Volver Christian Pauls encuentra en una foto la excusa perfecta para retratar Tiburcio, el pueblo de su infancia y trabajar sobre la memoria y los orígenes. El detonante es una foto con una particularidad, está rota. En la imagen se encuentra su abuela y un hombre cuya cabeza ha sido cortada con cuidado. El encuentro entre el director y esta foto parece pedir atención a gritos luego de estar encajonada por años y allí comienza la búsqueda. Un mapa del pueblo, la foto y una pregunta ¿quién es ese hombre? En el recorrido entrevista personas que conocían a su abuela, típicos habitantes de pueblo chico que saben todo de todos. Durante las entrevistas se evidencian varias inquietudes: por un lado la foto, por otro lado el alma del pueblo a través de sus habitantes y por otro la pregunta sobre el mismo y qué recuerdan sus vecinos sobre los momentos en los que él estaba en el pueblo. Tiburcio (2018) es un documental sencillo, quizás por momentos pareciera indagar de forma punzante en lugares dolorosos para sus entrevistados, casi buscando el golpe bajo con la música de tono melancólico de fondo. Pero al mismo tiempo es un sentido homenaje.
A partir de la intriga que le despierta una vieja y enigmática foto familiar recortada, Cristian Pauls ( Los enemigos, Imposible) desarrolla un largometraje notable en el que asume con mucha decisión el papel de un investigador obstinado en reconstruir un pasado cuyos ecos claramente persisten. En el curso de esa indagación que lo lleva hasta Fortín Tiburcio, un pueblito de la provincia de Buenos Aires próximo a Junín en el que pasó algunas de las vacaciones de su infancia (hoy Pauls tiene 61 años), el realizador se va encontrando con una galería de personajes entrañables y la historia empieza a desplegar una gran cantidad de afluentes narrativos que la colorean y la enriquecen. Aquello que recorre todo el relato es, de manera elocuente, el efecto inexorable del paso del tiempo, la nostalgia por lo que se tuvo e incluso por lo que nunca se pudo conseguir. Al mismo tiempo, el film -que con prudencia se ahorra ironías y golpes bajos que lo hubieran transformado en otra cosa y aprovecha muy apropiadamente el Heiliger Dankgesang, de Beethoven, para la creación de su clima evocativo- se consolida como cuadro hiperrealista de un lugar que luce exótico, como detenido en el tiempo. Tiburcio es un ejemplo categórico de cómo un disparador casi anecdótico puede transformarse, a fuerza de trabajo, talento e imaginación, en una gran película.
Dicen que “volver” no es fácil, y menos luego de 50 años, como lo hace Cristian Pauls, director e “investigador” de este honesto y simple film que bucea en la cotidianeidad para construir desde allí un marco y contexto para el presente.
Cristian Pauls vuelve al pueblo donde habitó su infancia con objetivos claros, encontrar la casa de su abuela que nunca reclamaron y algunas fotos, especialmente una con un personaje cuyo rostro fue cortado de la foto, pero es un señor que definitivamente no es su abuelo a pesar de estar cariñosamente al lado de esa mujer tan importante en su vida. Pero lo autorreferencial se abre como el plano de su pueblo y sus anotaciones que cercan su objetivo y cada habitante de ese pequeño pueblo lo ayuda a reflexionar sobre el paso del tiempo, los secretos guardados, los dolores que por fin salen a la luz, las convicciones, la vida misma. Y un encuentro final que define todo el trabajo. Un recorrido entre la curiosidad, habitar los recuerdos deshilachados y la construcción de otros lazos emotivos que son posibles.
La búsqueda de todo desvío Desde el comienzo, el mismo Pauls señala que no hay una ruta fijamente trazada, y que quizás las cosas no se desarrollen como espera. Así es como Tiburcio se va construyendo a partir de diálogos francos y fluidos, que configuran un mapa emocional del lugar. En el género policial es frecuente que una investigación lleve a otra, aparentemente desconectada. Con lo cual el motivo inicial se disuelve, y lo que era una “historia 2” pasa al primer plano. Algo semejante sucede en Tiburcio, nuevo documental de Cristian Pauls luego de la lejana Por la vuelta (2002) y cuarto largo de su espaciada filmografía, junto a los films de ficción Sinfín (1988) e Imposible (2004). “Este no era el camino”, dice el protagonista (el propio Pauls) para sí mismo al comienzo de Tiburcio, anticipando quizás que algún camino llevará a vía muerta, y que el propio recorrido impondrá sendas alternativas. El Tiburcio del título es Fortín Tiburcio, pequeña localidad de nombre como de historieta, vecina de la bonaerense Junín. Allí el realizador pasó los veranos de su infancia, hasta que la abuela murió y la casa quedó abandonada. Revolviendo fotos viejas, Pauls encontró una en la que la abuela, joven, está acompañada de un señor que no es el abuelo. ¿Quién es el señor? Difícil de saber, porque alguien cortó su cabeza en la foto. Para dilucidar el enigma Pauls vuelve a Fortín Tiburcio, medio siglo después de haberse ido, y puede ser que se vuelva sin resolverlo. Pero en el intento habrá logrado componer un mapa humano: el de la vecindad de Fortín Tiburcio. Los films de ficción de Cristian Pauls son espesos, torturados, abrumadores. Sus documentales son, en cambio, aireados, abiertos a la eventualidad, en estado de búsqueda e inconclusión. Tiburcio más aún que Por la vuelta, en la que la voz en off del narrador arrastraba todavía el peso de un soliloquio recargado. El camino que se abre al comienzo, visto en subjetiva desde la posición del chofer, es emblemático: Pauls emprende el camino en una tarde de primavera, sin saber si la senda correcta es ésa u otra. A diferencia de sus ficciones, donde todo (puesta en escena, encuadres, diálogos, actuaciones) parecería estar terminado antes de que la película eche a andar, aquí es posible que la idea previa se vea torcida por las circunstancias y que el viajero acepte el desvío, desarrollando en él un relato otro, no previsto. Todo es búsqueda: la del pueblo, la de la casa, la del misterio que la foto hizo asomar. El protagonista es un investigador de su propio pasado. Los vecinos son los testigos. Algunos recuerdan a aquel chico rubiecito, que se bañaba y hacía lío en la pileta de lona de la abuela Dora. Otros, a la señora cuya prolijidad y elegancia desentonaban un poco con la precariedad del lugar. La foto cortada pasa de mano en mano, todos la miran con atención pero a nadie se le ocurre quién podría ser el señor descabezado. “Tengo la sospecha de que haya sido un amante de mi abuela”, franquea Pauls en un momento. A falta de la clásica lupa, el investigador acude a su equivalente moderno: la ampliación fotográfica. El hombre de la foto lleva espuelas. “Son raras”, dictamina un connaisseur. “No son de acá. Pueden ser de Corrientes. O Mendoza.” “Están puestas al revés”, avisa otro. “¿Se las habrá puesto para la foto?”, cavila Pauls. El extraño no aparece pero otros extraños sí lo hacen, sin que ningún guion lo haya previsto. ¿O sí? Son los vecinos de Fortín Tiburcio, a los que el protagonista inquiere. Tanto como para ponerse al día, Pauls les pregunta qué fue de sus vidas. O ni les pregunta: ellas y ellos cuentan. Cuentan lo que cualquiera contaría: amores, hijos, padres, tiempo, muerte, recuerdos, soledades. Cuando no lo hacen solos, el realizador, parecería que ahora sí con una agenda, les hace la pregunta clave. “¿Nunca te enamoraste?” ¿Clave para qué? Para ir armando el mapa emocional de ese pequeño rincón del universo. No por nada Pauls diseña un plano del lugar en el que va marcando los recorridos que lo llevan de casa en casa, y en cada casa el nombre del que la habita. Un mapa como metonimia de otro, invisible. Como el brasileño Eduardo Coutinho, como el francés Raymond Depardon (ambas sombras planean fuerte sobre Tiburcio), Pauls asume más el rol de charlista que el de entrevistador. Un charlista de aire casual, alla Columbo, que deja hacer más de lo que hace, que oye más de lo que pregunta. Que se mantiene a la par, nunca por encima del interlocutor. ¿Será por eso que recibe tantas confesiones, de gente en algunos casos encallecida por el duro trabajo de campo? Tantas vidas en soledad, tantos odios familiares acallados... Como en cantidad de policiales, a partir de determinado momento el investigador y lo investigado se confunden, se fusionan, y es el visitante el que cuenta al anfitrión cuáles fueron los momentos más importantes de su vida. Una foto no devela sus enigmas, otras se imprimen: después de cada charla, como una firma o un sello, Pauls filma la “foto” de cada vecino, y finalmente la de conjunto. El mapa de Fortín Tiburcio terminó de armarse.
Cartografía de los afectos Una foto vieja y rota, un pueblo de infancia donde los límites entre las casas no tienen nada que ver con el derecho a la propiedad y para un niño el campo es igual, siempre que pueda recorrerlo, ir de casa en casa o cruzar a la cancha de fútbol para medirse con amigos y rivales de ocasión. Tiburcio es el nombre del pueblo y también de este documental de Cristian Pauls, en el rol de director antes que de nieto de Dora, su abuela que tras fallecer dejó una casa en Tiburcio y nadie supo más nada de esa casa donde el director pasó algunas vacaciones, tampoco de sus ocupantes o de la historia de Dora con un misterioso hombre que aparece en una foto cortada. No hay rostro para identificarlo y entonces Cristian Pauls se viste de detective o al menos juega a eso tal vez como recuerdo de infancia y pregunta a cada habitante para revelar el misterio, preguntar y dibujar un mapa con un itinerario posible y así encuentra historias, anécdotas y la antojadiza selección de recuerdos, que al igual que una foto rota trazan huellas imperfectas para la memoria. Y más allá del tiempo perdido y ese pasado que ya no volverá, el documentalista se hace preguntas y las comparte con cada uno de los rostros que completan la cartografía de los afectos. En la distancia también a veces resiste el olvido cuando la proximidad con el otro no conoce de límites, alambrados o espacios privados. La muerte siempre acompaña a Cristian Pauls como esa pregunta inevitable que se piensa, pero también en algunos momentos se puede sentir como aquella sensación agridulce que transmite una foto al confrontarnos con el paso del tiempo y por supuesto con la presencia de la ausencia. Tiburcio nos transporta hacia ese pueblo, nos desnuda la intimidad y también la necesidad de volver en busca de olores o tal vez sensaciones que se pierden cuando uno abandona la niñez para hacerse fuerte y seguir adelante en la irregular cartografía de la vida.