Historia de opuestos El realizador estonio Ilmar Raag, narra a partir del encuentro de las dos mujeres y su traumática relación inicial, una reflexión sobre la deshumanización de los vínculos en la actualidad y la soledad como generadora de sentido. En Una dama en Paris (Une Estonienne à Paris, 2012), Anne (Laine Mägi) es una acompañante terapéutica que decide dejar su trabajo, arduo por cierto, para dedicarse a cuidar a su madre, que además de padecer Alzheimer, está muy entrada en edad y sola. Al fallecer ésta, en una fría noche de invierno en su Estonia natal, Anne recibe, luego de unos días del funeral, una llamada con un ofrecimiento al que es obligada a aceptar por su hija: viajar a París para cuidar a una señora. Al principio dudaba de hacerlo, pero al darse cuenta que es su oportunidad para conocer otra cultura, se embarca en la aventura. Al llegar a la “ciudad luz”, con una valija llena de miedos y ausencias, las sospechas que tenía sobre el posible encuentro malogrado con su “paciente” se efectiviza. Es que en un lujoso piso parisino la espera encerrada en su habitación Frida (Jeanne Moreau), una otrora señora de alta alcurnia, quien recientemente intentó suicidarse por un amor y por comprender que su final lentamente se está acercando. Algunas indicaciones por parte de Stephane (Patrick Pineau), el “tutor” de Frida, como por ejemplo mantener el botiquín cerrado con llave o qué debe darle en el desayuno de comer, comienzan a generar roces entre acompañada y acompañante. En la elección del departamento, con objetos que quizás hace años poseían valor y status, como así también el vestuario (contrastante entre ambos personajes), se habla de una época pasada que a ninguna de las dos mujeres les sigue gustando. En el encierro de una, y en la búsqueda de libertad de otra, Una dama en París intenta buscar una empatía con el espectador inmediata. Es que en aquellos espacios en los que se narra la historia (la cocina, la habitación de Frida, la sala de estar) hay un patrón universal de identificación, principalmente entre quienes han convivido con una persona enferma. Historia de opuestos y de espíritus diferentes (mujer luchadora versus mujer abatida), la película también puede leerse desde una realidad con el multiculturalismo de las grandes urbes a flor de piel (Frida discrimina a Anne por extranjera en varias oportunidades). Hay algunos pasajes en los que la cámara sólo se reposa en alguna de las dos y se escucha el diálogo de la otra, y en otros, la incorporación del tercero (Stephane) como árbitro, dinamiza la acción y la potencia. Hace un tiempo la pantalla local ofreció una historia muy similar a esta en Cama adentro, de Jorge Gaggero, aunque allí la dinámica entre la señora de la casa y la mucama era bien diferente, ya que Beba (Norma Aleandro) no podía consigo misma, mientras que aquí Frida, más allá de su intento de suicidio, sigue dando órdenes y fustigando a Anna sin respiro. Película de mujeres solas, con muy poco del París que habla el título, el infierno entre cuatro paredes, desplegado con imágenes y planos acotados, hacen de este filme una propuesta que por momentos cae en el tradicionalismo del melodrama clásico y no logra levantarse. Buenas interpretaciones.
Queremos tanto a Jeanne Moreau Hay una buena noticia detrás del estreno de Una dama en París: la validación de que Jeanne Moreau es una actriz inoxidable a sus 85 años. Ella es aquí Frida, una mujer de origen estonio radicada en París desde hace varias décadas. Mayor y no del todo consciente de sus limitaciones físicas, Frida descarga su ira contra su flamante cuidadora, una sufrida coterranea recién llegada a Francia luego de una serie de problemas familiares. El film de Ilmar Raag se articulará a partir de la progresión del vínculo de estas dos mujeres con personalidades y circunstancias complementarias, pero aunadas por sus pasados amorosos truncos. Es cierto que Una dama en París está filmada a reglamento, sin demasiadas ideas formales, y su historia esperanzadora la ubica peligrosamente cerca de un crowd-pleaser para el público mayor, pero su desarrollo se sigue con interés gracias a la capacidad de Raag para construir personajes atribulados pero alejados del estereotipo, cargándolos de humanidad y sentimientos. Esto se da también por el enorme trabajo no sólo de Moreau sino también de Laine Mägi. Ambas le insuflan calidad a un film que logra evadir el somero etiquetado artie. Lo que no será demasiado, pero que, en una cartelera cada día menos variada, puede ser suficiente.
La dama estoniana del título puede ser -cuando la historia ha terminado de ser contada- cualquiera de las dos. En principio, sin embargo, antes de que sus caminos se crucen, parecería que entre las dos mujeres sólo hay diferencias: la tímida, opaca Anne (Laine Mägi) tiene la tristeza, la resignación y el desaliento reflejados en la mirada de sus ojos grises. Ha vivido los últimos años dedicada a cuidar a su madre enferma en un pueblito de Estonia y ahora que ella acaba de morir, se encuentra definitivamente sola. Divorciada hace mucho, sus hijos han dejado la casa y apenas los ve unos minutos en la ceremonia fúnebre. Ellos mismos la alientan para que acepte la oferta que a los pocos días le llega de París, un lugar que siempre soñó conocer. Allí deberá encargarse del cuidado de una compatriota rica y anciana, de la que apenas sabe que tiene un carácter difícil. La autoritaria Frida es, en cambio, luminosa como aún puede serlo una Jeanne Moreau que a los 84 años (el film es de 2012) puede robar cada escena en la que aparece, aunque sea en un personaje tan cambiante, orgulloso y malhumorado como esta anciana dama extravagante. Ella ha pasado tantos años disfrutando de las libertades de París que hasta ha olvidado su lengua materna y cortado toda relación con lo que quedaba de su familia en el Báltico y con el grupo de compatriotas con los que en otros tiempos integraba un coro. Las diferencias están a la vista en el estilo, la ropa y el modo de actuar, pero también en sus experiencias del mundo: la simplicidad campesina de Anne está lejos de la liberalidad mundana de Frida, de la que probablemente le ha quedado esa pose de diva que la vuelve a veces cautivante y a veces inaguantable. El que tiende el lazo laboral es Stéphane (Patrick Pineau), un ex amante que hoy es su amigo y constituye la única compañía que la anciana quiere a su lado. En cambio, rechaza de plano a la asistente que él le ha impuesto para que la atienda y la proteja. Llevará tiempo limar esos desencuentros. Ilmar Raag se inspiró en experiencias vividas por su propia madre, cuando tras la depresión y el vacío que padeció al quedar viuda a los 50, aceptó viajar a París a cuidar a una anciana estoniana adinerada y volvió convertida en otra mujer. Una transformación similar vive Anna, al tiempo que la interconexión que se establece entre los tres personajes va mostrando la gradual evolución del vínculo entre las mujeres, desnudando sus personalidades, exponiendo sus actitudes frente a la muerte y reconstruyendo sus historias en escenas tan acertadas como las que explican el porqué del aislamiento de la anciana y de su rechazo a todo lo que la liga a su país, o como la que alude a la calidad de la relación que ha vivido con Stéphane: un conmovedor y delicado momento íntimo en el que el lugar de la pasión es ahora ocupado por la nostalgia.
Un duelo de voluntades y claroscuros El contraste entre una anciana altanera y su dama de compañía también deja en claro las diferencias entre dos Europas posibles: la de los países que lideran la región y la de las regiones periféricas, dispuestas a aceptar las reglas impuestas. Teniendo en cuenta que se ubica estéticamente en una encrucijada de géneros, que incluye a esos filmes otoñales en donde un anciano busca y alcanza cierta redención en la última curva de la vida; las buddie movies de parejas formadas por patrones reaccionarios y sirvientes estoicos; y las películas de amor tardío, Una dama en París podía hacerle temer lo peor a cualquiera. Alcanza con imaginar el resultado final de un hipotético crossover entre Conduciendo a Miss Daisy (Bruce Beresford, 1989), Mejor imposible (James L. Brooks, 1997) y Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), para entender a qué clase de engendro podría uno haberse enfrentado. Por suerte la película consigue eludir casi todos los miedos del crítico prejuicioso y entrega una historia que no necesita una escalera de efectismo, sensiblería y golpes bajos para conmover, aunque más no sea de manera moderada pero siempre legítima. Por supuesto que todos esos elementos se encuentran presentes en el relato, pero repartidos con equilibrio y morigerados por un tono narrativo que nunca recarga excesivamente el peso dramático sobre ninguno de ellos. Con la sobriedad de lo simple, Una dama en París cuenta la historia de Anne, una mujer de mediana edad nacida en Estonia que acaba de perder a su madre, a la que cuidó durante los dos años que duró su convalecencia. La película no necesita convertir la vida de Anne en su país en un calvario (aunque la escena inicial haga temer lo peor), para justificar las decisiones que tomará antes de pasado el primer cuarto de hora. Si ella no es feliz –y está claro que no lo es–, no se debe a la miseria ni al sufrimiento, sino a una vida a la que la rutina ha ido opacando de a poco. Por eso la oferta de viajar a París para cuidar a una anciana compatriota parece llegarle en el momento justo en que la cosa podía empezar a ponerse oscura de verdad. La señora a la que Anne debe cuidar es Frida, encarnada por la siempre encantadora Jeanne Moreau, quien puede haber perdido muchas cosas pero no las mañas de gran actriz. Y Frida es insoportable. Altanera, displicente y mal educada, cada una de sus actitudes evidencia el desprecio que siente por Anne y no se preocupa en ocultarlo. El contraste entre ambas también pone en cuestión dos idiosincrasias: la avasallante mentalidad del habitante de la gran ciudad, en oposición a la candidez servicial del provinciano. Ambos estereotipos también dejan claras las diferencias que existen entre dos Europas posibles: la de los orgullosos países que lideran la región, verdaderos machos alfa de la geopolítica mundial –en este caso Francia–, y la de los países periféricos, dispuestos a aceptar las reglas impuestas, que aquí representa Estonia. En definitiva, aunque no lo haga de manera central, en Una dama en París también se encuentra presente el tema de la identidad, cuestión que el título original, Una estonia en París, expone con mayor énfasis. Aunque desde lo narrativo nunca llegue a sorprender, la película dirigida por el estonio Ilmar Raag se permite utilizar recursos interesantes, como una banda sonora que aporta a la creación de ciertos climas pero sin resbalar nunca hacia lo obvio, o una resolución que, aun diciéndolo todo, al menos se da el bienvenido lujo de no ponerlo en escena de modo explícito. Es que cuando un director muestra el infrecuente valor de dejar librado aunque sea un detalle al fuera de campo, por mínimo que éste fuera, en ese mismo momento el cine se ha salvado, módicamente, una vez más.
La vida, la vejez y la muerte Anne (Laine Mägi ) llega a París para cuidar a su compatriota estoniana Frida (Jeanne Moreau), una rica y difícil anciana estoniana que emigró hace muchos años a Francia. Desde un primer momento se muestra el rechazo que la elegante señora tiene por la inmigrante y sus intentos por ahuyentarla, mientras se concentra en el dolor de la pérdida de su antiguo amante Stéphane (Patrick Pineau). Sin embargo, la árida relación entre las dos mujeres, separadas por la edad y por el estatus social, finalmente hará que Frida redescubra su magnetismo y Anne pueda continuar con su vida. Lo cierto es que a priori se podría suponer que Una dama en París iba a ser una suerte de oda a la magnífica carrera de la legendaria Jeanne Moreau, ícono de la Nouvelle Vague y musa de directores como Francois Truffaut, Michelangelo Antonioni, Roger Vadim y Orson Welles, entre otros. Sin embargo, el relato es otra cosa. El tercer film del realizador Ilmar Raag, responsable de Klass (2007) –que logró cierta notoriedad a partir del crudo abordaje que hacía sobre el acoso escolar– se desarrolla en varios niveles pero los tres protagonistas transitan diferentes aspectos del mismo tema: la relación con la vida, la vejez y la muerte. Lo cierto es que Raag tiene entre manos un elenco fantástico (es un placer ver el oficio de Moreau y también el talento de Mägi) y con esos elementos le alcanzan para concretar un film liviano, convencional y correcto, en donde todos los esfuerzos parecen estar concentrados en la belleza de París que, hay que decirlo, es retratada con una mirada entre turística y publicitaria.
Añoranza Una dama en París es una historia simple y sutil, que sin ser una gran película, no deja de ser disfrutable. Nos cuenta la historia de Anne, una estoniana que por trabajo viaja a París a cuidar a una anciana adinerada. Sola, sin pareja ni trabajo y después de haber cuidado a su madre enferma durante dos años, Anne llega a Francia con su valija cargada de humildad y pequeños modales. Frida, la mujer a quien Anne cuida, emigró de Estonia a París muchos años atrás, dejando de lado a su familia y se casó con un hombre elegante, rico y bastante mayor que ella. Pasó su vida entre amantes y salidas parisinas, pero tuvo un compañero especial por sobre los demás, Stéphane, quien es la única persona que hoy cuida de ella. Él es quién contrató a Anne, preocupado por el reciente intento de suicidio de Frida. La historia gira en torno a estos tres personajes, pero focalizada en la relación entre ambas mujeres. En un primer momento Frida rechaza la llegada de Anne pero luego, gracias a la infinita paciencia de esta última, la relación se va trasformando en un vínculo fuerte y cariñoso. Sí, ya sé que suena algo trillado, y probablemente lo sea, y que nos imaginamos cómo terminará la historia, pero tengo que decir que a pesar de esto la película no deja de ser aguda e interesante. Frida por un lado y Anne por el otro, son el resultado de dos culturas que se encuentran inmersas es la gran ciudad de París. Hay dos cosas fascinantes en esta película, por un lado la inigualable urbe francesa, y por el otro, Jeanne Moreau, que a los ochenta y seis años todavía conserva la vanidad y la entereza, detrás de las arrugas y de su característica boca. La actríz de la Nouvelle Vague por excelencia, está lúcida y en pie como pocas. Hay una mezcla de admiración y de nostalgia al verla, pero también se nos viene a la menta la idea de un tiempo que no deja de hacer estragos. Sentimientos ambiguos y agridulces… Y París: sus calles, sus perfumes, las vidrieras, las luces, el Museo de Louvre y la Torre Eiffel, una mirada desde los ojos de un extranjero, desde los ojos azules de Anne, y desde los nuestros también. París, un símbolo de la antigüedad y elegancia, como el personaje de Frida. Anne intenta escapar del silencio de su casa una vez que su madre murió y ya no tiene a quién cuidar, por eso decide aceptar el trabajo y viajar a Francia. Pero Frida ya no tiene cómo escaparse, entonces intenta tomar una buena dosis de pastillas, que como un juego de atención, no sirven más que como un alerta. Una dama en París también nos habla de la soledad, y de cómo el amor puede ir transformándose a lo largo del tiempo. Sensible y austera, tanto en la trama como en el relato, esta película no nos quedará impregnada en la memoria por mucho tiempo, pero nos permitirá respirar un aire cálido a pesar de la amargura.
Basada en una historia personal del director Ilmar Raag, el film ubica en París a una vieja dama estonia que necesita cuidadora y una señora de cincuenta, de la misma nacionalidad, que viaja a ocupar ese lugar. Es un film lineal, discreto que tiene el enorme plus de sus actrices: en especial la increíble Jeanne Moreau, espléndida en sus 85 años, y la no menos notable Laine Mägi. Diálogos inteligentes y una relación que crece sin tropiezos.
La vejez, ese problema Como Amigos intocables, la taquillera película de Olivier Nakache, Una dama en París es una de esas películas que fuerzan la convivencia de personajes incompatibles con la excusa de que uno debe cuidar al otro. Lo que suele ocurrir en este subgénero “de opuestos” es que al principio las cosas no marchan muy bien, pero de a poco todo se acomoda y tanto un personaje como el otro reciben una lección de vida. Y en este caso, esa regla se cumple: la estonia (el director, Ilmar Raag, es de esa nacionalidad) Anne viaja desde su país a París para cuidar a Frida, una anciana compatriota que pasó la mayor parte de su vida en Francia. Por supuesto, además de depresiva, la vieja es ácida, cascarrabias, cruel. Pero, en contacto con Anne, se suavizará e incluso llegará a sonreír. Lo que salva a Una dama en París son las actuaciones y el tono. A pesar de estar detrás de una máscara de colágeno, Jeanne Moreau muestra que, a los ochentipico, está a la altura de su leyenda. Con su sufrido rostro báltico, Laine Mägi, la cuidadora, es su perfecta contraparte (entre ambas consiguen eso que suele definirse como “química”). El director acertó al no cargar las tintas sobre la emotividad: esquiva los golpes bajos y no intenta que sintamos pena por sus criaturas. Y, de refilón, se mete con al menos dos temas tabú. Uno, el deseo sexual en la tercera edad. Otro, los sentimientos encontrados que experimentan quienes quedan con un anciano a su cargo: el amor y la abnegación mezclados con el hartazgo y la necesidad de liberación. “Yo deseé que mi madre se muriese”, confiesa Anne, y abre la puerta a la reflexión sobre una problemática cada vez más acuciante.
Bello film a la medida de Jeanne Moreau Es una enorme lástima que esta pequeña pieza sentimental, lindamente interpretada, se haya estrenado prácticamente sin difusión, para colmo en un día muy poco propicio. Jeanne Moreau está justa, en un personaje ideal para ella, gran dama del cine francés, y Laine MTMgi es una revelación en estos lares, una actriz en la madurez de su oficio, que maneja con fina sutileza, y que quién sabe si podremos verla alguna otra vuelta. Esta es la única película que hizo fuera de su país, Estonia. Lo mismo, el autor, Ilmar Raag. Es gente de su casa. Pero acá se hacía necesario salir al exterior. La anécdota parte de un episodio familiar. Años atrás, la madre de Raag quedó viuda y bajoneada. Alguien le propuso que vaya a cuidar a una connacional viejita, que vivía en Paris. Volvió cambiada, hecha casi una lady. ¿Qué habría pasado? Aquí el autor imagina la posible evolución de una estoniana en esas circunstancias. Una señora de mediana edad, llevada a cuidar a una vieja con cierto estilo. Pero con un tremendo carácter, odiosa full time. Y ya tan alejada de su tierra, que ni se molesta en recordar el idioma (buena justificación para poner a doña Moreau encabezando el reparto). Lo que viene a partir de ahí, ya puede imaginarse: fuerza, aceptación, paciencia, insistencia, lento acercamiento, hasta que la odiosa y su empleada terminen paseando del brazo por Paris, y el público sonría satisfecho, habiendo accedido, de paso, a ciertas apreciaciones sobre dolores y rencores de la emigración, historia europea, tratamiento de la tercera edad, casi cuarta, y revitalización femenina, dentro de lo que cabe. Lo dicho, una pequeña pieza sentimental, que merecía mejor estreno.
El amor que nunca envejece No hay dudas que “Una dama en París” es una película de amor. Amor con mayúsculas. Aunque en todo el filme de Ilmar Raag haya sólo un piquito entre esa mujer enamorada y ese hombre, que tiene la categoría de ex amante. Claro, la dama en cuestión es nada menos que Frida (Jeanne Moreau, eterna) y el señor es Stephane (Patrick Pineau). Ella, una octogenaria algo desprejuiciada para la época; él, un cincuentón agradecido. Y la tercera en discordia, que también puede ser la dama del título, es Anne (Laine M„gi, impecable). Entre los tres también hay una química de amor y odio, que atraviesa la historia y la hace más atrapante, simplemente por lo sutil de ese cruce. Anne y Frida tienen en común su procedencia, y es que ambas son estonianas. Por ese motivo Stephane le pedirá a Anne que viaje desde Estonia hacia París para cuidar a Frida. Y le advierte: “Ella dice lo que piensa, no se deje intimidar”. En el primer encuentro se sacan chispas. Frida la desprecia, la denigra. Y Anne dudará entre irse a su casa, a compartir lo poco que le dan sus hijos y afrontar los recuerdos de su madre fallecida, o quedarse ahí, en la belleza parisina, y afrontar otra nueva realidad. El director quiso hablar de amor, pero también de sexo, de deseo, de que la vejez no tiene por qué ponerle arrugas a los sentimientos, y hasta de la inmigración en Francia. Y eso lo muestra desde el derrotero de tres personajes que tienen otro común denominador: la soledad. Para no dejarla pasar.
Cama adentro Una historia simple funciona gracias al simbolismo o el arte de la narración. Incluso, podría seguir el verosímil a rajatabla y en eso radican los débitos de este film, perteneciente al estonio Ilmar Raag. Desorientada tras la muerte de su madre, Anne (Laine Mägi) recibe una propuesta para viajar a París y trabajar como cuidadora de una anciana estonia, pretérita chanteuse de la Ciudad Luz. No sin cierto pánico, Anne acepta el empleo; a sus inseguridades con el idioma las compensa la idea de trabajar con una compatriota. El temor de la mujer se reafirma al descubrir que la anciana, Frida (una siempre coqueta Jeanne Moreau), resulta de un mal humor inquebrantable. Inicialmente embriagante, tanto por la fotografía en locaciones de Estonia como por un vago eco a los films de Aki Kaurismäki (en especial, por el parecido entre la apagada Mägi y Kati Outinen, diva del finlandés), Una dama en París parece algo equivocada en áreas sensibles como el personaje estonio de Moreau (no habla una línea en esa lengua cuando es acusada en estonio por compatriotas) y el de su protector, un ex amante 30 años menor que ella. Pese a esto, Una dama en París es un film disfrutable por las buenas actuaciones de sus protagonistas.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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