A sus ochenta y cuatro años Clint Eastwood sigue contándonos historias con la pulcritud narrativa que coloca a sus películas entre las más esperadas por el gran público. Esta vez el realizador californiano nos sorprende con un nuevo género, el musical, que en esta historia basada en hechos reales se combina con el biopic: la creación, ascenso y caída del cuarteto estadounidense The Four Seasons contada desde el punto de vista de su cantante principal, Frankie Valli. Más allá de una ambientación detallada, sustentada en una cuidada iluminación (ni blanco y negro ni sepia) que remite, sin necesidad de un título aclaratorio, a la década de los cincuenta, y el valor de esta obra reside en la originalidad narrativa. ¿Jersey Boys es la historia de The Four Seasons o es la historia de Frankie Valli? Yo diría que es una mezcla de las dos. Si bien el protagonista indiscutible es el cantante, estrella de la banda por su poderoso falsete, los guionistas hacen un ejercicio interesante de cambio de punto de vista. Digo interesante no sólo porque le confiere valor narrativo a la película -que desde luego no lo tendría si este recurso no estuviese bien utilizado-, sino también porque hace crecer una historia que contada de forma lineal e unipersonalmente, sería una biopic más. ¿Quién es el personaje cuya vida tiene tanto valor narrativo como para hacer una película? Frankie Valli. ¿Por qué su vida es suficientemente interesante para hacer de ella una película? Porque fue parte fundamental de un cuarteto exitoso, The Four Seasons. Ahí está el interés. El éxito, y sobre todo la decadencia, hasta su disolución, desde cuatro voces, cuatro personas y cuatro personajes. De todas formas se echa en falta la participación del realizador en el guión, porque, aunque está bien contada, a lo cual contribuye una narrativa audiovisual impecable (ese plano picado con el eje descentrado en la barbería al principio que vaticina un futuro descalabro), le falta profundidad narrativa. Le falta valor humano, le falta interés en la construcción de personajes y conflictos. No en el contenido, si no en la forma. No digo que no haya contradicciones, que los personajes no sean tridimensionales ni que el conflicto externo sea insuficiente. Sólo echo en falta la dimensionalidad y profundidad de historias como “Milion dolar baby” (2004) o “Gran Torino” (2008) Le falta, a mi parecer, trascender el entretenimiento y la industria para llegar a ser arte.
Más allá del título en español, que aunque no respete la traducción literal anuncia con sinceridad el género, la película es un confuso puzzle de piezas melodramáticas. Y esto no sonaría peyorativo si su referencia fuese cualquier obra del prestigioso narrador de melodramas Douglas Sirk. Pero como no es el caso, “Pasión inocente” se asemeja más a un telefilme. La construcción de personajes parece haberse quedado en la primera fase, tanto es así que más que personajes -tridimensionales, con contradicciones- lo que transita la historia son estereotipos: un hombre maduro aburrido de la vida, su mujer ociosa e histérica, su hija adolescente, cuanto más consentida, más caprichosa. El trasfondo, la profundidad, la dialéctica moral que hace interesante a un personaje, no existe; prueba de ello es el sorprendente final que anula cualquier posible arco de transformación que modifica a un buen personaje tras haber sufrido una buena trama. De la misma forma, la trama se queda a medio camino. Lo que podría llegar a ser verosímil -una adolescente atraída por un adulto y viceversa- resulta casi ridículo debido a los pasos gradualmente mal construidos de la atracción. Quizás por querer narrarlo con sutileza y evitar así lo telenovelesco, el proceso de acercamiento y enamoramiento entre ambos protagonistas se revela imposible de creer, acartonado y forzado. Durante una buena parte del relato, el personaje de Felicity Jones (una chica de 18 años que vive de intercambio en una familia yanqui) parece buscar al de Guy Pearce (padre de la familia yanqui) por afinidad con él, por necesidad de compañía agradable que no encuentra ni en la hija infantil ni en la madre aburrida. Y es por eso que el roce de manos, el beso que detona la pasión -no tan inocente- resulta brusco, porque no tiene base previa. También hay soluciones narrativas poco trabajadas a nivel de guión, fáciles o manidas, y cuestiones de credibilidad que no se sostienen y a las que se podría prescindir porque no son necesarias para la trama. Y desde luego el final, que si bien se puede entender como una crítica a un estilo de vida de apariencias y fingimientos, de comodidades por encima de pasiones, resulta confuso e inconcluso.
Una sutileza exquisitamente elocuente y una contención interpretativa abrumadora Pawel Pawlikowski elige espeluznantemente bien la imagen de apertura de su película: unas novicias tallan una imagen -por supuesto, rígida- de Cristo y lo sacan al patio nevado del convento. La metáfora, una vez terminada la proyección, es clara. Sacar la inamovible fe de la seguridad monótona del convento para probar la salvaje e inhóspita vida del exterior. Eso es lo que vive la protagonista. Anna, una novicia que del horfanato pasó directamente al convento, se ve obligada a salir de él porque su tía, única familiar viva, la invita a conocer la verdad. Y ahí empieza la vida. Y la película. La búsqueda de la verdad, el sufrimiento de llegar a saberla y la valentía de enfrentarse a ella. El detonante es la revelación brusca y descarnada que le hace su tía Wanda sobre su origen judío: “eres una monja judía”, le dice. Con el conflicto sembrado, comienza un viaje físico y metafísico que las cambia a las dos. Pues, aunque la película lleve por título el nombre de la monja, el papel de la tía por momentos la supera en importancia y, desde luego, en personalidad. Su objetivo es firme “no permitiré que desperdicies tu vida”, pero la oposición supera cualquier razonamiento, deseo o sentimiento: la fe mueve montañas. Pero la verdad no deja impasible. En el viaje ocurre todo, la vida se condensa en unos pocos días, toda la vida que Ida no vivió durante 20 años, toda la vida a la que está dispuesta a renunciar para recibir sus votos. ¿Por qué murieron sus padres, dónde están enterrados, por qué ella no está allí con ellos, por qué su tía no la sacó del horfanato y la llevó a vivir con ella? De una sutileza exquisitamente elocuente y una contención interpretativa abrumadora, la realización habla de todo a partir de dos hermosos personajes contrapuestos: una mujer pasional, libre, valiente, sufriente, independiente, y una niña ingenua, delicada, manipulada y anulada por una institución que la priva de los sufrimientos de la vida, pero también de sus placeres. Una fe aplastante que se manifiesta plásticamente en el encuadre deformado: un aire superior siempre descompensado que hace pensar en la omnipresencia de ese Dios omnipotente. De hecho, Wanda lo menciona con la ironía atea que la contrapone a su sobrina: ¿”Y si vas (al lugar donde murieron los padres) y Dios no está?” Un silencio elocuente donde la mirada del cuestionamiento y de la fe se cruzan y una sentencia rotunda: “Dios está en todas partes”. Sin obviar una fotografía hermosa, elegido con acierto el blanco y negro, y unos planos deliciosos que se enhebran en la retina de una forma orgánica y elegante, la grandeza de la obra está en el mundo que se abre con cada gesto contenido, con cada palabra no dicha y con cada mirada desviada. El juego de la sutileza, del subtexto, del decir todo sin hablar nada. Y el final es sorprendente porque, aunque la narración se cierra rotundamente, las posibles motivaciones que expliquen ese final se amontonan en el entendimiento del espectador e incitan a volver a ver la película buscando una justificación más convincente a tal comportamiento de la novicia. Otra grandeza es que sugiera distintas lecturas sin hacer trampa con un final abierto que el imaginario del espectador tenga que rellenar. “Ida” es la historia de una monja que sale del convento a probar la vida. Y la vida la seduce de una forma tan arrebatadora que la idea del sufrimiento, por supuesto intrínseco a la misma, la hace volver al convento con el rabo entre las piernas y el remordimiento de no tener la valentía de vivirla.
Que te roben un bien material es un agravio que produce rabia y a veces moviliza a la venganza. Que te roben la dignidad es un paradógico motor que te hace luchar por recuperarla. De esa lucha, que Sergio Martínez pelea fuera y dentro del cuadrilátero, habla Maravilla. Este documental de producción argentina retrata la persecución casi obsesiva (sin connotación negativa, pues, precisamente por obsesiva, fructífera y heroica) del boxeador Sergio Martínez, apodado “Maravilla”. Tras conseguir el cinturón, galardón del título mundial de peso mediano del CMB, los medios de difusión del boxeo en Estados Unidos comienzan a invisibilizarlo a la par que publicitan a Julio Chávez Jr. como el gran y verdadero campeón. “Maravilla” Martínez se niega a resignarse a tal trato e inicia su entrenamiento físico y mental para lograr un combate con el hijo del mito mejicano del boxeo. El dominio técnico de la realización es sobresaliente, sobre todo el montaje. Un buen ejercicio de ritmo que emula el tiempo ágil del deporte que retrata. Y también las imágenes de archivo, que otro director no introduciría por la baja calidad (sobre todo en comparación con la extraordinaria definición de la imagen contemporánea) y que sin embargo Juan Pablo Cadaveira se atreve a incluír, proporcionándole al documental un eco poético de nostalgia y superación. De los pocos momentos donde el montaje pierde ritmo sería precisamente el clímax: el esperado y anunciado combate entre los dos rivales. Se hace largo, martirizante, recargado de efectos que buscan la emoción e innecesario. Harina de otro costal es la narración. Si bien el relato se sostiene e incluso crea intriga, y tiene mérito porque ya desde un principio el final se adivina (¿si no, por qué un documental sobre el púgil quilmeño?), el tono es por momentos maniqueo. El mártir argentino del boxeo actual sufre ofensas y desprecios de su contrincante, el usurpador del cinturón, y por tanto de la dignidad y honra del protagonista. Así como la trayectoria de Sergio, los baches que hubo de superar, la soledad y sacrificios a los que se enfrentó no están retratados con demasiado sensacionalismo ni sensiblería, en las escenas de enfrentamiento entre el malo de la película, el mejicano Julio Chávez Jr., y el protagonista, héroe idealizado, se palpa una parcialidad que perjudica la historia. Pues se convierte ésta en el común relato que respira idolatría, pudiendo haber sido la presentación -no necesariamente imparcial- de una lucha por la dignidad y el reconocimiento de un hombre que lucha por su derecho.
“El cielo otra vez” contiene en el título la esencia de su narración: es la historia de una re- (“otra vez”) liberación (“el cielo”). Y como canónico documental, visibiliza una problemática, más bien la solución a ella, de la cual la sociedad no es consciente: la repoblación de cóndores en la Patagonia. A partir del proyecto de conservación del cóndor andino, el largometraje entreteje, en un símil con el propio programa, una parte biológica con otra más mitológica. En la primera se explican los aspectos puramente científicos de la cría en cautividad de los huevos que engendra la pareja de carroñeras en el zoológico de Buenos Aires. Desde el inicio del proyecto, en el año 1991, cuando comienza la búsqueda de un lugar orográficamente adecuado para la residencia de la gran ave, que se sabía llevaba 170 años extinta en la vertiente atlántica del continente americano, hasta la última fase de alimentación artificial de los ejemplares ya en libertad. En la segunda, la que aporta el toque original a la producción y la convierte en un documental superando el aspecto de reportaje que tendría si se limitase sólo a la parte técnica, se intenta recuperar la mitología que se genera ancestralmente alrededor de este animal, transportador de las almas de los muertos al cielo. Si bien el entretejido de ambas tramas resulta un poco escaso, el problema radica en la calidad del mismo. Por un lado, la explicación de los aspectos biológicos se ve menguada por los intentos de mitología que se quedan en simple misticismo: muchas experiencias personales y sensaciones individuales de los involucrados en el programa resultan en ausencias de información sobre la propia ave. Cuáles son las causas de la extinción del cóndor en el Este del continente; si el programa lleva más de veinte años, no será que las causas de dicha extinción aún existen y el proyecto no alcanzará el que debería ser el objetivo: la existencia emancipada del cóndor en su hábitat natural; sobrevivirá el cóndor si en algún momento el alimento deja de llegarle de forma artificial (son los voluntarios del proyecto los que esparcen carroña bovina por el territorio donde son liberados los pichones); si realmente falta la fauna de la que la carroñera se alimenta, no será que el programa necesita de una segunda fase para recuperar el hábitat entero de la Patagonia... Y la segunda rama del proyecto, la referente al aspecto mitológico del animal, es casi inexistente. Dice uno de los biólogos “el proyecto cóndor tiene dos alas, como el cóndor, una es la hiper-biología, la otra es la cosmovisión de los pueblos originarios”. Los pueblos originarios apenas tienen voz y mucho menos se observa la interacción de ellos con el cóndor ni se explica por qué. En palabras de una nativa de los “pueblos originarios”, la recuperación del cóndor “nos ayuda a saber que están recuperando nuestra identidad”. La música viene un poco a suplir esta ausencia de lo emocional que conecta a los pueblos con el cóndor, y que debería crear empatía del espectador hacia el proyecto. Una música que entra en momentos climáticos del proceso de liberación y que, al igual que en una ficción, subraya los puntos de inflexión y superación en el camino hacia el objetivo. “El cielo otra vez” es más el canto a lo que Gustavo Alonso considera un triunfo, que la presentación descarnada (en tanto que radical o cuestionadora) de una realidad que, objetivamente, no alcanzó su punto de equilibrio.