(In) comunicados Raúl Perrone, el más independiente de todos los directores de cine, presenta la segunda obra de su denominado Tríptico. Los actos cotidianos (2009) es una sugestiva fábula familiar cuyo núcleo radica en la comunión de la vida. Los actos cotidianos podría definirse como un ensayo personal sobre los vínculos dentro de una familia tipo que habita en el conurbano bonaerense, y de como un teléfono celular puede resultar ser un elemento primordial para intensificar o disolver lazos. Perrone, siempre fiel a sus tópicos cinematográficos, una imagen sucia -semejante al documental-, desencuadres que terminan por encuadrar, planos casuales que denotan una búsqueda de la carencia estética, uso directo del sonido ambiente, y actuaciones con cierto tinte neorralista, nos presenta un relato sobre el transcurrir de la vida diaria con sus cosas buenas y malas. La comunicación pareciera ser una de las preocupaciones que el cineasta de Ituzaingó marca en Los actos cotidianos. La ausencia de esta se intensifica ante la aparición de un elemento que hoy es vital para el ser humano dentro de cualquier sector socioeconómico como lo es un teléfono celular. Lo que en persona pareciera ser imposible a través de un aparato los lazos se intensifican y la ausencia de comunicación pasa a tener presencia. Mezcla de documental, mezcla de ficción, Los actos cotidianos es un pasaje sobre la realidad sin importar el extracto social al que se pertenezca y con el sello que solo “El Perro” puede brindarnos.
Los hombres suburbanos Tras el notable uno-dos del BAFICI 2009 con Bonus Track y 180 grados, Perrone presentó en la edición 2010 del festival porteño un film en el que describe -con su habitual capacidad de observación y sensibilidad para captar la intimidad cotidiana de sus personajes/"actores"- las miserias de una familia de clase media-baja de su Ituzaingó: grupos disfuncionales y disgregados, con empleos precarios, escasa comunicación y contención. Como siempre, Perrone evita el subrayado, la bajada de línea y apela a pequeñas situaciones recurrentes -el obsesivo uso de los sms de los celulares, la omnipresencia de la televisión, las escenas con un pájaro enjaulado, los permanentes reclamos de ella hacia él por su falta de compromiso y adultez- para exponer así la monotonía, el hastío, la falta de incentivos y perspectivas de esos seres del conurbano bonaerense. Perrone opta por trabajar en interiores y el resultado en términos visuales (y en cuanto a calidad de imagen final) es menos interesante que en los films apuntados de 2010. Si en distintas etapas de su carrera se fue vinculando al Perro con Jim Jarmusch, Abbas Kiarostami o Gus Van Sant (en las películas sobre skaters), esta vez el referente parece ser el portugués Pedro Costa. De todas formas, más allá de filiaciones posibles, aún con un film menor como éste, Perrone sigue siendo un genuino, intuitivo y a esta altura sólido observador de su gente, de su zona y de sus contradicciones.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Distinto de Luján es el doble mosaico que Raúl Perrone ofrece con Los actos cotidianos y Al final la vida sigue igual. Es cierto, también aquí tenemos acciones que se suceden en esa pequeña aldea (Ituzaingo) con la que el artista pinta el mundo; también se despoja de actores profesionales para contar la vida diaria y, de paso –cañazo-, agudiza su poder de observación desde el estado prácticamente natural de su cámara, los registros realistas de las actuaciones de sus criaturas y la cotidianeidad de las situaciones por las que pasan. La cámara de Perrone, además, rara vez toma la gente de frente; la mayoría del tiempo están de perfil o se le ven tres cuartos de cara. Hay también en su trilogía una idea de mostrar a los ciudadanos mientras desnudan la condición en la que viven a través de su hacer y su decir. El director lo hace sin echar culpas y sin tomar partido por ninguna ideología o partido. Y, sin embargo, este posiblemente sea el tríptico con más contenido político en mucho tiempo. Después de todo, esta trilogía reflexiona permanentemente sobre la calidad de vida, la educación, el poder adquisitivo, las oportunidades y la vida digna, todo enmarcado en un contexto en el que la vida ideal parece estar en un lugar muy lejano. Esto queda plasmado en la película en varias charlas y en el zapping televisivo. Por ejemplo, hay un momento en el que se muestra a una señora en plano americano, parada en una pieza con paredes agrietadas. La mujer está despintada, las conexiones eléctricas se notan precarias y hay humedad en el techo. Mira la tele y, visiblemente interesada y consternada, ve cómo los hijos de Michael Jackson -fallecido hace horas- van a estar bien con todos los millones de dólares que van a heredar. Este tipo de humor nacido desde una profunda observación impregna a ambos largometrajes del agridulce sabor de la realidad. Así es como en casi todos los personajes de estas películas veremos, al mismo tiempo, resignación y esperanza. Mientras que Luján se centra en una generación a la que podríamos llamar de la tercera edad, Los actos cotidianos se detiene en la vida de una pareja joven (de unos veintitantos), cuya situación económica es muy complicada para ambos -para la hija de ella y el hijo de él-. El nexo hacia Al final la vida sigue igual será la madre de ella, que adquirirá en esta última otro tipo de protagonismo. Las tres películas pueden vivir una sin la otra, pero claramente es mucho más interesante transitar el recorrido del tríptico con la paciencia que se requiere al entrar en un museo. Eso y la contemplación son los secretos para que cualquier espectador dé de sí mismo lo necesario para disfrutar del arte y sus propuestas.
Fantasmas de Ituzaingó Hace una semana iniciamos la crónica del nuevo tríptico de Raúl Perrone que este jueves se estrenará en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, con la mirada puesta en la primera película de la entrega, Luján (2009, AM18), gran filme sobre la soledad existencial de un octogenario, que a su modo sintetiza la indefensión de una clase social y su destino casi inexorable. Será el turno ahora de abordar las siguientes películas que forman el trío: Los actos cotidianos (2010, AM18) y Al final la vida sigue, igual (2011, AM18). Esta vez sí se trata de una obra continua, acaso una misma película dividida en dos capítulos, que como el título indica aborda la cotidianeidad de una familia de Ituzaingó, seguramente descendiente de otros personajes de filmes previos del mismo Perrone (más precisamente Don Galván, protagonista de La Mecha, y de su mujer Ofelia). El cine de Perrone es mucho más complejo de lo que sugieren su economía de medios y conflictos: es un cine que registra poéticamente el mundo (y su devenir) para pensarlo, cuantas veces sea necesario. Por eso, la apuesta ahora pasa por volver a la intimidad de las familias de Ituzaingó para ver cómo se han modificado sus existencias, registrar sus nuevas dinámicas cotidianas, entender sus pesares, problemas e ilusiones. Si en Luján había un protagonista definido, aquí los personajes se expanden: tres generaciones conviven en Los actos cotidianos y Al final… bajo un mismo techo, una típica casa del conurbano bonaerense, un universo desconocido para la gran pantalla. No lo es por supuesto para Perrone, que se concentra en los espacios internos de esta casa y los filma con un cuidado y una distancia sumamente amorosos, una familiaridad infrecuente que confirma el sello de su cine, la extinción de toda frontera entre el documental y la ficción. Son personas reales las que pueblan sus películas, así como también el universo que atrapa y narra. Aquí, los protagonistas principales son la treintañera Soledad y su hermano Bebo, de su misma edad. La primera es una madre soltera y desocupada, que pasa sus días atendiendo a su pequeño hijo y espiando al mundo a través de las novelas de la televisión. Su hermano también es padre separado, aunque la división social de roles le permitirá otra vida y otra (aparente) libertad: podrá salir con los pibes del barrio, y cada tanto volverá con noticias sobre sus aventuras nocturnas, sobre los conflictos de la barra con la policía y la Justicia, o con verdaderos novelones amorosos. El trabajo será una de las grandes ausencias de este díptico: como los mismos personajes, constituye un horizonte fantasmal, siempre difuso e incierto, ajeno a las expectativas cotidianas de nuestros protagonistas. Y es que Perrone registra en realidad las ausencias (como afirma Quintín en un muy recomendable texto que acompañará la edición de este tríptico) que constriñen la vida de estos seres arrojados a la intemperie, ausencias de los sistemas institucionales y económicos que brindan posibilidades y expectativas, que ordenan la vida en un horizonte simbólico, otorgador de sentido e identidad. Es por eso que la inmovilidad signa la existencia de estas personas, que sólo pueden buscar en la TV o en alguna aventura fugaz lo que no encuentran en sus propias vidas. Como se verá, el fuera de campo cobra una importancia superlativa, que se enfatizará aún más en Al final la vida sigue, igual, donde Perrone podrá salir ya de los espacios cerrados para filmar el mundo circundante y comprobar el atraso civilizatorio del espacio urbano. Otros personajes tendrán protagonismo: la madre de Sole y su hermana, o también los niños (y su mirada, sugerida en fuera de campo por el sonido de un juguete infantil), que parecen ser los únicos con derecho al disfrute y el placer (aunque los adultos puedan acceder al cigarrillo, ya omnipresente). Aparecerá también la religión como refugio para la soledad y la tristeza; y en algún momento Bebo se irá de casa para vivir con su nueva novia, aunque envuelto en viejos conflictos, mientras que la Sole podrá tener su propia historia de amor con un amigo, el joven Emiliano, que sin embargo carga con una mujer encinta a cuestas. Serán cambios mínimos en una rutina inquebrantable, inscripta en un tiempo eterno, cíclico y opresivo. Los claroscuros de los espacios internos se irán acentuando, y las caras y los cuerpos serán ganados progresivamente por las sombras hasta volverse fantasmales (con lo que se Perrone vuelve a recordar a Costa): el plano final, con la aparición ya decididamente espectral de Don Galván, sugiere el destino irremediable de nuestros protagonistas, desaparecer en la bruma sin derecho a réplica. Por Martín Iparraguirre
Publicada en la edición digital de la revista.
En ayunas La nueva entrega de Los Juegos del Hambre es la primera parte de la tercera (y última) novela de la saga creada por Suzanne Collins. Y con lógica de mercado, la dividieron para poder recaudar (todavía) más. Este tipo de estrategia suele resultar perjudicial para el espectador (no así para los productores). En este caso, el relato pierde parte del vértigo que supo mostrar en las dos películas anteriores, máxime cuando no existe un “juego del hambre” como momento conclusivo del film. Los Juegos del Hambre: Sinsajo – Parte 1 (The Hunger Games: Mockingjay – Part 1) es una obra disminuida, y aunque intenté agitar al espectador con algunas secuencias de acción, no puede transmitir la tensión ni el interés buscado durante toda su narración. La nueva entrega comienza con Katniss (la super estrella Jenniffer Lawrence) en el distrito 13. La vida en el lugar es comunismo de punta en blanco. Hay una estructura militarizada, overol, y muchas armas (¡y con prohibición de alcohol!).Su presidente es Alma Coin (la siempre confiable Julianne Moore), como consejero está Plutarch (¡cómo te vamos a extrañar Philip!). La vida en el lugar hace un claro contraste con la decadencia profesada por el capitolio, este es un mundo más equitativo. La vida austera, racionada y subterránea del sector (plus el sentido de justicia que muestra su dirigencia) lo deja bien posicionada frente a nuestros ojos. Aunque en algún punto, su alta proliferación armamentística crea resquemor. Uno piensa que no queda más que rezar por un líder íntegro, porque con tantas armas, un dictador puede estar a la vuelta de la esquina. ¿Será Alma Coin una persona justa? En Sinsajo – Parte 1 se la muestra como una persona virtuosa. Se hace fácil ponerse de lado del sector 13 cuándo uno ve al genial Donald Sutherland como el cruel y monstruoso presidente Snow. Su sonrisa impoluta contrasta con sus actos, es un ser diabólico y también, magnético. Existen momentos que justifican claramente esta entrega, y que en contraste, son de los más interesantes de toda la saga. Ahora Katniss en el bunker subterráneo tiene a su lado a todos sus queridos. O casi. Falta uno transcendental: Peeta (Josh Hutcherson). Y como se ve, es el punto débil de nuestra heroína. Al fin pareciera decantarse el corazón tan disputado de la protagonista (pobre Gale, él que usa pulóveres hasta en verano y pone cara de perro mojado). Esta tercera parte va a tratar sobre la batalla dialéctica y a distancia entre el distrito 13, con Katniss como portavoz, y el capitolio, con Peeta y Snow (repito, que groso es Sutherland). Una guerra de propaganda que es interesante pero que se agota. Existen momentos que justifican claramente esta entrega, y que en contraste, son de los más interesantes de toda la saga. Uno es el regreso de Katniss a su sector, la desolación por la furia del capitolio hacia su hogar es un momento angustiante y que pone en perspectiva el horror de la guerra. También es igual de significativo (y terrible) cuando visita un hospital del sector 8. Por primera vez se expone la muerte como un hecho masivo y calculado, no como algo heroico. Pero fuera de hechos aislados, es una película vueltera y de conversaciones de Katniss-con: Gale (Liam Hemsworth), la presidente Coin, su hermana, su madre, Haymitch (Woody Harrelson), y cualquiera que desee hablar un rato. Para darle ritmo se meten escaramuzas, revueltas en los sectores y algún ataque, pero queda a mitad de camino entre la política y la acción. Los Juegos del Hambre: Sinsajo – Parte 1 (que largo sonó eso) es una película que funciona por el interés creado en las dos películas anteriores, y principalmente, por la calidad de sus actores, pero que resulta empobrecida por la falta de una narración más sincrética.