La nueva película del realizador de Tan cerca como pueda y Crespo (La continuidad de la memoria) tuvo su première mundial en la sección principal del festival español. Crespo de Crespo en Crespo. El director regresó a su pueblo homónimo y natal en Entre Ríos para rodar una película sobre el duelo y la despedida concebida con un tono asordinado, contenido, minimalista y sutil, que lo muestra alejado de los desbordes del melodrama lacrimógeno, pero no por ello exento de sensibilidad y lirismo. Es una apuesta de riesgo, que puede irritar a quienes buscan en el cine (y más precisamente en este género) emociones con brocha gorda, motivos contundentes para identificarse y llorar a moco tendido. Una mujer (Romina Escobar, la esplendorosa actriz trans de Breve historia del planeta verde interpretando aquí a una madre cisgénero) llega a Crespo con Rodrigo (Rodrigo Santana), su hijo menor, porque un trabajador rural ha encontrado el cadaver de su hijo mayor, un muchacho veinteañero llamado Alexis (Brian Alba), en las afueras del lugar. Ambos se instalan en un hotel y van pasando los días mientras se desarrolla la investigación policial, la autopsia (hay unos primeros indicios de que podría haber sido un suicidio), los trámites burocráticos, la recuperación de sus pertenencias, la contratación de una tumba en el cementerio local, el funeral... Mientras esperan, se encuentran con el patrón de Alexis (trabajaba en el mantenimiento de un campo de golf y como bombero voluntario), con quien fuera su novia (también bombera) y con distintos vecinos. En medio de ese derrotero, Crespo construye algunos flashbacks entre absurdos y fantásticos que le otorgan al film una extraña dimensión que trasciende el realismo inicial. Más allá del dolor, de la angustia, de la distancia que se ahonda entre esa madre atribulada y el hijo más pequeño que intenta conectar con lo que ocurre (pide entrar a la morgue porque nunca vio un muerto), la reacción de los lugareños no es nada hostil hacia los protagonistas. Es más, sin sobreactuar, Crespo muestra ciertos gestos de solidaridad y empatía nunca forzados, demagógicos ni condescendientes. El andamiaje visual y sonoro está en perfecta sintonía con los estados de ánimo por el que atraviesan esa madre y ese hijo (y hermano, claro). Talentoso director de fotografía, Crespo cedió esa función en Inés Duacastella para capturar imágenes de ese enclave rural con su propio ritmo y su particular dinámica. Una pequeña, bella, cristalina, triste y sentida película que consiguió la proeza de un estreno mundial en la sección principal de uno de los grandes eventos del circuito de festivales como es San Sebastián.
Filmar el duelo El director filma eso que podría pensarse como abstracto -el duelo- y sin embargo se hace físico en los rostros de sus personajes y en la luz que los rodea. Hay un grupo de películas litoraleñas en las que la planicie parece signar las vidas de los personajes, y también las formas y el decurso de cada una de ellas. Es el caso de las firmadas por Iván Fund (Hoy no tuve miedo, Vendrán lluvias suaves); alguna de Santiago Loza (La Paz), cordobés de origen; una en colaboración entre Loza y Fund (Los labios, punto alto de esta corriente de films) y las Eduardo Crespo (Crespo, Tan cerca como pueda). Ellos tres constituyen un núcleo creativo, y suelen alternarse las funciones de dirección, producción y dirección de fotografía. Presentada en Competencia Oficial en los Festivales de San Sebastián y Mar del Plata, coproducida y coescrita por Loza, dirigida por Crespo, Nosotros nunca moriremos es uno de los films más logrados de este grupo o corriente, a la vez que representa a cabalidad la ética y estética que los animan. El estilo y la narración surgen de las características del lugar y de los personajes. Tierras llanas, cielos amplios, horizontes despejados, casas bajas, gente se diría que “sin atributos” a la vista. Este grupo de películas suelen carecer de picos dramáticos, aunque Nosotros nunca moriremos se abre con uno, y fuerte. Un muchacho de a caballo descubre a un joven muerto en lo que alguna vez fue una casa, en medio de la vegetación. Lo que podría dar inicio a una de esas series, generalmente nórdicas, que siempre comienzan con una chica asesinada y derivan en una investigación hecha por dos detectives de caracteres diversos (un hombre, una mujer), aquí da lugar simplemente a un duelo. El duelo de la madre del muchacho (Romina Escobar) y de su hermano menor (Rodrigo Santana) que viajan hasta allí desde la ciudad, instalándose en un hotel mientras completan los trámites del caso. Hasta tal punto esta película es el reverso de esas series-tipo mencionadas, que aquí prácticamente se prescinde de todo dato: no se sabe bien qué fue a hacer a esa zona el muchacho muerto, cómo murió y mucho menos qué es lo que la policía del lugar está investigando en relación con la muerte. Su madre y hermano hacen una única visita a la sede de la policía departamental, y esa visita es más de consolación que de interrogación o información sobre la investigación. ¿Qué queda, entonces? Todo lo demás: el duelo. Crespo, que en el documental homónimo filmaba su recuerdo del padre, recientemente muerto, filma aquí la pérdida reciente. Quedan los deudos, su dolor, su disposición a sobrellevar la situación (ella), su desconcierto adolescente (él). La ajenidad, la impersonalidad del cuarto de hotel. La otredad de esa ciudad que no conocen, la gente del lugar, que no son vecinos. Eduardo Crespo (ver entrevista aparte), que es un fotógrafo sensible y aquí delegó esa responsabilidad en Inés Duacastella, filma eso que podría pensarse como abstracto -el duelo-- y sin embargo se hace físico en los rostros de la madre y Rodrigo. No hay gritos, llantos ni diálogos rememorativos: ésta es gente callada, que no exterioriza el dolor, salvo por sus gestos. Por sus tiempos, sobre todo: en Nosotros nunca moriremos, que a pesar de todo el dolor termina haciendo honor a su título, el tiempo parece haberse frenado, dejó de transcurrir. No es que la cámara imponga tiempos muertos, sino lo contrario: son los tiempos los parecen haber muerto, y la cámara está a su servicio. Alrededor de la pequeña ciudad se tiende el campo, una forma que fuga hacia el horizonte, y donde todos los momentos del día también parecerían haberse detenido y condensado en uno: la hora en que cae la tarde. Ese momento en que el mundo está a punto de quedar en sombra y sin embargo hay un último resplandor. Un último esplendor, que la cámara de Crespo y Duacastella se niega a interrumpir, en la esperanza de que esas sombras no lleguen todavía.
No es fácil filmar la tristeza. No es sencillo realizar una película centrada alrededor del dolor por la muerte. En NOSOTROS NUNCA MORIREMOS, lo que Crespo intenta y en buena medida logra es transmitir esa sensación de angustia y vacío que rodean a un hecho trágico como es lidiar con la muerte de un hijo o de un hermano. La nueva película del realizador de TAN CERCA COMO PUEDA tiene como protagonistas a una madre y a su hijo que se instalan en el hotel de un pueblo. Poco después sabremos que han viajado por la muerte del otro hijo, el mayor, de esa mujer. A buscar sus cosas, a averiguar qué sucedió, a enterrarlo. Ese proceso tendrá un desarrollo narrativo y cinematográfico similar al que ocurre en los duelos y pasará por etapas similares. Romina Escobar y Rodrigo Santana interpretan a esa madre y a ese hijo. Mientras recorren los espacios que su otro hijo recorrió –el campo de golf en el que trabajaba, los bomberos con los que colaboraba, averiguando con la policía para saber qué pasó–, tratan de saber más de su vida y reflexionan sobre algunas cuestiones trascendentales de manera casual (las preguntas del orden «¿adónde vamos cuando morimos?»), la película vuelve atrás para contar y mostrar sus últimos pasos, su vida previa a una muerte que entonces no sabemos (ni ellos ni los espectadores) cómo ni porqué se produjo Es que al parecer, en función de lo que cuentan de él y lo que vemos en los flashbacks, parecía tratarse de un chico serio, trabajador, tranquilo y reflexivo. Todos lo recuerdan con afecto y, en las escenas de ese pasado reciente que vemos, las imágenes parecen confirmar lo mismo. Al estar involucrada la policía entendemos que no fue una muerte normal, pero no sabemos qué es lo que pudo haber pasado. En paralelo, la película va metiéndose más en la mirada de Rodrigo, quien va experimentando y atravesando sensaciones que van haciéndole perder esa mirada un tanto inocente –aquello del cielo y el infierno– que tiene al comenzar el relato. Y de la madre, claro, que empieza el film de una manera compuesta y en un rol casi detectivesco, pero que de a poco va pudiendo expresar el dolor de esa terrible pérdida. Pero más que nada, NOSOTROS NUNCA MORIREMOS es una película de sensaciones que Crespo –que trabaja habitualmente como director de fotografía– capta mediante imágenes. Un plano general de un paisaje vacío, un cuarto de hotel solitario, la pausada calma de pueblo que se adueña de todo. Da la sensación que el pueblo entero está de duelo y en un silencio tal que uno tiene la sensación que podría escuchar el ruido de las luciérnagas en la noche. Lo que prima en el film es esa sensación de melancolía. Para la madre, de poder despedirse de su hijo. Para Rodrigo, también de decirle adiós a una etapa de la vida. Sí, hay un elemento «detectivesco» en la trama y, en cierto momento, algunos personajes logran expresar su dolor a través del llanto, pero lo que la película transmite pasa principalmente por un tono que a la vez que logra captar esa sensación de vacío, incomprensión y angustia ante la muerte de un ser querido, también refleja muy bien el afecto, el apoyo y la solidaridad de quienes lo conocieron. En ese sentido, la película tiene algunos puntos de contacto con VENDRA LA MUERTE Y TENDRA TUS OJOS, de José Luis Torres Leiva, que compitió también en San Sebastián en 2019. Pero más que nada, para los que han (hemos) visto una buena cantidad de películas de Santiago Loza (productor aquí) o de ese «colectivo» de realizadores que viene de la zona de Crespo, Entre Ríos, la película fácilmente se integra a esa suerte de escuela de atardeceres melancólicos de pueblo chico de provincia que tan bien retratan esos films, a esa especie de tristeza existencial y poesía humanista que pareciera surgir de la mismísima tierra.
Duelo al sol Una mujer (interpretada por Romina Escobar, actriz trans en un papel de madre cisgénero) y su hijo menor (Rodrigo Santana) llegan al pueblo de Crespo tras la llamada de un compañero de trabajo de su otro hijo, quien fue encontrado muerto en el campo donde se desempeñaba como peón rural. El tránsito pesado del duelo es atravesado por momentos de intimidad de madre e hijo en un hotel donde parecen vivir la cotidianeidad en vez de lo extraordinario que representa la pérdida de un ser querido, y más aún en un caso del que podemos pensar como antinatural, es decir, para una madre que sufre la muerte de un hijo. Sin embargo no hay una lejanía absoluta con el hecho. En un momento el hijo pide entrar a la morgue porque nunca antes había visto un muerto, y en ese pedido observamos una extraña curiosidad sobre la experiencia que vive un niño. La conexión con la muerte no se vive de manera melodramática sino que es un discurrir para el director; sin alcanzar el punto de abulia la película presenta a los personajes más preocupados por la distancia arrastrada entre ellos, mucho antes del acontecimiento de la muerte del joven. Podría confundirse la ausencia de dolor con indiferencia pero la historia deja flotar a los personajes, quienes parecen ser islas. Hay un quiebre particular a partir de unos flashbacks que rompen el realismo puro sobre el que amaga construirse la película. Cierto absurdo presenta una novedad en el cine de Eduardo Crespo; esta frescura sorprende y evidencia una destreza visual inédita hasta al momento. El cineasta regresa a su pueblo natal y homónimo de su apellido, del que parece extraer (en una clave metadiscursiva opaca) la esencia de pueblo pero concentrada en la particularidad que ya mostró en Tan cerca como pueda (2012) y en el documental Crespo (La continuidad de la memoria) (2016). Su regreso a la ficción es también un regreso a los lugares familiares de Tan cerca… en términos atmosféricos de relaciones que expresan la pesadumbre con miradas y silencios y no con soliloquios y diálogos hiperbólicos. Otros personajes, lejos del cinismo, emergen como verdaderos auxiliares de esta madre y su hijo; es el caso del empleador que genuinamente le presenta su asistencia para lo que necesiten. La gran demostración que hace Crespo es enseñarnos una nueva perspectiva para pensar un tema recurrente como el duelo, así como la posibilidad de huirle a los estereotipos; en especial a los actorales, que en muchas oportunidades se valen más de una composición sumamente expresiva (vista miles de veces), lejos de una construcción particular como consecuencia de una mirada sobre la narración y el perfil del personaje para interpretar. Nosotros nunca moriremos es la película más personal de Crespo y más incómoda por el alejamiento de las situaciones trilladas sobre un tema siempre presente como lo es el duelo. La filmografía de este director singular ya se puede pensar como parte de un cine argentino muy decidido a despegar en la búsqueda de un nuevo fenómeno dentro de las inclemencias que presenta el panorama actual de ese cine. La existencia de los festivales, mucho más en estos tiempos, tienen la explicación de su razón de ser en películas como estas.
Recuperando temáticas que le son afines en sus trabajos anteriores, la muerte, el duelo, la vida de pueblo, los vínculos, el realizador Eduardo Crespo (Tan cerca como pueda) logra en Nosotros nunca moriremos (2020) su película más madura y potente, resolviendo cinematográficamente, el doloroso momento por el cual aquellos que quedan tras la pérdida de un ser querido deben asumir y enfrentar, iniciando un largo proceso que incluirá, la inevitable y sorprendente necesidad de aferrarse a todo lo que se pueda para no olvidar y avanzar. Cuando una madre y su hijo (Romina Escobar, Rodrigo Santana) se enfrentan ante el hecho inesperado y fortuito de una pérdida, no sólo la tristeza y melancolía que albergan en sus personajes permitirá comprender un estadío que va más allá de sus cuerpos y temporalidad, conectando, a través de flashbacks, el pasado de ese ser que no está más y del que, les es revelado, que poco y nada sabían. Una primera etapa dedicada a explorar el especial vínculo filial, en donde Eduardo Crespo deposita la cámara en hoteles de pueblo, calles tierra adentro, automóviles que en vez de ser desechados continúan alcanzando a sus dueños a donde deben llegar, habilita un segundo segmento en donde aquel que no está regresa de manera espectral en los recuerdos y anécdotas de quienes lo acompañaron en sus últimos días, un personaje que se arriesgaba por los demás (bombero) y que poseía una vida tan rica como compleja. El registro de la noche y el acompañamiento entre los habitantes del pueblo por una lectura colectiva de aquel que no está, contrasta con el aire campechano con el que se pinta a los secundarios, los que, en realidad, poseen un capital cultural aun mayor del que se muestra y evidencia. Y en esa conexión con la literatura, y también con la música, con diálogos de una noble profundidad como “estaba tan cansada que hubiese dormido la vida eterna”, la poesía comienza a brotar de las imágenes, confluyendo con un tempo narrativo diferente, el que, seguramente, se condice con el tiempo del duelo que comienzan a atravesar y transitar los dos personajes centrales. No hay estridencias, no hay llantos exagerados, no hay gritos, pocas palabras y sollozos, porque todo es contenido gracias un notable trabajo de dirección y estructura narrativa que logra que tanto en aquellos intérpretes experimentados, como en los que no, la plasticidad sea la justa para transmitir emociones que subrayan un particular estado de situación de personas en “trance” ante el dolor de la pérdida. Cada escena se posiciona al lado de la otra con una energía que posibilita una progresión narrativa diferente, la que, gracias al hábil guion que va y viene en el tiempo, potencian, con sutileza, ideas asociadas a la muerte, pero también sobre la vida, y sobre aquello que se pretende de ambas. “Eligió un lindo lugar señora”, le dicen a la madre tras depositar una suma sideral de dinero para asignarle un lugar de descanso eterno a su hijo, y ella no reacciona, porque también sobre eso profundiza el film, sobre la eterna burocracia y negocio que hay tras la muerte, un ciclo que no termina nunca, y que no deja siquiera, llorar al que se ha ido en paz y ni siquiera atender a su emocionalidad y trance. Notables interpretaciones, en especial la de Romina Escobar, que se afirma como una de las actrices más potentes de la pantalla local, hacen de Nosotros nunca moriremos un ejercicio cinematográfico plagado de belleza y verdad, depositando en un pequeño punto de partida, la capacidad para hablar de cuestiones inmensas, universales, únicas, y, en un punto, hermosas.
Una madre recibe en una comisaría las pertenencias de Alexis, su hijo de 22 años, cuyo cuerpo fue encontrado en la intemperie por un hombre montado a caballo. Mientras se realiza la investigación correspondiente para determinar cómo murió, la autopsia y el funeral, deberá permanecer con su hijo menor en aquel lugar. «Nosotros nunca moriremos» es una película que habla sobre la pérdida y el duelo, a través de la mirada de una madre que debe vivir con este hecho impactante e inesperado y de un hermano menor que no termina de comprender del todo lo que sucede una vez que partimos. Pero también la cinta propone conocer, nuevamente, la identidad de un ser querido que hizo su propio camino, alejado de su pueblo natal, donde su familia profundiza más en su trabajo, su noviazgo, su departamento y los lugares que frecuentaba. Es una forma de estar cerca de alguien que ya no está para poder sanar heridas y transitar ese duelo. El presente se va mezclando con el pasado de una manera sutil y natural, sobre todo cuando los personajes realizan este recorrido por la vida de Alexis, donde nosotros como espectadores también podemos tener un mejor contexto sobre quién era este joven y por qué pasó lo que pasó. El silencio que predomina en la mayoría de las escenas por sobre los diálogos, el ritmo bastante pausado, la fotografía con paisajes amplios, desiertos y solitarios, y el sonido de la naturaleza, logran crear ese clima de pueblo estancado, vacío, melancólico, donde las cosas no pasan y todos tienen una única rutina. Algo que se asemeja demasiado a lo que uno vive cuando transita una tragedia. Un lugar en constante duelo, que se contrapone con la simpatía y la solidaridad de sus habitantes que sin ser demasiado demostrativos o caritativos buscan ayudar a los protagonistas en su camino. Romina Escobar como la madre y Rodrigo Santana como el hijo menor plasman muy bien sus emociones en pantalla, las cuales al principio están más contenidas y poco a poco las van dejando fluir. Para ella significa lidiar con una pérdida inusual y para él romper con la inocencia de ese niño que fue para dar paso a la adultez. En síntesis, «Nosotros nunca moriremos» nos ofrece una película que habla sobre el duelo y la angustia, a través de una historia sensible pero sutil, que no presenta demasiado revuelo a la hora de transmitir sus emociones. Al igual que ese pueblo sencillo, estancado y vacío los protagonistas deberán transitar un nuevo camino para sanar y crecer.
Contemplando el dolor. "La tercera película del prolífico y polifacético Eduardo Crespo nos propone un viaje al dolor en primera persona y el fin de la adolescencia. De una sutileza admirable, ofrece una experiencia estética que provoca en el espectador una gama de sensaciones y sentimientos que se corresponden con la actitud contemplativa de sus personajes." Nosotros nunca moriremos, 2020 es una película diáfana, con melancolía y un leve humor, con personajes solitarios que intentan brindar algo de afecto. Rodrigo viaja junto a su madre al pueblo donde acaba de morir su hermano mayor. Entre trámites, paseos y encuentros, transitan los primeros tiempos del duelo. Una historia suspendida en el tiempo, en la flotación de los lugares perdidos de provincia. Un pueblo y sus paisajes, junto a la dupla protagónica se convierten en la base sobre la que Crespo erige lentamente sin nunca tornarse cansino. Cada plano dura el tiempo necesario para que dé a poco la platea se introduzca en esta historia de despedida doble. Los silencios darán paso a las dudas y estas, poco a poco, encontrarán respuestas en una estructura narrativa que se aleja de los cánones clásicos. Y así el modo en que se combina: trama, encuadres y movimientos de cámara, escenarios, sonido y la edición proporcionan una verosimilitud al servicio del relato. La elección en la utilización de los flashbacks no solo determina la forma de la película, sino que nos ofrece un justo retrato de quién fue ese hijo, ese hermano que ya no está. La actuaciones de Santana y Escobar se hacen más fuerte en los momentos que se prescinde del diálogo. "El espectador paciente encontrará una obra que consigue poco a poco experimentar la aflicción de sus protagonistas, en una suerte de hipnotismo visual que nos sumerge a la vez que suspende el tiempo de esos momentos de dolor inexplicable."
Rodrigo y su madre viajan al pueblo donde acaba de morir su hermano mayor. En ese lugar calmo, transitarán los primeros tiempos del duelo. Rodrigo se irá asomando al dolor de los adultos y de manera imperceptible irá dejando la infancia. Su madre intentará revelar los misterios de esa muerte. Nosotros nunca moriremos aborda temas difíciles de tratar si se desea aprovechar el lenguaje cinematográfico y evitar el discurso excesivo y explícito. Gira en torno a la muerte, el duelo y construye su historia a partir de la ausencia. De las cosas que no se dicen, pero ocupan la mente de los personajes. A pesar de ser excesivamente austera en los intérpretes, la puesta en escena logra dar el ingrediente extra para expresar todo lo mencionado.