Una auténtica sorpresa, más si se tiene en cuenta que al momento de escribir, dirigir y protagonizar la obra, su realizador contaba con menos de 20 años de edad. Esta edición del Festival de Cine de Mar del Plata nos permitió descubrir a unos de los talentos con más futuro en el cine mundial, no sólo con este film que fue su ópera prima sino también se proyectó el siguiente: Les Amours Imaginaries. Un drama lo suficientemente cercano a cualquiera de nosotros para que logre perturbarnos y conmovernos por momentos. El enfrentamiento casi bélico que existe entre una madre y su hijo adolescente, cuando no se cuenta con un padre que funcione como corte a esta relación tan conflictiva. Hubert termina detestando tanto a su madre que el deseo de parricidio se impone cada vez más. La mujer tiene tantas dificultades para escuchar y ver las demandas de su hijo que por momentos dan ganas de matarla. La ambivalencia de los sentimientos de ambos, transforma esta historia en un drama edípico, donde los enfrentamientos, el odio y el rechazo maquillan el inmenso amor que sienten el uno por el otro. Lo interesante es que ninguno de los protagonistas tiene fuertes rasgos perversos o personalidades siniestras que justifiquen estos afectos tan hostiles. La empatía del espectador va fluctuando entre los dos personajes principales. Los gritos, caprichos, ironías y la contienda tan cotidiana provocan risas en más de una ocasión, aunque también impotencia al ver como estas dos personas van destruyendo el vínculo. Con un montaje que apuesta a una fuerte estética pop, no faltan el buen soundtrack y las escenas a modo de video clip. Por momentos pierde algo de originalidad, Los 400 Golpes de Truffaut se hace demasiado presente en la historia y es notable la influencia de cineastas como Gust Van Sant y Francois Ozon. De todos modos no deja de ser una dosis de frescura porque a pesar de tener un contenido claramente autobiográfico, este joven canadiense supo hacer de su film, una historia universal, encantadora pero también incómoda.
Porque te quiero, te aporreo Con su opera prima, multipremiada en la sección Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2009, Xavier Dolan se convirtió en una de las grandes apariciones del cine de los últimos años dentro del prolífico movimiento quebecois, un status que este multifacético chico-maravilla ratificaría un año más tarde con la vistosa Les Amours imaginaires. El propio Dolan interpreta en Yo maté a mi madre a un frustrado joven gay de 17 años que mantiene una relación de amor-odio (con más odio que amor) con su mamá, una mujer divorciada, mientras intenta -sin suerte- conseguir su ansiada independencia. El film logra una tensión (psicológica) que lo hacer por momentos insoportable, pero se trata de una impecable e implacable disección de dos personalidades al borde de un ataque de nervios (y de otras cosas también) en la que muchos vieron ciertas huellas de la filmografía cassavetiana.
Todo sobre mi madre y yo Xavier Dolan es considerado el nuevo “L´ enfant terrible” del cine canadiense actual. Con sólo 19 años dirige, escribe y protagoniza una de las óperas primas más arriesgadas y controvertidas de los últimos años. En Yo maté a mi madre (J'ai tué ma mère, 2009) se combinan en la medida exacta todos los ingredientes que hacen que una película transite por el humor y el drama al unísono, de la misma manera que la vida misma. Yo maté a mi madre, describe la enfermiza relación entre una madre y un hijo adolescente. Un padre ausente, una relación homosexual y el fanatismo por el cine serán elementos que acompañarán al nudo central de esta historia que se cuenta como un melodrama y que por esta serie de motivos –y otros- recuerdan a la primera época de Pedro Almodóvar y a películas como La ley del deseo (1987), Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) o ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984). Dolan, a pesar de su excesiva juventud e inmadurez construye una obra focalizada en la relación madre-hijo pero llevada al extremo. Así irá sometiendo al espectador a situaciones de un realismo extremo para de repente cruzar la barrera del humor absurdo y desembocar en el delirante surrealismo. Con la diferencia que todo es contado desde una naturalidad absoluta que hace que cada situación resulte creíble y hasta identificable en el espectador. Para plasmar la historia en la pantalla grande, el joven realizador elige una puesta en escena simplista. No hay grandes decorados, ni música cool, ni actores de renombre, ni ningún tópico estético que remita a la cultura pop. Todo es más bien despojado pero no por eso anticinematográfico. Hay una cuidada elección en la composición de los planos, en la elección de cada encuadre, en la utilización de los sonidos ambientes y en el uso del fuera de campo que sin duda son fruto de una metódica y cuidada construcción visual. En Yo maté a mi madre Xavier Dolan demuestra que una misma historia se puede contar de las más diversas formas, sólo que hay que tener la inteligencia y el desparpajo para hacerlo. Una película que, sin duda, marca un quiebre tanto en lo narrativo como en lo visual, consolidando a este director como una de las grandes promesas del cine actual.
Técnica ingeniosa, para una idea mínima Desde esta punta del planeta, vaya uno a saber qué dirá la madre del joven director quebequense Xavier Dolan, cuando por todo el mundo repiten lo que él mismo dijo, que ha hecho una obra de inspiración autobiográfica. Y es que la madre que se representa en la película, pobre mujer, es extremadamente cargosa, vulgar, ridícula, discutidora, en fin, un bochorno andante, y encima incapaz de entender al hijo adolescente. Así la pinta el autor, que también es el actor principal de su propia creación. En efecto, Dolan tenía apenas 19 años cuando hizo lo que ahora vemos, y 16 cuando empezó a escribirlo. Un geniecillo, según parece. Y una esponja, que absorbe de todo y después deja las diversas marcas por la superficie de la pantalla, desde los actuales videoclips del sueco Jonas Akerlund a los viejos dramas malhumorados de John Osborne, las actuaciones exacerbadas y las escenas intermitentes de Cassavetes, y, por supuesto, la anécdota del niño de «Los 400 golpes» que cuando le requieren la entrega de un trabajo escolar se justifica con una excusa extrema: estaba de duelo. Sólo que el personaje de Francois Truffaut es un niño indefenso que inventa lo primero que se le ocurre, y el de Dolan ya es un muchachito que, casi abiertamente, oficializa una expresión de deseos. Lo que más quisiera es que la vieja se muera de una vez. Su problema es que la vieja todavía es joven, bastante atendible, y quiere disfrutar de la vida, aunque él se la amargue diariamente porque también tiene sus defectos, él no es más que un zopenco histérico, egoísta y desagradecido. Su problema, también, es que sólo son ellos dos en el hogar, y en el fondo se quieren. No se entienden, no se tienen paciencia, no se soportan, pero de algún modo se quieren. Sucede tantas veces en la vida real. Algún día llegará la comprensión, o la resignación. Por su parte, el problema del film es que, para llegar al debido final, da demasiadas vueltas sobre un único asunto, con variaciones sólo formales, en sucesión de recursos a la moda y entretenida demostración de habilidades técnicas, pero sin mayor progresión dramática. Un poquito menos ostentoso, Dolan realizó, casi enseguida, su segunda película, «Les amours imaginaires», con su pareja de ésta, el rubio Niels Schneider, y acaba de rodar la tercera, «Laurence Anyways», sobre los problemas de un joven para conservar su amor después de haber cambiado de sexo. Un nuevo director a tener en cuenta.
El complicado amor filial Se llama Xavier Dolan Tadros, fue un niño actor y esta película que dirigió, actuó y produjo a los diecinueve años, se llevó varios premios en el Festival de Cannes de ese momento. Después hizo otra más exitosa y rueda la tercera, en estos momentos, sobre un personaje transexual. El filme semi-autobiográfico narra la tumultuosa relación de una mujer de clase media, separada, con su único hijo, que reúne todas las virtudes y defectos de un adolescente, así como ella concentra cosas positivas y negativas, más o menos imbancables de un lado y de otro. Si a Huber le molesta que restos de comida queden adheridos a la boca de su madre cuando come, o que siempre le eche en cara eso de quedarse en la casa, comer, dormir y hacerse lavar la ropa sin aportar ni un centavo; a su madre la enerva llevarlo en auto a todos lados, o verlo ensimismado con sus auriculares y un aire indiferente. Son seres incompatibles en ciertos momentos, una por inmadura, otro por prepotente y sin ningún mediador que lo contenga. CONFLICTO QUE DUELE Xavier Dolan es un creador, nadie lo duda. Tiene estilo, profundiza en el conflicto hasta doler y maneja los diálogos con una verosimilitud lacerante. Claro que a veces estira o repite las situaciones y prescinde de la elipsis, pero todo es perdonable en una opera prima. Por el contrario, en algunos momentos, llama la atención ante un ramalazo creativo de segundos, o el apoyo musical de ciertas escenas. Si como director maneja bien los tiempos y se hunde en el barro hasta molestar, como actor sorprende esa efervescencia dramática y ese histerismo adolescente con subidas y bajadas de voz. Su estilo recuerda algunos momentos de Cyril Collard ("Noches salvajes") fuerte, sin vacilaciones. Película dura, a veces obsesa y neurótica, con sus fluctuaciones entre el desborde y el equilibro. El chico Dolan hace verdaderos desafíos para que el filme, por su potencia y aspereza no resulte absolutamente insoportable. Bien manejados los actores, especialmente Dorval y Francois Arnaud (serie "Los Borgia").
La guerra desatada entre madre e hijo Escrito, dirigido y actuado por él mismo, el film de Dolan es ciertamente inusual, el retrato de una relación familiar hecha de un total desacuerdo y una serie de enfrentamientos hirientes, que sin embargo pueden derivar a una ácida, creíble comicidad. Nuevo enfant terrible del cine canadiense, el quebecoise Xavier Dolan tiene todos los atributos para asumir en pleno derecho ese título: es efectivamente precoz (escribió, dirigió y protagonizó ésta, su ópera prima, entre los 17 y los 19 años), no le falta irreverencia, le sobra soberbia y, por si fuera poco, no puede sino reconocerse su talento, tal como sucedió en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes 2009, donde Yo maté a mi madre se llevó los tres premios principales. Tal como él mismo ha declarado, su primer largometraje no es estrictamente autobiográfico (como sí lo era el desgarrador Tarnation, de Jonathan Caoutte, con el que puede llegar a asociárselo), pero al mismo tiempo ostenta esa verdad que proviene de una expresión de neto corte confesional. “No sé qué pasó... Cuando era chico, nos queríamos”, confiesa a cámara Hubert (el propio Dolan), refiriéndose a su madre. Ahora Hubert tiene 16 años y, como le dice –le grita– en la cara a su madre, la odia. O no la soporta, más bien. No tolera la manera en que come (plano detalle de las comisuras de los labios de la madre, chorreadas con queso crema), ni el modo en que viste, ni cómo maneja el auto o arregla la casa (plagada de adhesivos y empapelados de flores, de mariposas, de texturas animales). Todo en ella le provoca rechazo, furia, vergüenza, indignación. “Somos incompatibles”, reconoce en voz bien alta Hubert, como si el suyo fuera un destino manifiesto e irreversible. De título tan sincero como simbólico, Yo maté a mi madre es un film hecho desde la subjetividad de su director y su personaje, que son un poco el mismo. Más de una vez, Hubert imagina a su madre en un ataúd. O cuando la profesora le encarga un trabajo sobre su familia dice no poder llevarlo a cabo porque la declara muerta: “Mi madre falleció”, afirma, para consternación de la docente. No pasará, sin embargo, una secuencia para que la cámara impiadosa de Dolan siga los tacos frenéticos de Mme. Lemming marchando enardecidamente por los pasillos del colegio para desmentir a su hijo delante de todo su curso. Hay pathos, y mucho, en Yo maté a mi madre, pero también humor –ácido, cáustico– en un film capaz de pasar de un estado al otro en cuestión de segundos. Esa mezcla de angustia y violencia (siempre verbal, casi nunca física, pero tanto o más hiriente) con dosis equivalentes de ironía y corrosión dan por resultado un film inusual, al mismo tiempo tan visceral como distante, tan furioso como racional. Hay algo auténticamente inquietante en la manera en que Hubert insulta a su madre, acusándola de sufrir de Alzheimer o de extorsionarlo sentimentalmente. Pero a la vez, esa histeria desatada entre ambos por la más mínima chispa nunca deja de ser enfermizamente graciosa, expresión de una patología que de tan extrema se vuelve cómica. El kitsch –manejado con prudencia, tamizado por pinceladas pop, como esos pequeños planos abstractos con detalles de la casa que padecen juntos– es una de las herramientas de Dolan como director. Como actor, es siempre medido, inteligente: sabe aprovechar muy bien su propio narcisismo y no necesita subrayar nada de sí para desnudar en Hubert una homosexualidad que la madre se resiste no tanto a aceptar como a mirar de frente. Por su parte, Anne Dorval es una partenaire perfecta: no hay nada grotesco en ella y, sin embargo, la subjetividad de la mirada de Dolan por momentos la vuelve monstruosa. Hay una escena que resume muy bien esa terrible relación que los une y los separa. Después de un momento en el que se han dicho de todo, los insultos más hirientes y feroces, Hubert, a punto de ser internado en un colegio pupilo, le grita, como una amenaza: “¿Qué harías si me muriera hoy?”. Y la madre, mientras lo mira partir, murmura para sí, desconsolada: “Me moriría mañana...”
Mamma mía y sólo mía Visceral y honesto son los términos que encajan adecuadamente en esta provocativa y deslumbrante ópera prima de la promesa canadiense (oriundo de Quebec) Xavier Dolan, quien con sus 20 años cautivó a la crítica en la Quincena de realizadores del festival de Cannes en el 2009, donde fue multipremiado por Yo maté a mi madre, film que también pudo verse en el festival de Mar del Plata con similar recepción por parte de la crítica especializada. Además de escribir y dirigir esta mezcla de diario confesional, desbordante y con un estilo propio vinculado a una estética pop pero con auto conciencia y una demostración soberbia de manejo de recursos cinematográficos (planos abstractos, oníricos, fuera de campo, sonidos de referencia y puesta en escena minimalista), Dolan protagoniza el film encarnando a Hubert, un adolescente de 16 años que rompe el hielo frente a cámara con un manifiesto enojo sintetizado en una frase más que elocuente: “No sé qué pasó... Cuando era chico, nos queríamos”. La referencia directa es a su madre Chantal (Anne Dorval), quien demuestra en el primer momento una capacidad asombrosa de absorber todo tipo de crítica destructiva, insulto y palabras hirientes por parte de un muchacho que roza a cada instante la histeria femenina; realiza agudas observaciones que no hacen más que resaltar la vulgaridad de la mujer y el desprecio de Hubert. Sin embargo, a medida que progresa esta enfermiza relación amor-odio, tanto en las cuatro paredes que los aprisionan como fuera del hogar, se va develando una suerte de indiferencia y como su contracara la excesiva sobreprotección que no deja crecer a un adolescente ávido de libertad, condicionado por la dependencia materna y la ausencia de un padre tras una separación que data del pasado. Ese pasado que ya no volverá es uno de los lazos que se han roto para Hubert y su mamá; esporádicos momentos de plena felicidad donde se sentía protegido y querido, no juzgado y por ende no expuesto a un mundo difícil, complejo y hostil. Si hay algo que no se puede enseñar como padre a los hijos es a sufrir. Se puede aprender a amar y a odiar pero el sufrimiento es una experiencia y un conocimiento intransferible que se presenta de muchas maneras y se exterioriza de otras como sucede en este relato de búsqueda de la identidad; de la necesidad perentoria de matar simbólicamente a los padres para crecer y en un segundo plano: un cáustico y muy singular enfoque subjetivo de las relaciones madre-hijo. La incomunicación no siempre se constituye en el silencio o la indiferencia, sino que muchas veces se construye a partir del exceso de las palabras; de los insultos y de los reclamos que opacan cualquier intento de reconocer al otro en toda su dimensión, con sus defectos y virtudes. Tampoco se puede enseñar a escuchar. Es por eso que Dolan, aunque haya declarado que no se trata de una autobiografía, se vale de la fuerza del cine para gritar su verdad y se codea desde lo conceptual con el espíritu juvenil de la Nouvelle Vague más allá de la obvia referencia cinéfila a Los 400 golpes (la escena en que comunica a su maestra que su madre murió); y se empapa de la rabia y suciedad de un Cassavettes a la hora de planificar escenas de alto impacto dramático. Todo ese torbellino de sensaciones a veces asfixia, igual que la propia adolescencia cuando no se sabe cómo seguir; cuando se quiere regresar al pasado de seguridad (hay una escena maravillosa del protagonista en posición fetal dentro de una bañera que hace las veces de útero) y sobre todo de ingenuidad en pos de sufrir un poco menos o por lo menos hacerlo acompañado de la caricia de una madre.
Yo maté a mi madre es un film que Dolan escribió a los 16 años (y rodó a los 19), que asume con honestidad su condición autobiográfica. Interpreta a un joven gay en constante conflicto con su madre, a la cual odia pero de la que no puede despegarse La figura del canadiense Xavier Dolan fue un descubrimiento de Cannes (vieron que los festivales de cine servían para algo) que reconoció de buena manera a Yo maté a mi madre y también a Los amores imaginarios, su segundo film. Pero más allá de los logros y reconocimientos, lo que sorprende en Dolan es su edad, y esa edad puesta en abismo con la solidez de sus películas. Yo maté a mi madre es un film que escribió a los 16 años y que filmó a los 19 (actualmente tiene 22 y se encuentra rodando Laurence anyways), y que asume con honestidad su condición autobiográfica: allí interpreta a un joven gay en constante conflicto con su madre, a la cual odia pero de la que no puede despegarse definitivamente. El cine de Dolan es doloroso, cruel por momentos, pero no deja de lado el humor y el amor. Y todo esto, revitalizado por una narración enérgica, avasallante con esa desvergüenza que permite la juventud. Yo maté a mi madre es el borrador o el germen de algo que está por surgir, y que ya deja ver gran parte de su talento. Pero Dolan no es solamente ese joven cineasta independiente que tiene como objetivo hacerse un nombre en el circuito festivalero y nadar en las aguas de la comodidad. O sí, pero no solamente eso. Dolan es actor y se lo ha visto en películas de terror como Martyrs, incluso protagonizó la comedia negra Good neighbours junto a estrellas como Jay Baruchel y Scott Speedman y ha sido la voz de Stan, personaje de la serie animada South Park, en la versión canadiense. Es decir, Dolan es un emergente de la cultura pop (algo que estalla sobremanera en Las mujeres imaginarias), que descree de los lugares consagrados o estancados de la altura cultura, para ensuciarse en los barros del submundo artístico. Un provocador que si bien recurre a lo autobiográfico, tiene la suficiente inteligencia para contaminar eso que cuenta con sus influencias, que en Yo maté a mi madre son claramente cassavetianas y en su segundo film son mucho más almodovorianas. Ese procedimiento hace que lo autobiográfico se justifique por medio de lo cinematográfico y no tanto por lo confesional, que las más de las veces es enemigo del cine. Yo maté a mi madre es una historia de amor a dos puntas: la del propio director/protagonista con un joven y la del director/protagonista con su madre, una mujer por cierto bastante inútil. Ambas transitan por idas y vueltas que dejan en evidencia la inconsistencia emocional de Hubert (Dolan), quien intenta decodificar si el odio no es más que una de las partes del amor. El film se vale del melodrama y del drama indie, como así también de lo experimental, y si bien el tono puede ser intenso por momentos, con sus actuaciones deudoras del cine de John Cassavetes, Dolan nunca deja de lado el humor: un humor voluntario y buscado, o que surge de la crueldad con que su personaje reflexiona sobre el mundo. Si bien hay una mirada sobre la sexualidad y lo social, básicamente es la relación entre hijo y madre lo que conduce el relato. Ahora, Yo maté a mi madre tiene en su contra la increíble fascinación que genera la figura de Dolan, lo que hace que por momentos se exageren un poco sus logros. Poniéndola en perspectiva es un drama atendible, con personajes por demás ricos en matices, aunque el film gira en falso y se repite a la par de la inconsistencia de su protagonista adolescente (tengamos en cuenta que es la película escrita por un chico de 16 años). De todos modos es un cine vivo, potente, avasallante, que tiene la honestidad de reconocerse tal cual es. Generacional, Yo maté a mi madre es una película con el punto de vista puesto en la adolescencia, pero que reconoce todas sus fallas y taras. Como decíamos, una muy buena carta de presentación para un autor a tener en cuenta.
El azar de la distribución cinematográfica quiso que este año se estrenen dos películas provenientes de Quebec. Pero bajo la procedencia en común y los premios obtenidos por ambas en distintos festivales, emergen dos propuestas diametralmente enfrentadas. Incendies es un drama de qualité que modera el sufrimiento de sus personajes con la belleza plástica de las imágenes. En cambio Yo maté a mi madre, la notable opera prima de Xavier Dolan, es una película visceral, honesta y singular. Al frío cálculo de Villeneuve, Dolan opone el riesgo permanente. El enfant terrible del cine québécois, que escribió, dirigió y protagonizó esta película entre los diecisiete y los diecinueve años, crea un salvaje collage personal que mezcla humor, crueldad y precisos registros cotidianos, a través de formas heterogéneas. El título refleja el impulso primario que caracteriza a toda la película. Yo maté a mi madre retrata a un dúo disfuncional y algo perverso formado por un adolescente ávido de libertad, descubrimientos artísticos y encuentros amorosos; y su madre, un ser irritante y monstruoso a los ojos del hijo. Dolan utiliza el guión como catarsis, del mismo modo que el adolescente escribe una carta de venganza contra esa madre que le provoca rabia y vergüenza. La mera presencia física de los dos protagonistas implica confrontación, la palabra se convierte rápidamente en grito, cada tema plantea un problema y genera una serie de enfrentamientos hirientes. Pero a pesar del hiperrealismo de los exasperantes fragmentos cotidianos (como el plano detalle de los restos de comida en la comisura de los labios de la madre), se percibe cierta ternura con la que el director plantea la dicotomía de sentimientos. La clave del conflicto está en su repetición sin principio ni fin. Dolan filma la violencia de la relación hasta el agotamiento, al compás de los desayunos y las sesiones de tele por la noche, explorando todas las formas y ramificaciones posibles que incluyen una buena dosis de humor cáustico. Las distintas capas de la narración disponen un tratamiento visual particular, el desarrollo del relato se entrecruza con secuencias subjetivas, pequeños planos abstractos, flash-backs de imagen granulada en súper 8, sueños y fantasmas. Las citas y referencias inundan la película: la maravillosa escena de dripping al ritmo de rock electrónico es un homenaje no disimulado a Jackson Pollock, las visualizaciones llenas de excesos de la madre o el primer plano del tubo de kétchup con un horrible mural de fondo remiten sin duda al pop art, y las secuencias musicales con los personajes de espalda y en cámara lenta tienen un aire al último Gus Van Sant. Las cartas y los mensajes sobreimpresos en la pantalla le otorgan una dinámica original al relato, pero no sucede lo mismo cuando se trata de simples citas. El dispositivo de cámara-confesión en blanco y negro con el cual el protagonista se auto filma resulta un poco inútil. Pero estas pequeñas reservas son en realidad el reverso de una audacia furiosa y de un despliegue creativo alejado de la impostura, que son fieles a la edad del director. El deseo de ser único convive con las múltiples influencias y genera una bienvenida mezcla de lucidez e ingenuidad.