Regreso a las fuentes Luego de tres películas ambiciosas, recargadas, "hiper" producidas como Monobloc, Los santos sucios y Verano maldito, Luis Ortega regresa al espíritu más libre, despojado y poético de su ópera prima, Caja negra, que lo encumbró en 2002 como una de las grandes esperanzas del por entonces Nuevo Cine Argentino. Pasó una década (aunque Ortega sigue siendo muy joven: apenas 33 años) y encontramos otra vez a la cámara despierta, curiosa del director siguiendo a media docena de dromómanos, marginados (ojo: no marginales), que vagan por el mundo, desconectados del y desatendidos por el sistema. Son pobres y están un poco locos, por lo menos desde el punto de vista de la "normalidad" social. Ortega los muestra en su angustia, su desesperación, pero también en su intimidad, en esos momentos en los que irrumpe la sana convivencia, el humor y, por qué no, algún brote de felicidad. Ortega filma con varias cámaras -siempre en mano y premeditadamente "nerviosas"- para transmitir la sensación de precariedad, tensión y urgencia. En los momentos más inspirados, logra cierta intensidad, ternura y lirismo en las situaciones que construye; sin embargo, durante muchos pasajes, la película se pierde en su propio caos y abruma. Más allá de sus desniveles, bienvenido sea el regreso del Ortega más independiente, libre, autogestionario. Un director que busca (a veces, encuentra), que prueba, que intenta no repetirse. Ya tiene cinco películas y, por su edad, su sensibilidad y su convicción, vendrán muchas más.
Un regreso al origen, DROMOMANOS, la nueva película de Luis Ortega (CAJA NEGRA) retrata con urgencia y nervio la vida de un grupo de marginales: un enano, una mujer con una joroba, una chica cartonera que anda con un cerdo, un paciente de un hospital mental y un particular psiquiatra que se hace llamar Pink Floyd. Los tres primeros forman un triángulo amoroso mientras los otros dos charlan, divagan y deliran. Con momentos de humor, un gran cariño por los personajes y sus universos, el filme de Ortega tiene algo del primer cine de Harmony Korine y del de Leonardo Favio: un intento poético de mostrar formas de vida (religión, drogas, alcohol, locura) que existen fuera de la prisión de la razón.
Caída a un mundo subterráneo y perdido El director de Caja negra regresa a su mejor forma con una obra contrahecha, pero que desafía la capacidad de asombro. Luis Ortega es uno de esos artistas que no ponen las cosas fáciles a la hora de pensar sus películas y Dromómanos, que le valió el premio al mejor director en la Competencia Argentina del Bafici 2012, es el ejemplo perfecto de las dificultades de semejante empresa. El primero de esos trances (una palabra que tanto remite a un problema como a un estado alterado de la percepción) surge de la idea de realidad que la película propone: un espacio en donde tanto pueden reconocerse muchos perfiles de “lo real”, pero siempre atravesados, envueltos, esfumados o saturados de formas y recursos que extrañan el relato de tal modo que hacen pensar en el concepto de universo paralelo. Pero hay realidades paralelas y realidades paralelas, y si se quisiera apelar al recurso siempre tranquilizador de encerrar dentro de una categoría a un objeto libre e inclasificable, puede decirse que aquello que construye Ortega en Dromómanos tiene menos del País de las Maravillas de Lewis, que de los fantasmagóricos y siniestros mundos lyncheanos de Imperio o Mullholland Drive. Dromómanos comienza en la calle, en la más miserable, penosa y sórdida de las versiones que pueden tenerse de lo callejero. Gente revolviendo la basura con avidez, la misma con la que los exploradores buscaban oro en el desierto a finales del siglo XIX. Un adolescente con enanismo junto a una amiga molestan a una anciana desencajada, pidiendo con insistencia una frazada, en una esquina muy cercana al Obelisco porteño. La cámara que se zarandea en torno de la escena y un montaje apresurado crean un falso clima de desprolijidad. Pero si de algo puede presumir esta quinta película de Ortega (las anteriores son Caja negra, Monobloc, Los santos sucios y Verano maldito) es de una precisión que no necesita hacer alardes de virtuosismo. Todo lo contrario: Ortega filma de un modo tan sucio y políticamente incorrecto como es posible, tratando de alejarse de los cánones hegemónicos de belleza. No es casual que muchos de sus personajes remitan a los protagonistas de Freaks (1932), de Todd Browning, o El tambor de hojalata (1979), de Volker Schlöndorff, basada en la novela de Günter Grass. La apariencia formal de Dromómanos es la de esos protagonistas, una película cinematográficamente contrahecha, pero tan capaz como ellos de desafiar la capacidad de asombro del espectador, exigiéndole dar, en lo ético o en lo estético, siempre un paso más. Ortega reúne una galería de personajes que habitan en los márgenes, e incluso más allá, pero no se regodea en la marginalidad (aunque es necesario decir que él mismo, como director, amenaza todo el tiempo con ir a parar también del otro lado). El niño enano y su novia, cuyas dificultades físicas no le impiden ser tan celosa como cualquiera; un joven border que reparte sus días entre el psiquiátrico y el caótico departamento de quien pareciera ser su doctor, pero que no presenta un estado mental muy diferente del supuesto paciente; una muchacha que tiene un cerdito por mascota y a quien su camino la dejará cara a cara con la mismísima muerte. Ortega parece caer antes que descender por sus propios medios, a un mundo subterráneo y perdido, para, desde ahí, ofrecer paisajes que tienen su mejor correlato en algunas de las escenas infernales creadas por pintores como El Bosco o Brueghel el Viejo. Nota bene: para quienes aún no se hayan avivado de que el final de El conjuro, la película de terror de James Wan que tiene a todo el mundo hablando maravillas, arruina un film hasta entonces muy bien construido, Ortega les regala un exorcismo que, sin intenciones de hacer terror, es uno de los más originales, inquietantes y siniestros que se hayan filmado nunca.
Descenso a los infiernos Mezcla de neorralismo italiano con el cine de Leonardo Favio, de quien el mismo director se dice influenciado por su obra, Dromómanos (2012), de Luis Ortega, estrenada en el BAFICI 2012, se sumerge en un mundo marginal para contar una historia que rompe con los límites de la ficción y el documental. El director de Caja negra (2002) y Los santos sucios (2009), fiel a su estilo trabaja nuevamente con un mundo post-apocalíptico, en donde una serie de personajes marginales deambulan por una Buenos Aires tan reconocible como extraña. Una ciudad que nadie quiere ver aunque se la recorra diariamente Personajes que parecen salidos del mismo infierno aunque se muevan a diario entre nosotros son los protagonistas de Dromómanos. Un adolescente enano y su novia celosa, un joven alterado mentalmente que deambula entre el psiquiátrico y la casa de su psiquiatra, cuyo estado no es muy diferente al del paciente, una chica cuya mascota es un cochinillo que le verá la cara a la muerte, son los dromómanos que recorren la nueva película de Luis Ortega, uno de los pocos directores que sabe retratar la marginalidad sin regodearse en ella, sino, casi contrariamente, descendiendo hasta más allá de los límites para ser parte de ella. Una cámara en mano movediza va registrando cada una de las historias de esta película coral que mezcla actores como Ailín Salas y Julieta Caputo con personajes reales. Si la película tiene virtudes es la forma de encarar desde el realismo el trabajo actoral, los personajes no actúan sino son ellos mismos, o al menos es lo que se transmiten desde la pantalla. Ese forma que sin duda remite a Crónica de un niño solo (1964) de Leonardo Favio o aquellas películas neorralistas de los años 50, en donde la verdad se mezclaba con la ficción y viceversa, tiñen el relato de la más pura crudeza, generando un relato ambiguo ante sensación de que si lo que se ve es la filmación de la realidad o una puesta en escena. Luis Ortega, no es simplista, sino todo lo contrario. Es un director de choque, que busca poner al espectador en un lugar de incomodidad tanto por la forma de encarar sus historias como por el contenido de lo que cuenta. Y Dromómanos no es la excepción. Es un cine de rupturas éticas y esteticas. Seres que parecen haberse escapado del Inferno del Dante para deambular por una ciudad que no queremos ver, aunque le veamos a diario. Pero también es un director coherente a esas formalidades si se ve su obra completa en forma retrospectiva. Un director capaz de mostrar mundos decadentes, tortuosos, infernales sin juzgarlos ni someter a sus personajes a redenciones moralizadoras pero sí catárticas. Y enfrentar al espectador con una realidad que muchas veces no quiere ver.
La furia y la virulencia de Dromómanos explotan en la cara del espectador desde la primera escena, cuando unos personajes marginales se pelean en plena calle por una sábana a los gritos, en medio de planos agitados y un montaje que realiza cortes velocísimos. Más cerca de Caja negra que de sus últimas películas, Luis Ortega se mete como nunca antes con un grupo de desclasados, enfermos y locos hijos de puta: la fiebre que los azota y los obliga a ponerse en movimiento se percibe tanto en las deformaciones de sus cuerpos como en la precariedad y el despojo material en el que habitan. El director de Monobloc opta por una estetización total que obtura cualquier camino que conduzca a comentarios de tipo moral o a la denuncia: como en Trash Humpers de Harmony Korinne, su película no se pretende un reflejo del mundo sino una incursión terrible en los confines de un cine sin un brújula. Sin embargo, inmerso incluso en la podredumbre más repelente, Ortega demuestra que quiere a sus criaturas, que no aspira a ser (solamente) un demiurgo cruel y sanguinario, y acaba dejando lugar para los gestos de amor y hasta para alguna que otra redención.