Una ficción muy particular, que se presenta con el lenguaje de un documental, que hecha mano a la realidad política mundial y que le permite a su realizador Iván Granovsky un largo viaje por el mundo, pero también un confesionario de una vida llevada por lo real y también lo imaginario, por lo confesional y sobre todo la presentación de su camino como la descripción de un fracaso permanente de sus ilusiones. Un realizador que busca fuera del país un compromiso que no puede asumir en su tierra, que va pasando de un proyecto a otro con realidades tan disímiles como la problemática de los integrantes de ETA en el país vasco, los refugiados en la isla de Lesbos, lo que sufren los palestinos en territorio israelí, la Paris posterior al ataque de Charli Hebdo o la única experiencia “bélica” de su padre, el conocido periodista de Pagina 12 Martin Granovsky, cubriendo el copamiento de la Tablada. Y en ese recorrido están los sueños que no fueron, sus fracasos constantes, su pulsión a seguir, su relación familiar. El resultado es un atractivo entramado que permite la empatía constante con ese “perdedor” creativo que encarna el realizador.
Inclasificable propuesta en la que un viaje, un acompañamiento y varias ideas terminan por configurar, sin quererlo, una road movie con política, o un film político con trasbordos. El realizador Ivan Granovsky compitió con la propuesta en el último BAFICI, una realización potente en cuanto a imágenes y sólida en relación a lo que se desprende de su visionado.
Esta crítica debe comenzar con una aclaración: no sólo conozco bastante bien al director de la película sino que seguí más o menos de cerca su rodaje y posproducción y, además, trabajo con él en algún que otro proyecto. Me parece necesario, ético y sano aclarar esto y creo que sería ideal que estas cosas se hicieran públicas más a menudo en la crítica cinematográfica de nuestro país, ya que suceden bastante seguido. De todos modos, creo que es una película lo suficientemente valiosa como para ser reseñada de la forma más imparcial posible. Y, a partir de su participación en la competencia Bright Future del Festival de Rotterdam, nada mejor que hacerlo aquí. Los territorios es una historia personal y política, íntima y social. Juega a partir de un registro documental que muchas veces se confunde con el de la ficción y genera, a partir de eso, una serie de resonancias que permiten interpretarla de diversas formas: como un diario personal, como un reporte político desde zonas de conflicto y, más que nada, como una película familiar en la que un hijo intenta seguir algunos caminos trazados por su padre para darse cuenta, en algún momento, que esas valiosas enseñanzas pueden servirle para abrirse caminos propios. En lo narrativo, la opera prima del habitualmente productor Granovsky parte de su imposibilidad de concretar una serie de proyectos y largos como director y, a partir de esos fracasos, generar un nuevo largo que los integre y trascienda. Para eso será fundamental la figura de su padre, el reconocido periodista Martín Granovsky, de quien ha heredado una gran pasión y conocimiento sobre temas de política internacional. En plan de seguir los caminos de su padre, el director/protagonista se propone hacer una suerte de reporte periodístico sobre zonas de conflicto en el mundo para darse cuenta que, acaso, su mirada es más cinematográfica que estrictamente periodística. A lo largo de Los territorios, “Iván” (las comillas están puestas ya que mucho de lo que aquí se cuenta con estilo documental debería ser tomado con pinzas, algo que la película jamás oculta) viaja de Bolivia a Brasil, de París post ataque a Charlie Hebdo al País Vasco, de la isla de Lesbos en Grecia a la que llegan a diario miles de refugiados de Medio Oriente a las conflictivas fronteras entre Israel y Gaza e Israel y Cisjordania. Si bien la película corre el riesgo de ser un tanto episódica en su imposibilidad de profundizar en cada uno de los conflictos, el patrón parece ser el mismo: hay una línea de fuego, una pared, un límite y una división en cada uno de sus escenarios. Conocerlos, enfrentarlos y atravesarlos es el gran desafío. Una frontera que es tan política y social como personal y, si se me permite, hasta “terapéutica”. Iván cuenta todas estas desventuras en plan diario personal, con una voz en off que va marcando sus pequeños avances y, más que nada, fracasos, a la hora de convertirse en un reportero en zonas de conflicto (y hasta como periodista deportivo). Una parte importante del filme está dedicada a las conversaciones con su padre, alguien que ha cubierto ese tipo de escenarios durante toda su carrera, pero nunca ha estado en un frente de batalla más que en el Copamiento del Cuartel de La Tablada, en 1989. En su recorrido por ese lugar, en sus conversaciones en la casa o en el auto, en los emails que se envían (y que aparecen en pantalla, como los de la madre, en plan más humorístico de idische mame) la película encuentra el eje que engloba los distintos episodios. Los viajes por esos “territorios en conflicto” no son otra cosa que una manera que acercarse y entender a su padre y, a la vez, encontrar su propio “territorio” en esa saga familiar. A veces, aunque no nos demos cuenta tan fácilmente, el espacio público suele volverse un claro reflejo y espejo de un espacio personal. Y cruzar esa línea que demarca un frente de batalla es también un intento por encontrar un camino propio en la vida. Uno que toma la posta de la herencia familiar (la preocupación por el estado del mundo, el hoy cada día más doloroso y acuciante problema de las fronteras, las migraciones y los refugiados) y trata de reconvertirla en un recorrido personal. El “Iván” del documental/ficción que es Los territorios seguramente no será un incisivo entrevistador como puede serlo su padre, pero puede haber encontrado un camino para dejar su marca, su propio “territorio”. Y la película es prueba y testimonio de eso.
El mundo es ancho, ajeno y complicado La película de Granovsky funciona como una suerte de diario personal donde la reflexión va acompañada de apuntes de viaje. “Y eso no es un periodista. Tampoco es un director. Es un actor”, afirma Iván Granovsky en la escena final de su primer largometraje como realizador, mientras disfruta de un baño improvisado en el Mar Muerto. No se trata, de ninguna manera, de un spoiler, sino de la constatación enfática de un concepto que Los territorios desliza de manera más o menos transparente durante los noventa minutos previos: el Granovsky que puede verse en pantalla –el hijo del reconocido periodista Martín Granovsky, el productor de cine, ese “actor”– puede no ser exactamente el mismo que el Granovsky real, el que está detrás de la cámara dirigiendo las acciones. Presentada el año pasado en el Festival de Rotterdam y luego en la competencia nacional del Bafici, todo parece indicar que la película final es el resultado indirecto de una imposibilidad: la de sacar adelante otros proyectos. Como productor, Granovsky ha estado detrás de títulos de realizadores como Alejo Moguillansky, Matías Piñeiro y Mauro Andrizzi, pero es su propia voz en off la que se encarga de detallar que las ideas para un film de ficción sobre un grupo de etarras o un documental sobre la vida cotidiana en el Kurdistán iraquí quedaron abortadas por falta de presupuesto o sequía creativa. Al tiempo que la pantalla se llena de banderas de naciones de todo el mundo, un juego de cultura general anticipa algunos de los territorios que la película irá reconociendo y recorriendo: aquellos delimitados por las fronteras políticas. Granovsky hace gala de una excelente memoria a la hora de recordar las capitales de los países, anticipo juguetón de una película que lo llevará de Brasilia a San Sebastián, de Berlín a Jerusalén y de París a la isla de Lesbos, con escalas recurrentes en su Buenos Aires natal. ¿Para qué sirve viajar? Bien lejos de la comodidad del turismo –aunque más de un plano coquetee maliciosamente con el concepto–, el film se va transformando en una bitácora en la cual el director/personaje/persona real describe los paisajes tanto exteriores como internos. Lo importante es ver y escuchar el mundo real, saber “dónde está el frente de batalla”, le aconseja Granovsky padre a su hijo, y en esas conversaciones entre ambos se van dibujando los contornos de otras demarcaciones más familiares, íntimas. La película se moverá entre esos dos territorios –los geográficos y los humanos–, saltando constantemente de un lado hacia el otro de las fronteras de la documentación de lo real y la construcción de lo ficcional, echando mano en muchas ocasiones al humor. Es difícil aseverar cuánto de autobiográfico, de descripción de pelos y señales del carácter y las ambiciones reales, existe en el Granovsky que se ve pantalla, quien no tiene empacho en caracterizarse como algo diletante, menos preocupado en ocasiones por entregar en tiempo y forma una serie de notas periodísticas –que podrían mantenerlo económicamente durante la travesía– que por dejar que los días y las semanas se deslicen. O bien entregarse a la ensoñación romántica con alguna compañera circunstancial de viaje, momentos en los cuales la película parece ingresar por completo en el territorio de la ficción. En otros, el encuentro con personajes como Lula da Silva (acompañando a su padre en una entrevista) o la reunión con algunos militantes acusados de formar parte de la ETA, convocan otro tipo de relación con el mundo y también con sí mismo. Es precisamente en la descripción en primera persona de algunas circunstancias políticas y sociales del mundo donde Los territorios pisa con pie más firme, en particular durante el último tercio de metraje. El recorrido por algunas zonas ocupadas de Palestina –la visión de los muros que zigzaguean, cada vez más extensos, encerrando y separando a la población, o la rutinaria expulsión de un grupo de árabes por soldados israelíes– enfrentan al protagonista a la realidad concreta de hechos que usualmente son leídos en los diarios a miles de kilómetros de distancia. Lo mismo ocurre durante el encuentro en Grecia con un grupo de migrantes de Medio Oriente que intentan ingresar a algún país europeo. Con una estructura de collage conformado por elementos muy diversos, en Los territorios lo trascendente es atravesado por lo ligero e incluso lo banal. En ese sentido, podría pensarse en la película de Granovsky como un diario personal donde la reflexión está acompañada de garabatos pergeñados en el momento, con la mente en blanco; páginas donde lo lúcido va de la mano de lo lúdico, donde los contornos del mundo contemporáneo compiten con las manifestaciones más evidentes del ego, donde un baño relajado en el Mar Muerto es interrumpido inexorablemente –signo de los tiempos y de la geografía– por tres aviones caza en formación.
Querido diario (un film para entender el mundo de hoy) Un diario de viaje convertido en una película geopolítica es la propuesta de Iván Granovsky en Los territorios (2017). Un potente documental en primera persona sobre conflictos existenciales propios que lo llevará a recorrer países como Alemania, el País Vasco, Bolivia, Francia, Mónaco, Portugal, Brasil, Israel y Palestina en busca de algo que no sabe bien que es. Iván es hijo del reconocido periodista de Página 12 Martín Granovsky, durante muchos años se desempeñó como productor cinematográfico (o al memos muchos creyeron que lo era), pensó en dedicarse a la historia, al periodismo, ser corresponsal de guerra, hasta que se dedicó a la dirección. Sus primeras ideas fueron para unas ficciones que nunca concluyeron o que ni siquiera comenzaron a rodarse. Acompañar a su padre durante unas entrevistas con los más altos representantes de la Patria Grande lo motivan a realizar una gira en busca de diferentes sucesos geopolíticos por los más conflictivos lugares del mundo. De Alemania a la París post atentados, del País Vasco a la Franja de Gaza y de Palestina a Israel, Los territorios se convierte en una road movie en formato de diario de viaje que no solo la servirá al personaje para encontrarse a sí mismo sino también al espectador para conocer desde otra mirada los sucesos que hoy son tapa de todos los medios internacionales. Granovsky muestra desde un costado informal la construcción de una noticia, los puntos de vista, las influencias ideológicas y hasta la desinformación de un entrevistador frente a su interlocutor. Y lo hace a partir de él mismo, sin miedo al ridículo ni a la exposición. Los territorios es una película diferente a todo lo visto y eso es lo que la vuelve atractiva. Es una crónica periodística como nunca el cine mostró, es trágica pero también divertida, no es egocéntrica (el gran problema de este tipo de documentales) porque Granovsky deja de ser un personaje real para convertirse en un personaje de la película, en un actor que se interpreta a sí mismo. También habla de problemáticas y coyunturas políticas sin solemnidad, y muestra el mundo real a través de la visión de una persona común pero con la capacidad suficiente de análisis y comunicación para convertir sus experiencias personales en una película que no solo le pueda interesar a él y a quienes lo conocen, sino a todo el mundo.
Los territorios es un documental, pero envuelto en una gran ficción que justifica los registros. La cámara está pocas veces enunciada, por lo cual, por momentos, podríamos confundir la película con una narración puramente ficcional, aunque la permanente voz en off del protagonista nos indique lo contrario. En otras partes se hace evidente el hecho cinematográfico, con una desprolijidad muy marcada, justamente enunciando de forma exagerada su producción. A nivel formal, entonces, podemos considerar Los territorios como un gran juego cinematográfico en el que pareciera que uno de sus grandes objetivos es hacer (re)conocer al espectador las vicisitudes de realizar una película de forma independiente. En cuanto al contenido, salvo algunas entrevistas, relatos o lugares, podemos creer que la mayor parte de lo contado existe desde un planeamiento de guion y de producción más que de hechos axiomáticos y/o cronológicos. Por lo tanto, podemos decir que en Los Territorios hay un constante simulacro de la realidad, con momentos muy dispares en su estructura, que desestabiliza cualquier noción genérica o de clasificación. Esto crea una ambivalencia, una incertidumbre, en la cual el espectador quedará atrapado, ya que no podrá saber nunca la consistencia de la verdad contada. Al principio mismo de la película, cuando el protagonista relata uno de sus fracasos como director de cine, muestra el Kurdistan Iraquí, con una infografía que presenta el lugar como tal; poco después nos cuenta que en realidad era una escenografía natural en la Provincia de Mendoza. Con eso nos da la pauta que, a partir de allí, todo podrá ser puesto en duda. Sin embargo, esta manipulación hace a Los territorios una pieza interesante ya que crea un verosímil que, desde el principio, pero sobre todo hacia el final, se deja disfrutar sin cuestionamientos. La película mantendrá íntegramente el punto de vista de Iván Granovsky, quien nos narrará en primera persona, a través de determinados aspectos de su vida, la necesidad de conocer la profesión de corresponsal de guerra y de llegar él mismo a una línea de frente, a experimentar lo que es presenciar un conflicto armado. El punto de partida, la excusa que lo hará salir en busca de una posición ante a las tensiones del mundo actual, con todas las implicancias de producción y de financiamiento que le traerán aparejados estos viajes, será la contrariedad que le genera saber que su padre, el conocido periodista de Página/12 Martín Granovsky, nunca fue corresponsal de guerra, ni siquiera estuvo en una, solo de Internacionales, digamos, de asuntos diplomáticos. Más allá de la exposición que Granovsky hijo haga de su historia y su persona, la veracidad o no de los sucesos, lo que lo lleva a decidir “el plot” de su película será, en principio, su deleite por la geopolítica y su profesión de cineasta, pero también su cotidianeidad como viajante, su infancia rodeada de libros de aventuras, el altlas geográfico que lo acompaño desde chico y que lo ayudó aprenderse las capitales de todos los países del mundo, hasta sus aeropuertos. De las múltiples referencias que nos brinda, la más representativa que conlleva lo cinematográfico, lo periodístico, lo político, constantes que hacen al film, es sin lugar a dudas la película Z (1969), de Costa Gravas. De esta forma, el espectador empieza a transitar y a conocer el mundo del protagonista y este, a la vez, va creando el relato con gran coherencia, probablemente reafirmado por el colectivo de guionistas que vemos en los créditos de la película. El objetivo principal no es dado de antemano, como cualquier documental que plantea la hipótesis investigación apenas comenzado, sino que surge desde las propias cavilaciones del protagonista dentro de la película. Su búsqueda itinerante, a través de sus reiterados fracasos, será entonces el catalizador de los acontecimientos. De esto mismo derivará una obra de múltiples tesituras, tanto sociales como políticas, por momentos con rasgos cómicos, a veces un tanto forzados o molestos, como el imaginario que crea con Rafael Spregelburd haciendo las veces de corresponsal de guerra y que, quizás como buen productor, puso solo para extender la lista de actores, entre los que figura las apariciones de Lula da Silva, Evo Morales, entre otros. En Los territorios, Granovsky, un apellido frecuente en los créditos de las competencias de los últimos BAFICI, deja el anonimato y pasa a ocupar la mayoría de los rubros existentes en el esquema de labores cinematográficas con su primer largometraje como “no solo productor”. Así se convierte también en este actor llamado Iván, Ivanchi o “ruso”, a quien no conocemos por lo que demuestra, sino por lo que quiere mostrarnos, lo cual hace satisfactorio el encuentro, si a uno le cae en gracia el personaje, claro está. Su padre, el Granovsky hasta el momento más famoso, será el gran partener en una película que viaja por muchos lugares, pero que siempre hace cede en Buenos Aires. Él será quien lo guíe en la búsqueda de esa línea de frente, donde se ubican los corresponsales del guerra, a las que Iván quiere llegar en sus diferentes facetas: como actor, director, productor, guionista y, quizás, si le creemos, como él mismo, haciendo trascender su apellido del otro lado de la línea de cámara.
Extraña mixtura entre documental, diario personal y ficción sobre un director-protagonista que recorre el mundo para, de alguna forma, encontrarse, nos ofrece Iván Granovsky en Los territorios, que llega a las pantallas después de su paso por la Competencia Argentina del Bafici 2017. Iván es hijo de Martín Granovsky, periodista y analista internacional reconocido que escribe para Página 12, y éste no es un dato menor. Él, como protagonista de su propio filme, lo dice al comienzo y se nota que el apellido le abre puertas pero también lo marca. Sin decidirse a ser y hacer, entre el periodismo, la dirección y la producción, se mueve (pero no como pez en el agua) merced a los contactos que su progenitor le consigue y hasta se sostiene económicamente por los trabajos que le “inventa” o directamente por la ayuda de su madre. Mientras, viaja y proyecta quimeras que se quedan en nada ni bien empiezan o aparecen las primeras dificultades, arrastra su diletantismo adolescente, a destiempo con su edad cronológica, y se obsesiona con el trabajo del corresponsal de guerra. El “documental” se nutre de las imágenes de esos viajes: realizando entrevistas con los presidentes latinoamericanos para su padre, buscando apoyo para sus proyectos, persiguiendo algún amor esquivo y para el que no hace nada siquiera por demostrar, tras contactos que cree le pueden tirar una punta (y de hecho lo hacen pero él las desperdicia), buscando entrevistados para notas que una vez hechas no las aceptan los medios que lo han enviado, o simplemente por placer, y va dibujando un planisferio que abarca distintos paisajes (Bolivia, Chile, Brasil, Lesbos, París, el País Vasco, Medio Oriente), personajes y situaciones político-sociales que, sólo al final, adquieren cierta consistencia donde quizá lo personal contribuya (su judeidad frente a la situación de los territorios palestinos). Si todo esto es cierto o no, poco importa. Porque es la sensación de verosímil y la producción de sentido que el documental con su montaje y edición, rápida y veloz -como una de esas ficciones de espías que recorren el mundo tras la aventura-, procura obtener y, en todo caso, provoca en su continuidad. Si nuestro protagonista es lo que dice que es o simplemente actúa (como se intenta dejar entrever explícitamente en el final), tampoco interesa. Nada está fijo, nada está cerrado, todo se muestra en gestación y casi siempre se elige exponer su fracaso, y nunca podremos desentrañar si estamos frente a un retrato catártico y personal sobre una imposibilidad, la descripción de un estado de situación coyuntural de un argentino, un acercamiento a algo más universal o un engaño monumental y fulgurante de un hombre con ciertas posibilidades al alcance de la mano y un enorme grupo de sostenimiento y financiación detrás.
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