Ambientada en Suecia del siglo XX el film cuenta la historia de la fotógrafa y madre de familia de lo más sufrida Maria Larsson, abuela del director. La película esta narrada en voz en off por una de las hijas de María, quien cuenta las idas y vueltas de su madre y trata de describir que pasa en ese momento en la sociedad . Cuando uno se casa es para siempre, son las palabras que le dedica el padre de la protagonista antes de morir, palabras que quedaran grabas en su subconsciente y aunque durante toda la película se reflejen actitudes adelantadas para su época, en el fondo no puede dejar a su marido alcohólico y violento, de quien soporta infidelidades y golpes. Un momento de huelgas, hambre y guerra, duro para una familia numerosa, hace que María quiera desprenderse de una cámara fotográfica que gano en un rifa tiempo atrás, ese es el momento que descubre la fotografía y también comienza a vivir un amor platónico con el encantador señor Pedersen, dueño de la casa de fotos, quien la convence de no vender la cámara. No hay mucho más que contar ya que en el film al querer abarcar más de un personaje, pero al mismo tiempo no querer convertirse en una historia coral, se pierden algunos hilos y muchos personajes que resultan interesantes quedan relegados. Se destaca el papel de Persbrandt como Sigfrid, el cavernicola , quien no sabe como proceder ante la autonomía de su esposa. Van y vienen , pero cual novela rosa, lo que parece rutina o un simple no queda otra, muy común de la época, parece que en realidad es amor profundo. Momentos que duran para siempre fue nominada al Globo de Oro como Mejor película Extranjera (2009).
Adivinando la película Nunca será demasiado insistente el pedido de cuidado en la proyección de una película. Como toda obra de arte, requiere respeto para su presentación y exhibición. Las condiciones en que vi esta obra de origen sueco en función para la prensa -copia en DVD con colores opacos y cambiantes, interrupciones, saltos y pixelados varios- me impiden compartir el entusiasmo que despertó entre los críticos de otros países, donde seguramente tuvieron la suerte de verla en su formato fílmico original. Tratándose de un largometraje que justamente crece alrededor de la importancia de la imagen y la fotografía, la visión defectuosa arruina el resultado. El director de la recordada Los emigrantes se basa en la historia familiar de su mujer y coautora de la historia original, para construir esta saga de una mujer humilde que en la Suecia de principios del siglo XX lucha por llevar adelante una familia numerosa con un marido agresivo y alcohólico, que sin dejar de amarla a su manera la somete a abusos y maltratos, en un ambiente pintado con atemperado naturalismo. Cuando la mujer decide vender una cámara de fotos que había ganado en un sorteo, para compensar las penurias económicas familiares, tiene la fortuna de encontrar un hombre diferente, que le abre todo un mundo de posibilidades consigo misma. Esa contracara del marido, sensible y respetuoso, la introduce en el mundo de la fotografía, que será su vía de salida del infierno. Muy cerca de La cámara oscura, de la argentina María Victoria Menis, el film muestra la fotografía como un camino para la transformación liberadora de la mujer considerada como objeto, en momentos previos al feminismo. Pero también habla sobre el carácter perdurable de la imagen y su poder evocativo. Con buenos actores y filmado en esos sepias que deberían remedar la vieja fotografía, pero que en la copia en DVD resulta imposible de apreciar.
Polaroid de locura ordinaria El veterano realizador sueco Jan Troell suma a su vasta filmografía un valido relato que mezcla el drama, el cine social y las referencias autobiográficas. De su autoría se recuerda Los Inmigrantes (Utvandrarna, 1971), un film que data ya de cuatro décadas y por el cual obtuviera nominaciones al Oscar y que cuenta en sus filas protagónicas a los enormes Max von Sydow y Liv Ullmann. Ambientada a principios del siglo XX en medio de una convulsionada comunidad sueca, la película narra la historia de cómo una mujer -una de las primeras fotógrafas suecas- enfrenta las adversidades que una sociedad desestabilizada le depara, así como al mismo tiempo también deberá sortear las crisis personales que le afectan irremediablemente con el paso de los años. Si Ingmar Bergman era el costado sugerente, onírico y poético del cine sueco, Troell representa la cara que expone el concepto social de un cine de indudable carácter y tradición. Con tintes autobiográficos (la protagonista de la historia es la abuela de Troell) el autor estructura su película en base a pretextos sociales y búsquedas artísticas definidas. Momentos que duran para siempre (Maria Larssons Everlasting Moments, 2008) es un mosaico de sensaciones y relaciones humanas que poseen una cuota de insatisfacción. Desencuentros amorosos, engaños y desilusiones varias confrontan al individuo ante cuestiones existenciales en donde el arte como expresión humana es un canal emocional valido y necesario. Troell, paralelamente, retrata a un pueblo y una familia conviviendo con la violencia y el miedo. El clima familiar es desgarrador y en permanente destrucción. Mientras tanto, afuera en el mundo, la realidad socio político entrega un quiebre que resignifica una época, plagada de crisis sociales, injusticia, hambre y desempleo. El sufrido rol de la mujer en la sociedad machista de comienzos de siglo es otro aspecto preponderante, aquí presa de los avatares que le provoca un marido irresponsable. La fotografía es ese oasis en medio de la tormenta, donde los momentos eternos pueden captarse y evadirnos de la realidad. Un punto de huida e inspiración fuera de una realidad que deja caer ante si su falsa fachada de aparente felicidad, de sólidas bases construidas y hábitos sanos. El vuelo visual del film es un gran apoyo a la hora de justificar el relato de un personaje desamparado, que busca sobrellevar la pobreza –material y afectiva- por medio de la fotografía. El autor, en un tono pausado, va jugando junto al espectador con aspectos referentes a la imaginación y sus límites a veces poco marcados entre ésta y la realidad. La instantánea fotográfica desnudará las penurias económicas, los problemas domésticos, la sociedad liberal, los amores secretos, los instantes que la retina no olvida jamás y la cámara fotográfica congelan en la eternidad. Es allí donde el film se asienta sobre las bases del retrato social: creencias políticas, la guerra, el matrimonio y la conflictiva adolescencia son varias de las aristas que con mayor o menor profundidad y con más o menos suerte, el film aborda. La cámara se convierte en los ojos de esta mujer, sus capturas son el deseo de detener el tiempo, aunque sea por un instante. La historia así deja ver la mirada sobre esta afición como una vía de escape a sus penas, y toda la carga dramática que estas esconden detrás. Allí el film se encumbra como uno de crítica social sosteniendo que en medio del caos -incluso- puede existir el arte, o la vida.
Retratos en los que cabe la vida de una mujer Un film que aborda conflictos familiares y artísticos Una cámara fotográfica está en el centro de esta historia de una familia de trabajadores suecos en las primeras décadas del siglo XX. En el origen del matrimonio, su propiedad ha sido objeto de amable disputa entre los cónyuges: ella la ganó en un sorteo con el número que él eligió. Después, pasó años -años de poca felicidad y mucha penuria dentro de casa y de turbulencias varias fuera de ella-, olvidada en un armario, hasta que en un momento de extrema necesidad se la desempolvó para canjearla por dinero. Felizmente, la venta no se concreta porque hay quien descubre que la protagonista tiene el raro talento de saber ver el mundo a través de la lente y le enseña a aplicarlo; entonces la cámara se convierte a veces en auxilio económico para una familia creciente e inestable y casi siempre en refugio donde la mujer encuentra oxígeno para aguantar los repetidos maltratos de un marido demasiado débil para negarse al alcohol, demasiado rápido para resolver todo a golpes y demasiado tosco para entender que la sensibilidad de su esposa espera otros gestos de amor bien distintos de sus violentos reclamos sexuales. La cámara está, en fin, en la propia estructura episódica de este relato elegante que combina el pequeña y cambiante epopeya familiar con la evocación de un tiempo histórico y una cultura y con el retrato de un personaje -la matriarca-, que es el nexo que mantiene unida a la familia, tolera deslealtades, sacrifica su amor casto por otro hombre y resiste todos los infortunios, sólo por seguir el mandato de que el hombre no debe separar lo que Dios unió. Algo incomprensible para la mayor de los siete hijos, Maja, que es quien evoca con honestidad la historia de Maria (podría ser la de cualquier mujer de su época y su clase) como quien hojea el álbum de fotos que conservan los momentos del título, dichosos o amargos. Clásico en su estilo, refinado en lo visual, admirablemente interpretado, el de Troell es un film sereno, que sugiere calladamente el conflicto entre el sacrificio y la realización personal. El arte (Maria es sin duda una artista) no es un camino hacia el éxito sino la secreta pasión que le da fuerzas para sobrellevar con cierta dulzura la vida que eligió.
Saga nórdica, prototipos históricos Desde que a comienzos de los ’70 se dio a conocer internacionalmente con el díptico de Los emigrantes y La nueva tierra, el realizador sueco Jan Troell, hoy casi octogenario, mostró su predilección por las grandes sagas humanas, siempre ubicadas en un marco histórico identificable. El peligro de ese esquema es que los personajes funcionen, antes que como tales, como prototipos históricos. Es lo que sucede en Momentos que duran para siempre, producción de la que no dejó de participar ni un solo país nórdico (ver ficha) y que Suecia postuló, un par de años atrás, como candidata al Oscar. Narrada en dos tiempos, la película más reciente de Troell transcurre a comienzos del siglo XX, momento cuyas grandes líneas históricas la película se aboca a ilustrar. Narrada por una muchacha, Momentos... es un retrato familiar de la clase trabajadora, que se abre en 1907 y se cierra siete años más tarde. Son tiempos duros en Europa, y mamá Larssons debe ganarse la vida fregando pisos, mientras papá Sigfrid palea en las minas de carbón. Palea y apalea a su esposa Maria, cada vez que llega a casa pasado de alcohol: ya se sabe que la vida de una trabajadora suele más dura que la de un trabajador. Faltan unos años para la Revolución Rusa y algunos compañeros de trabajo de Sigfrid mentan a Kropotkin, pero no a Lenin: son años de socialismo y anarquismo, y Sigfrid se verá envuelto en alguna trifulca, que incluye una falsa acusación de asesinato y la consiguiente persecución policial. Mientras tanto y no contento con dejarle un ojo morado a la sufrida Maria, el señor Larsson pasa las tardes en compañía de alguna camarera. Tal vez para olvidarse de las escapadas y aporreos del marido, Maria rescata una cámara fotográfica ganada tiempo atrás en la lotería, probando que tiene buen ojo para el encuadre. Más le vale encontrar un escape a la dura realidad: estamos en 1914, los varones marchan a la guerra y algún poderoso parece paladear, con asombrosa antelación, las tempestades de acero que un par de décadas más tarde se abatirán sobre Europa. Como suele suceder con esta clase de películas, Momentos... trabaja sobre lo archisabido, el lugar común, trátese de las luchas obreras de principios del siglo pasado, la emigración europea, la sensibilidad femenina, la postergación de la mujer, el maltrato masculino o la superación por el arte. Todo ello, narrado desde la tranquilizadora distancia de una tercera persona, en este caso una de las hijas de los Larssons. Los personajes encajan en ideas previas como palomas en sus casilleros y otro tanto hace la narración, al servicio de un guión al que se ajusta como quien se ata a un destino indeleble.
Fotos del alma Para María Larssons (Maria Heiskanen, soberbia interpretación) el azar era tan inmodificable como el destino. Es que en la Suecia de 1900, el rol de la mujer (y más aún tratándose de la clase trabajadora) se circunscribía únicamente al cuidado y crianza de los hijos y a estar siempre dispuesta a los caprichos de un marido. Por eso, fiel a esta tradición, María no tardó en acumular niños (llegó a tener 7) y tampoco en tener que aguantar un alcoholismo incipiente de su esposo Sigfrid Larsson (Mikael Persbrandt). Sin embargo, un premio de lotería que consistía en hacerse acreedora de una cámara fotográfica hará que de a poco la protagonista comience a descubrir de manera intuitiva un mundo diferente, que sólo exige renovar la mirada. Sobre ese eje de transformación, a partir de la mirada de María Larssons –abuela política del director Jan Troell en la vida real- gira la trama de Momentos que duran para siempre, multipremiada obra que recién ahora llega a las salas porteñas en cuentagotas y que reconstruye la rica biografía de esta mujer que puede considerarse para la época demasiado valiente al intentar transformarse -sin preparación alguna- en una verdadera fotógrafa, que mediante sus imágenes dejó plasmada toda una época en sintonía directa con los primeros pasos del cine mudo. Hay dos elementos en los cuales acierta el veterano realizador danés: el desapego oportuno de la voz en off ya que quien narra la historia es Maja (Birte Heribertsson), una de las hijas de María que heredó de su madre el temperamento y el gusto por la fotografía y, por otro lado, la renuncia expresa al punto de vista unidimensional para mezclar el juego de miradas entre los personajes, pues María observa pero también es observada y juzgada tanto por la censura de su marido como por la de su entorno más próximo. Otro acierto lo constituye la mínima presencia de la guerra (Primera Guerra Mundial) como trasfondo y puesta siempre en un segundo plano, así como la historia de amor trunca entre María y un fotógrafo Sebastian Pedersen (Jesper Christensen), responsable de su transformación artística y personal. No obstante, más allá de la excelente fotografía del propio realizador Jan Troell junto a Mischa Gavrjusjov, la película nunca pierde su carga de dramatismo y emotividad que junto al tratamiento de la imagen impregnada de tonos sepias generan como resultado una propuesta de una gran riqueza visual y ajustada narración cinematográfica.
Cámara con mirada de mujer Denso drama histórico del sueco Jan Troell. Junto a Bo Wideberg, Jan Troell es uno de los más respetados cineastas suecos post-Bergman, con una carrera larga pero limitada en cantidad de títulos que arrancó a mediados de los ’60. Es, además, poseedor de varios e importantes premios (un Oso de Oro y un premio a mejor director en Berlín, dos nominaciones al Oscar) y títulos considerados semiclásicos como la saga de Los emigrantes y La nueva tierra , ambos filmes de principios de los ’70 que contaban novelísticas historias de la emigración sueca hacia los Estados Unidos en el siglo XIX. Momentos que duran para siempre , estrenada ayer, la filmó a los 77 (ahora tiene 79), y en ella demuestra que su estilo sigue imperturbable pese al paso del tiempo: largas tramas épicas en las que las vidas de un grupo de personas se cruzan con los grandes eventos históricos. Todas bellamente fotografiadas, ya que si hay algo en lo que siempre se destacó Troell fue en su exquisito y por momentos preciosista trabajo en ese campo. Como aquí se estrena en formato DVD, lamentablemente, uno de los aspectos más interesantes del filme pasará inadvertido. El filme toma la vida de una familia humilde sueca a principios del siglo XX y se centra en las experiencias de Maria, madre de seis hijos y esposa de un marido alcohólico y bastante maltratador, quien un día sale a vender una cámara fotográfica que había ganado en un sorteo, pero la convencen de quedársela y aprender a usarla. Esa anécdota, si bien no cambiará del todo su vida (sus complicaciones familiares, su falta de dinero y, especialmente, la brutalidad de su esposo seguirán) la ayudará a atravesar los momentos más difíciles y le permitirá observar el mundo de otra manera. Tal vez esa sea la metáfora más evidente: la del uso de la cámara para aprender a captar cierta realidad que no se aparece de manera obvia a los ojos del que pasa por la vida sin observarla. Troell pone esa metáfora en juego en una saga dividida en dos tiempos y que pinta tiempos difíciles con una belleza acaso excesiva. Ese, tal vez, sea el mayor problema de la película: convertir experiencias traumáticas en una serie de bonitos cuadros. Las cámaras (la de Troell y la del filme) pueden ayudar a mirar, pero tal vez no sean lo suficientemente intensas como para penetrar del todo la superficie.
La vida de una mujer y un muy buen film en el que la Historia grande se mezcla con la mínima y la potencia. Hacia fines del Siglo XIX y principios del XX Suecia no era un paraíso para todos. Los emigrantes suecos aumentaron considerablemente, situación que se sostuvo hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, las condiciones de vida extremadamente difíciles, una pobreza imposible de sortear para ciertas capaz sociales y la eterna difícil posición de la mujer en un mundo de desigualdad son el marco de esta bella historia. El rol/lugar de la mujer que juega María Larssons, interpretada por María Heiskanen quien ganó Espiga de Oro de la 53 Semana Internacional de Cine de Valladolid (Seminci),es colocado aquí en el difícil micro universo familiar en el que sobrevivir se hace cuesta arriba, tolerando a un esposo alcohólico y la crianza de varios niños. Una cámara fotográfica ganada en la lotería de la que María está dispuesta a desprenderse, es el eje metafórico del film. María no la venderá a expensas de los argumentos de alguien que entiende que ella posee un modo de mirar para el cual el aparato será de gran valor. Lo que está en juego en todo el film es esa cosa extraña que es la mirada de quien no sólo intenta perpetuar el instante en que un gesto acaece, sino lo modos en que una sociedad mira a esa persona. Ese artefacto capaz de inmortalizar cualquier momento será el amparo de una mujer que deberá sacrificar todo por esos mandatos que imperaron y aún imperan en algunas sociedades. De modo tal que jamás dejará a su esposo quien a su modo la ama, aunque esa manera de amar no complete ni entienda las necesidades de ella. Sacrificará además su amor virtuoso y espiritual por alguien que sí sabe qué necesita María y será factor de cohesión de una familia cuya historia casi en clave de gesta pequeña es contada por la mayor de sus hijas, Maja, que aparece como voz en off para reponer la historia que se vuelve grande. Nada más ni nada menos que la historia de una mujer que fue capaz de soportarlo todo mientras, de a ratos, pudiera seguir mirando. La música y fotografía imprimen matices sutiles a este film que reflexiona sobre esa encrucijada siempre actual que ha colocado y aún coloca a las mujeres entre la libertad de una existencia feliz y el compromiso asumido frente a un Dios que muchas veces parece mirar hacia otro lado, dada la infelicidad que recorre sus vidas. Los modos de ver, las miradas que eternizan un instante y convierten a ese intervalo en esos momentos que duran para siempre permiten contar esta historia plena de belleza y profundidad.