De eso no se habla. Aquel espectador que haya visto la película de Benjamín Acuña Infancia clandestina (2011), protagonizada por Natalia Oreiro, encontrará semejanzas con esta opera prima de Valeria Selinger, no por los hechos históricos o el trasfondo político solamente sino por concentrar el punto de vista del relato en los ojos de una niña de ocho años, quien acompaña a su madre (Guadalupe Docampo), activa militante montonera, durante su cotidiana actividad. Ir de casa en casa con diferentes miembros de la organización, la mayoría jóvenes que organizan acciones guerrilleras y permanecen en la clandestinidad absoluta, es la infancia normal de Laura (Mora Iramaín García). Su escaso -por no decir nulo- contacto con el mundo exterior prevalece tanto en sus juegos de niña como en ese mini climareinante donde las discusiones, debates y tensiones se respiran cada vez que llega alguna noticia del afuera o se escuchan rumores y ruidos en el vecindario. El registro que mixtura el recurso documental doméstico y la ficción entrecortada y desprolija es completamente auto consciente de las limitaciones estéticas y ese detalle no es menor teniendo en cuenta que lo que predomina para la directora es la subjetividad de la niña, quien a veces debe responder como adulta y no niña a los absurdos planteos de su entorno. Recordar mentiras, vidas de mentira y desconfiar de cualquier pregunta que delate a su madre y compañeros es demasiado para esa inocencia interrumpida a los tiros. Sin aportar nada nuevo sobre la historia montonera, la dictadura genocida, la apropiación de bebés, los errores políticos de las conducciones de base y la forzada o no toma de rehenes con los propios hijos, esta adaptación de la novela literaria añade un nuevo testimonio de aquellos años de violencia política en Argentina.
“La casa de los conejos” de Valeria Selinger. Crítica. Inocencia militante. Ganadora del premio a la mejor película en FICCSUR, Queens World Film Festival, FECIP. Francisco Mendes Moas Hace 22 horas 0 13 El jueves 21 de octubre, llega a las salas de cine la película “La casa de los conejos” de Valeria Selinger. Basada en la novela de Laura Alcoba, ”Manèges, petite histoire Argentine”, la cual además se basa en las vivencias de la autora, retrata las vivencias de una joven niña durante la última dictadura cívico-militar. Además de haber tenido un exitoso paso por festivales, siendo multipremiada, cuenta con las participaciones especiales de Darío Grandinetti y Miguel Angel Solá. A muy corta edad Laura aprendió a guardar secretos, no decir su verdadero apellido o donde vive, ni siquiera a sus abuelos. Sabe que cualquiera de estos datos pone en peligro la vida de su madre, una militante montonera perseguida por los militares. Escondiéndose en una casa de La Plata, junto a sus compañeros, monta una imprenta clandestina donde imprimen fascículos de “Evita Montonera”. Componer a partir del punto de vista de un niño que vive en carne propia las persecución por parte de las fuerzas armadas no es algo nuevo. Benjamín Ávila lo hace en “Infancia clandestina” por nombrar un ejemplo. Empero el enfoque en este caso es diferente. Laura no vive la militancia de su madre como algo ajeno, forma parte de ella, la hace carne. Ver limpiar armas durante la merienda o tener que esconder libros y objetos detrás de un embute son su cotidianidad. Para ella este hombre no solo representa una enciclopedia de conocimiento, sino que es la encarnación de la militancia, alguien capaz de darlo todo por la causa. Tal vez por este motivo no llegue a comprender los arranque de ira del mismo en momentos donde ella pone en riesgo el secreto de la organización. Una ira con fuertes raíces en el miedo, el pensamiento constante de que el más mínimo detalle desapercibido puede significar el fin. Una sensación que nunca abandona la casa ni a sus integrantes. En primer lugar, la nobleza obliga a decir que las interpretaciones de Laura son correctas y nos invita a transitar el mundo a través de sus ojos. En segundo lugar, e hilando fino, el physique du rol no pareciera ser el ideal, denotando algunos años más de los que pretende insinuar. El resto de los integrantes del elenco no se quedan atrás, transmitiendo lo complicado que era vivir en esa época siendo militante. Aquí desbordan las miradas, llenas de miedo a ser capturados, pero convencidas de la causa. La película de Valeria Selinger, “La casa de los conejos” no es otra película más sobre la dictadura. Si bien algunos recursos técnicos están bien intencionados, como la desprolijidad de la cámara en algunos planos, pueden llegar a pecar de excesivos. Consigue retratar dicho momento de una manera especial, una mezcla agridulce entre inocencia y crudeza, en la cual el espectador ingresa con facilidad.
Escrita en francés, el idioma en el que se crió y vive la autora, la novela La casa de los conejos se publicó en Francia en 2007 y un año después en la Argentina. Un texto que plasma la experiencia de Laura Alcoba durante su infancia clandestina en La Plata. En una casa “operativa” de Montoneros durante los primeros setenta. Antes de que pudiera salir del país y encontrarse con su madre en Europa. En esa casa, con nombres falsos, un grupo de militantes organizaba ofensivas y preparaba una imprenta, escondida detrás de unas jaulas de conejos. Era la casa de Daniel Mariani y Diana Teruggi, que estaba embarazada y cuya hija, Clara Anahí, bebé robada por los militares, fue buscada hasta el día de su muerte por su abuela, Chicha Mariani, una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo. La directora de esta película, Valeria Selinger, traslada a imágenes la primera persona de su narradora: la mirada de una nena. Laura, que debe llamarse María, o el nombre que más le guste. Que no debe jamás decir su apellido. Que va a comprar pan, o a jugar sola, cuando los adultos necesitan su espacio. Que aprendió a callarse, y a no molestar. A ver a su mamá (Guadalupe Docampo) con pelucas de distinto color, a visitar a su papá en una cárcel extraña. A ir y venir con su abuelo (Miguel Ángel Solá) o a vivir en distintas casas que no son suyas. Y que, en medio de todo eso, sigue siendo una nena con ganas de jugar. Con la estupenda Mora Iramaín García, de doce años, y nieta de desaparecidos, como esa pequeña protagonista rodeada de adultos, la película consigue mostrar, sin juzgar, ese fragmento de una muy particular vida cotidiana. En el contrapunto de la mirada adulta, que es también la del espectador, con el mundo infantil. Para los grandes, el peligro —y también el delirio suicida de esos militantes, creyéndose capaces de enfrentar a los militares en el poder, mientras criaban hijos— es una presencia constante. Selinger es fiel al libro, acaso demasiado. Pero logra que el terror, aún suavizado por la centralidad de una nena que sigue siendo nena, mientras se tortura y mata, esté presente. Ese momento de terror, que se impregna como una mancha siniestra. Y que, como en Garage Olimpo, o Infancia Clandestina, por citar ejemplos más y menos recientes, pone los pelos de punta.
Lo central en La casa de los conejos es la mirada a través de la cual se cuenta esta historia. La Historia es una narración hecha desde algún punto de vista. Incluso desde varios. El lugar desde donde se mira siempre existe, aunque se quiera disimular para ocultar intenciones o intereses. Laura, la niña desde cuya perspectiva vemos la historia de una célula revolucionaria durante los tiempos de represión militar, mira desde su pequeña estatura, pero también desde la infancia. Y desde allí habita ese mundo con la naturalidad y el compromiso que le permiten sus pocos años. La casa de los conejos fue una de las casas seguras donde vivieron y desarrollaron sus actividades militantes de una de las organizaciones político militares, nacidas en la resistencia contra las dictaduras argentinas. En esa casa nació Clara Anahí, hija de Diana Teruggi y nieta de Chicha Mariana, una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo. Allí llegó con ocho años Laura, una niña que vivió el proceso de lucha de sus padres, conviviendo con armas, embutes, discusiones políticas y organización de operativos. Con su padre preso y su madre buscada por las fuerzas militares, Laura vivió en una realidad absolutamente extraña a las infancias tradicionales, pero totalmente naturalizada en su contexto. Valeria Selinger adapta la novela homónima de Laura Alcoba respetando el punto de vista de quien fuera esa niña, y logra un relato que desromantiza la infancia y esquiva también una mirada épica sobre la lucha de esos adultos. Simplemente asume esa realidad y fluye por ella con los recursos y las debilidades de una niña. “Mi padre y mi madre esconden ahí arriba periódicos y armas, pero yo no debo decir nada. La gente no sabe que a nosotros, sólo a nosotros, nos han forzado a entrar en guerra. No lo entenderían. No por el momento, al menos”, escribió Alcoba en la novela y Selinger lo cuenta así, con hechos concretos, sin juicios ni epopeyas. De vivir con sus padres a pasar un tiempo con sus abuelos, Laura va de a poco entrando en ese mundo de clandestinidad, cambios de nombre y abandono de toda relación con el mundo externo. Ella mira lo que va pasando, pregunta y vive con ello, sin más. Tomando la leche con pan y manteca mientras a su alrededor un grupo de adultos prepara las armas para un operativo militar. El logro de la película es que en esa mirada se condensan las nuestras. Aquel espectador que acepte mirar a través de los ojos de Laura podrá ir más allá de la mirada adulta, habitualmente cargada de prejuicios. El cine, como pocas artes, nos permite hacerlo. LA CASA DE LOS CONEJOS La casa de los conejos. Argentina/ Francia/ España, 2020. Dirección: Valeria Selinger. Intérpretes: Darío Grandinetti, Miguel Ángel Solá, Silvina Bosco, Patricio Aramburu, Paula Brasca, Federico Liss, Nahuel Viale, Guadalupe Docampo, Verónica Schneck y Mora Iramain Garcia. Distribuidora: Cine Tren. Duración: 94 minutos.
Fallida transposición de la novela de Laura Alcoba Valeria Selinger dirige esta ficción basada en la novela "Manèges, petite histoire Argentine", de Laura Alcoba, sobre las vivencias de una niña en la clandestinidad durante los albores de la dictadura cívico militar que gobernó el país entre 1976 y 1983. Laura es una niña, hija de padres militantes, que en los albores de la última dictadura cívico militar, debe cambiar su identidad y refugiarse en la casa de unos compañeros de lucha de sus padres en La Plata. La casa, plagada de silencios, donde funciona una imprenta, que tiene una fachada para disimular de jaulas con conejos, se convierte para ella en una trampa de la que cree no podrá escapar. La historia original, que está narrada desde el punto de vista de Laura, una niña de 8 años, funciona (o debería funcionar) como una especie de cuento de terror sobre los años más oscuros de la historia reciente, donde lo que se ve y lo que se oye es como ella lo vivencia. Con esta premisa, que también se vio en Infancia clandestina (2011) de Benjamín Ávila, la historia tenía todos los ingredientes para ser atractiva. Pero no es así y la película se convierte en una sucesión de decisiones incorrectas, tanto desde lo narrativo como lo formal. Narrativamente no hay una apropiación del texto escrito. La directora y guionista sigue todos los lineamientos de la novela y la filma como tal. La película no tiene una identidad propia, no se diferencia y no consigue personalidad. Los actores, que es lo más rescatable, tratan de salir airosos frente a parlamentos demasiado literarios. Visualmente la imagen no ayuda para nada. No se entiende muy bien como quiso filmarla ni porque apeló a planos, que por momento están arriba de los personajes, mientras que por otros toman distancia de ellos, sin ningún tipo de justificación. La película se ve fea, uno podría pensar que quiso mantener la estética de la época, pero si es así esto no aparece reflejado en pantalla como sucedía con Rojo (2018) de Benjamín Naishtat, donde la búsqueda estética iba en concordancia con la época. La casa de los conejos es una película filmada y narrada como 40 años atrás, pero que tal decisión no funciona a favor de una elección estética sino en su contra. La película se ve grotesca, el sonido muchas veces no ayuda y hay escenas que tendrían que haber volado en la isla de edición. No solo no aportan nada, sino que le restan dinamismo y fluidez a un relato demasiado homogéneo y monocorde. Directora de documentales como Foliesophies (2006), James à Paris Plage (2004), Retournements d’une image figée (2020) y el cortometraje de ficción Le sixième, con Thierry Godard, el primer largo de ficción de la cineasta argentina radicada en Francia Valeria Selinger está plagado de buenas intenciones. Lástima que para hacer cine solo las buenas intenciones no alcanzan.
Existen muchas películas sobre la dictadura militar argentina, uno de los momentos más oscuros de nuestra historia, que sirven para retratar un período particular del país como también para mantenerlo presente con el objetivo de aprender de los errores del pasado y no repetirlos a futuro. Basada en el libro «Manéges, petite histoire argentine» de la escritora Laura Alcoba, «La casa de los conejos» se centra en Laura, una chica de ocho años, que debe escapar con su madre de un lugar a otro, luego de que su padre caiga preso, meses antes del golpe de Estado de 1976. Es así como se terminan instalando en la casa de los conejos, donde viven Diana, embarazada de tres meses, y su marido Cacho, un economista. Ese se convertirá en un espacio de encuentro militante y un refugio para los que huyen, al mismo tiempo que será la sede de la nueva imprenta del Evita Montonera. Y también, será el nuevo mundo de Laura. La particularidad de la ópera prima de Valeria Selinger es que se centra en la perspectiva de una niña que todavía conserva su ingenuidad pero que tiene que aprender a vivir escondida, a mentir, a tener un nombre falso y muy poco contacto con el mundo exterior, sin mucha explicación mediante. Es decir, nos muestra un paso de la infancia a la adultez que sucede forma abrupta y exigida, sin que la protagonista termine de entender del todo lo que ocurre a su alrededor o por qué le gritan cuando se relaciona con gente de afuera o deja entrever algo sospechoso con su vida. Mora Iramaín García es la encargada de darle vida a Laura, plasmando esa frescura, ingenuidad e ingenio de una nena de ocho años, que tiene una cotidianeidad distinta a la de cualquier chico de su edad. La pequeña actriz está todo el tiempo en pantalla, ya sea protagonizando algún diálogo, jugando en silencio o como testigo de lo que hablan los adultos, pero todo lo que vemos o escuchamos es porque ella está presente. Es por eso que tenemos algunos saltos, tanto temporales como narrativos, que hacen que al principio la historia se vuelva un poco confusa hasta que entendemos el porqué de los cambios de ropa, de locación y de recorridas. De todas maneras, esta fragmentación y desprolijidad está buscada por la directora. Por momentos esto se encuentra logrado y por otros no tanto. Los aspectos técnicos acompañan de buena manera a la historia, sobre todo la banda sonora que acrecienta los momentos de tensión o nostalgia, según se lo requiera. Como particularidad, podemos señalar que el encargado de la música fue Daniel Teruggi, hermano de Diana, una de las protagonistas ficticias del film, y que fue una de las víctimas de la dictadura militar. Eso le otorga una conexión especial y un valor agregado. En síntesis, «La casa de los conejos» no es una película que nos va a aportar algo más a lo que ya conocemos sobre la dictadura militar argentina, pero sí nos ofrece una mirada particular de los hechos, desde la perspectiva de una niña que mezcla la cruda realidad con su ingenuidad. Con un gran trabajo de su protagonista, acompañada de adultos que realizan una buena tarea como Guadalupe Docampo, Paula Brasca, Darío Grandinetti o Miguel Ángel Solá, y aspectos técnicos atinados, tenemos delante nuestro un film emotivo y con compromiso social.
La casa de los conejos La pelicula de Valeria Salinger, que se estrena este jueves, tiene varios aciertos. Por un lado aborda el tema de la historia politica de los últimos 6 meses del gobierno de Maria Estela Martinez de Perón y los primeros meses de la dictadura militar, proponiendo una continuidad entre ambos momentos, divididos dramáticamente, eso sí, por el 24 de marzo de 1976. Lo hace desde dos focalizaciones bastante claras: una amplia, la de un grupo de militantes montoneros, hombres y mujeres, que conviven forzosamente en una casa de las afueras de Buenos Aires, escapando de las fuerzas de seguridad, y otra mirada, más específica, pero que termina bañándolo todo, que es la de Laura, una nena de 7 años que vive en esa casa en medio de esa atmósfera agobiante, una predictadura que se irá intensificando con el correr del tiempo en el relato. Y la mirada de Laura (o María Laura) lo dulcifica todo. Raramente veremos el afuera. Ese “afuera” es amenazante y está representado por algunos elementos o espacios: la portada del diario, la plaza, la cárcel (aunque parezca paradójico). En el interior del espacio doméstico donde se ha constituído una familia momentánea, pero se organizan acciones que necesitan la preparación de armas sobre la mesa de la cocina o imprimir folletos de propaganda con una imprenta instalada detrás de una pared con un grupo de jaulas de conejos. Tambien los conejos lo invaden todo. Tambien entre lo que acierta Salinger, argentina que reside en París hace varios años, entre otras cosas es el casting (algo de lo que el cine argentino suele adolecer), los actores jóvenes que interpretan al grupo montonero, o la nena protagonista, más la presencia de Dario Grandinetti y Miguel Angel Solá, le dan al libro original una corporeidad ajustada y precisa. El ingeniero y el abuelo son las figuras masculinas fuertes para Laura. La alternancia dentro de su mirada infantil de esa vida como carcelaria pero tambien como feliz. En realidad, la única posible y de la que parece dificil salir. El relato fluye, interesa y genera intriga. Está muy bien La casa de los conejos. La película está realizada en copropudcion con Francia y España y está basada en una historia real, de nombres y apellidos, la de la hija de Chicha Mariani, la abuela de Plaza de Mayo cuya nieta nunca fue encontrada.
La directora Valeria Selinger cuenta que apenas leyó la novela, basada en su vida, de Laura Alcoba, supo que tenía que hacer una película con ese material. El caso no puede ser menos impresionante, la visión de una niña con padres militantes. La necesidad de callar, aleccionada a los gritos por su madre, más cuando su padre fue detenido, y cualquier infidencia o ingenuidad puede ser la muerte segura. En esa casa donde convive con su mamá, mas el matrimonio que espera un hijo, formado por Diana (la hija de Chicha Mariani, fundadora de Abuelas) y su esposo economista. Un escondite para la imprenta de Montoneros, con una puerta disimulada y los conejos del título. Lo interesante de este film y este libro es que tanto la realizadora como la autora usaron los ojos de una niña para describir lo que ocurría en su vida y eso les permite a estas mujeres muy talentosas mostrar con toda crudeza una forma de vida y militancia durante el proceso, como pocas veces se ha visto. Un elenco donde se lucen Darío Grandinetti, Guadalupe Docampom Paula Brasca, Mora Iramaín, Miguel Angel Solá y la recordada Silvina Bosco.
Editada en 2008, por Laura Alcoba, la novela “Manèges, Petite Histoire Argentine” retrata su infancia y adolescencia. Radicada actualmente en París, es también autora de las novelas “Jardín Blanco” (2010), “Los Pasajeros del Anna C.” (2012) y “El Azul de las Abejas” (2015). Hija de militantes, Laura habitó la ‘Casa de los Conejos’, ubicada en la ciudad de La Plata. Allí funcionaba, oculta tras una fachada, la principal imprenta de Montoneros que publicaba el periódico “Evita Montonera”. Aquellos días vividos en la inocencia infantil corrompida, en donde se perpetraban actos de represión ilegal contra militantes. Un panorama de contemplaba la existencia de centros de detención y robos de recién nacidos. Esta es la cruda historia que lleva a la pantalla la realizadora Valeria Selinger, desde la mirada de una niña acostumbrada a mutar de piel para sobrevivir. Nos encontramos en el año 1975. En Argentina, se respiraban aires opresivos. Se cernía la noche de un baño de sangre inminente, proliferaba el miedo a vivir en la clandestinidad y nuestras libertades individuales estaba a punto de ser cercenadas, del modo más cruel y perverso. Censura, persecución y muerte serían el denominador común de un nefasto lapso que se prolongaría hasta 1983. “La Casa de los Conejos” nos habla acerca de la verdad resquebrajada y un espacio físico como refugio para pensar nuestra identidad: aquellos secretos que conforman una realidad tergiversada, como mecanismo de ocultamiento. Una historia abordada previamente en el ámbito cinematográfico nacional por “Infancia Clandestina” 2012), del notable Benjamín Ávila. La represión justificada y el autoritarismo validado por el aparato represor, a las puertas de la última dictadura, desnuda la cara del poder que avalaba al sometimiento, la brutalidad y la violencia, acallando voces. La denuncia y delación a sospechosos de subversión alimentaba la atmósfera imperante de miedo, aspecto presente y constatable en el valiente y mejor logrado film de Benjamín Naishtat, “Rojo” (2018). La historia mil veces contada ya por nuestro cine, que se repite en la simplicidad que desprende la perspectiva de una niña. Abordando temas como la pérdida de la inocencia y las mentiras compradas como verdad, “La Casa de los Conejos” prefiere una estética minimalista. Su registro ficcional cruza la esencia con el enfoque documental que reconstruye los ecos de una Argentina oscura. Sin embargo, observamos un uso del lenguaje cinematográfico demasiado monocorde, resultante en diálogos un tanto acartonados, una implementación de planos poco favorecedora y una puesta en escena no precisamente ingeniosa. Mediante un elenco que incluye a Paula Brasca, Mora Iramaín García, Guadalupe Docampo, Darío Grandinetti y Miguel Ángel Solá, la autora conserva la memoria viva que repudia el horror militar; la libertad siempre nos rescatará de un tiempo atrás hecho de atroz silencio. En “La Casa de los Conejos”, la denuncia adquiere ese matiz conmovedor a su cruento desenlace. Aún víctima de cierta desprolijidad en el relato y dejando entrever un vuelo creativo cercenado por cierta carencia de ideas (que no implica economía de recursos), la voz de los protagonistas otorga entidad al miedo y al peligro inminentes. Es una prosa que relata días vividos a la sombra. Una herramienta de lucha y concientización, como elemento transformador de la acuciante realidad.
UNA HISTORIA DE LA DICTADURA La dictadura y sus consecuencias ya podrían ser un subgénero del cine nacional, que ha construido un verosímil propio para recrear aquellas imágenes setenteras; verosímil que se impone no solo desde lo visual sino además desde un código de las actuaciones. En sí el propio cine argentino de los setentas estaba decididamente imposibilitado de mostrar lo que pasaba, por lo que la construcción audiovisual de todo el cine posterior parece respaldarse en un imaginario que surge de tomar elementos propios de otros cines: el policial duro, el noir, el drama intimista. En la representación hay siempre una idea bastante áspera, y muy ocre, sobre ese pasado lúgubre que pone en tensión el drama hasta alcanzar lo trágico. La casa de los conejos, película de Valeria Selinger basada en la novela Manèges, petite histoire Argentine, de Laura Alcoba, es un nuevo ejemplar de ese cine (si bien su historia comienza unos meses antes del Golpe de Estado de 1976), que recorre todos estos tópicos sin terminar de habitarlos definitivamente. Un poco el conflicto de la película es el de sus protagonistas: una madre que huye de las autoridades y se refugia en la casa de unos compañeros revolucionarios, llevando consigo a su pequeña hija. Una casa que es, en verdad, un refugio para actividades vinculadas con la impresión de medios de izquierda y la planificación de acciones armadas. Esa casa, entonces, nunca se habita, nunca es “el hogar”, pero de alguna manera comienza a serlo cuando la actividad revolucionaria se convierte en algo cercano para la pequeña Laura. La casa de los conejos, a la manera de la más sólida Infancia clandestina, toma como propio el punto de vista de la niña, lo que le sirve por un lado para evitar los juicios de valor y mirar todo con cierto candor, a la vez que naturaliza algunas imágenes un poco burdas, como aquel pasaje en que la piba toma la leche mientras su madre y sus compañeros limpian armas de fuego. Es una imagen que seguramente se corresponde con lo que real, pero que en el contexto de lo simbólico que ofrece el film subraya lo que ya estaba claro de antemano. Como decíamos, la película de Selinger evita los juicios de valor. No construye un universo de buenos y malos, y eso es muy saludable, más allá de una última secuencia un poco abrupta y fragmentaria donde representación de ese miedo que estaba siempre en off luce bastante estereotipada. En todo caso el problema de La casa de los conejos no tenga que ver con el punto de vista elegido y con su coherencia argumental, sino más bien con una indefinición en el tono y con una débil generación de climas, cuando se entiende que lo que busca es precisamente mostrar esa vida al límite que vivían estos personajes. Se agradece alguna instancia de humor que rompe el rictus habitual de las actuaciones, pero la película desde su casi único espacio nunca termina de construir climas intensos, nunca ese horror en off tiene el peso suficiente como para que temamos por la suerte de los protagonistas, incluso dramáticamente es bastante lavada y le falta a las imágenes un peso propio para que el carácter de drama observacional funcione. En definitiva no hay contradicción discursiva, apenas un tono discreto y sin ripios que vuelve la narración demasiado monótona. Una película fallida, demasiado correcta, sin vibración.
La última dictadura desde los ojos de una niña Valeria Selinger adapta de manera eficiente la elogiada novela de Laura Alcoba con un reparto de grandes nombres, entre los que destacan Darío Grandinetti, Miguel Ángel Solá y Silvina Bosco. La casa de los conejos -brillante novela de Laura Alcoba- cuenta la historia de Laura, una niña que a sus ocho años debe aprender a vivir en la clandestinidad unos meses antes del golpe de Estado de 1976 y durante los primeros años de la dictadura cívico militar hasta su exilio en Francia, dos años más tarde. Un relato emocionalmente duro que el lenguaje cinematográfico y la mano de la cineasta Valeria Selinger traduce de forma correcta. Con su padre detenido, la pequeña debe huir junto a su madre buscada por las fuerzas represivas, acostumbrarse a usar nombres falsos y a cambiar de residencias hasta que ambas se instalan en la "casa de los conejos", en La Plata, donde viven Diana -embarazada de tres meses- y su marido Cacho. Al no poder asistir a la escuela, la chica pasa los días en esa casa donde funcionaba una imprenta clandestina de Evita Montonera. La Diana con la que convive es Diana Teruggi, quien por entonces estaba embarazada de Clara Anahí, la nieta desaparecida de “Chicha” Mariani, una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo (fallecida en 2018). En La casa de los conejos la mirada de la niña protagonista se construye a través de los pequeños detalles. A rasgos generales, hay un trabajo cumplido. Sí es cierto que con un poco más de profundidad y dinamismo en el tratamiento de la historia, los resultados serían mucho más convincentes. Por momentos, no se siente la conexión entre la cinta y la novela que llevó al reconocimiento masivo a Alcoba.
Basado en la novela homónima de Laura Alcoba, escrita originalmente en francés, Manege, petite histoire argentine, y traducida al español como La casa de los conejos, el filme obtuvo importantes premios en varios Festivales. Dirigido por Valeria Selinger, el filme evoca y recrea los acontecimientos ocurridos unos meses antes del golpe militar en torno a un grupo de jóvenes montoneros escondidos en una casa de La Plata donde funcionaba una imprenta clandestina en la que se editaba la revista Evita Montonera; hoy convertida en Espacio de Memoria en donde vivieron y fueron asesinados todos los militantes junto a Diana Teruggi, cuya hija Clara Anahí, de tres meses, fuera secuestrada y permanece apropiada. EL SILENCIO ES SALUD La historia se desarrollará dentro de la casa ubicada en la calle 30 entre 55 y 56 de la ciudad de La Plata, que perteneciera a Chicha Mariani, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo, y madre de Daniel, que junto a Diana Teruggi convivirían durante casi un año, con otros compañeros de militancia hasta que el 24 de noviembre de 1976 un brutal operativo que duró varias horas terminaría masacrando a todos los que vivían en esa casa. Daniel sobreviviría algunos meses más porque aquel día había salido. La historia basada en hechos reales es narrada a través de los ojos de una niña de ocho años, Laura (Mora Iramaín García) que pasó a la clandestinidad con su madre, obligadas a cambiar de domicilio, apariencia y nombres, a partir de la detención de su padre. Al llegar a la casa convivirán con varios integrantes del grupo revolucionario montoneros. La convivencia irá intercalando momentos de domesticidad, como arreglar el ajuar de una futura mamá, en este caso el de Diana que daría luz a Clara Anahi, o tomar la merienda mientras alguno de los militantes manipula las armas de combate. Tras una fachada de centro de elaboración de conejos en escabeche se esconde una imprenta clandestina en la que se edita e imprime la revista “Evita Montonera”. Laura, al vivir en la clandestinidad, debe adoptar ciertas estrategias de supervivencia, tales como el encierro forzado y la imposibilidad de relacionarse con otras personas. Deberá permanecer en silencio, no podrá usar ni su nombre ni su apellido verdaderos, y se someterá a la autocensura, debiendo callar para salvar su vida. Tampoco podrá utilizar la cámara fotográfica que le ha regalado su abuelo. En este punto, la intromisión del objeto cámara en ese universo secreto hará estallar al ingeniero (Dario Grandinetti) ya que su uso supone el registro de esa realidad de encierro que debe permanecer secreta y nunca revelada. Es decir, la cámara sin rollo representa la imposibilidad de dejar registro de esa vida de confinamiento que debe ser ocultada, y cuyas huellas deben ser borradas para impedir ser detectadas por las Fuerzas represivas del Estado siempre vigilantes y al acecho. EL CERCO La directora, Valeria Selinger, comparte con la autora de la novela, mucho más que el lugar de residencia. Las dos viven en Francia, pero son argentinas, y pasaron su infancia en Argentina durante la última dictadura cívico-militar. En ese sentido las dos le han tomado el pulso en sendos trabajos al aire que se respiraba en aquellos años en que reinaban el miedo y el terror. El miedo a hablar, el temor a estar siendo perseguido, controlado, vigilado, el terror a ser encontrado y detenido, el temor a salir a la calle con la aprensión de ser seguido, y el temor de tener que vivir como prisionero en la propia casa cercado por una extrema vigilancia de patrullaje continuo, el temor a tener que deshacerse de papeles, libros y documentos que pudieran caer en las manos equivocadas. Así, en ese ambiente irrespirable de opresión y vigilancia, tuvieron que moldear la percepción para poder sobrevivir y saltar el cerco de la amenaza latente y la vigilancia continua. LA CARTA ROBADA Cuando el Ingeniero (Darío Grandinetti) levanta un embute, un escondite con una puerta de cincuenta centímetros y deja a la vista algunos cables, Laura le pregunta por qué no los esconde. Entonces el Ingeniero le explica, que al igual que en el cuento de Poe, La carta robada, para que algo no sea visto se lo pone al descubierto. La táctica sería poner al descubierto lo que debería esconderse, es decir, lo que está a la vista es con frecuencia lo que más nos cuesta detectar porque uno nunca imagina que lo que se busca pueda estar frente a nuestras narices. Esto mismo, lo de la mirada y lo evidente, lo que se hace evidente pero no puede verse de tan evidente, podría leerse en el sentido de que cada uno de los ciudadanos que veía el terror que le salía al paso cada día y debía enfrentar como testigo mudo, redadas, allanamientos, palizas, incluso el secuestro de vecinos en las propias narices, no podían verlo de tan evidente. Porque su percepción se había permeado de ese horror ya naturalizado de tan acostumbrados a verlo todo el tiempo. Tanto así, que el sangriento Gobernador de facto de la Provincia de Buenos Aires de aquel entonces, el General Ibérico Saint Jean, había declarado, “no hay ignorantes, sino cómplices”.
Fallida transposición en donde no se termina de consolidar la clave del relato, la mirada de una niña que busca entender más allá que las explicaciones llegan con palabras difíciles. Los intérpretes hacen lo que pueden con una historias plagada de lugares comunes y una dirección poco clara.
Fallida transposición en donde no se termina de consolidar la clave del relato, la mirada de una niña que busca entender más allá que las explicaciones llegan con palabras difíciles. Los intérpretes hacen lo que pueden con una historias plagada de lugares comunes y una dirección poco clara.
La nena que quería una vida normal La Plata, 1975, faltan seis meses para el Golpe de Estado y en la Argentina ya se respira el terror. Más aún en la vida de Laura, una nena de 8 años, que mientras desayuna una tostada con dulce con la ropa del colegio, a su lado mamá y sus amigos preparan las armas con las que harán un acto de resistencia. La directora Valeria Selinger, realizadora argentina residente en París, se basó en el libro de Laura Alcoba “Manèges, petite histoire Argentine”, para llevar a la pantalla grande una historia real ocurrida en una de las ciudades más vapuleadas por el terrorismo de Estado. Pese a que fue demasiado subrayado el estereotipo de los civiles de Inteligencia, Selinger se las ingenió para mostrar la vulnerabilidad de una niña como Laura, que apuesta a seguir jugando, aunque de pronto ese juego es hacer que su vida parezca la de una niña normal, para que nadie sospeche que su madre (excelente actuación de Guadalupe Docampo) es la misma que sale en la tapa de los diarios bajo el título “Se busca mujer peligrosa”. De pronto la niña y su mamá irán a vivir a una casa en la que habrá una jaula de conejos como pantalla de un escondite donde se imprime “Evita Montonera”, un periódico prohibido, claro. Ese lugar es el centro de operaciones de la clandestinidad. Todos y todas saben que la vida está en juego, menos Laura que juega de verdad, que no advierte el riesgo de muerte, por qué no sabe de qué se trata esa palabra. Para reflexionar sobre el sinsentido de dar ciertas batallas.