Viaje al corazón de las tradiciones Tras el vertiginoso "policial" Las pistas - Lanhoyij - Nmitaxanaxac, que se presentó en medio de no pocas polémicas en la Competencia Argentina del BAFICI 2010, Lingiardi -egresado de la FUC- regresó un año más tarde al mismo apartado del festival porteño con otro film protagonizado por los wichís del Chaco, aunque en este caso no apela a la ficción sino a un pausado documental con imágenes sobre la ciudad del título, mientras en off se escuchan cuentos tradicionales (de esos que se transmiten de generación en generación) con animales y espíritus como protagonistas. Agobiado de la vida en la gran urbe, Gustavo Salvatierra viaja en pleno verando hacia Sip'ohi, ubicada en medio del Impenetrable Chaqueño con la idea de recopilar los relatos orales del pueblo wichí. Félix Segundo, uno de sus amigos de la zona, hará de acompañante en ese derrotero. El film -premiado en el prestigioso festival FIDMarseille- arranca con cierto déjà vu del cine de Lisandro Alonso y Pedro Costa, pero luego alcanza vuelo propio y mayor sentido cuando se cuestiona su propio lugar (el del director, el de la película, el de los indígenas) y toma decisiones radicales (como poner la imagen en negro durante los relatos o discutir internamente cómo mantener viva la historia wichí y su relación con los "blancos"). No sé si es una gran película, pero verla resultó -al menos para mí- una experiencia valiosa y cautivante.
Fricción. Alguien intenta encender el fuego con ramas, a la vieja usanza, la original, la técnica de la persistencia, la que alguna vez le permitió al hombre entrar en otra era. Durante varios minutos la imagen sólo muestra unas manos tesoneras buscando esa chispa que se hace desear. Mientras tanto una voz narra una leyenda que habla del fuego, un fuego que no se parece a esa llama que conocemos, o que creemos conocer porque la vemos. Para el hombre que relata, el fuego es otra cosa: un tesoro de la oralidad que lo visual no podrá representar jamás. Sipo’hi - El lugar del manduré ensaya un acercamiento a la cultura wichi, cuya lengua es tradicionalmente ágrafa. De allí la fricción, el extrañamiento, la inasible confluencia entre palabra e imagen que recorre todo el film. Walter Ong lo explica de esta forma: “Sin la escritura, las palabras como tales no tienen presencia visual, aunque los objetos que representan sean visuales. Las palabras son sonidos. Tal vez se las ‘llame’ a la memoria, se las ‘evoque’. Pero no hay dónde buscar para ‘verlas’. No tienen foco ni huella (una metáfora visual, que muestra la dependencia de la escritura), ni siquiera una trayectoria. Las palabras son acontecimientos, son hechos”. * La película finalizará con otra leyenda en donde sólo escucharemos la voz narradora mientras la pantalla permanece en negro. Esta decisión estética confirma el respeto y la sabiduría con los cuales el director Sebastián Lingiardi y la guionista María Paz Bustamante encararon este curioso trabajo. Estos mismos realizadores presentaron en el Bafici del año pasado una fallida película de ficción llamada Las pistas, en donde actores de origen wichi y toba protagonizaban una confusa aventura. En ese proyecto participó Gustavo Salvatierra, un profesor intercultural que ahora regresa como protagonista y principal impulsor del nuevo film, titulado Sipo’hi porque así denominan los wichis al municipio de El Sauzalito, al norte del Chaco, en donde transcurren las vidas de los diversos personajes registrados por la cámara. Dos ejes centrales animan la banda sonora: por un lado, la voz over que narra los cuentos de Tokjuaj, el divertido espíritu que atraviesa la mitología originaria; y por otro lado, los testimonios del mencionado Salvatierra y de Félix Segundo, quien conduce un programa de radio y desde allí convoca a todos los que conozcan y quieran transmitir leyendas del pueblo. “Nos cuesta encontrar ancianos para saber más de nuestra cultura”, dice Félix frente a su micrófono, afianzando una sensación de nostalgia que algunas imágenes venían sugiriendo. Lo más interesante de esta obra es que cuestiona su misma posibilidad como película, básicamente porque se pregunta cuánto derecho tiene a retratar una comunidad que se resiste -con razón- a convertirse en un mero objeto de exhibición para la jactancia antropológica. Es lógico entonces que los protagonistas marquen territorio y lancen esas demoledoras miradas a cámara, con el semblante adusto, en estado de alerta. Un personaje lamenta la actitud de los otros (los blancos) al asegurar que “ellos vienen, sacan sus cuadernos, sus grabadores, sus cámaras… y después se van”. Los realizadores no aspiran a resolver el dilema, por eso el resultado del film conlleva una experiencia atípica, cambiante, deliberadamente dubitativa. Sí creo que esta película impone un desafío, un test de tolerancia dirigido al cinéfilo, sobre todo al espectador porteño habitué de festivales, supuestamente “abierto” y "ávido por descubrir nuevas propuestas", ese cinéfilo que se confiesa desesperado por la ver la última joya tailandesa. Sipo’hi apenas dura 70 minutos. En la función a la que asistí, el último domingo del festival, muchos espectadores abandonaron anticipadamente la sala sin dedicarle a la proyección un mínimo de paciencia para conectarse con las inquietudes esenciales de la obra. El Bafici también revela estas hipocresías. Por eso hay que aplaudir a esos hombres sabios que desde la pantalla nos miran con desconfianza. * Walter J. Ong. Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. (Ed. Fondo de Cultura Económica)
Cuando el río suena El Río Bermejo está allí, avanza, fluye y ocupa el centro de este documental etnopoético, Sip''ohi el lugar del Manduré, dirigido por el joven Sebastián Lingiardi, con guión de María Paz Bustamante, presentado en el BAFICI y ganador como Mejor Documental en el 21° Festival de Marsella. A diferencia del anterior proyecto que trasladaba al difícil terreno de la ficción un policial, protagonizado y hablado en dialecto wichí y toba que recogía mitos propios de esa cultura llamado Las pistas - Lanhoyij - Nmitaxanaxac (Bafici ’10), en este segundo opus lo ficcional surge como parte conceptual en materia de representación en el que la tensión entre imagen y relato juega un papel preponderante. Al igual que ese Río Bermejo, el film, desde su propia estructura narrativa, hace que un relato primario avance y fluya pero al mismo tiempo reciba otras vertientes o capas narrativas, que en definitiva conforman la virtud y los aciertos de la propuesta para la cual la voz en off por un lado y las narraciones orales a cargo de los propios wichís por otro concentren el proceso inconcluso de lo que significa la transmisión oral de las leyendas entre generaciones. El conjunto de mitos y leyendas elegidos para conformar la base del documental de Lingiardi cuenta con un denominador común que no es otro que una cosmovisión wichí y la mirada sobre los fenómenos de la naturaleza, incorporando la mitología, la figura del antihéroe pero siempre bajo el compromiso de no traicionar la tradición, la cultura y la identidad. Reparo que incluso el mismo trabajo de Lingiardi junto al gestor de la idea, que ya había participado en Las pistas…, Gustavo Salvatierra, quien además es profesor bilingüe y en el caso particular de este film el pivot que regresa a su tierra natal en el impenetrable chaqueño en busca de la preservación de la oralidad y la titánica tarea de la multiculturalidad para con las generaciones wichís más jóvenes. De esta manera, muchas veces el peso de la palabra en pantalla desplaza el valor de la imagen aunque Lingiardi y su equipo lograron romper con la dialéctica de la representación y conducir así al espectador desde una mirada más profunda y poética para recoger la riqueza de las historias y las posibilidades simbólicas detrás de cada relato como por ejemplo el que narra la relación de los wichís con el fuego o el que ubica en escena a Takjuaj, una especie de espíritu supremo que no se puede representar con una imagen y para quien se utiliza la pantalla en negro, cuyo protagonismo en los cuentos marca siempre un ciclo donde la vida y la muerte están presentes pero también la chance de volver a nacer. Ese volver a nacer se conecta con aquel Río de la cultura wichí, que pese a las piedras o a la falta de inteligencia para abarcarlo sin reduccionismos sigue en la búsqueda de otros afluentes para hacerse más fuerte y así comenzar a sonar.
El documental de Sebastián Lingiardi sobre la cultura wichi se estrena este jueves en el Gaumont. En el Chaco salteño, vive el grupo étnico llamado wichí conformado por matacos, chorotes y chulupí, con modos de vida antiquisimos y relatos orales que comienzan a perderse. Sip´ohi, la zona a la que se refiere el título de la película debe su nombre a uno de estos mitos, una hondanada en el río Bermejo donde abundaba el pez sipo La única voz del wichi Gustavo Salvatierra va guiando la narración a través de planos de tiempos lentos y alegorías mitológicas que tienen su transposición a los miserables tiempos actuales: “Nosotros somos como el zorro y la gente blanca se parece al tigre que duerme con la panza llena, mientras el zorro espera sentadito”, por ejemplo. “Nuestro idioma cuando se va por más sencillo que sea nos lleva lejos”. Narrado desde dentro, este documental de rescate propone en un poco mas de una hora asomar a una de las tantas culturas indígenas fagocitadas por la contemporaneidad, maltratadas por su violencia, elige este punto de vista con la clara intención que sea el puntapie inicial para un reconocimiento hecho desde el seno mismo de su cultura. “Los jefes aconsejan no hablar si no hay reconocimiento”, cuando la historia del audiovisual ha visto a estos pueblos históricamente como objetos y no sujetos de su propia creación.
Lo que tengo para decir Sip'ohi - El lugar del manduré (2011) del director argentino Sebastián Lingiardi, conserva la mística de un documental etnopoético que sabe mezclar las inmensas geografías naturales del Chaco Impenetrable con diferentes usos de lo oral: la radio, los diálogos y las leyendas contadas por sus habitantes. Todo un acierto audiovisual. En esta historia Gustavo Salvatierra es un wichi original que hace varios años vive en la ciudad. Agobiado de ella decide volver a su tierra y documentar (tanto en forma sonora como visual) la problemática del reconocimiento de la comunidad a la que pertenece de una manera particular: a través de leyendas y cuentos que los propios wichis le relatan, los cuales son emitidos en una radio local en la que trabaja temporalmente. Esta peculiar retroalimentación que se da en el documental de Lingiardi (el pueblo escucha lo que el propio pueblo siempre tuvo para contar) radica en el valor de la palabra más que en las imágenes, que igualmente acompañan a la perfección. Aquí el sonido del habla, es decir, las voces, se va fundiendo con los pocos ruidos que producen los instrumentos artesanales que conforman la totalidad de la banda sonora. Esta película de planos largos y generales, con un gran trabajo de fotografía, a su vez da cuenta de una profunda (y antigua) crítica social bien camuflada con distintos temas y subtemas conformando un entretejido que va nutriendo el argumento cada vez más a medida que pasan los minutos. Un tópico del que no se acostumbra hablar y un cine que algunos no están acostumbrados a ver. Sin embargo vale la pena destinar una hora a comprender no sólo el mensaje, sino todo lo que- cinematográficamente hablando- circula a su alrededor de la mano de sus propios protagonistas. Sin dudas un documental enriquecedor.
La comunidad wichi está casi en vías de extinción; sobreviviendo en el Impenetrable chaqueño. Gustavo Salvatierra es una de esas personas que partió a la gran ciudad, pero que, agobiado, decide volver a Sip'Ohi, su lugar de origen, donde emprenderá la tarea de recopilar los relatos orales de su pueblo, junto a Félix, uno de sus amigos, que oficiará de acompañante. Transmitidos de generación en generación, esos cuentos casi fantásticos expresan el modo en que los wichis comprenden la naturaleza que los rodea y el movimiento de la vida, y hasta expresan un particular sentido del humor. El documental está hablado en legua wichi con subtítulos en español. El director Sebastián Lingiardi se internó con su cámara en ese espacio chaqueño cubierto de salvaje vegetación, siguiendo a Gustavo por los caminos que transita en su afán de escuchar esos relatos orales que conforman el centro del film. Así, y aunque por momentos el film cae en cierta monotonía, esa serie de leyendas sirve para iluminar una manera sorprendente de sentir y ver la vida y la naturaleza, desde una mirada que tiene tanto de cercana como de lejana. Una música de tenues sonidos y una fotografía que, casi como una protagonista más, recorre los más recónditos lugares de la naturaleza, hacen de este film un sincero modo de escudriñar la existencia más honda de una raza que vive a través de sus parcas palabras, de sus pequeños gestos y de esa humildad que nació en sus ancestros y prosigue hasta hoy, en medio del silencio y de la humildad.
Es un documental especial, hecho con respeto y buenas intenciones por Sebastian Lingiardi, que narra cómo dos compañeros de la infancia deciden de adultos registrar antiguos relatos orales wichí. Muy interesante.
La voz de los otros Mientras se narra en off un cuento, un plano fijo de unas manos tratando de hacer fuego con dos ramas nos adentran en Sip´ohi-El lugar del manduré, documental que tiene como eje a la cultura wichi y el pueblo que da título al film. Documental de observación, el personaje que sirve de conductor contempla el río y sus aledaños, a la gente y su pueblo. Hasta ahí, en la forma de filmar, podemos emparentar a la película con el cine de Lisandro Alonso (principalmente con su film Los muertos). Los cuentos que son escuchados en lengua wichi sirven para acompañar las imágenes. Nada que no se haya visto. Lo que lo vuelve interesante son los planteos que dos de los integrantes de la comunidad (uno locutor de una radio wichi) se hacen: ambos se preguntan por el reconocimiento que su cultura tendría que poseer. Ellos mismos, en un híbrido documental/ficción, se cuestionan cuál es el reconocimiento que buscan y no logran encontrar. Es interesante también escuchar a los protagonistas afirmar que siempre los hombres blancos “nos filman, nos graban y se van, no vuelven más, algunos vuelven pero no se quedan”. Hay allí un reproche hacia la civilización occidental, que siempre observa a los pueblos originarios básicamente como una curiosidad, como una otredad absoluta, a la que se contempla de forma científica y/o turística, sin hacerse cargo de las conexiones posibles con los indígenas. La parte final incursiona en el dilema de si mostrar eso que es cultura wichi o no hacerlo, buscando convencer a los más viejos para que la oralidad pueda tener continuidad. Allí es donde el film eleva su interés, separándose de la idea de contemplación y utilizando el idioma como punta de lanza para pensar la historia, la cultura y los valores de los pueblos originarios.
El fuego de la identidad Una chispa, la que surge luego de frotar con insistencia una vara de madera dentro del hueco de otra. El fuego. Lo arcaico, lo elemental y artesanal. Las raíces de todo. Eso es lo que rescata Sip’ohi - El lugar del manduré (premiada en el 22° Festival Internacional de Cine de Marsella), un documental que narra la vuelta de Gustavo Salvatierra a su tierra natal: Sip’ohi, en pleno Impenetrable chaqueño. Salvatierra escapa del frenesí urbano con un solo objetivo: armar un proyecto para que todos reconozcan la cultura indígena de la zona. “El reconocimiento no tiene que venir de otros sino de nosotros”, le dice Gustavo a Félix, otro wichi más joven que él. “Reconocimiento es afirmar una verdad”, contesta su compañero. Pero a ellos no se los ve. El audio se funde sobre las imágenes de Sip´ohi. Los planos largos de los paisajes y la cámara que se posa varios segundos sobre los rostros de sus habitantes (tallados por el sol), generan silencios, a veces incómodos, donde el suspenso se transforma en letargo y el filme se lentifica. Sip’ohi - El lugar del manduré gana en intimidad y curiosidad, reconforta siguiendo el pausado relato de las fábulas en off, donde el subtítulo atrapa (se habla en wichi en todo el filme) y las escenas del árido pueblo se matizan con el sonido de los instrumentos regionales tocados por los indígenas. La reconstrucción del relato en el ámbito mitológico wichi es rico en detalles (como la leyenda del tigre, dueño del fuego y la fábula del pichiciego y su cabeza achatada), o también cómo el protagonista deja perder sus pensamientos sobre el brutal cambio de Sip’ohi donde “no hay montes, hay construcciones”. La película parece tácitamente mutar del ruido a la paz, sostenidas por el peso de la oralidad, narrado por los ancianos. Este segundo largometraje de Sebastián Lingiardi (Las pistas - Lanhoyij- Nmitaxanaxac, de 2010) además ficcionaliza el audio de una transmisión radial con entrevistas donde se tocan diversos temas (“¿cómo educaban las mujeres wichis a sus hijas?”). Por eso no falta un paso a paso en la enseñanza del tejido que sobrevivió de generación en generación. Las leyendas del Takjuaj, el origen de todo, el que da y quita, es mostrado con un fondo negro, la no representación (hay un relato que dura siete minutos sin imagen, todo oscuro) para que el espectador cierre los ojos y se pierda en la espesura chaqueña. En las misteriosas raíces wichis.
Mirada real sobre la cultura wichí Hablada íntegramente en el idioma de ese pueblo originario, la película de Lingiardi es toda una revelación. No hay aquí nada de los lugares comunes del hombre blanco frente a otra cultura y sí un retrato tan respetuoso como transparente, sin sobrecarga dramática. Hablado por completo en wichí, Sip’Ohi, el lugar del Manduré, de Sebastián Lingiardi, es sin dudas un objeto cinematográfico infrecuente, que se propone no sólo enajenar a sus espectadores ubicándolos frente al desafío de esa lengua a la vez extranjera y propia, en tanto forma parte de las que se hablan dentro del país, sino que va todavía más allá. Este documental representa una de las puertas de entrada más vívidas que se puede tener dentro de una sala de cine hacia un universo desconocido (pero posible). Ese universo es el de la cultura wichí, y aunque en efecto se trata de un documental, el salto entre ambas realidades, pantalla de por medio, no deja de ser sorprendente. No sólo por la distancia que media entre la vida en la periferia del mundo occidental y cristiano que representa Buenos Aires y la sencillez empobrecida y semisalvaje de la comunidad wichí, sino porque el salto mismo representa una experiencia mucho más reveladora de lo que aquellas diferencias obvias suponen. Los protagonistas de Sip’Ohi se dedicarán a contar historias, aquellas que han sido acarreadas hasta la actualidad de padres a hijos y que conforman la cosmovisión del pueblo wichí. Como en otras culturas, la primera de ellas remite a la historia del fuego. Un tigre se adueña del fuego y lo acapara, mientras otros animales fracasan una y otra vez en el intento de escamotearle al menos una brasa con la cual replicar y compartir aquel regalo de la naturaleza, de cuyos beneficios disfruta sólo su dueño. Mientras una voz gastada y morosa va construyendo el relato, en la oscuridad un par de manos se empeñan en sacarle algunas chispas a un palito frotándolo contra otro. Pero esa sincronía entre las palabras y su representación, un juego dramático que define el modo en que Lingiardi elige hacer su narración, no es lo que carga de energía a esta primera escena. Lo que no deja de sorprender es el modo en que aquella historia ancestral, cuyos orígenes se pierden en la noche de la historia preincaica, puede ser traducida de este lado de la pantalla, por ejemplo, a la dialéctica socialista. Aunque esa conclusión parece difícil de trazar, la siguiente historia no hace sino apoyar a quien elija ese juego de trasposiciones. El narrador cuenta enseguida acerca de un tigre, sin dudas el mismo de antes, que se complace devorando un caballo entero y se niega a compartirlo con un zorro. “El tigre es el hombre blanco”, dirá el narrador, “que se niega a compartir la comida con nosotros, que somos el zorro”. Ambos relatos, fácilmente asimilables como metáforas del mundo moderno, se encuentran unidos por una escena urbana, breve y única, en la que Gustavo Salvatierra, miembro de la comunidad, afirma que en la ciudad no hay nada wichí, y decide regresar con los suyos. Esa afirmación (“Acá no hay nada wichí”) genera un juego de espejos, en donde la extrañeza de Gustavo enfrenta a la del espectador, quien podrá pensar, y con razón, que en esta película tampoco hay nada familiar, repitiendo en ese reflejarse ad infinitum la ecuación de civilización contra barbarie, pero con un resultado bien distinto. Viendo Sip’Ohi es inevitable no pensar en El etnógrafo, el formidable documental de Ulises Rosell: los rostros y los paisajes que habitan ambas películas sin dudas son hermanos. Pero si en el film del primero el inglés Palmer funcionaba como intermediario y era quien portaba el hilo de Ariadna que permitía ir y venir del extrañamiento que produce el sumergirse en una realidad ajena, el de Lingiardi le impone al espectador la posibilidad de ver el mundo con la mirada wichí (o lo más parecido que puede haber a esa experiencia imposible). Aun así tiene la delicadeza de no acosar torpemente la sensibilidad burguesa, siempre tan susceptible, evitando empeñarse en el retrato de la parte más miserable y urgente de la vida en esas comunidades. Por el contrario, en un rico diálogo final acerca de la forma más apropiada de visibilizar a este pueblo relegado, uno de los protagonistas afirma que “vamos a dejar de pedir reconocimiento cuando hablemos por nosotros mismos”. Y de eso se trata Sip’Ohi: de mostrar lo oculto y de ver lo invisible. De que a un lado de la pantalla unos digan lo que han callado y de sugerir a los que están del otro que dejen de taparse los oídos.
Para amantes de la cultura oral El comienzo es absorbente. Un largo plano fijo donde se ven las manos de alguien frotando un palito sobre otro en la noche, mientras oímos la voz de un anciano contando despaciosamente en su lengua cómo el tigre era el dueño del fuego, los hombres no podían cocinarse nada, y el cuis y el pichiciego trataron de robarle una brasa. Lo cual explica por qué el cuis tiene una manchita en la papada. El final de esa escena nos predispone muy bien para entrar en un mundo lejano y cercano a la vez, el de los viejos cuentos de tradición oral. Después, manteniendo el tono calmo, la exposición se expande hacia otras historias y personas. Un hombre de origen wichi ha vuelto en moto a su pueblo, y nos lleva en caminata por la plaza, la radioemisora bilingüe, el sendero donde solo se oyen los pájaros, el rincón donde otro wichi está grabando al viejo del primer cuento, y la orilla del Teuco, aparentemente calmo pero correntoso, de curso variable, como los propios habitantes. Los cuentos son pocos, y a veces se entremezclan los puramente indígenas con los de Juan el Zorro traídos de Europa, pero siempre es lindo escucharlos. Interesantes, además, los referidos al Takjoaj, que creó a los wichis y suele morir achurado (para resucitar a los tres días, según comprobaron diversos recopiladores). Interesante también, la decisión de hacerlos oír con pantalla en negro, evitando las dificultades de la ilustración y reforzando el atractivo de la sola y antigua voz. La propia película plantea algunos interrogantes teóricos sobre la transmisión de la cultura oral y nativa. Los interrogantes prácticos empezaron a ser respondidos hace ya tiempo. Para amantes de los cuentos, se recuerdan las recopilaciones de investigadores como Berta Vidal de Battini, Juan Carlos Dávalos o Augusto Raúl Cortazar (sin acento). Rodaje en El Sauzalito, El Vizcacheral y Tres Pozos. Instrumentos musicales, de sonido fascinante y primitivo, un latajkiaswole, consistente en dos arcos de cuerdas de caballo, y un trompe, también llamado trompa gallega. Dirección y fotografía, Sebastián Lingiardi. Guión, María Paz Bustamante. Producción de ambos.