Este segundo largometraje de Mazza narra una historia de amor entre un hombre que se dedica a entrenar gallos de riña y una viuda bastante más veterana que él. Mazza -un porteño que parece obsesionado con historias de pequeños pueblos del interior- se traslada ahora a una zona árida e inhóspita de Catamarca para contar la relación afectiva entre dos seres parcos y solitarios. El resultado es valioso, más allá de algunos innecesarios simbolismos o de ciertos excesos pintoresquistas. Con una fotografía en HD que luce mucho más cuidada y ambiciosa que la precaria pero promisoria El amarillo, Gallero hace gala de un gran rigor y austeridad para describir -con los tiempos propios de los personajes y de la dinámica del lugar- cómo se va profundizando la conexión entre los dos protagonistas, más allá de las diferencias de edad y de personalidad. Hay en Gallero algo de Japón, de Carlos Reygadas, y bastante del cine popular de Leonardo Favio. Y hay una consolidación de un director con un universo y un estilo propios: Sergio Mazza.
Riña en el infierno Gallero (2008) es una película sumamente contemplativa que, con claras influencias del director mexicano Carlos Reygadas, construye un mundo enigmático en donde dos personajes entablan una relación amorosa casi de manera obsesiva y absurda. Mario (Gustavo Almada) cría gallos de riña y hace una que otra changa para subsistir. Mario cae a trabajar en casa de Julia (Silvia Zerbini), una mujer mucho mayor que él. Julia ha perdido toda su familia en un accidente y se encuentra en el mismo estado de soledad por la que atraviesa Mario. Ambos, a partir de ese encuentro casual, se descubrirán el uno al otro logrando romper con el tiempo que los separa, entregándose de manera desgarradora y abrupta el uno al otro. Sergio Mazza (El amarillo, 2006) nos propone, en ésta su segunda película, una historia despojada de artificios y diálogos, donde toda la fuerza narrativa se encuentra en las imágenes. Para lograrlo se acompaña del director de fotografía Mauricio Riccio, quien a través de la utilización de una imagen estilizada y contrastante con la realidad, logra atemporalizar el relato sacándolo de su cauce natural, para mostrarlo fuera de tiempo y espacio. Otro de los recursos utilizados por el director para lograr un casi perfecto estilo visual, es el de centralizar la imagen. Cada encuadre –generalmente utiliza planos generales- se asemeja a una fotografía donde puede apreciarse cada uno de los estados de los implicados, a pesar de su tosquedad y su aparente inexpresividad es en estos momentos, en los que con una simple toma general se logra transmitir lo que sienten a través de la cámara, que actúa como un tercer personaje voyeur. En Batalla en el Cielo (2005) y Japón (2002), Carlos Reygadas mostraba casi de manera sistemática como a pesar de carecer de belleza dos personas podían hacer el amor y mostrarlo cinematográficamente como si se tratara de poesía en su estado más bruto, gracias a un uso refinado de la imagen y la marcación de un director que sabía lo que quería. Sergio Mazza se nutre de estos mismos elementos y convierte lo que podría ser chabacano y de mal gusto en imágenes desgarradoras y melodramáticas. En Gallero las palabras sobran, basta sólo contemplar las imágenes para descubrir como dos personajes olvidados y fuera de todo sistema pueden encontrarse el uno al otro y vivir, a su manera, una historia de amor. Un film plasmado de una belleza tan absoluta como enigmática.
Gallero tiene un trabajo visual mucho más acabado. Con una fotografía en HD por momentos preciosista, una puesta en escena más ambiciosa y un guión estructurado, la historia transcurre en Catamarca. Mario (Gustavo Almada) es un criador de gallos de riña que, en una changa en un pueblito alejado, conoce a Julia (Silvia Zerbini), una mujer ya anciana que perdió a toda su familia en un accidente, y se aferra a los recuerdos y la religión. Con gran sentido plástico, Mazza juega con los contrastes paisajísticos: la casa de Mario está en una zona montañosa y húmeda; la de Julia, en una región árida, arenosa. El irá acercándose a ella, sin animarse -al principio- a pensar en su creciente impulso sexual, que desahoga con una prostituta de un burdel. Como en El amarillo, el espectador sentirá empatía con los personajes y pertenencia momentánea al lugar retratado: su bella gravitación y su infinita melancolía.
Si con su primer largometraje Mazza parecía estar influido por la literatura de Borges, en el segundo demuestra haber abrevado en el cine de Leonardo Favio. El resultado es, por suerte, más alentador. Gallero , que ya pasó por los festivales de Karlovy Vary, Toulouse, Málaga, Milán y El Cairo, entre otros, incluso por Mar del Plata (donde su figura masculina, Gustavo Almada, recibió un merecidísimo premio Carlos Carella de la Asociación de Actores), muestra un esperado y afortunado crecimiento en el cine de Mazza. En su segundo opus, el cineasta cuenta la historia de dos soledades, las de Mario y Julia y su entrecruzamiento de color ocre, en medio de una nada que atormenta: él con sus gallos de riña; ella, apenas recortada en la casa donde vive tras un accidente en el que murió su familia. Esta vez, Mazza consigue un provocativo equilibrio entre historia, personajes y escenario, emprolija su estética y saca mejor partido de un todo que funciona con mayor precisión porque, además, está trabajado a conciencia. El mérito es del director y guionista, pero también de Mauricio Riccio, encargado de la fotografía, y el siempre preciso montajista Alberto Ponce, que juega con los tiempos funcionales al lenguaje contemplativo propuesto por el autor.
Un porteño que mira hacia el interior Rodada una en Entre Ríos y la otra en Catamarca, El amarillo, de factura muy casera, es oscura, primaria y rústica, mientras que Gallero, el opus 2 de Mazza, ofrece un excesivo pulido técnico y fotográfico que no necesariamente la beneficia. ¿Quién es Sergio Mazza? El estreno conjunto de El amarillo y Gallero permite empezar a contestar una pregunta que en los últimos años circuló en ámbitos muy reducidos. El de los festivales, concretamente. Opera prima de Mazza, El amarillo resultó, tres años atrás, uno de los descubrimientos de la 21ª edición del Festival de Mar del Plata. De allí pasó al Bafici y llegó más tarde a Venecia, Viena y Locarno. Fue nuevamente en Mar del Plata, a fines del año pasado, donde Mazza (recibido en la carrera de Diseño de Imagen y Sonido y con formación en Artes Plásticas) presentó su opus 2, Gallero. Es una muy buena iniciativa, por parte del Malba y Arte Cinema, estrenar ambas películas en forma coordinada, ya que ello permite hacer foco en lo que constituye, hasta la fecha, la obra “completa” de un cineasta en pleno desarrollo. Siendo Mazza porteño, su cine se localiza, hasta ahora al menos, en el interior. El pueblito de La Paz, Entre Ríos, en el caso de El amarillo, y varias localidades catamarqueñas, en el de Gallero. Ambas se inscriben resueltamente en lo que podría denominarse “minimalismo rural”. De factura netamente casera, El amarillo es oscura, primaria y rústica, mientras que Gallero ofrece un pulido técnico y fotográfico que no necesariamente la beneficia. En ambas hay, antes que historias propiamente dichas, embriones de historias posibles o tal vez ni siquiera eso. Hay el encuentro entre un hombre y una mujer. Encuentro que en El amarillo aparece marcado por una tensión sexual que la atraviesa de punta a punta y que en Gallero adquiere el carácter de una lenta e indefectible inminencia. La tensión de El amarillo –que no es sólo sexual, sino también cinematográfica– reconoce una fuente notoria, que lleva el nombre y apellido de Gabriela Moyano. Actriz, cantante, compositora y letrista, esta huesuda morocha constituye uno de los grandes hallazgos no sólo de Mazza, sino del reciente cine argentino en su conjunto. Dueña de una sexualidad hipnótica pero desganada, de un timbre cavernoso y de un hablar raspado, Moyano –ganadora de una Mención Especial en el 8º Bafici– parece, en El amarillo, una femme fatale de cine negro de los ’40, extraviada en un bolichón rasposo del Litoral. Le basta sacarse un zapato, perezosamente, al costado de un plano general, en medio de una cocinita de tres por cuatro, para que la mirada del espectador se clave, a la distancia, en su pie izquierdo. Ni qué decir de cuando agarra la guitarra y, sentada sobre un tablón, con un montón de botellas de gaseosa tamaño familiar por único atrezzo, frasea unas milongas tristonas y unos boleros melanco, cuyas herméticas letras parecen como de otro planeta. De otro planeta es también la tensión que esa presencia genera, en un entorno que, de no ser por ella, sería rotundamente mustio. La cámara, como contagiada de la pereza siestera del lugar, toma ese entorno tal como es, sin hacerse preguntas. De los personajes se sabe poco, casi nada. Del forastero, que viene “de Olivos” y llegó allí en bote. De Amanda, que está ahí desde hace unos meses. De “El Amarillo” (nombre del boliche), que en él, por las noches, los parroquianos bailan chamamés con las chicas. O contratan, si prefieren, “servicio completo”. “¿Tené un cigarrillo, vó?”, pide Amanda, como los presos de la cárcel. “¿Va’ queré algo má, vó?”, pregunta después. Mazza no filma el paisaje: lo da por supuesto. No sucede lo mismo en Gallero. Filmada en un digital de alta definición sumamente pulido, en Gallero se siente la mirada del forastero, no ajena a cierta voluntad de embellecimiento. Una voluntad que choca con la aridez del paisaje y de la gente. El del título es Mario, trabajador golondrina parco y solitario, dedicado casi exclusivamente a sus gallos de riña. Julia le lleva unos treinta años, alguna vez perdió a toda su familia en un accidente y tampoco es de hablarse todo. La cámara observa a distancia un acercamiento que de tan lento se hace casi imperceptible, acoplándose a esos tiempos. Circunstancialmente Mazza da entrada, mediante inserts, a breves –tal vez inadecuados– sueños y fantasías de los personajes, así como a ciertas fotos posadas que recuerdan el pop pobre del fotógrafo Marcos López. Un colega definió a Gallero como un posible cruce entre El romance del Aniceto y la Francisca y Japón (por la relación, eventualmente sexual, entre el cuarentón y la septuagenaria) y está claro que dio en el clavo. No sólo por la justeza de las referencias, sino por el propio hecho de que la segunda película de Mazza parecería recorrer caminos cinematográficos menos singulares que la primera.
Otros cines Quien crea que sólo Hollywood se maneja con fórmulas se equivoca; hay otros cines, lo que no significa que esos otros cines no tengan sus fórmulas. Las fórmulas del cine que no son Hollywood son bastante previsibles: ellos hacen cine de edición rápida, los otros lo lentifican, apelan a la belleza y a la juventud mientras que los otros se las arreglan con gente fea y si es vieja mejor, y más, si además podemos hacer que tengan sexo mejor y no digamos si es una relación shockeante. Con un burro por ejemplo. Gallero pertenece a ese otro cine que digamos, filma a contracorriente. Ese otro cine que circula por los festivales entra en éxtasis si un país como el nuestro manda una película con pobres que viven mal en pasajes desolados. Gallero cumple bastante con la fórmula que el otro cine debe seguir, pero no del todo y entonces es donde falla. Porque al narrar la historia de un encargado de entrenar y cuidar gallos de riña la película opta por un paisajismo pasado de moda, un estilo grandilocuente y populista que no ayuda mucho a meterse en la historia, que por otra parte, es de un minimalismo extremo. Por supuesto no es un cine de salas comerciales ni que busque el éxito inmediato, pero a veces esto sólo, definirse por lo que no se es, no alcanza para hacer algo original, con personalidad y que tenga una entidad superior a tantas películas que buscan su lugar en el mundo dentro del circuito de cine artie o de festivales. En ese mundo es en el que donde Gallero y otras películas por el estilo encuentran el público adecuado par su exhibición y distribución.
Una buena y una mala. En algún momento habrá que hacerle algo de justicia y reconocer, al final, algunos de los frutos de aquella despareja experiencia colectiva de hace unos años que fue el film A propósito de Buenos Aires y la capacidad de Rafael Filipelli como principal factotum de todo el asunto. A los nombres de Matías Piñeiro y de Manuel Ferrari que surgieron de allí, y de quienes se vieron en el 2009 Todos mienten y Como estar muerto/cómo estar muerto respectivamente, se suma ahora el del sorprendente Sergio Mazza, que oficiaba en aquella película de asistente de dirección y que ahora se estrena como director. Resulta que Mazza presenta en esta oportunidad no una sino dos películas en la misma semana: El amarillo (2006) y Gallero (2008). Es cierto que los designios de las distribuidoras han probado a esta altura con creces ser inescrutables, pero también que la desfachatada y caprichosa geometría de la distribución se muestra cada vez más regida por una lógica absurda, contraria al interés de casi todo el mundo. Lo notable es que el espectador curioso y ávido de novedades (a la nada reprochable falta de antecedentes del director se suma el hecho de que las películas fueron lanzadas prácticamente sin promoción de ningún tipo) puede, si tiene tiempo y ganas, pasarse una tarde sumergido en dos versiones del mundo de un mismo cineasta. El amarillo resulta una verdadera curiosidad, una pequeña obra maestra secreta cuya modestia e invisible ambición corren parejas con su carácter auténticamente libre e iconoclasta. La acción transcurre en un piringundín de un pueblito de la provincia de Entre Ríos, al que en la primera escena vemos arribar a un hombre en un bello y largo plano nocturno que se encarga de establecer parte de la arrebatada poética de la película. Mientras la cámara lo sigue caminando por la oscuridad hacia una fuente de luz que refulge en medio de la noche, se oye de pronto una canción a guitarra y voz. La música funciona como acompañamiento de fondo de la marcha del hombre, hasta que en un violento primer plano vemos a la mujer que la está interpretando dentro del lugar al que el hombre se dirige: una cara enmarcada en luz roja, puro misterio, a la que el director no rehúsa acercar la lente hasta exhibir incluso los poros de su piel. En breves contraplanos, caras de hombres en la oscuridad del local que asisten impertérritos, mientras ella desgrana una canción tras otra como una letanía. Es que, sorprendentemente, El amarillo es eso, al final: una película con canciones en la que todo posible argumento se disuelve para dar paso a la inesperada vitalidad y frescura de la música. Por un momento, casi como si le pasara por la mente la idea de un western pero solo para dedicarse enseguida a pulverizar convenientemente su dramaturgia, Mazza sigue los intentos del recién llegado para hacerse valer en ese sitio olvidado, que no es tanto que lo rechace sino que olímpicamente lo ignora. Mientras, la película hace surgir una comicidad lunar derivada de la incongruencia entre la torpeza del hombre y el hosco recibimiento que se empeñan en dispensarle las mujeres del lugar. Sin embargo, igual que el espectador, el tipo se ha quedado extasiado con la cantante del prostíbulo desde la primera vez que la vio. Ella se le hace la difícil, hasta que de pronto deja escapar una sonrisa en medio de algo parecido a una charla. El hombre es un verdadero pelmazo y la mujer parece un hueso más que duro de roer. Con discreta amabilidad, el director dispone el remoto humor de la película en las escenas diurnas y reserva para la noche lo que en verdad importa en El amarillo: esa mujer y sus extraordinarias canciones, pero no solo ella. La cantante, compositora y actriz (a quien no conocía hasta ahora) se llama Gabriela Moyano y descuella por partida triple y se convierte en el motivo central de la película. Además, como generoso bonus, la película exhibe la genuina destreza para el canto de varios lugareños en un largo pasaje bañado por una desusada autenticidad y una emoción realmente inesperada y original. Como en un poderoso acto de fe, la película de Mazza convierte la inasibilidad terminal de sus escenas en estilo, a fuerza de insistir en el conmovedor y misterioso balbuceo de sus planos y en el modo en el que se las arreglan para fluir grácilmente alrededor de la música. Y ahora vamos a la oración con la que comienza esta nota. Es muy curioso el caso de este director. Si en El amarillo destacan la belleza y la gracia, su siguiente película, por el contrario, resulta inesperadamente insípida y afectada. Ambientada en un pueblito perdido (una especialidad del autor), pero esta vez ubicado en Catamarca, Gallero empieza también con la llegada de un hombre, un experto en gallos de riña al que alude el título. Al poco tiempo conoce a una mujer mayor a la que hace algunos arreglitos en la casa. La relación que se establece a partir de allí entre los dos se basa en un mutismo casi absoluto que de a poco va cediendo el paso a breves, casi imperceptibles muestras de afecto. De manera inopinada, cada tanto el director hace irrumpir en la acción unos planos de un onirismo de entrecasa (muy feos, por cierto), con los que el trato entre el hombre y la mujer parece adquirir una consistencia vagamente simbólica, como si se hubiera decidido a suplantar las frágiles, inextricables imágenes de El amarillo por otras en las que el cine se confunde con la automática ilustración de una idea literaria. Cuando el espectador ve la torpe escena de sexo que protagonizan el hombre y la anciana se le prende la lamparita y se acuerda de Japón, la película del mexicano Reygadas, que comparte con Gallero su impostada solemnidad, su paisajística indie qualité y sus efusiones pseudorreligiosas dispuestas a la disparada y con el mayor grado de gravedad imaginable. Un par de escenas con gallos dándose picotazos aportan por su parte la cuota de crueldad pintoresca que no desentonaría tampoco en una película de Reygadas. No sé qué esperar de una nueva película de Mazza. Está claro que el hombre no es un cineasta que admita pronósticos fáciles, aunque en verdad no resulta muy alentador el hecho de que de sus dos películas la mala sea la segunda. Si El amarillo fue un feliz accidente no lo sabemos todavía, habrá que ver. Gallero, en cambio, parece seguro el fruto del cálculo y de la astucia, cualidades que no son muy recomendables para el cine, me parece.