En Lolo, el hijo de mi novia, Julie Delpy pierde la brújula Actriz de larga y notable trayectoria -trabajó con Jean-Luc Godard, Krzysztof Kieslowski, Richard Linklater y Jim Jarmusch-, la francesa Julie Delpy tiene también una carrera como directora: Lolo: El hijo de mi novia es la sexta película en la que cumple ese rol. Desafortunadamente, no es de las mejores. Delpy interpreta a Violette, una parisina divorciada que trabaja en el artificial mundo de la moda francesa (hay una breve participación del veterano diseñador Karl Lagerfeld), disfruta de consumos culturales sofisticados y está llena de manías y fobias burguesas. Busca denodadamente una pareja y encuentra un candidato impensado en un balneario en el que descansa con un par de amigas que viven una situación parecida y tienen lenguas muy afiladas. Jean-René, su flamante conquista, es un provinciano dedicado a la informática cuyos intereses están en las antípodas de los de Violette (Dany Boon, en un papel que tiene similitudes con el que hizo en Bienvenidos al país de la locura, de gran éxito en Francia). Pero hay piel entre ellos y la relación parece tener un futuro prometedor. Hasta que aparece Lolo, el hijo de Violette, un joven cínico y malicioso que mantiene con ella una relación edípica. Lolo es artista plástico, tiene modales completamente teñidos por la altanería y, por sobre todas las cosas, está decidido a hacerle la vida imposible al nuevo novio de mamá. No es refinamiento lo que sobra en el humor de la película, ramplón, superficial y obvio en más de un gag. En manos de Claude Chabrol, un personaje como el que interpreta con gracia el joven Vincent Lacoste (un notable caso de precocidad: con apenas 22 años, ya filmó casi una veintena de películas) podría haber sido el disparador de una comedia negra cargada de inteligencia y causticidad. Pero Delpy se inclinó por resoluciones que casi siempre son torpes y efectistas, propias de una mala tira televisiva. Es tanta la fruición por acumular chistes de dudoso gusto que ni siquiera queda tiempo para cerrar la historia de una manera lógica. Jean-René debe alejarse de Violette luego de una serie de venenosas celadas tendidas por el celoso Lolo de las que podría haber escapado con facilidad si un guión plagado de trazos gruesos y groseras manipulaciones no se lo hubiese impedido.
Mecánica popular es una película al borde de un ataque de nervios El de Alejandro Agresti es un caso raro. El año pasado, el tardío estreno de El acto en cuestión, una película que filmó en 1993, nos recordó la aparición en escena de un cineasta lúcido, imaginativo e irreverente que en los años 80 desarrolló una interesante primera etapa de su carrera en Holanda y evidenció su capacidad para producir un cine enérgico, comprometido y personal en películas como El amor es una mujer gorda (1987) y Boda secreta (1989). Pero en algún momento Agresti cambió de rumbo -ya en Buenos Aires viceversa (1996) daba pistas de ese viraje- y su cine empezó a denotar cierta inclinación por la hipérbole, el trazo grueso y la declamación permanente. Mecánica popular es probablemente la consumación más acabada de ese estilo que, claramente, no lo ha beneficiado. El argumento es muy sencillo, incluso débil: una escritora joven (Marina Glezer) llega a una editorial y exige que lean y publiquen su primera novela. Amenaza con suicidarse si el responsable del sello (Alejandro Awada) no cumple con su deseo. A partir de ahí la película se transforma en una sucesión de conversaciones en las que el personaje de Awada tiene mayor protagonismo: cínico, descreído, aficionado al whisky y el tabaco, se queja con una intensidad desmesurada de los que bajan línea en el mundo del arte, pero, paradójicamente, hace exactamente lo mismo. ¡Y cómo! Y ése es uno de los mayores problemas de la película: los personajes parecen maniatados por los discursos del director, son simplemente vehículos de sus ideas sobre la política, la literatura y el cine, que, por otra parte, están teñidas de resentimiento y funcionan casi siempre a fuerza de lugares comunes. El ingreso en la historia de un personaje fantasmal encarnado por Romina Ricci en un registro abrumadoramente altisonante no mejora las cosas. A partir de su aparición, todo parece fuera de control: lo que se dice, por lo general a los gritos, siempre tiene tono imperativo, mientras que las actuaciones se sumergen sin prejuicios en un verdadero festival de la exageración. A través de esos personajes que viven al borde de un ataque de nervios, Agresti escupe su malestar contra el vacío cultural, el esnobismo, las modas intelectuales, la herencia de la dictadura militar y hasta el cine de David Lynch, colocándose como el portador de una verdad revelada que el resto del mundo, según él, desconoce. Esa actitud revela una clara megalomanía y perjudica mucho más su cine que la supuesta paja dialéctica contra la que sus personajes despotrican, presos de una furia ajena que no les permite el vuelo propio.
Misterio, pesadillas y mucha truculencia Estrenada en el Festival de Venecia en 2015, esta provocadora película austríaca ha generado todo tipo de polémicas. No casualmente su productor es Ulrich Seidl, pareja de la directora Veronica Franz y responsable de la trilogía Paradies, que también desató virulentas discusiones en cada lugar donde fue exhibida -en la Argentina sólo se estrenó la primera parte, Paraíso: Amor (2013), protagonizada por una cincuentona enredada en una humillante historia de turismo sexual en África-. En este caso, los protagonistas son dos inquietantes gemelos que en el inicio de la historia aparecen extrañamente solos en una sofisticada casa en medio de la campiña. Hasta que llega su madre, una veleidosa conductora televisiva que se ausentó un tiempo para someterse a una cirugía estética y de inmediato empieza a tener serios problemas con ellos. Temperamental y neurótica, la mujer trata a los chicos con una frialdad y un desprecio -sobre todo dirigido a uno de ellos- que los transforma en inesperados enemigos. En algún momento, esa enemistad manifiesta muta en alarmante sospecha: ¿esa mujer con la cara cubierta es la misma que teóricamente entró al quirófano? Sometida a una serie de pequeñas pruebas por esos niños de comportamiento exótico que coleccionan insectos y parecen perturbados por algún trauma del pasado, la mamá definitivamente no logra convencerlos. Y de pronto queda convertida en su insólito rehén. Se desatará entonces un ominoso catálogo de perversidades con el que los directores se regodean en exceso. Esa insistencia en una detallada exhibición de crueldades quizás sea la principal flaqueza de la película, cuya referencia más visible es Funny Games, otro cuento perverso del también austríaco Michael Haneke, pero que también dialoga con Los ojos sin cara, de Georges Franju; Pacto de amor, de David Cronemberg, y La piel que habito, de Pedro Almodóvar. El riguroso trabajo de puesta en escena de la dupla de directores es fundamental para la creación de un clima espeso y oscuro que cubre por completo este estilizado thriller psicológico que combina misterio, pesadillas y truculencia con una malicia que estremece.
Una investigadora de la magia del cuerpo En febrero de 2010, Iván Gergolet, cineasta italiano de familia eslovena que en buena parte emigró a la Argentina, viajó a Buenos Aires para acompañar a su mujer, anotada en uno de los seminarios de María Fux. Ese fue el origen de esta película centrada en el poderoso y transformador trabajo de esta bailarina y coreógrafa argentina que a los 93 años sigue al pie del cañón, trabajando a conciencia en sus famosas clases de danzaterapia, a las que asisten personas de todas las edades. "A través del movimiento se generan cambios que no son sólo físicos, sino que involucran activamente a nuestro cuerpo interno, muchas veces aislado, ignorado, con miedos o problemas tanto sensoriales como psíquicos. Cuando bailamos expresamos no sólo la belleza, sino también los miedos, la rabia, la angustia, el dolor", asegura la veterana maestra, que adapta sus enseñanzas según la necesidad de cada alumno. El film captura con sencillez y elocuencia el espíritu de esta investigadora incansable de los secretos del cuerpo.
Rústicos arrieros de los Andes El director mendocino Néstor "Tato" Moreno produjo y dirigió este emotivo documental protagonizado por Eliseo Parada, un puestero del sur de la provincia dedicado exclusivamente a la cría de su propio ganado. Como bien expresa en las canciones y décimas de su propia autoría que aparecen en la película, la vida en ese imponente paisaje que Moreno captura con nitidez y buen gusto no es nada fácil. La indiferencia de las autoridades ante los modestos reclamos de esta gente que aún mantiene en pie una larguísima tradición no colabora para mejorar las cosas. Una historia de vida singular, digna de ser contada por la enorme entereza de su protagonista y su evidente resonancia simbólica, relacionada con un modo de entender las cosas que responde a lógicas muy diferentes a las del desarrollo urbano.
Todos contra Juana Estrenada el año pasado en el Bafici, esta ópera prima de Martín Shanly es un prodigio de sencillez y elocuencia. También de originalidad: no son muchas las películas del cine argentino que han explorado la vida cotidiana de los alumnos cuyos padres eligen la educación privada, ese lugar apresuradamente idealizado que suele reflejar con más claridad las aspiraciones de los adultos que las de los chicos. Juana es una alumna díscola e intrigante de una escuela bilingüe de gente de clase acomodada. El espacio para correrse de las pautas establecidas es ahí muy reducido. Shanly configura ese universo asfixiante en el que se mueve la protagonista, muy similar al que aprisiona al torturado Antoine Doinel de Los 400 golpes, el clásico de Trufaut, hilvanando escenas que duran exactamente lo que deben durar para no perder eficacia. Pero además tiene imaginación y sentido del humor para contar lo que necesita sin recurrir a las obviedades ni ser burdamente explícito. Un buen ejemplo es la escena en la que la mamá de Juana pinta unos vistosos pájaros para decorar unos platos de porcelana que a la jovencita le parecen "demasiado lindos". Juana objeta esa belleza inalterable, la cuestiona y obtiene una respuesta reveladora: "Los copié de un libro, tienen que ser iguales, tienen que ser así". La discusión queda rápidamente saldada porque la madre ni siquiera considera la posibilidad de mudar alguna de sus arquetípicas convicciones, por más banales y retóricas que sean. Todo lo que pasa en el universo que rodea a Juana es de algún modo una reproducción a escala mayor de esa situación: un entorno que no la interpreta, que no dialoga demasiado con ella, sino lo hace en sus propios términos y que no parece dispuesto a ceder casi nunca. Perceptiva, Juana toma nota de esa hostilidad y se rebela a su manera: no presta atención en clase, tiene dificultades con el inglés y trama una inocente venganza contra dos compañeras que la marginan de manera ostensible simplemente por no parecerse a los demás. En ese contexto donde todos parecen asociados para excluirla, la figura del padre brilla por su ausencia y la mamá simula escucharla, pero termina delegando en los curiosos métodos de la psicopedagogía un problema del que insólitamente no sospecha ser parte. Shanly sabe cómo descubrir el encanto de su atribulada heroína: cuando la muestra divirtiéndose durante un examen médico que exige solemnidad y rigidez o transformándola en una tierna vampiresa que se obstina en participar de una fiesta de disfraces a la cual hicieron todo lo posible por no invitarla. Y si se habla de descubrimientos hay que destacar el de Rosario Shanly, hermana de este director que también viene desarrollando su carrera como actor en la escena del teatro independiente porteño: ella es el eje alrededor del cual gira la historia y se hace cargo con una solvencia que asombra. Apañada por un elenco que también incluye a María Passo, la verdadera mamá de los Shanly -otro gran acierto, a la luz de los resultados-, y a un par de actrices notables -Mónica Raiola y María Inés Sancerni, perfectas en sus intervenciones-, Rosario brilla con luz propia, consigue eso que pasa de vez en cuando con los personajes del cine que quedan grabados en la memoria: que deseemos saber cómo siguió su vida después de haberla acompañado apenas por un rato.
En el inicio de la seducción De un día para el otro, la vida de Isabel cambia por completo. Vive con su mamá y un hermano menor en una modesta casa de Tumbaya, un pueblito de apenas 300 habitantes ubicado a orillas del río Grande, en la quebrada de Humahuaca. Pero la construcción de un lujoso hotel-spa altera la tranquilidad del lugar y, sobre todo, su vida cotidiana. Vendiendo las empanadas que su madre cocina para los empleados que construyen ese enorme edificio que despierta en ella curiosidad y entusiasmo conocerá a Migue, que le lleva unos años, y tendrá su primera relación amorosa. Una historia más o menos tradicional de iniciación, es cierto. Pero Luján Loioco, directora que debuta en el largometraje con esta sólida película presentada el año pasado en el Bafici, logra dotarla de singularidad y eficacia trabajando con aplomo cada detalle: la actuación de Mercedes Burgos es muy convincente, la narración fluye con naturalidad y las escenas más riesgosas -las de las primeras experiencias sexuales de la jovencita- están filmadas con mucha sutileza. Lo más notable de la película, sin embargo, es la postura que toma frente a la protagonista: no la victimiza, la entiende y al mismo tiempo se anima a mostrar el impacto que produce en ella la novedad de su poder de seducción. Isabel cae en la cuenta de que es deseada por los hombres y no sabe muy bien cómo manejarse a partir de ese descubrimiento. Se deslumbra con los perfumes con aroma a "madera mojada y caramelo" de las mujeres que visitan a los empresarios, no oculta su curiosidad por conocer la vida nocturna de la ciudad, quiere calzarse zapatos con tacones y, sobre todo, entra en conflicto con su madre y su mejor amiga, la hija del intendente de su pueblo. El paso de la infancia a la adolescencia suele ser traumático, se sabe. Y la película lo describe con profundidad pero sin alardes. Como telón de fondo y sin ajustarse a la denuncia ni a la escandalización, Loioco da cuenta de cómo funcionan las relaciones de poder en esa sociedad minúscula que, en su propia escala, reproduce las miserias de las grandes urbes. Isabel también sufrirá en el cuerpo las consecuencias de esa realidad. La directora sabe además cómo revelarnos un paisaje imponente, intercalando una serie de planos fijos que cautivan sin recurrir a la estética de la postal. Hay mucha tela para cortar en esta película sencilla y equilibrada, de una madurez notable para una debutante.
En El tesoro, la historia rumana enterrada en un jardín El film de Corneliu Porumboiu recobra el convulsionado pasado de su país a través de las peripecias de una familia en busca de un botín que los salvará económicamente Corneliu Porumboiu es uno de los directores más reputados de la nueva ola del cine rumano, consolidada en la última década. Parte de esa generación dorada que también integran Cristi Puiu, Cristian Mungiu y Radu Muntean, es un artista celebrado por la crítica europea y valorado especialmente en Cannes, donde esta película tuvo un espacio en la sección paralela A Certain Regard. El tesoro empieza con el diálogo entre un padre y un hijo en el que los roles parecen invertidos: es el niño el que pone en caja al papá que llegó tarde a buscarlo a la salida de la escuela. En esa conversación donde todo lo que se dice importa (una característica del cine de Porumboiu) aparece de pronto Robin Hood, el legendario héroe de la tradición británica que ayudaba a los más necesitados. La mención no es gratuita: no pasará mucho tiempo -apenas el necesario para pintar con dos o tres pinceladas la abulia de esa familia cuya gris vida cotidiana parece reclamar a gritos la aparición de algún golpe de timón que cambie las cosas- hasta que Costi, el papá regañado, se encuentre inesperadamente ante una oportunidad que considera única. Un vecino que tiene dificultades para pagar su hipoteca le pide dinero prestado. Ante la negativa de Costi regresa con una oferta que luce más tentadora: la búsqueda de un tesoro enterrado en el jardín de una vieja casa de campo familiar expropiada por el comunismo y que finalmente le fue devuelta en 1989, cuando el régimen de Nicolas Ceausescu cayera derrocado luego de veintidós años de controlar el Estado. Costi decide asociarse a su vecino para la búsqueda, que ocupa la mayor parte de la historia. Se les suma un especialista que genera con su rudimentario detector de metales una serie de situaciones cargadas de un humor no exento de melancolía. La pequeña aventura de los tres protagonistas revela sus ambiciones frustradas y sus sueños ocultos, a través de una farsa liviana que avanza a muy baja velocidad. Planos fijos y largos planos secuencia configuran ese ritmo aletargado -una especie de El tesoro de Sierra Madre en plan Valium, digamos-, mientras empieza a filtrarse con insistencia información sobre la convulsionada historia rumana: la revolución de Valaquia de 1848 -que pretendía expulsar al gobierno impuesto por el imperio ruso-, la implantación del comunismo y sus consecuencias -que aún resuenan-, y la crisis financiera de los últimos años. Capa sobre capa, Porumboiu trabaja sobre la sedimentación que, acumulada, le dio forma a la Rumania contemporánea. Mientras tanto, los personajes excavan, se hunden literalmente en ese pozo que representa para ellos la esperanza de un futuro distinto. Y cuando la monotonía y el desencanto parecen maniatarlos, un final de cuento infantil musicalizado con la áspera versión de la banda industrial eslovena Laibach de Live Is Life, famoso single de los años 80 de los austríacos Opus, los proyecta en otra dirección y confirma a Porumboiu como un agudo observador de la tragicomedia humana.
Las relaciones humanas, a puro deterioro Una de las discusiones clave de la cultura contemporánea es la influencia de las nuevas tecnologías en nuestra vida cotidiana. Internet Junkie se hace cargo de la problemática entrelazando historias de una galería de personajes que sufren un importante grado de dependencia: entre otros, un pretendido militar que seduce y engaña a desprevenidas amantes, un adolescente adicto al sexo virtual, un jugador de ajedrez a distancia que también practica tai-chi y hasta dos agrios ancianos que se disputan salvajemente un control remoto en un oscuro asilo (las escenas de esa hilarante dupla que encarnan la actriz española Ángela Molina y el cineasta mexicano Arturo Ripstein están entre lo mejor del film). Alexander Katzowicz usa el humor como válvula de escape para una historia cargada de un evidente patetismo. En la sociología que plantea el director, el horizonte para las relaciones humanas es puro deterioro.
Mentes brillantes, política y ajedrez La Guerra Fría estuvo repleta de episodios excéntricos. Uno fue, sin duda, la increíble partida de ajedrez que enfrentó a Boris Spassky y Bobby Fischer, llevada a cabo en Islandia en 1972. Desde 1948, la Unión Soviética dominaba las competencias internacionales del deporte, un dato que según las autoridades comunistas confirmaba su superioridad intelectual respecto de Occidente. La aparición de un genio disfuncional como Fischer puso esa certeza en peligro de extinción. El film de Edward Zwick (El último samurái, Diamante de sangre) empieza con Fischer poniendo patas para arriba la habitación de su hotel en Reykjavik. Paranoico desatado, suponía que la KGB lo espiaba. De inmediato, la trama viaja a la infancia de Fischer para explicar los orígenes de esa persecuta: su madre simpatizaba con el comunismo y era el FBI el que seguía de cerca sus pasos. El trauma infantil como motor de conductas futuras, una resolución elemental que cuadra bien en una narración que respira clasicismo por los cuatro costados. De ahí en más, lo que importa son los febriles prolegómenos del match por el título mundial, una guerra de nervios en la que Fischer tiene un rol preponderante. Y Tobey Maguire consigue transmitir la paranoia y la fragilidad del personaje con notable solidez. En lugar de la reproducción mimética (el recurso de Philip Seymour Hoffman en Capote, por ejemplo) elige la construcción de su propio arquetipo, un ajedrecista full time, provocador, sensible y caprichoso cuya relación con todo aquello que no sea peones, torres y alfiles es decididamente problemática, incluyendo la sexualidad. Liev Schreiber también inventa un Spassky muy particular, inmutable en apariencia y controlado siempre por obsesivos guardianes soviéticos. Es evidente que su trabajo estuvo enfocado a esquivar la caricaturización que Hollywood moldeó durante años para cualquier personaje que representara a la URSS. La película no profundiza sobre la vida de Fischer luego de esa extenuante y accidentada partida (murió en 2008, exiliado justamente en Islandia), un derrotero errático cargado de comentarios incendiarios sobre el judaísmo e Israel, actitud de rebelión contra sus propias raíces que también fue símbolo de su extravagancia. Pero esa restricción colabora con la eficacia de todo lo que mantiene en foco: por un lado, su intensa relación con las dos personas que eran su auténtico soporte legal y emocional, el enigmático abogado Paul Marshall (Michael Stuhlbarg) y un paciente y equilibrado sacerdote experto en ajedrez, encarnado con mucha prestancia por Peter Sasgaard; por el otro, la tensión de la propia partida, sintetizada en un arqueo de cejas de Schreiber o un pequeño gesto de Maguire, siempre atento al tablero, pero también a un contexto que siempre consideró agresivo. La jugada maestra es la historia de un hombre cuya racionalidad se agrieta a medida que crece su capacidad como ajedrecista, pero también una prueba más de cómo la cultura norteamericana crea celebridades en serie para destruirlas cuando percibe que es hora de desecharlas.