Los sedimentos del malestar femenino Un filme ecléctico que nos introduce en el malestar de varias mujeres. Medusas no es un filme redondo ni acabado: de ahí proviene parte de su encanto. Porque después de vaivenes narrativos, giros estilísticos bruscos y líneas que no terminan de cerrarse, uno siente -y no es menor- que experimentó el mundo interior de algunos personajes. La sensación crece después: los realizadores israelíes Etgar Keret y Shira Geffen, que son pareja, logran, con esta extraña, breve marea (de 78 minutos) dejarnos sedimentos de una vasta angustia femenina. Medusas. La película, alrededor de tres mujeres en Tel-Aviv, empieza siendo realista: una suerte de comedia melancólica que, suponemos, irá derivando en drama(s) sentimental(es). Lo peor: hay amagues de cruces casuales entre personajes (los habrá) y de que ese mecanismo se convierta en centro del filme (no ocurrirá). Una camarera que acaba de separarse (la talentosa Sarah Adler, actriz de Nuestra música) y una novia que se quiebra un tobillo en su boda irán transmitiéndonos el creciente malestar, la extrañeza de sus íntimos infiernos. El mar, omnipresente, funcionará como fantasía de reparación, de alivio. Conflictos con madres, conflictos con padres, conflictos con hijos, conflictos con parejas: conflictos, sobre todo, consigo mismas. Las mujeres de Medusas -que funcionan en duetos, como si representaran dos caras de una persona- nos trasladan sus sensaciones frente al mundo. Logro de los directores, que hacen de una fiesta de casamiento un mecánico ritual; de una luna de miel en un hotel de Tel-Aviv, una convivencia erosionada por el tedio. La película va dejando atrás todo naturalismo e intenta representar, a través de escenas casi oníricas -por momentos tendientes al surrealismo; por momentos, a la fábula-, el complejo océano de la psiquis humana. Claro que es difícil alternar las acciones de los personajes, tratadas desde una perspectiva externa, con la representación metafórica de sus miedos, traumas y pulsiones. Las alegorías sobreexplicadas acechan por un lado; el sinsentido y el sentimentalismo, por otros. Medusas intenta evitarlos: en muchos casos, lo logra. Y con puestas y resoluciones visuales de gran belleza y creatividad. El resultado es una película enrarecida, ecléctica, de apariencia simple y creciente oscuridad. Una película que va cambiando de sentido(s), según la mirada de cada espectador, a medida que se aleja en el tiempo. Imperfecta, sí, pero arriesgada y vital: poco rutinaria.
Historias con una pizca de magia La sugestiva Medusas narra las vidas de tres mujeres que se dejan llevar por el destino Historias paralelas, personajes que se dejan llevar adonde los arrastra el azar, así como el mar dispone el ir y venir constante de las medusas, tres mujeres cuyo único rasgo en común es un hondo y confuso malestar, una ciudad -Tel Aviv- que parece favorecer los entrecruzamientos y un toque de magia (o de alucinación) para que el cuadro se desprenda del chato realismo y ascienda hacia la fantasía poética. Es lo que proponen Etgar Keret y Shira Geffen, marido y mujer en la vida real y ambos escritores reconocidos en Israel, en su primera película, ganadora de la Cámara de Oro de Cannes. Una comedia triste, un poco críptica, que denota tanto la aspiración literaria de sus autores como su especial sensibilidad para la concepción visual. Viven como las medusas las protagonistas de las tres historias: sin control de sus destinos (quizá una velada alusión al sentimiento de inestabilidad que puede experimentarse en una zona en permanente riesgo), solas, faltas de afecto o con dificultades de comunicación. Una es la novia, que el día de su boda se quiebra la pierna al intentar salir del baño en el que ha quedado encerrada, con lo debe pasar (o mejor: sobrellevar, que lo diga su paciente marido), la luna de miel en un cuarto de hotel maloliente, ruidoso y sin vista. Otra es filipina, acompañante de ancianos (generalmente hoscos) aunque no habla pizca de hebreo y añora al hijo lejano que -se supone- es destinatario de sus esfuerzos. La tercera es la reservada Batya, cuya pasividad queda expuesta desde el principio cuando deja partir a su novio sin decir palabra; camarera en una empresa de catering de la que pronto es despedida por sus torpezas, sólo tiene esporádicos contactos con sus padres divorciados. La misteriosa aparición de una nena de 5 años, silenciosa pero de fuerte carácter, que llega del mar (¿ser real o visión de sí misma como criatura abandonada?) provee a Batya algún sentido para su vida vacía. El cuento también les ofrecerá a las otras dos alguna oportunidad de afirmarse, o al menos de establecer algún contacto que las salve de la deriva. Otros personajes femeninos -los hombres tienen peso relativo- y una elaborada puesta completan este multifacético y sugestivo (pero no demasiado accesible) retrato de la zozobra existencial, que no carece de humor y en su vaguedad se abre a otras lecturas.
Demasiada desgracia “¿Desgracia eterna se escribe con ce o con ese?”, pregunta, en el ascensor de un hotel, una señora a un señor, como quien inquiere si la confitería queda en el segundo o en el cuarto piso. Dejando de lado la impertinencia de la pregunta –habida cuenta de que la mujer de ortografía vacilante no es Clemente sino una señora escritora– el modo en que la película verbaliza allí su obsesión central es tan delicado como lo hubiera sido la abrupta irrupción, en ese mismo ascensor, de un tropel de elefantes. Una serie eterna de desgracias, sinsabores y ruindades despliega este film israelí –que en Cannes 2007 no ganó un premio, sino tres– a lo largo de sus relativamente considerados 78 minutos. La ventaja de Medusas sobre otros repertorios de calamidades, como pueden haberlo sido Babel, Vidas cruzadas et al, es que al tremendismo punitorio de aquéllas ésta le opone al menos un tono menor, jaspeado de un humor asordinado. ¿Humor judío? Seguramente, teniendo en cuenta la desgracia eterna que lo prohíja. Un ramillete de mujeres protagoniza o genera en otros la galería de esparcidas contrariedades. Una de ellas es Batya, mesera de catering a la que su novio acaba de plantar, y que padece madre benefactora pública y estrella mediática, padre abandónico y un departamento que hace agua, literalmente. Otra, Keren, a quien una fractura producida en su propia boda impide su luna de miel en el Caribe, debiendo conformarse con un hotel de Tel Aviv en el que unas habitaciones huelen mal, otras dejan pasar todos los ruidos y el ascensor no funciona. Después está Joy, mujer filipina que, a la culpa por haber dejado a su hijo allá en Manila, debe sumar el ¿castigo divino? de tener que cuidar a una octogenaria insoportable. Están también la escritora, que parece demasiado feliz para la película (hasta que se demuestra que no lo era para nada) y una fotógrafa a la que echaron del trabajo, por empecinarse en fotografiar “siempre lo peor” (obvia autorreferencia de la guionista y correalizadora Shira Geffen). Hay también una querubina muda y simbólica, que sale del mar y vuelve a entrar en él, para justificar tal vez el título. No es el único tráfico de realismo mágico: cierto heladero de playa, clave para la felicidad de Batya, reaparecerá treinta años más tarde, idéntico a sí mismo, para cumplir su destino de alegórica solución providencial. Todo está mostrado en consonancia con esa forma de minimalismo dry que diluye conexiones entre escenas y echa mano de un humor ácido y mudo, muchas veces en forma de gag solitario. El minimalismo de ocasión no impide el recurso a unos horribles esfumados, que representan el punto de vista de una chica con conmoción cerebral y no se veían en cine desde los buenos y viejos tiempos de David Hamilton, aquel rey del kitsch que, en los ’70, fotografiaba lánguidas chicas desnudas a través de velos, que no eran rosados.
Tres historias cruzadas de mujeres a la deriva Una nena de cinco años –ojos enormes, rulos naranjas, simpático salvavidas a rayas en su cintura– aparece en la playa recién salida del mar. No habla, no llora: acepta la toalla que le ofrece una chica y se va con ella con naturalidad para luego desaparecer. Entre absurdo y fantástico, este pequeño personaje es la pieza clave de un film que narra la historia de tres mujeres sin relación entre sí, salvo por cruces casuales y la imposibilidad que tienen para vincularse con madres, hijos o marido. Batya, la chica de la toalla, es mesera en bodas y se acaba de separar. En pocas horas, también perderá su trabajo tras la misteriosa aparición de la niña, que le recuerda su condición de hija de padres ausentes. Una de estas bodas es la de Keren, quien se queda encerrada esa misma noche en el baño y se quiebra una pierna tratando de salir. Eso la confinará a un sórdido hotel con su reciente marido, con quien no puede congeniar. El trío lo completa Joy, una filipina que asiste a esa misma boda como cuidadora de una anciana y que saltará de anciana en anciana mientras sufre la culpa de haber dejado solo a su hijo en su país. A todas ellas las persigue la distancia –física o afectiva– con el otro, y las une la desconexión en una Tel Aviv cosmopolita que podría ser cualquier otra ciudad, salvo por una frase que funciona como marca generacional en boca de un personaje secundario: “Mis padres son sobrevivientes del holocausto, nunca pude reclamarles nada”. Con algunas situaciones cómicas dentro de una pátina melancólica, la premiada ópera prima del best seller israelí Etgar Keret y de su mujer, la dramaturga Etgar Keret, no pretende originalidad sino contar historias de cierta belleza lateral con la clara intención de esquivar tópicos al hablar de los israelíes, algo que Keret ya supo hacer en su literatura.
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La ciudad de las mujeres Esta opera prima del matrimonio Keret-Geffen (ambos reconocidos escritores en Israel y ella responsable del guión) llamó la atención primero por haber ganado nada menos que la Cámara de Oro en Cannes 2007 (o sea, el premio más importante del mundo para una primera pelicula) y luego porque se trata de un film de ese origen que no aborda el tema de la guerra, ni la política, ni la religión, ni la identidad nacional. Apenas hay en sus 78 minutos alguna mención aislada y fugaz al Holocausto y -en el terreno de la crítica social- un segmento dedicado a las desventuras de una filipina que cuida enfermos y ancianos. La estructura de Medusas es coral y episódica (tiene algo de la zigzagueante estructura altmaniana que permite ciertos entrecruzamientos) y sus protagonistas son varias mujeres de la gris Tel Aviv actual. El personaje principal es el de Batya (Sarah Adler, la periodista de Nuestra música, de Jean-Luc Godard), una joven que es abandonada por su novio, despedida de su trabajo como camarera en una empresa de catering para fiestas y despreciada por su exitosa madre. Durante un paseo por la playa, descubre a una niña-medusa (de allí el título y la veta fantástica del film) de cinco años. Luego aparecerán en escena una fotógrafa, una pareja que sufre una caótica luna de miel en un hotel, una escritora suicida, la apuntada inmigrante filipina y algunos personajes secundarios más. La película no revela demasiados datos ni resuelve del todo los conflictos (los detractores del nuevo cine argentino encontrarán unos cuantos paralelismos y la catalogarán de "vacía", "abúlica", "minimalista" y un largo etcétera), pero -aunque su tono por momentos me generó cierto distanciamiento- en líneas generales y vista en su conjunto constituye una mirada atractiva y en algunos pasajes fascinante (aunque también desoladora) sobre las contradicciones, desconciertos y frustraciones femeninas en una gran urbe como la Tel Aviv contemporánea.
Escenas frente al mar Suceso en el último Festival de Cannes, en donde recibió la Cámara de Oro a la Mejor Ópera Prima, este film israelí dirigido por Etgar Keret y Shira Geffen propone una mirada entre melancólica y esperanzada sobre los vínculos humanos en la ciudad de Tel Aviv, sobre todo entre las mujeres. A la manera de un film de Robert Altman (Ciudad de Ángeles, La fortuna de Cookie), Medusas tiene tres sub-tramas. La primera está centrada en Batya, una joven recién separada que sólo tiene tiempo para un abúlico trabajo de camarera en una empresa de catering. Hasta que un día encuentra en la playa a un niña que nadie ha reclamado, y entonces su rutina se ve puesta entre paréntesis. La segunda refiere a Keren, quien acaba de casarse y que, a causa de un accidente en su pierna, deberá posponer su luna de miel y conformarse con un alojamiento en un hotel local. Por último aparece Joy, una mujer filipina que trabaja cuidando ancianas y sufre por la distancia que mantiene con su hijo. Una de las principales virtudes del film es que no se regodea del entrecruzamiento de las historias ni cae en mandatos morales, algo que sí le pasa con frecuencia a otros realizadores que trabajan con la misma estructura (léase el mexicano Alejandro González Iñárritu, por citar sólo un caso). No es que las historias no estén “cruzadas”, pero si lo están responden a una necesaria cercanía de los personajes, nada ociosa en términos de guión. Tampoco el film está diseñado desde el pintoresquismo for export. Los personajes son eminentemente urbanos y sus conflictos traspasan las fronteras para tocar sensibilidades contemporáneas como la inestabilidad emocional, la soledad, el desempleo, la fragilidad de los vínculos familiares. Temas complejos que se deslizan de una forma sutil en las tres historias, en donde ha resultado muy efectiva la elección del casting y las composiciones de las actrices protagónicas. En cuanto a la puesta en escena, los realizadores han optado por enfatizar la trayectoria de los personajes, como si éstos se definieran por el tránsito que emprenden. Tránsito que no los ha conectado con sus deseos, pero que en el film aparecerá interrumpido de un modo u otro. Keren, obligada a un estatismo casi absoluto, tendrá la posibilidad de re-pensar su vínculo marital, sobre todo a partir del encuentro en el mismo hotel con una enigmática mujer. Batya cambiará su rutina cuando tome contacto con la niña que ha encontrado en la playa y –como si el tiempo se suspendiera- ese “hacerse cargo” tendrá un impacto emocional que la ligará con su pasado y su futuro. Joy, casi inmiscuida en un lazo maternal que no le corresponde, podrá aliviar parte de la desazón que le produce haber dejado a su hijo en su país de origen. Y en el medio de las tres mujeres se encuentra el mar como topografía simbólica. ¿Símbolo del deseo perdido? ¿Símbolo de la incipiente recuperación de sus vidas? Afortunadamente, el film sugiere, se aproxima, pero no da certeza alguna. Entre escenas cotidianas de una comicidad física muy bien elaborada, Medusas sostiene una suerte de “realismo disonante”, en donde el laconismo y la economía informativa de las secuencias se ven levemente alterados por mínimos pasajes que remiten a lo onírico, como destellos en medio de la oscuridad. Sin lugar a dudas, un destello de luz en la cartelera porteña.
A la deriva Al ser interrogado sobre el título de la película, el co-director Etgar Keret respondió que este estaba inspirado en el hecho de que las medusas van a la deriva por el mar sin control de su dirección. Con esto estaría haciendo referencia al estado de las protagonistas del film: moviéndose erráticamente por la vida, sin conciencia de adonde se dirigen y sin control de su propio destino. El film se estructura a través de un relato coral, aunque limitado a tres protagonistas, tres mujeres que no se conocen y apenas se cruzan un par de veces, pero que tienen en común la incapacidad de dirigir sus vidas y de relacionarse con los otros. Batia es una joven hija de padres separados con los cuales no tiene una relación muy fluida y con un trabajo desagradable que no tarda en perder. Joy es una inmigrante filipina que trabaja de mucama en Tel Aviv (empleo que parece ser frecuente entre los residentes de su origen) que dejó en su país natal un hijo pequeño con el que solo se comunica por teléfono y que se ve en dificultades con sus clientes por no saber hablar el hebreo. Keren es una joven recién casada que por un accidente estúpido se rompe la pierna en la fiesta de casamiento, con lo que debe olvidarse de los planes de luna de miel en el Caribe, la cual tendrá que pasar con su pareja en un hotel de la ciudad mientras la relación de ambos se va enfriando. Con ese elenco de disfuncionales, es claro que los temas que aborda el film son la alienación, el control del propio destino y la falta de expectativas, con la incomunicación como asunto principal. Asunto que se subraya con las dificultades concretas para comunicarse que sufren algunos personajes, como la imposibilidad de Joy de hablar y comprender el idioma o las dificultades de Batia para hacerlo con una niña muda y posiblemente autista que encuentra abandonada en la playa. Pero también las dificultades de Batia de relacionarse con sus padres o de Keren con su marido. En su derrotero cada una de las protagonistas se encontrará con un personaje que sin quererlo asumirá la función de disparador para hacerlas avanzar, para sacarlas de la deriva embotada en la que se encuentran. La niña extraviada en el caso de Batia, una clienta mayor que tiene una relación tirante con su hija actriz en el caso de Joy, y una poeta que se hospeda en el mismo hotel que la pareja en el caso de Keren. El universo planteado se asemeja bastante al de cierto indie norteamericano, sobre todo en sus personajes abúlicos, fracasados, con un vacío interior y que no encajan socialmente. De cualquier manera no se da demasiada cuenta, salvo en el caso de la filipina cuyos problemas son más concretos, del por qué de estás características. Los personajes simplemente son así. Con muchos de los tics y lugares comunes de ese cine que lo inspira, Medusas es un film sobrio y correcto, pero al que se le nota la pretensión de navegar más profundo de lo que realmente se sumerge.
Esta película israelí dirigida a cuatro manos gasta una retórica puesta enteramente al servicio de una idea peregrina. La vida es un valle de lágrimas, dice en un libro famoso. Y la vida en una ciudad moderna mejor no te cuento, se olvidó de decir. No queda otra entonces que dedicarse a mirar a esa criaturitas de Dios, oír sus quejas, ver cómo se arrastran en absurdos derroteros, transidos de pena y convenientemente envueltos en sus pequeñas miserias domésticas. Y qué mejor que una película con estructura “coral” para diagramar con mayor eficiencia ese malestar, otorgándole a cada uno su parte equivalente de insatisfacción y estupor ante lo que los rodea. Medusas no termina de ser cine pero trafica con su repertorio de imágenes tomado de la publicidad como si lo fuera. Es decir, hace como que mira, hace como que piensa, hace como que descubre. Entre tanto, ofrece una visión del mundo en la que un cinismo predigerido se hace pasar desvergonzadamente por desencanto y sofisticación. En Medusas, todos los personajes parecen tener algo de animal que repta, que se sofoca y padece en el calor despiadado de Tel Aviv. Cuando esos animales humanos que son los protagonistas de la película duermen, el sueño les devuelve casi fatalmente una escena revestida de emanaciones freudianas en donde las desdichas presentes en la vigilia encuentran un trasfondo que al espectador debería hacerle gritar ¡eureka! en la oscuridad de la sala. En cambio cuando sueño y realidad se encuentran y sus capas parecen superponerse en una zona intermedia digna de alguna terapéutica New Age (como cuando la chica que había tenido una pesadilla en la que su madre despachaba al heladero sin comprarle al final el cucurucho prometido se topa en la vida real con un heladero que viene hacia ella) la película termina por volverse el puro simulacro de cartón pintado que anunciaba muy a su pesar. Sus planos feos, de una torpeza manifiesta, están al servicio de un psicologismo de entrecasa mediante el cual el dolor esencial del mundo encuentra su explicación pertinente y su inesperada atenuación.
Bellísima analogía entre el mar, el agua y el alma femenina, Medusas es un film israelí capaz de contar un puñado de historias dispares y encadenarlas sin perder nunca su línea narrativa. Situaciones costumbristas y cotidianas en el marco urbano de Tel Aviv que no sólo atraen y comprometen emocionalmente sino que también incluyen, imperceptiblemente, un universo surreal, onírico y metafórico. Una mesera de catering que recoge a una niña aparentemente abandonada en la playa, una pareja que atraviesa una accidentada luna de miel, una mujer filipina que cuida ancianos y que desea volver a su país con un barco de juguete para el cumpleaños de su hijo, una mujer que vive una relación conflictiva con su hija actriz y que desea desesperadamente dar y recibir afecto, son algunos de los personajes que recorren la pantalla en su muy corto metraje. Esa compleja estructura coral presentada por la pareja de escritores y ahora cineastas Etgar Keret y Shira Geffen da la sensación que dejará unos cuantos cabos sueltos que deberán ser completados por la imaginación al espectador, sin embargo, el brillante guión de ambos –colmado de pequeñas sorpresas- se las ingenia para esbozar un destino claro para todas esas frágiles y entrañables criaturas. Las sensibles composiciones de todo el elenco redondean una pequeña, poética e imperdible joya fílmica.