Thriller sórdido y expectante En medio de la crisis de 2001, no faltan aquellos que deciden embarcarse en algún plan delictivo para salvarse. Uno de ellos es el dueño de una empresa al borde de la quiebra, quien se asociará con un grupo que lo dejará fuera de su negocio a cambio de una suma de dinero. Víctor, su contador, tratará de salvar su empleo y el de sus compañeros de oficina, pero luego cambia de plan: es alguien tan ambicioso o más que su jefe. El director y guionista Emilio Blanco sigue con sobriedad la tortuosa senda de su protagonista (una meritoria labor de Miguel Habud), y el resultado es un film que, a pesar de ciertas vacilaciones, cumple con el compromiso de entretener. Mimí Ardú, Miguel Ruiz Díaz, María Inés Alonso y el resto del elenco lograron asociarse con calidad en esta historia que, con una adecuada música de Alberto Quercia Lagos y una impecable fotografía de Carlos Torlaschi, entrega un entramado tan sórdido como expectante.
Historia que atrasa Existen al menos tres tipos de películas argentinas: las grandes producciones, las películas de autor, y las pequeñas películas de género, realizadas por veteranos trabajadores de la industria, hechas con muy bajo presupuesto y actores no tan conocidos aunque de trayectoria. A esta tercera categoría pertenece Libre de sospecha (2014). La historia va así: época de corralito y Víctor Aranda (Miguel Habud) trabaja en una financiera. Su jefe, “el licenciado”, pretende hacer una estafa y escaparse con el dinero a un paraíso fiscal, y lo tiene a Víctor de único confidente. En ese período de crisis, social y personal, el protagonista idea un plan para escapar. La idea de la película es interesante, pero muy mal desarrollada. El problema quizá sea el bajísimo presupuesto con que, se nota, está realizada: Oficinas recreadas en una mesa con cuatro computadoras, movimientos de cámara muy desprolijos (arriba del tren, en la calle), y encuadres sin ninguna noción de composición (sin mencionar los precarios títulos de crédito); son algunas de las cuestiones que terminan por entorpecer cualquier historia. Miguel Habud, y personajes secundarios -como Mimï Ardú-, ponen su oficio para darle fluidez narrativa a situaciones y diálogos acartonados. El director y guionista es Emilio Blanco, asistente de Anibal Di Salvo -a quien le dedica la película con homenaje incluido al verse un fragmento de Chúmbale (2001)-, que pone en escena esta suerte de policial, cuyas incongruencias lo categorizan de “Clase B” y no sólo por la falta de presupuesto. Hay escenas deliberadamente bizarras, como las prostitutas que aparecen en escena o el hombre travestido. En ese aspecto Blanco se parece a Di Salvo (o incluso a Emilio Vieyra), pero no al cámara o fotógrafo de Leopoldo Torre Nilsson, sino al director de Atrapadas (1984), Enfermero de día, camarero de noche (1990) o la misma Chúmbale. De los tres tipos de cine argentino, que se exhiben en simultáneo en el Gaumont, el caso de Libre de sospecha es el imposible, el increíble de seguirse realizando, por pertenecer a otra época, otra lógica y actitud, la del “hacerse como pueda”. De ese espíritu de otros tiempos, surge esta película.
Un film fallido, con un argumento que ubica al protagonista en la época de los corralitos financieros y donde vale el que se salva porque roba a un ladrón. Una historia elemental para un robo supuestamente perfecto y un final increíble. Déjela pasar
Camino al infierno (cinematográfico) Lo primero que se ve en Libre de sospecha es la frase “In memoriam Aníbal Di Salvo”. Ya desde el comienzo el film toma posición, colocando como referente a un realizador que tuvo entre su filmografía títulos como Atrapadas (1984), Las lobas (1986), Enfermero de día, camarero de noche (1990), El Che (1997) y Chúmbale (2002). Si ese arranque preanuncia cosas no precisamente buenas, el film de Emilio Blanco luego se encarga de confirmarlas, incluso para peor. Todo está mal en Libre de sospecha, que tiene demasiadas ambiciones y poca capacidad para llevarlas a cabo. El relato, situado en el 2001, durante la instauración del “corralito” por parte de Domingo Felipe Cavallo, se centra en Víctor Aranda (Miguel Habud), un contador que en el medio de la crisis debe lidiar con su ex esposa, quien lo persigue por su contribución mensual; su actual novia, una chelista que está por irse a París luego de obtener una beca para continuar sus estudios; y la financiera donde trabaja, en la que su jefe planea cerrar todo e irse de manera no precisamente legal. Es ahí cuando a Víctor se le ocurre un plan para quedarse con un montón de dinero y reunirse con su pareja en el paraíso parisino. Pero esa historia que pretende ser todo un recorrido moral con la mayor crisis económica de la historia argentina como telón de fondo nunca funciona, por diversas razones, en principio formales: los personajes no adquieren en ningún momento el espesor requerido para capturar la atención del espectador -de hecho, hay varios, como el de Mimí Ardú, que parecen estar sólo como mero relleno-; las actuaciones son de trazo grueso, con cada gesto remarcado; la música atrasa mínimo treinta años, recordando al peor cine nacional de los ochenta; y el guión tiene numerosos puntos muertos donde no pasa absolutamente nada -pecado mortal para un thriller- y diálogos repetidos hasta el hartazgo a través de la voz en off. Y esta es apenas una enumeración bastante resumida. Pero encima, Libre de sospecha no está ni cerca de ser un retrato de una época extrema, ya que sólo le importa el “corralito” del 2001 como dato y no como contexto para su narración. Su reconstrucción carece de verosimilitud no sólo desde lo técnico sino también desde lo climático, lo ético, lo moral y lo político. Sin salir en ningún momento de todos los lugares comunes posibles sobre las relaciones de poder y con personajes femeninos que parecen trazados para confirmar todas las afirmaciones machistas, Libre de sospecha es un film insalvable en todos sus aspectos desde el minuto uno y que queda condenado al peor de los destinos.
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