de no pertenecer a ninguna parte, pese a provenir de distintas clases sociales e historias de vida muy diferentes. Diego parece sentirse atrapado en ese mundo vacío y materialista que lo rodea aunque procura mitigar su dolor concurriendo a fiestas donde su hermana Andrea siempre da la nota con algún hombre o emborrachándose. Por su parte, Elisa procura a toda costa integrarse en el mundo snob de las mujeres burguesas que se reúnen a discutir versículos de la biblia mientras toman el té, y disimula su aburrimiento ensayando poses y gestos frente al espejo como parte del precio que esta dispuesta a pagar para arribar a una clase social que antes veía sólo por televisión. Con un aire de tragedia que nunca termina por concretarse y sin superar los rasgos característicos que definen a las clases sociales, el film (que data del año 2008 y recién se estrena en los cines locales) se estanca en el juego de formas para abandonar conscientemente el contenido y se vuelve predecible, incluso con ciertas vueltas de tuerca en la trama que no hacen más que confirmar la hipocresía de los ricos frente a la sencillez de los pobres.
La tristeza de los ricos Dioses es la película de un perfecto bienpensante, quizás uno de los peores elogios que se le puedan hacer a un ser humano con pretensiones intelectuales. Dioses intenta ser una cáustica crítica a la clase alta peruana, que se encierra en maravillosas casa marinas frente al maravilloso Pacifico, al sur de Lima, con maravillosas mujeres, para pegarse un maravilloso aburrimientos. Transitando los noventa minutos de la historia, que entre otros yeites se trae un incesto entre hermanos, Méndez nos alentará a ser felices con lo poquito que tenemos, ya que si los personajes con tanto la pasan tan mal, los pobres tipos que viven en una barriada miserable y se pierden media vida haciendo cola frente a una única canilla comunal para recoger un poco de agua, deben estar en la gloria. Josué Méndez parece ser la definición de la promesa que no se cumple, su primer largo, Días de Santiago, generó expectativas que al momento de plantear la historia ya habían fenecido. En Días… se metía con soldado veterano de de la guerra contra Sendero Luminoso y de la guerra del Cóndor, entre Perú y Ecuador. A su vuelta Santiago repite todos los tics que los gringos repiten a la vuelta de sus guerras, de una manera tan obvia y previsible que uno desea fervientemente la paz para siempre. Pero si volvemos a Dioses, los vamos a seguir encontrando aburridísimos, en grandes comilonas, fiestas y bacanales, mientras los pobres siguen felices esperando un chorrito de agua en la canilla de su barrio. El cuento maniqueo acerca de lo poco honorable que son las clases altas tienta a uno a intentar probar la terrible angustia de ser rico.
Imágenes paganas Cuando las religiones y mitologías hablan de dioses se refieren a Zeus, Ra, Alá o al Dios judeocristiano, tan peculiar y absoluto que, para nombrarlo, no puede hacerse otra cosa que convertir el sustantivo común en nombre propio y trasladarlo a las mayúsculas. En cambio, cuando en su película Josué Méndez habla de dioses, se refiere solamente a una familia de nuevos ricos peruanos y a su entorno. Mientras los dioses clásicos exhiben raros atributos como por ejemplo tener cabeza de halcón y cuerpo de hombre, o presentan la paradoja de ser uno y trino al mismo tiempo, estas deidades cinematográficas son más bien vulgares: un empresario con plata entrado en años que se quedó sin pelo, en pareja con una chica mucho menor de pechos operados, y dos hijos adolescentes bien parecidos y bien desganados. Gente rica que tiene tristeza. Los poderes y actividades de los dioses religiosos son innumerables y producen asombro: convierten a los hombres en sal, mandan diluvios universales o aseguran vida eterna después de la muerte. Sus historias se cuentan en ricas tradiciones orales, fabulosos relatos heroicos o grandes clásicos de la literatura universal. En tanto, las criaturas de Méndez compran cosas, alternan en sociedad, mantienen las apariencias y adormecen su aburrimiento con pequeños vicios y perversiones. Dioses pretende ser una película de retrato social, pero se queda solamente en la superficie, en la descripción de arquetipos simples y prejuiciosos. El discurso es directo, casi de unitario de Canal 13, y el tratamiento estético es bien básico. Se muestra gente linda y chata, los decorados son blancos, sobrios y minimalistas y la cámara está quieta, como simple testigo de lo poco que pasa. Casi nunca hay lugar para segundas lecturas, todo está muy masticado para que el espectador diga “¡Qué barbaridad! ¡Qué gente de porquería esta!”. Quizás todas estas son características de gran parte de la clase social aludida, pero resultan remanidas, para conocerlas no hace falta ir al cine, basta con ojear dos minutos la revista Caras en cualquier sala de espera de consultorio. Sin embargo, hay una línea argumental arriesgada que de haberse profundizado podría haber dado como resultado otra película (tal vez, pienso, una La Ciénaga peruana). Es la historia de los deseos incestuosos del hermano varón hacia su hermana. Y dentro de esta historia está la escena más interesante de Dioses. En un momento los hermanos bailan en una discoteca al ritmo de algo que intuimos como música electrónica, pero en la banda de sonido escuchamos una canción folklórica desgarradora. El chico se acerca a su hermana, intenta conseguir contacto físico (bah, restregarse un poco), amaga, pero no se anima. Estos son los únicos minutos en que Méndez no se decide decir, sino a mostrar. Sin necesidad de palabras, entendemos claramente las contradicciones del personaje, vemos el divorcio entre sus movimientos socialmente permitidos y la música interior que marca pulsiones prohibidas. Hubiera estado bueno ver más escenas como ésta, pero por desgracia no se repiten. Las religiones y las mitologías se refieren a los dioses como seres muy especiales, con características singulares por las que merecen ser distinguidos y resaltados entre los mortales. Los protagonistas de una experiencia cinematográfica también deberían ser un poco dioses, deberían brillar en la pantalla porque, vueltos celuloide, sus personalidades e historias, aunque sean sencillas, fueron mostradas con un lenguaje único e irrepetible. Lamentablemente, este milagro secular no alcanzó a Méndez.