Con un pie ajuera Tarde o temprano, todos pensamos alguna vez en terminar ocupando las propiedades de nuestros familiares. Y no es que uno ande por ahí deseándole la muerte a alguien, pero es difícil no caer en repartijas mentales y calcular la cantidad de hermanos, tíos y sobrinos involucrados. Las elucubraciones que a mi me convierte en una porquería de persona, a María se le hacen realidad y la obligan a abandonar Barcelona para volver a la Argentina para convertirse en única heredera de una chacra perdida en un pueblo puntano. Y si con la chacra rasposa no le alcanzaba, tiene la fortuna de conquistar al patrón de una estancia vecina, el adinerado, citadino y buen mozo Arnaldo André. A medida que se va acomodando en su nueva propiedad, María se va transformando en una Inodora Pereyra dispuesta a montar una cooperativa rural destinada a explotar la promisoria industria del arrope. La imprecisión a la hora de definir a los personajes y sus acciones convierte a la segunda película de Fernando Díaz en una suerte de híbrido entre el drama y la comedia. Como drama le falta fuerza y el intento por apropiarse de los tiempos lentos del campo se traduce en situaciones que no aportan nada, son largas y podrían haberse evitado. Para ser comedia, el timing de las escenas no la favorece y a esta Pereyra empresarial le falta el talento de Fontanarrosa a la hora de encontrar un remate. Podría haber sido una buena parodia acerca de la mirada bucólica y pintoresquista de dos personajes de ciudad sobre la vida en el campo o bien podría haber sido un drama centrado en la necesidad y los modos de adaptarse al otro. Víctima de la vacilación, opta por chapotear como puede entre dos aguas.
Una luz en la oscuridad María (María Laura Cali) trabaja como empleada de limpieza en una disco de Barcelona. Vive sola en una diminuta habitación de una vieja casa plagada de inmigrantes ubicada en un barrio dominado por la comunidad árabe. Un llamado la alerta de que su abuelo ha muerto y le ha dejado una precaria chacra (hipotecada y llena de deudas) en un paraje perdido del San Luis profundo. Hacia allí viaja con la idea de venderla lo antes posible, ver si le queda algún dinero y volver a su gris existencia europea. Pero el destino y una especie de llamado interior hacen que se quede en esa zona árida, precaria e inhóspita más tiempo de lo previsto. A pesar de su aversión inicial, de su personalidad tan dura y seca como el clima, de sentirse en ese pueblo fantasma donde ya no pasa el tren casi tan extranjera como en Cataluña, acepta iniciar una relación afectiva con Juan (Arnaldo André), un divorciado de buen pasar y hasta soñar con un emprendimiento cuentapropista basado en la fabricación de arrope. Una década después de concretar su opera prima Plaza de almas (un film que en su momento tuvo sus adeptos, pero que a mí no me había gustado casi nada) y de radicarse en Francia (donde suele trabajar para el canal Arte), Fernando Díaz construye una más que interesante segunda película, sustentada en una puesta en escena muy cuidada, en una sólida actuación de Cali y en un tono que le permite sortear los típicos clisés y el pintoresquismo de estas historias sobre gente de la ciudad que va al campo a cambiar su vida. El film, es cierto, tiene algunos lugares comunes (situaciones ya vistas en historias similares), ciertos diálogos cun poco forzados, un personaje como el de Roly Serrano (una suerte de capo local) que cambia de forma demasiado abrupta y puede también que su resolución (¿el reverso de Un lugar en el mundo?) sea un poco condescendiente y edulcorada, pero La extranjera resulta un logrado segundo paso en la carrera de un director que, como su heroína, vive y trabaja a ambos márgenes del Atlántico pero que ha conseguido reencontrarse con su país a partir de una historia sensible y auténtica.
De ninguna parte La esperada segunda película de Fernando Díaz (Plaza de almas, 1997) causa más desazón que certezas. Con un formato añejado, una historia cercana al burlesco y una serie de sobreactuaciones desmesuradas, no hace más que exponerse al ridículo ante lo pretensioso de sus intenciones. María vuelve a un pequeño pueblo luego de la muerte de su abuelo, sus últimos años los ha pasado en Europa y al morir el viejo regresa para hacerse cargo de la pequeña chacra que este le ha dejado. En el medio un sinfín de situaciones que rondan lo inverosímil, transforman la historia en una síntesis de errores y desaciertos. Fernando Díaz nos presenta una película pretenciosa cargada de clichés y torpezas técnicas. Planos generales casi recurrentes, fundidos a paisajes para unir escenas sin lógica y cohesión alguna, problemas en la continuidad, cierta pretensiosidad estilística a la hora de encuadrar (hay un plano idéntico pero de distinto ángulo de un cartel similar al que aparecía en Rey Muerto (1995), el corto de Lucrecia Martel que integró la serie de Historias Breves), una marcación actoral donde todo tiende a la sobreactuación, además de un centenar de fallas técnicas que no hacen más que confirmar el rumbo equivocado que se tomó al construir la película. Arnaldo André que interpreta a una especie de terrateniente, nos muestra su peor faceta como actor, un personaje estereotipado, que intenta ser serio pero que termina causando risa. El personaje de María Laura Calí tiene peor suerte, su personaje es tan ridículo e insostenible que se convierte en una de las peores actuaciones que ha dado el cine argentino de los últimos años. La extranjera tiene todo lo que una película no debe tener: mala cinematografía, malas actuaciones y un pésimo guión que, para colmo de males, trae final con mensaje. Imagínese que Enrique Carreras filme una historia de Lisandro Alonso, dando como resultado un bochornoso desastre del tan degradado cine argentino.
No soy de aquí ni soy de allá Se centra en una argentina radicada en Barcelona que regresa. Para el que vio -ya hace más de una década- Plaza de almas, opera prima de Fernando Díaz, lo que más sorprende de La extranjera es el cambio estilístico del realizador, tras sus años vividos en Francia. Sobre todo en la primera mitad de su nueva película, cuando logra transmitir la realidad externa e interna de su protagonista -una argentina radicada en Barcelona, que regresa por la muerte de su abuelo- con elementos puramente visuales, haciendo buen uso de la elipsis: virtud, también, del montaje. Todo indica, a través de la lacónica composición de María Laura Cali, que María, su personaje, arrastra una vida desdichada, al menos en España, donde sobrevive trabajando en una discoteca Al volver, viaja a San Luis, a un pueblito llamado Indio muerto, donde su abuelo, que era su último familiar vivo, tenía una chacra. Gradualmente, María parecerá ir encontrando su lugar en el mundo, su destino sudamericano. Pero nada será simple. Por un lado, como le ocurre a muchos emigrados, termina por ser (sentirse) extranjera en todas partes. Por otro, su conflicto es más vasto e íntimo que el que le plantean los demás. María se siente "extranjera" de ella misma, de su propio deseo: la mirada exterior (desvalorizadora) es apenas una reválida de la propia. Juan (Arnaldo André), un separado porteño que lleva una vida de hacendado en la zona, un hombre también en fuga, más luminoso que ella pero también confundido, le devolverá -algo así como- la palabra y le dará un prisma nuevo. La relación entre ellos será, como todas las partes que funcionan de la película, ambigua. El personaje de Roly Serrano, dueño de un almacén que maneja la compraventa de los productos de la zona, también tiene idas y vueltas con María (a veces demasiado subrayadas, abruptas e inverosímiles: obvios puntos débiles de la segunda parte del filme). Sin embargo, con una minuciosa puesta en escena, bella pero no pintoresquista, y el trabajo sobre los clarooscuros humanos, Díaz consigue un filme muy digno.
El amor que llega a destiempo María es una argentina que, como tantos, buscó refugio en Barcelona para tratar de cambiar su existencia. Pero su carácter taciturno y reservado le impide concretar sus aspiraciones de hallar la verdadera felicidad. Al enterarse de la muerte de su abuelo, último sobreviviente de la familia, María decide regresar y aquí se entera de que le había dejado como herencia una casona en un pequeño pueblo del interior. Luego de un viaje interminable, ella llega al campo habitado sólo por el viento persistente y las nubes de polvo que aumentan la soledad del lugar. Sin embargo, ese contacto con la naturaleza hace que María comience a sentirse atraída por esa inmensa llanura y por los recuerdos que su abuelo esparció por toda la casa. El encuentro con Juan, un hombre que está al frente de una estancia y que, como ella, necesita de cariño y comprensión, transforma el carácter de María. Halló, por fin, un alma gemela que pronto le entregará su amor. El director Fernando Díaz, que había debutado en el largometraje en 1998 con Plaza de almas , aporta a su historia la necesaria ternura para que lo que cuenta en su propio guión contenga esos elementos que radiografían a la protagonista, personaje al que María Laura Cali supo expresar más con breves gestos que con palabras. No menos acertada es la labor de Arnaldo André como ese estanciero que descubre el amor. Una excelente fotografía y una adecuada banda musical colaboran para que este film, pese a cierta morosidad, se convierta en una buena historia.
No es bueno que la mujer esté sola Como su protagonista, que fluctúa entre dos países, la nueva película del director de Plaza de almas se atiene primero a un cine de observación hecho de elipsis y mudeces, pero termina explicitando todos los conflictos internos de sus personajes. Es posible que a La extranjera, opus 2 de Fernando Díaz, le suceda lo que a su protagonista, que durante casi toda la película fluctúa entre dos países, dos pertenencias, dos versiones de sí misma. En términos cinematográficos, la película de Díaz (quien después de su ópera prima, Plaza de almas, trabajó durante una larga década como realizador de documentales para la televisión francesa) se atiene, durante largos tramos, a un cine de observación hecho de elipsis y mudeces, renuente al psicologismo. Finalmente, opta por lo contrario, explicitando, con pelos y señales, todos los conflictos internos de los personajes, que hasta entonces habían permanecido soterrados. La sensación que queda es que aquellos largos planos del comienzo, en los que la cámara observa a la protagonista sin pretender arrancarle confesiones, fueron apenas el paso previo para terminar desembocando en un “juego de la verdad” que, como en el teatro o la televisión, permite saberlo todo, aclararlo todo. Lejos de las obviedades (y la vulgata hippie a destiempo) de Plaza de almas, las secuencias iniciales de La extranjera tienen misterio. Por aquello que no dicen, que no llegan a ver, que no pretenden dilucidar. En una ciudad que no es argentina, una mujer atiende el guardarropas de una disco y hace tareas de limpieza. Pasea sola, va a ver una fiesta callejera, vuelve a su trabajo y, por corte directo (más un salto que un corte, como volverá a suceder un par de veces en el curso de la película), ya está en un avión. Baja en Ezeiza, se toma un ómnibus, va a parar a un pueblito y, en el pueblito, al despacho de un escribano, que le habla de unos papeles, una chacra, una muerte, una sucesión. La cámara se acopla al ritmo interno de la protagonista, prefiriendo la verdad del plano antes que la imposición narrativa. El tiempo fluye lento, cansino, sin acontecimientos destacados. Como la propia vida en el pueblito de Indio Muerto, donde María (la ajustada María Laura Cali) ha venido, directamente desde Barcelona, a hacerse cargo de la chacra que dejó el abuelo, último pariente vivo, que acaba de morir. Es paradójico el modo en que María se va quedando en Indio Muerto: no lo decide nunca del todo, pero hace un resuelto esfuerzo de adaptación. Ocupa la casa del abuelo, pide un caballo, aprende a montar, hace arrope, se defiende de un puma escopeta en mano. Alrededor de ella afloran ciertos tipos, herencias, tal vez, de un costumbrismo involuntario. Como Tulio, típico comerciante de pueblo, dueño del almacén y “poronga” de la zona, al que Roly Serrano pinta como cerdo arrastrado y peligroso. O la criada (Norma Argentina) que observa a la recién llegada con mezcla de envidia y recelo pueblerino. Sobre todo al enterarse de que “viene de Europa”, como Tulio se ocupa de enrostrar a los cuatro vientos. Algunos tipos son, más que típicos, ligeramente inconcebibles. Como el que Arnaldo André encarna con prestancia: un gentleman que parecería haber extraviado el camino al country en medio del polvo de San Luis, y que congracia a la “extranjera” con patays y arropes. Quién es esa mujer, cómo fue a parar a Barcelona, por qué se mantiene a distancia, son cosas que el último tercio de película se ocupará de contestar, todas y de a una, echando mano de ciertos tópicos (el padre-víctima de la dictadura), mientras hace equilibrio para no caer del todo en otros. Como la inevitable seducción entre el señor local y la señora visitante. Se esquiva ese lugar común, pero se cae en otro peor, cuando ambos “extranjeros” terminan trayendo el progreso a la zona. Como si hiciera falta ser porteño para tener el empuje y la visión necesarias para convertir el arrope, de mera conserva para consumo de vecinos, en producto de exportación internacional. Proyecto tan megalómano, en definitiva, como podría serlo el de algún caudillo provincial con manías de grandeza.
Optimismo a reglamento En 1997, las dos películas argentinas que competían en Mar del Plata eran Plaza de Almas y Pizza, birra, faso. Ganó la primera, de Fernando Díaz; tenía como núcleo el amor entre un artista callejero (de esos que hacen pintura con aerosoles) y una actriz. Era, también, un film moralista y manipulador, mucho menos “filmado” que escrito. Pasaron 12 años y La extranjera, nuevo largo de Díaz, es una mejora apreciable respecto de Plaza..., aunque no del todo un film satisfactorio. La historia gira alrededor de una mujer (María Laura Cali) que se traslada de España –donde vive– a un pueblito puntano para cerrar definitivamente una propiedad derruida. Pero, náufraga de dos continentes, decide quedarse y reconstruir el lugar. Tiene enemigos, que la tratan como alguien de afuera (el almacenero de pueblo interpretado por Roly Serrano); tiene quizás un amor (Arnaldo André, cada vez más cómodo como actor cinematográfico). Cuando el film se concentra en las pequeñas reacciones de la protagonista y permite que un plano tenga la duración justa, funciona bien. Pero hay problemas: la construcción del villano de la película es demasiado estereotipada; las acciones terminan siendo previsibles; hay un regodeo enorme en paisajes y lentitudes. No estaría mal si no fuera porque Díaz tiene, sobre todo, un guión que quiere cumplir más que seguir, una estructura donde lo importante no es cómo juegan en él los personajes sino llevarlos de un lugar al otro. Así, cuando las cosas comienzan a enderezarse para la protagonista, hay un accidente que, aunque “avisado” al principio del film, resulta sorprendente y falso, obligado por el apuro de que la película se resuelva rápidamente. De allí en adelante, el trabajo de crear relaciones creíbles entre los personajes de evapora en una resolución efectista más que efectiva, de apuro, que, además, incurre en el pecado de crearles a algunos personajes virtudes que en realidad no tienen, una fe en la simpleza del campo. Díaz muestra aquí amor por las imágenes, pero no tanto por el cine, eso que trasciende el plano, el guión y el actor, y les da sentido.
El último cuatrimestre del año suele ser una época bastante extraña en lo que se refiere a estrenos cinematográficos. Los tanques estadounidenses pasaron durante las vacaciones de invierno y Hollywood prepara los estrenos del Oscar y Navidad. Es por eso que El Secreto de sus Ojos sigue primera en la taquilla local. No hay estrenos fuertes que logren desbancarla. No se trata solamente de una fórmula exitosa. Ante la falta de competencia, en tierra de ciegos, el tuerto es rey. Por tanto, es la mejor época para que los distribuidores independientes se saquen de encima las películas europeas que fueron comprando a lo largo del año, y para que el INCAA, estrene aquellos films que quedaron en el cajón de los recuerdos. Es por eso, que en Septiembre, Octubre y Noviembre se estrenan las 40 películas argentinas que no llegaron en el resto del año. Por un lado, es positivo que las “pequeñas producciones”, tengan salida comercial. Por otro, la salida es en los cines de siempre, con poca publicidad (a menos que hayan ganado muchos premios en el exterior), poca difusión y críticas no demasiado entusiastas. Conclusión, no hay público, no se cumple el cupo para que se cumpla el sistema de continuidad, etc, etc. Y en esta bolsa cae La Extranjera también. Segundo film de Fernando Díaz, después de diez años trabajando para un canal documentalista francés, tras el estreno de Plaza de Almas. Parece que el “desarraigo” y “exilio” como consecuencia de la crisis económica impulsó a Díaz a contar esta historia. María es una mujer cuarentona solitaria. Vive en Barcelona en un pequeño departamento compartido. Trabaja en el guardarropas de una discoteca. Deambula buscando un destino en su vida, aunque, a simple vista parece haberse resignado a ella. La noticia del fallecimiento de su abuelo, la obliga a viajar a un pequeño pueblo muerto, fantasma de San Luis, “Indio Muerto”, para reclamar la herencia que consiste en una pequeña chacra venida abajo. Circunstancias del destino obligan a María a quedarse más tiempo, y empezar a vivir en la chacra, por la que siente empatía, y tratar de sacarla adelante cosechando y preparando comidas a base de Algarrobo. En principio, la mirada contemplativa de Díaz, en base a silencios, pequeñas acciones, poca información juegan a favor de la película. Hay un aura de misterio, expectativa y reflexión en el viaje de María desde Barcelona hasta Indio Muerto. Ayuda la introvertida, austera interpretación de María Laura Cali, actriz proveniente del teatro off y que solo hizo algunas actuaciones secundarias en cine. Justamente ella resulta la única revelación de la película. Física y emocionalmente Cali hace un trabajo descomunal, transformando un personaje urbano en una autodidacta estanciera rural. La conversión de ser una extranjera en su propio país a, ser parte de la tierra natal. Pero las vicisitudes que enfrenta María, sola, con clisés y toques de humor, terminan por agotarse y Díaz recurre a los convencionalismos, y lugares comunes del género: la relación con personajes del entorno, que entre caricaturescos y estereotipados, empiezan divirtiendo y terminan aburriendo. No es culpa de sus actores, el almacenero chanta que compone Roly Serrano, le viene como anillo al dedo. Arnaldo André se siente cómodo con el estanciero carismático (que cosecha soja), devenido en interés romántico (está mejor que en El Niño Pez al menos). Participa también Norma Argentina, pero lejos de aquella interesante revelación en Cama Adentro. La película toma caminos previsibles, y para cerrar la historia, Díaz recurre al golpe bajo, y todo lo bueno que había desarrollado en la primera mitad se viene abajo. Esperemos que Cali, tenga alguna obra mejor para destacarse en el futuro. Nuevamente, San Luis resulta un buen refugio (Un lugar en el Mundo), y una buena alternativa para cineastas que quieren contar la misma historia, resaltando la geografía local (bellamente fotografiada por Mariano Cúneo), las comidas tradicionales, las festividades gauchescas… La Extranjera es una producción menor, para vender a turistas; irónicamente conserva el típico mensaje del cine clásico de Hollywood, citando a El Mago de Oz: “Al final, no hay mejor lugar, como el propio hogar”.