Creer y Soñar Mucho se ha escrito y dicho sobre Malala Yousafzai, la joven que desde su lugar pudo alzarse en Pakistán contra aquellos que le imposibilitaban el acceso a la educación. Junto con su padre logró que miles de mujeres y niñas en el mundo se sumaran a su pedido de manera pacífica y voluntaria. Pero claro está que no le sería fácil avanzar en sus reclamos sin que los movimientos asociados al gobierno tomen partido y decidan atentar contra la vida de ella y sus amigas. Pero Malala puso superar esta situación, y pese a encontrarse en el exilio, pudo continuar con la lucha que inició de pequeña y que la llevó a recibir el Premio Nobel de la Paz en 2014 y ser considerada como una de las personas más influyentes del mundo. "El me nombro Malala" (2015) de Davis Guggenheim ("Esperando a Superman", "Una verdad incómoda") recorre la historia de Malala a partir de la adaptación del libro de la joven de una manera líneal. La película posee varios momentos diferenciales, presentación, nudo, desenlace, que evitan focalizar aspectos más generales de la situación política y social de Pakistán fuera de aquello que habla Malala y familia, potenciando la corrección política y la limpieza en la narración. Hay momentos en los que se vuela un poco, quizás cuando las animaciones de Jason Carpenter buscan relajar el tenso relato en primera persona de la joven. Pero esto no logra despegar la inevitable exposición a hechos conocidos y que solo suma algún dato de color a partir del testimonio de los hermanos de Malala o cuando ésta disfruta, como joven que es, de algun dibujo animado en su tablet o cuando muestra, risueña, algunas notas bajas en la actualidad. "El me nombro Malala" funciona principalmente en aquellos que no conocían nada de esta joven que con la fuerza de su palabra y a pesar de sufrir en carne propia la dureza del régimen talibán, pudo sobreponerse para reivindicar su condición de mujer y sus anhelos de estudiar. PUNTAJE: 6/10
Sobrevivir al silencio El me nombró Malala (He Named Me Malala, 2015) es un documental que toca un tema actual: la situación de los países árabes azotados por la violencia de sus regímenes, y cómo desde lo profundo de aquel mundo una pequeña niña pakistaní llamada Malalá se animó a revelar cómo su pueblo estaba aplastado por el poder de los talibanes y el terrorismo. Con un toque conmovedor y potente, este film tiene una fuerza que se impregna fuertemente en la mente del espectador. Malala Yousafzai es el personaje principal aunque no la única protagonista. Su familia es el centro de esta historia que empieza con una dinastía marcada solo por la presencia de varones. Pero un día nació Malala y su padre la hace participe. Escribe su nombre en el árbol genealógico para que perdure en la historia y la llama así en vista de lo que va a significar para su hogar (el valle de Swat en Pakistan) y para el mundo. Sintiendo una poderosa conexión con él, Malala cuenta cómo le interesó el hablar en público, estudiar y desarrollar un pensamiento crítico desde muy pequeña. Un día se animó a ser la voz para Occidente acerca de lo que era estar bajo el gobierno Talibán, y entonces toda su familia permaneció amenazada de muerte. Sin embargo en el 2012 un Talibán cumple la promesa y le dispara a Malala en la cabeza hiriéndola mortalmente a ella y a sus amigas que la acompañaban en ese momento. Así es trasladada hasta Londres donde logra recuperarse después de un largo tratamiento. Sin poder volver a su país se queda en tierras británicas convirtiéndose en la representante de la lucha de su pueblo, sobretodo de las mujeres marginadas que no pueden recibir educación y de los niños que parecen destinados a perder la infancia y crecer en la sombra del terror. El film de Davis Guggenheim es de un ritmo vigoroso que oscila de manera perfecta entre el drama, la tragedia, la nostalgia, el humor y -lo más importante- la biografía conmovedora de sus personajes. Se preocupa por construir la historia de Malala según la visión que ella tiene del mundo y de cómo su familia que si bien hoy son reconocidos y asediados por la prensa a raíz de que Malala recibió el Premio Nobel de La Paz 2014 con tan solo 17 años, resultan ser una familia normal y tranquila. Con aires de mucha fortaleza y al mismo tiempo con las dificultades de sobrevivir dentro de una sociedad nueva como la londinense. La película en lugar de ser sólo un relato que enaltezca y alabe a Malala y su reconocimiento mundial y mediático, la muestra con sus problemas naturales de su edad, con el destape de una infancia difícil para ella y sus padres, revela traumas personales además de nuevos retos, temores y cuestiones en cuanto a sus tradiciones culturales y sobre todo el sufrimiento de ella siente del Islam, cultura religiosa positiva pero vista hoy en día de manera oscura y terrorífica. El uso constante de animaciones infantiles tan llenas de color y misticismo sirven para contar su infancia, un lugar maravilloso que fue llenándose de dolor y tragedia. La película de esa forma gana fuerza al llenarse de matices, con un relato plagado de sinceridad. Si bien el documental tiene un mensaje político y social como es el tema de las mujeres y su atraso generacional en Medio Oriente desde un punto de vista claramente occidental del mundo árabe, el film no intenta quedarse en eso y desarrolla otros temas: la noción de identidad, el pasaje místico entre padres e hijos, la lucha de géneros dentro de una misma familia, la nostalgia de no poder volver a casa, los sueños y la libertad, son cuestiones universales que exceden la nacionalidad, y que hacen de El me nombró Malala un documental de gran altura para estos tiempos de tanta destrucción.
La historia de la adolescente activista paquistaní Malala Yousafzai, que fue baleada por los talibanes por defender el derecho a la educación de la niñas. Recibió el premio Nobel. Sigue su lucha junto a su padre, en contra del extremismo retrógrado.
“Es mejor vivir un día como un león que 100 años como un esclavo“, dice Malalai: una leyenda que cuenta la historia de una joven que guió a soldados afganos durante la lucha contra los ingleses en 1880, pero que murió asesinada en pleno campo de batalla. De esa historia surge el nombre que lleva Malala, una chica que creció rodeada por su familia, mientras asistía a una escuela en la que su padre enseñaba. Para ella era muy común la educación y el aprendizaje constante, a diferencia del resto de las niñas en Swat, Pakistán, quienes no iban al colegio. Junto a su padre decidió alzar la voz cuando el pueblo donde vivían fue tomado por talibanes. Varias escuelas explotaron y muchos ciudadanos eran señalados como traidores. En medio de todo el caos, Malala logró empezar un cambio. Davis Guggenheim es el director de El me nombró Malala, conocido por su documental ganador del Oscar en 2007, Una verdad incómoda. En esta ocasión, el cineasta asume el reto de dar a conocer la historia de esta joven paquistaní, la primera a su corta edad. que ganó un Premio Nobel de la Paz en el 2014. Malala Yousafzai tenía solo 15 años el 9 de octubre del 2012, cuando un soldado talibán le disparó en la cabeza mientras ella se dirigía a la escuela . Luego de una milagrosa recuperación, ella se refugió, junto a su familia, en Inglaterra, amenazados a muerte si ponían un pie en su pueblo natal, Swat. Desde ese momento, su historia conmovió al mundo. Aún así, no es una historia centrada totalmente en la imagen de Malala, sino que también desarrolla la figura de su padre: Ziauddin Yousafzai, activista contra talibanes en Swat. Este hombre es el que inspiró a Malala a no quedarse callada para luchar por los derechos de mujeres y niños en Pakistán. Ziauddin es la sombra constante de Malala. El documental transmite muy bien el grado de confianza y compañerismo entre ellos, como si se tratara de una misma alma en dos cuerpos separados. Guggenheim intenta establecer una conexión con el espectador al tratar de apelar al sentimentalismo mediante momentos de choque cultural: “la nueva sociedad” en la que Malala tiene que vivir, mezclado con su desconcierto en cuanto a las costumbres inglesas. Sin embargo, ninguno de estos elementos está explorado y aprovechado al máximo. Él me nombró Malala intenta contar una historia pero deja cabos sueltos, y solo se queda con parte de la historia. Pero de todas formas, por momentos se disfruta, si se tiene en cuenta que la realidad supera a la ficción.
Malala Yousafzai, documentada Davis Guggenheim es uno de los pocos documentalistas que logran que sus trabajos tengan una amplia distribución internacional. Lo consiguió con La verdad incómoda (sobre el calentamiento global), con Esperando a Superman (sobre la educación pública) y, en menor medida, con A todo volumen (su mejor película, dedicada a tres famosos guitarristas como The Edge, Jimmy Page y Jack White). En Él me nombró Malala regresa a los temas importantes y a la seguridad de la corrección política con este retrato de Malala Yousafzai, la adolescente paquistaní que, con apenas 17 años, ganó el Premio Nobel de la Paz en 2014 por su lucha contra los talibanes. Guggenheim siguió durante un año y medio los pasos de Malala y su familia (se centra sobre todo en la relación con su padre y mentor) mientras ella se instala en Gran Bretaña, va a clases, presenta su best seller Yo soy Malala o concurre a los medios a hablar de la problemática de millones de niñas de todo el mundo que son privadas de su derecho a concurrir a la escuela por los dictados de fanáticos religiosos. De forma paralela, el realizador va reconstruyendo, mediante testimonios, animaciones y material de archivo, la historia de Paquistán (su enfrentamiento con los británicos) y el pasado de la propia Malala, que en 2012 estuvo a punto de morir tras recibir un balazo en la cabeza en un ataque perpetrado por extremistas talibanes en el valle de Swat, su región natal y eje de su activismo. La película pocas veces excede los límites del documental laudatorio (del tributo) con ánimo concientizador. Sólo en aquellos momentos en que se insinúan ciertos problemas de sociabilidad de Malala en la secundaria de Birmingham ("todas ya tienen novio", admite ella) o se incluyen los testimonios de unos vecinos de su pueblo que la acusan de haberse vendido a Occidente, el film adquiere algo de matices, tensión y carnadura. El resto, claro, es pura denuncia bienintencionada.
La lucha por la libertad A pesar de su tono propagandístico y de sus carencias, sirve para conocer a este símbolo de lucha. En octubre de 2012, un talibán le disparó tres veces a Malala Yousafzai, una adolescente que luchaba por el derecho de las mujeres paquistaníes a estudiar. Malala sobrevivió al ataque, emigró a Gran Bretaña con toda su familia, continuó con su activismo político y en 2014, a los 17 años, se convirtió en la persona más joven de la historia en ganar el premio Nobel de la Paz. Davis Guggenheim eligió contar su vida haciendo eje en la relación de la joven con su padre, Ziauddin: de ahí el título de este documental que suena como uno de los candidatos al Oscar en su categoría (premio que Guggenheim ya ganó en 2007 por Una verdad incómoda, sobre el cambio climático, con Al Gore como protagonista). Malala y Ziauddin son los narradores principales de una película que retrata una vida dividida en dos por el atentado. Antes: un nombre con peso histórico, una vida apacible en el valle de Swat, y una herencia familiar de oratoria y docencia que explica el porqué de la vocación de Malala por luchar por la educación femenina (prohibida por el régimen talibán). Luego, el intento de asesinato en sí y la rehabilitación a la que debió someterse para sobrevivir. Después, el presente: su adaptación como inmigrante, su inserción en el sistema educativo inglés, y sus actividades como militante, que incluyen viajes y conferencias. Y su intimidad: su vida doméstica en relación con sus hermanos y su madre. Unas bellas animaciones, que ilustran la historia cuando no hay imágenes de archivo, le dan cierto vuelo a un documental que, de otra manera, sería demasiado chato. Porque, más allá de su valor como símbolo de la lucha por la libertad, no queda clara la estatura intelectual de Malala. Tampoco hay datos contextuales para un público no familiarizado con la geopolítica paquistaní. Y sí, en cambio, hay una explícita bajada de línea que, por más noble que sea la causa, le da a la película un molesto tono propagandístico-evangelizador.
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A la hora de reseñar esta película creo que es necesario separar bien el personaje de la obra cinematográfica. La vida de la activista paquistaní Malala Yousafzai y su lucha por la educación de las mujeres en su país debe ser una de las historias más inspiradoras y admirables que se conocieron en el mundo en el último tiempo. A los 17 años Malala se convirtió en la persona más joven en recibir el Premio Nobel de la Paz y su valentía al enfrentar el régimen talibán en su país casi le costó la vida en un intento de asesinato que sufrió en el 2012 y del que afortunadamente logró recuperarse. Su historia de vida y la causa por la que lucha es admirable y apasionante, no sólo por la edad que tiene, sino por la pasión con la que emprende esa tarea. Ahora bien, que un documental se enfoque en ella no significa necesariamente que sea una gran película dentro de este género. Me interesa aclarar esto porque este estreno recibió críticas infladas más por Malala y lo que representa en el mundo actual que por la película concreta que brinda el director Davis Guggenheim. La verdad que Él me nombró Malala no es un gran documental y debido al enfoque hollywoodense y endulcorado que eligió el cineasta se perdió la oportunidad de analizar a fondo la historia de esta joven y las causas por las que lucha. Guggenheim, quien fue responsable del film ganador del Oscar con Al Gore, Una verdad incómoda, en este caso eligió una narración no lineal para presentar un "grandes éxitos" de la vida de Malala. El film alterna las apariciones públicas de la chica con los momentos cotidianos de su vida familiar que nos permite contemplarla en un ámbito diferente. El director Guggenheim optó por brindar una biografía complaciente y al retratar el personaje desde el bronce se perdió la posibilidad de ahondar de un modo más visceral la lucha de la Malala y el contexto social y político que generó su activismo alrededor del mundo. La narración del documental hace todo lo posible por alejar al espectador del verdadero horror del régimen talibán y la opresión que se ejerce sobre las mujeres y hasta se incluyen unas bellas secuencias de animación para recrear algunos momentos duros de esta historia. Sumado a la melodramática música de Thomas Newman, el film de Guggenheim parece más interesado en amplificar a Malala desde el mito que en revelar con profundidad la historia de esta joven. La gran decepción con este documental es que no aporta absolutamente nada nuevo que no se pueda encontrar en el perfil de la chica en Wikipedia o en videos de You Tube. En este punto es donde falla el trabajo de Guggenheim como realizador, quien se limitó a editar los grandes momentos de la activista en un film que nunca profundiza los tema que expone. En su desesperación por alabar la figura de Malala se perdió la oportunidad de conocer más sobre ella y las causas por las que lucha. Obviamente el tema está presente pero el documental nunca va al hueso en estas cuestiones y se estanca en el perfil indulgente. En resumen, Malala Yousafzai es grandiosa y su lucha despierta admiración y respeto, la película de David Guggenheim no tanto.
Él me nombró Malala, un documental que presenta la lucha de Malala Yousafzai, quien siendo una niña en Pakistán, recibió un disparo en la cabeza por denunciar públicamente las atrocidades a las que estaba siendo sometido su pueblo por parte de los Talibanes. Ahora, convertida en un símbolo gracias a ser la ganadora más joven del Premio Nobel de la Paz. Un filme respetuoso, didáctico y casi edulcorado de una gran mujer. El conocido realizador de documentales Davis Guggenheim, responsable de Una verdad incómoda y Esperando a Superman, baja del pedestal a Malala para retratar la relación con su padre y su sencillez pero contundencia a la hora de dar su mensaje al mundo. Una heroína de la vida real cuya militancia puede resultar una fuente de inspiración para aquellos que soñamos un mundo mejor.
Una hagiografía didáctica y ejemplificadora “Quiero que todo el mundo aprenda de mi historia”, se sincera en un momento Malala Yousafzai, aquella estudiante y activista paquistaní conocida luego de que su militancia a favor de los derechos académicos de las mujeres musulmanas le valiera un intento de asesinato por parte de los talibán en octubre de 2012. Recuperada después de largo tratamiento en Londres y amenazada de muerte en su país de origen, con 17 años ya publicó una autobiografía, fue tapa de la revista Time, catalogada como una de las “cien personas más influyentes”, dio discursos en las principales organizaciones internacionales e incluso ganó el Nobel de la Paz el año pasado, convirtiéndose en la más joven en hacerlo. Si había algo que le faltaba para mundializar su carácter de símbolo y saciar sus aspiraciones de que “todo el mundo aprenda” de ella, era ir más allá de la especificidad de sus antecedentes, trascender las fronteras de las páginas de política internacional. Y para trascender, nada ni nadie más próvido que Hollywood, donde hace un siglo se comprendió que, antes que una disciplina artística, el cine es el gran constructor de relatos de la modernidad.Férrea candidata a una nominación al Oscar en la categoría Documental, El me nombró Malala es una película honesta: nunca oculta sus intenciones de constituirse como un proyecto propagandístico y hagiográfico multitarget destinado a presentar a Yousafzai ante el mundo occidental no familiarizado con las guerras en Medio Oriente. No por nada la apertura recae sobre una secuencia animada que rememora la historia de una mártir paquistaní caída en la guerra contra Inglaterra llamada, claro está, Malala. Davis Guggenheim (director de la interesante Waiting for Superman) apuesta por la construcción de un vínculo emocional con los espectadores mediante la humanización de una protagonista voluntariosa pero familiar y, lo que más le interesa destacar, adolescente. Así, durante los primeros veinte minutos la familia desfila ante la cámara compartiendo charlas, desayunos y juegos, todo intercalado con testimonios de los hermanos menores reconociendo, siempre con una frescura impostada, las bondades de la primogénita.Por allí también aparece el padre, ex docente perseguido, según el film, por los sucesivos regímenes paquistaníes, autor intelectual de la militancia de Malala desde la misma elección de su nombre y anclaje moral del relato. ¿La madre? Bien, gracias: casi siempre de espaldas, en silencio, cubierta de cabo a rabo, dice no más de cuatro o cinco palabras con una incomodidad evidente aun cuando el film se empecine en omitirla. Omitir es también lo que hace Guggenheim con las aristas de un conflicto histórico de índole étnico, económico, político, cultural y social como el de los talibán, reduciéndolo a una batalla entre la locura barbada –mostrada a través de registros caseros y pixelados– y la rasurada civilización occidental –indefectiblemente luminosa, con números planos a contraluz incluidos– digna de esos videítos virales que después de los atentados en París se proponían explicar todo en seis minutos y medio.
Este documental narra la historia de Malala Youzafai, la chica de quince años atacada por el Talibán en Pakistán y que, además, se convirtió en portavoz de lo que sucede con la educación de las mujeres (y no solo la educación) en ese país bajo aquel régimen. Como el universo sabe, Malala terminó recibiendo por su activismo el premio Nobel de la Paz. Pues bien: el documental es preciso en cuanto a la descripción de situaciones y mantiene al personaje en el centro de la escena. Por otro lado, logra eludir en gran medida -no siempre, todo hay que reconocerlo- el patetismo o la declamación para permitir que el paisaje humano surja solo. En algunos momentos, cede a la tentación de la bajada de línea y esto, aún cuando es justísimo desde lo político, no lo es tanto desde lo cinematográfico. Pero el personaje es por sí solo tan interesante que estas pequeñas fallas pasan a veces inadvertidas, y el peso emocional de lo que se cuenta permite que sigamos con interés -aún cuando al film le sobran algunos minutos- su derrotero. Más aun, y esta es la mayor virtud de la película, logramos comprenderla y también a su entorno.
Retrato convincente de una heroína del siglo XXI Precandidato al próximo Oscar, este documental de Davis Guggenheim (que ya ganó uno por "La verdad incómoda") nos acerca a la vida cotidiana de Malala Yousafzai, o Malálah Yúsafzay, una criatura admirable. Todos hablan de ella con admiración. Otros, ya se sabe, hablaron de ella para matarla. Malala es la chica de un pueblo pakistani cerca de Afganistán, hija de un docente que la impulsó a estudiar, creadora de un blog difundido por la BBC que alentaba a otras niñas a estudiar, coprotagonista con su padre del documental "Pérdida de clases, la muerte de la educación de la mujer" (A. Ellick e I. Asharaf, 2009). Demasiado crimen para los talibán de la región, que un día la bajaron del colectivo escolar y le tiraron a la cara. Por suerte hubo movilizaciones locales, un helicóptero la llevó al hospital militar cercano, y alguien contactó con el hospital Reina Isabel, de Birmingham, donde comenzaron las cirugías reconstructivas. El gobierno de su país declaró que el agresor ya estaba perfectamente identificado. Ahí quedamos. Los doctores y periodistas hicieron algo mejor: le dieron a Malala un altavoz mundial. Su blog se convirtió en Fundación, ella pasó a dar charlas motivacionales por el mundo, interviene en la reconstrucción de escuelas bombardeadas de todas partes, escribió su autobiografía (coautora, Cristina Lamp), terminó la secundaria en Inglaterra, etcétera. El 11 de diciembre del 2014 recibió el Nobel de la Paz, compartido con Kailash Satyarthi, gran activista contra el trabajo esclavo infantil, que ha logrado liberar, reintegrar y educar a muchos niños, y por suerte se salvó de varios atentados. Un Nobel a su edad suena excesivo. Pero fue bueno que un hindú y una pakistaní lo recibieran juntos, por la misma causa. Como es bueno que un documentalista judío haya entrado a la casa de esta familia musulmana. Guggenheim registra la vida de sus integrantes, la lucidez del padre, los quehaceres y también los entretenimientos de la chica. Ellos no se quedan en el dolor ni el rencor. Miran para adelante. Algunos dicen que es una obra medio simplona, pero la intención no fue lucir la película, sino destacar a la chica y su familia. La emoción viene por ese lado. Otros exigen "exponer a la luz pública el aparataje mediático y mercantil que la rodea", protestan contra "un personaje que se declara libre pero sigue usando el hiyab", "no logra explicar por qué ha huido de su tierra, ni ha sabido conectar con el horror que padeció y otras gansadas semejantes que se dicen desde la comodidad de un escritorio en zona favorable. Hay gente así. Y también hay de la buena.
Firme candidata al Oscar en la categoría documental en la entrega de 2016 Malalai es un nombre de origen paquistaní cuyo significado es “la que guía”. Solamente un giro del destino como el que le tocó a Malala Yousafzai en 2012 podría confirmar la certeza de la elección del nombre por parte de su papá, y se explica en este estreno: “El me nombró Malala”. A partir de un atentado talibán que la niña sufrió hace tres años y que casi termina con su vida, su rostro y su oído, el mundo comenzó a posar su mirada sobre la historia que en definitiva terminó por galardonarla con el Premio Nobel de la Paz en año pasado. Los hechos se remontan a mucho antes del fatídico día. Malala ya había comenzado a sentir, por herencia del discurso y la dialéctica de su padre, que las cosas no solamente no estaban bien respecto de la educación, sino también desde lo socio-cultural, allí en Mingora, Pakistan. El régimen talibán cercena, en especial a las mujeres, la posibilidad de recibir educación. La creación de un Blog que denunciaba esta situación a partir del registro cotidiano de la vida en su ciudad natal, fue una de las razones para que un fanático intentara poner fin a la vida de la adolescente. Lo demás es historia conocida, con la familia hoy instalada en Inglaterra desde donde continúa con la ardua tarea de mejorar la calidad de vida de la gente de su país. Davis Guggenheim abordó “Él me nombró Malala” con la premisa de no convertir este delicado y jugoso tema en un mero guión épico sobre la supervivencia y el alcance de logros máximos, por el contrario, evita a toda costa los golpes que puedan desviar la atención de lo que pare él parece ser el tema central: La educación. Ya antes había hecho un trabajo excepcional con “Esperando a Superman” (2010), en el cual desmenuzaba el sistema de educación pública de los Estados Unidos, quitando un puñado de ejemplos del frío número de las estadísticas para concientizar al espectador sobre la despersonalización de los porcentajes, en función de cómo estos determinan las decisiones de gobierno. Estableciendo un montaje paralelo entre la calidad de vida de Malala en Europa y lo que se ve en Pakistán (aquí está todo el lugar para criticar el discurso, aunque el director no parece querer alzar las banderas de nadie), el relato va progresando en intensidad a medida que los contrastes avanzan, porque son varios los aspectos de la vida de la niña (ahora está en plena adolescencia) que son tomados en cuenta como pilares para contarla: su estado de salud, la vida familiar, la vida política, etc. Aquí sorprende como alguien de esta edad puede hablar en las Naciones Unidas con tanta claridad, pero también como “La que guía” sirve como punta de lanza de denuncia para mostrar los defectos sociales de una humanidad que no parece avanzar. También queda lugar para cuestionar si la utilización de su figura de esta manera no atenta contra el natural desarrollo de su vida, y aquí también tiene que ver la educación de su padre. Todo tendrá respuestas. Archivo, animación, compaginación dinámica, “Él me nombró Malala” es, por temática y por realización, un claro candidato al Oscar de la categoría en la próxima entrega de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood.
Apología de la mujer de pie El documental es un género tan extraordinario como alejado de la taquilla. Son muy pocos –en proporción- los documentales capaces de estrenarse en más de un país o incluso más que en un puñado de salas en su lugar de origen. El documental es un género tan extraordinario como alejado de la taquilla. Son muy pocos –en proporción- los documentales capaces de estrenarse en más de un país o incluso más que en un puñado de salas en su lugar de origen. El documental encuentra, sin que esto sea algo malo, su hogar ideal en la televisión, el cable y los servicios de streaming. En todos lados hay excepciones a esta regla y muy pocos documentales logran a veces una gran difusión. En el caso de Estados Unidos dos documentalistas que han logrado eso en el siglo XXI son Michael Moore y el director de El me nombró Malala, Davis Guggenheim. ¿Esto habla bien o habla mal de las películas? Por lo pronto, y esto se corrobora acá, dice que entiende la estética del documental de forma muy particular. Que pone un ojo muy preciso en el entretenimiento de consumo fácil, no sólo en el entretenimiento a secas, que sería algo loable. Así, la forma del documental en muchos casos termina afectando las ideas que el mismo defiende. Pero en este caso, como también suele ocurrir, el personaje es tan poderoso y tan fuerte es su historia, que las limitaciones estéticas no terminan por arruinar al discurso. Malala Yousafzai, ganadora del premio Nobel de la Paz en el año 2014, ha sido desde muy joven una activista de los derechos civiles, en particular los derechos de las mujeres. Los talibanes, quienes prohíben a las mujeres ir a la escuela, siempre la vieron como una enemiga. Desde los 13 años trabajó por lograr un cambio, desde su blog y con toda las clase de actividades, incluyendo un documental en 2009. En 2012, un grupo terrorista vinculado con los talibanes atentó contra su vida, disparándole tres veces e hiriéndola incluso en su cráneo. El director de El me nombró Malala busca hacer una absoluta apología del personaje y tiene derecho a hacerlo si acaso así lo ve. No habrá matices de gran complejidad, pero la historia habla por si sola. Más allá de su claro didactismo la película cuenta una verdad absoluta. Cuando una adolescente es víctima de un atentado terrorista por defender el derecho de otras personas al estudio, no hay muchos matices a debatir. La complejidad que le falta al film no pasa por ahí, ya que Malala es un personaje genuino y digno de admiración.
Un film realizado seriamente y dirigido por alguien que entiende de esto como lo es Davis Guggenheim (“La verdad incómoda”, Esperando a “Superman”). La protagonista muestra la relación de quienes la rodean, sus costumbres y con un mensaje a nivel mundial, un ejemplo para muchos.
Tan sólo una niña “Soy una niña de 17 años. No sé muy bien qué es lo que puedo hacer”. Malala Yousafzai se sincera luego de encontrarse con un grupo de padres que sufre la desaparición de sus hijas, 200 niñas secuestradas por una agrupación islamita en Nigeria. Esa frase sintetiza notablemente lo que el interesante documental de Davis Guggenheim tiene para decir: lo maravilloso de una joven convertida en líder pacifista del mundo, pero también sus limitaciones al tratarse aún de una adolescente más allá de la notable y compleja experiencia de vida que le tocó atravesar. Es una definición honesta que marca las dudas y certezas de Malala, pero también las del propio film: ¿cómo abordar al personaje sin caer en la tentación de construir un retrato más grande que la propia vida? Uno de los mayores aciertos de El me llamó Malala es desvirtuar las especulaciones y los prejuicios negativos que el espectador puede tener. Es decir, la utilización por parte de Hollywood de la película y del propio personaje como herramientas políticas para editorializar sobre el régimen talibán. Guggenheim se centra en el personaje, y así aminora la potencia de la bajada de línea: es la experiencia personal la que construye el relato, más que una mirada occidentalizada por parte del realizador norteamericano sobre la vida política en Paquistán. Y si bien hay unas animaciones que recrean de manera un tanto edulcorada la vida de Malala y su familia, es verdad que no terminan de lacerar el resto de la narración ya que hay una muy oportuna vinculación entre la oralidad y el trabajo visual: la textura es de cuento. Malala Yousafzai es hija de un profesor reconocido por sus discursos con una fuerte impronta política. Desde muy joven, se notó motivada por la militancia sobre el rol de la mujer en su propia sociedad: la prohibición a las mujeres de ir a la escuela e instruirse es tan sólo una de las tantas aberraciones que pueden señalarse. Figura que alcanzó notoriedad, finalmente fue atacada por talibanes y baleada en la cabeza: tenía 15 años en ese momento. Fue operada, salvó su vida de milagro y terminó exiliada con su familia en Inglaterra, aunque como cuenta en el documental, Malala desea volver, regresar a su tierra. Ese es otro punto favorable del film de Guggenheim, cómo personajes que han vivido situaciones tan extremas, aún desean volver a su lugar origen más allá de las evidentes comodidades que tienen donde residen. Malala entiende que la pureza de los suyos es lo que importa. Más allá de las bajadas de línea, algunas obvias, algunas necesarias, el documental de Guggenheim se potencia cuando se mete en el mundo interior de su personaje, cuando se da de manera más impactante la fricción entre esa adolescente con conflictos típicos de la edad con la militante universal ganadora del Premio Nobel de la Paz. Ahí lo que surge es, también, la potencia del vínculo entre la joven y su padre: un vínculo que en ocasiones nos lleva a preguntar sobre cuánto de autenticidad hay en la niña y su postura. Como dice el título, El me nombró Malala habla de Malala pero a partir de la relación con su papá. El hombre duda, ¿tal vez la presionó demasiado y fue culpable del atentado que sufrió la niña? Sin embargo, ella lo tiene claro: él le puso Malala, nombre heredado de una historia que cuenta sobre una niña asesinada por soldados tras alzar su voz, pero no la convirtió en Malala. Ella misma es la que eligió su propio camino. Porque para exigir la libertad, nada mejor que tener la capacidad de ejercerla con la mayor sabiduría y honestidad. Guggenheim hace ese recorte con mucha inteligencia.
Militancia y posicionamiento mediático. El caso de Davis Guggenheim es bastante curioso si lo pensamos como parte constituyente del contexto cinematográfico de nuestros días, que tiende a repetir el mismo patrón ad infinitum sin mayores cambios a lo largo de los años: el señor comenzó su carrera dirigiendo capítulos de una multitud de series televisivas y nada hacía prever que de a poco se volcaría a la comarca de los documentales de muy alto perfil. En esta fase de su periplo, la estrategia del norteamericano está delimitada con claridad y en esencia abarca dos recurrencias formales que va adaptando según el opus, la primera centrada en el dualismo “personajes/ tópicos candentes” y la segunda en la parafernalia de las controversias y/ o polémicas que terminan difuminándose a expensas de un planteo nunca explotado del todo. Precisamente, otro de los rasgos de estilo de Guggenheim -artífice de las correctas A Todo Volumen (It Might Get Loud, 2008) y Esperando a Superman (Waiting for Superman, 2010)- es su perspectiva simplista, siempre aportando un inicio interesante que luego decae debido a la falta de profundidad en el análisis y a la presencia de vicios del lenguaje de la pantalla chica, en especial los vinculados a las “notas de color” y al esquema meloso. En Él me Nombró Malala (He Named Me Malala, 2015) lleva a cabo un procedimiento de ensalzamiento similar al de La Verdad Incómoda (An Inconvenient Truth, 2006): lo que antes hizo por Al Gore y su advertencia sobre el cambio climático, hoy lo hace por Malala Yousafzai, una adolescente pakistaní defensora del derecho de las mujeres a la educación. La joven, que sufrió un ataque a manos de las hordas talibanes por osar hablar en público acerca de la necesidad de una transformación en las sociedades musulmanas que iguale a los hombres y las mujeres, tiene la mitad de su rostro paralizada, realiza conferencias por todo el globo y ha ganado el Premio Nobel de la Paz en 2014. Guggenheim acompaña a la protagonista en sus presentaciones mediáticas, la intimidad de su hogar en Gran Bretaña y sus discursos en foros internacionales, tomando como núcleo la estrecha relación entre Malala y su padre Ziauddin. A partir de un tono un tanto esquizofrénico que pasa del dolor a la alegría y viceversa sin demasiadas sutilezas, la película utiliza mucho material de archivo, entrevistas al círculo familiar y animaciones que ilustran las historias individuales. Considerando que el film en su conjunto forma parte de un popurrí -entre comercial y militante- que incluye una organización benéfica y las memorias I Am Malala, coescritas con Christina Lamb, a decir verdad no hay mucho para reprocharle al realizador por fuera de sus limitaciones retóricas de siempre, ya que una vez más entrega una obra prolija que constituye una puerta de entrada “amigable” a la temática en cuestión. Por supuesto que aquí se dejan de lado las contradicciones del caso (casi todas las figuras políticas con las que se reúne Yousafzai son responsables del poder del que hoy gozan los talibanes en determinadas regiones de Medio Oriente), no obstante la táctica de humanizar a la señorita rinde sus frutos en función del posicionamiento comunicacional de su persona y su lucha…
Joven y rebelde Resulta pertinente tomar como estilo documental uno de los trabajos anteriores de Davis Guggenheim para comprender los alcances y limitaciones de su nuevo opus concentrado en la figura de Malala Yousafzai, conocida por su actividad en la militancia contra los talibanes y en pos de los derechos de las mujeres, por ejemplo, en la igualdad de oportunidades en materia de educación y que fuera galardonada el año pasado con el premio Nobel, hecho que la convirtió automáticamente en la personalidad más joven en haber recibido semejante distinción. Decíamos con anterioridad el efecto espejo de este documental con La verdad incómoda, donde el director centró su mirada en Al Gore y su cruzada ecológica y política contra el calentamiento global, despojado de aristas difíciles y cargado de aspectos positivos entre los que se destaca el día a día o la antesala previa al evento o conferencia multitudinaria. La misma idea recae en Me nombró Malala -2015- una adolescente paquistaní que por alzar su voz contra los talibanes fue baleada en la cabeza, salvada milagrosamente por los médicos en Londres y portadora de historias y realidades de millones de niñas parecidas a ella y con las mismas inquietudes que no se atreven al enfrentamiento cultural y religioso como el que propone la heroína adolescente. La Malala celebrity –aspecto que ella no alimenta, sino su entorno- también ocupa un espacio mediático y eleva algunas críticas en su país de origen por haber optado el exilio y planificado su futuro en un país con muchos menos problemas como Londres. Su educación en Birmingham marca el contraste y su rápida adaptación como parte de un proceso que para los ojos orientales implica la traición por los valores de occidente, pero para la protagonista una elección de libertad a secas, aunque también un posicionamiento político y audaz, teniendo en cuenta las permanentes amenazas del régimen talibán si es que pretende regresar con esas ideas. Davis Guggenheim, en su rol de director, apela al ritmo televisivo y a la puesta en escena convencional, hace de la intimidad de Malala y su familia un espacio poco reflexivo y atractivo para el público, pero de hondo carácter emocional e identificatorio, sobre todo cuando aparece el padre, mentor y activista que decidió ponerle el nombre Malala a la hija como parte de un símbolo de lucha de otra mártir que levantó la moral del ejército afgano cuando los ingleses invadieron bajo la frase “vivir como un león un día y no como esclavo 100 años”. Al igual que con La verdad incómoda, las limitaciones de Me nombró Malala -2015- recaen en la falta de profundidad del tema, se concentra en un retrato amable y sin contradicciones para terminar vendiendo un producto bienintencionado y catapultar además una biografía que es un best seller asegurado.
“Él me nombró Malala” cuenta la historia de vida de Malala Yousafzai, una joven que desde hace algunos años comenzó una lucha por la educación de las mujeres en Pakistán, la cual la llevó tanto a que los talibanes la quisieran asesinar como a ganar el Premio Nobel de la Paz, convirtiéndose en la ganadora más joven. Basado en el libro “Yo soy Malala” y en entrevistas propias hechas por el director Davis Guggenheim, el documental retrata el día a día de la vida de Malala, la relación con su familia, su exilio en Inglaterra, los últimos años que vivieron en Swat, Pakistán, y la usurpación del territorio por parte de los talibanes, entre otras cosas. La película ahonda en la problemática de la educación femenina, no solo en Pakistán, sino en otras partes del mundo, donde las mujeres tienen prohibido ir a la escuela. El hecho de la educación como poder, como información, y que puede mejorar el futuro tanto de la persona como del mundo. La historia de Malala es apasionante y emocionante, una chica que comenzó su lucha alrededor de los 15 años y que se preocupa no solo por ella y su familia, sino por la igualdad de derechos de las mujeres. Y que a pesar de que la hayan amenazado de palabra y físicamente, nunca tuvo miedo y siempre quiso seguir adelante. Además es interesante conocer más acerca de su vida familia, porque el entorno en el cual se crió influyó mucho en las decisiones que tomó a lo largo de su corta vida. El incentivo de su padre, y el nombre que le puso: Malala. Por otro lado, además de la conmovedora historia de Malala, estuvo muy bien pensada la forma en la que se cuenta. Aparte de la vasta cantidad de material de archivo (videos de Pakistán, discursos dados por la joven) y las entrevistas, fue muy original el hecho de que cuando contaban acontecimientos que no estaban en imágenes, lo ilustraban con dibujos con una estética muy amena. En síntesis, “Él me nombró Malala” es un documental con una historia tan interesante como conmovedora, de una chica que a pesar de los obstáculos con los que se encontró en el camino, sigue con una lucha más importante que su propia persona: que todas las mujeres del mundo puedan estudiar.
Escuchá el audio (ver link). Los sábados de 16 a 18 hs. por Radio AM750. Con las voces de Fernando Juan Lima y Sergio Napoli.
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El documentalista Davis Guggenheim alcanza el paroxismo del cine político sin política en un film cuyo personaje es objeto de un retrato convenientemente unidimensional. Es temible la endeble protección comunicacional que tienen las causas justas: pueden banalizarse en segundos en una publicidad o en dos horas en una película. Cualquier ejemplo legítimo de resistencia frente a la brutalidad y la injusticia puede convertirse en consumo simbólico, desideologización de la crueldad y un poco de opio simbólico para desdeñar un análisis a fondo. En el caso de Él me nombró Malala faltará una pregunta incómoda pero necesaria: ¿por qué los talibanes arremeten contra la educación de las mujeres en Afganistán y Pakistán? ¿Cuál es la genealogía de estos grupos? Lo que defiende y promueve el film es incuestionable: ¿quién podría dudar de la legitimidad y el heroísmo de una joven todavía adolescente dedicada enteramente a luchar por el libre acceso de las mujeres al conocimiento? La historia de Malala Yousafzai es fascinante. Bautizada simbólicamente con el nombre de una mítica guerrera afgana del siglo XIX , a los 11 años la niña empezó a publicar con otro nombre un reporte diario sobre la vida bajo la amenaza talibán en el Valle de Swat en un blog de la BBC. Destruir escuelas y desmantelarlas con explosivos se había vuelto una práctica asidua entre los exegetas delirantes del Corán. De ahí en adelante, Malala devino en una figura inspiracional para toda las mujeres de la región. Cuando el 9 de octubre de 2012 una bala atravesó su cabeza, se creyó que era el fin. Pero si obtuvo el Premio Nobel de la Paz en el 2014, está claro que sobrevivió. En efecto, ella y su padre jamás detienen su marcha: de aquí para allá participan en conferencias llevando un mensaje: “Un niño, un profesor, un libro y una pluma pueden cambiar al mundo. La educación es la única solución” Como director, Davis Guggenheim (Una verdad incómoda) tiene la misma sensibilidad que un talibán. La sutileza y el análisis fino le fueron vedados: los ralentis para impactar, la animación ocasional para narrar (y distanciar y a su vez mitologizar el presente), la impericia para preguntar y otras operaciones estéticas dan como resultado un evangelio liberal de poco calibre: un individuo puede hacer la diferencia, los buenos prevalecerán siempre. Es también por eso que el talibán es concebido como un hongo venenoso surgido de la imperfección de la naturaleza humana. Cualquier gesto de contextualización y lectura política brilla por su ausencia. Lo más triste es que Malala quede como una vocera de máximas irrefutables aunque imprecisas de un sentido común bastante inofensivo, retratada casi como si fuera una rockstar de la solidaridad del siglo XXI. Su precoz impaciencia frente a la injusticia ameritaba una película más rigurosa.
Para ponernos un poco en contexto Davis Guggenheim, director de “La Verdad Incómoda” o “Esperando a Superman”, nos muestra una animación que cuenta un momento determinado en la historia de Pakistán en la que una niña convence a todo el pueblo a luchar en la guerra, pero ella es asesinada en combate. Esa chica se llamaba Malala y se transformó en un símbolo de lucha para el pueblo Pakistaní. Pero no vamos a ver un documental sobre esa niña, esta es la historia de Malala Yousafzai, una niña que decidió hacerle honor a su nombre, que luchó y sigue luchando por los derechos de las mujeres, más que nada a la educación. Para eso, con sólo 15 años tuvo el coraje de pararse frente a una cámara y enfrentar a los talibanes. Eso casi le cuesta su vida y tuvo que irse a Inglaterra para poder vivir. En este documental vemos cómo ella se transformó en lo que es, cómo su familia la acompañó y le enseñó a ser cómo es. Nos ayuda a entender los problemas que hay con lo talibanes y nos muestra la vida de ella ahora.